Un golpe de platillos, la clave del misterio de esta película de Alfred Hitchcock, un autoremake de su previo filme de mediados de los años treinta, escondida en la partitura de The storm clouds, de Arthur Benjamin. Nubarrones de tormenta… y de plomo.
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Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)
«Teruel». «Madrid». Uno de los más apreciables detalles, al menos por parte del público español, del guión de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?, René Clément, 1966), coescrito por los norteamericanos Gore Vidal y Francis Ford Coppola (nada menos) a partir del best-seller de Dominique LaPierre y Larry Collins del mismo título, está en la conservación de los nombres con que los ex combatientes de la República Española bautizaron los blindados y demás vehículos de la 2ª división blindada del ejército francés, conocida como División Leclerc (por el nombre de su oficial al mando), las más célebres tropas de la Francia libre que combatieron en la Segunda Guerra Mundial por la liberación de su país del yugo nazi y del gobierno colaboracionista de Vichy, y que fueron las primeras, con los españoles por delante, en entrar en la capital cuando los alemanes iniciaron la retirada. Dentro de esta división, la novena compañía, conocida como La Nueve, estaba integrada por más de un centenar de españoles que combatían bajo la bandera republicana española, emblema de la unidad, aunque en otras compañías de las tropas de Leclerc, formadas en Chad y en campaña por toda el África Occidental Francesa primero, y por Europa, vía Normandía, después, desde el principio de la guerra abundaban los soldados españoles con uniforme francés en lucha contra el mismo fascismo que les había derrotado en España.
La entrada de Leclerc en París supone el punto culminante de esta superproducción europea dirigida por René Clément, cineasta encumbrado apenas años antes por su adaptación de Patricia Highsmith en A pleno sol (Plein soleil, 1960), que funciona como crónica de los hechos que rodearon la recuperación de París por los aliados, en especial del movimiento de Resistencia que en los últimos días de la ocupación alemana empezó a hostigar a los soldados nazis y a asaltar edificios emblemáticos de una ciudad de la que Hitler en persona había ordenado terminantemente no dejar piedra sobre piedra, incluidos monumentos, edificios históricos, lugares turísticos, etc… Es decir, todo aquello que los nazis no podrían llevarse con ellos (recuérdese El tren). Desde este punto de vista, la película pretende funcionar como otros grandes títulos bélicos del momento, caracterizados por la narración exhaustiva y con ritmo ágil y perspectiva múltiple de acontecimientos históricos mezclados con las historias particulares de los numerosos protagonistas que, con carácter episódico y de manera coral, salpican las tres horas de metraje y a los que da vida. En este sentido, como sus coetáneas, acapara un reparto de lujo entre actores franceses, alemanes y norteamericanos, a saber: Jean-Paul Belmondo, Charles Boyer, Leslie Caron, Jean-Pierre Cassel, George Chakiris, Claude Dauphin, Alain Delon, Kirk Douglas, Pierre Dux, Glenn Ford, Gert Fröbe, Daniel Gélin, Yves Montand, Anthony Perkins, Michel Piccoli, Simone Signoret, Robert Stack, Jean-Louis Trintignant, Pierre Vaneck y Orson Welles. Con el habitual desequilibrio de estas producciones en el tiempo e intensidad dedicados a cada segmento del poliedro que compone el conjunto (el diplomático sueco que interpreta Orson Welles y que ejerce de negociador humanitario entre los todavía ocupantes alemanes y los rebeldes franceses, por ejemplo, salpica sus apariciones a lo largo del filme, mientras que, por ejemplo, el general Patton que interpreta Kirk Douglas apenas aparece en una breve escena, al mismo tiempo que las apariciones de Belmondo, Delon o Signoret saben a muy poco), el valor de la cinta estriba en su condición de documento realista y veraz, aunque siempre desde el empalagoso sentimiento patriótico francés, de los sucesos acaecidos pocas semanas después del desembarco de Normandía, y en su mezcla de imágenes auténticas extraídas de filmaciones provenientes de las grabaciones efectuadas por ambos bandos durante la lucha callejera en París con la reconstrucción o la reinvención dramática de los hechos. De este modo, Clément, Vidal y Coppola transitan por los distintos escenarios que se dieron durante aquellos días, sumando piezas a un puzzle que pretende ser un compendio de estereotipos, tópicos y realidades: los comandos de Resistencia que ocupan tal o cual edificio, los oficiales alemanes deseosos de cumplir los destructivos mandatos de Hitler y el soldado dubitativo que lamenta profundamente tener que aniquilar una ciudad, los traidores que actúan como doble agente y venden a sus camaradas de armas, los soldados franceses ansiosos por entrar en su capital, los americanos y británicos que dudan sobre si la estrategia más conveniente no es evitar París y seguir adelante hacia el Rhin porque temen una fuerte oposición que retrace su avance, los combates callejeros, las pequeñas treguas, las carreras y las huidas bajo el toque de queda o la amenaza de los francotiradores, la alegría de la victoria, la euforia callejera, los bailes y el champán, los besos y las canciones, las risas y las borracheras, los noviazgos repentinos (y momentáneos) y la preocupación por lo que deparará el día de mañana… Continuar leyendo «Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)»
La tienda de los horrores – Napoleón (1955)
Erich von Stroheim, tocado con peluca-fregona, juega a imitar a Ludwig van Beethoven aporreando al piano la sinfonía Heroica con gesto grave de circunstancias mientras un grupo de cortesanos vieneses «negocia» el futuro matrimonio de María Luisa de Austria con Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En un momento dado, Stroheim, que no dice ni mu en todo este tiempo, deja de tocar, levanta la vista, y mira a quienes se encuentran ante él. Su careto de hastío, de aburrimiento, de humillación, de estar pensando «qué demonios hago yo aquí», resume muy bien las sensaciones que provoca el visionado de Napoleón, producción francesa dirigida por Sacha Guitry en 1955.
Guitry, ya casi al final de su carrera cinematográfica, crea un interminable truño de 182 minutos de duración (muy recortados en las versiones destinadas a otros países, afortunadamente: 105 minutos en Alemania, 118 minutos en España…) consagrado a presentar una hagiografía de la vida y milagros (políticos, militares y amatorios) del «Pequeño Cabo» (o «Le Petit Cabrón», en palabras de Arturo Pérez-Reverte), otro dictador bajito, con mala leche y un único testículo que sojuzgó a media Europa sometiéndola a sus designios durante un par de lustros. Contada en un enorme flashback por el ministro de exteriores Talleyrand (interpretado por el propio Guitry), la película recorre todos los episodios relevantes de la vida de Napoleón, desde su cuna en Ajaccio (Córcega) hasta su muerte en Santa Elena y el traslado de sus restos mortales a París.
Pero, ¿por qué Napoleón es una biografía merecedora de aparecer en esta sección, y no otros biopics, género aburrido y generalmente productor de películas infumables ya de por sí? Principalmente, por la voluntad de Guitry, llevada a cabo con perfección absoluta, de desprenderse de cualquier interés relacionado con contar una historia con principio, nudo, desenlace y personajes, y entregarse a la recapitulación, presentación y recreación de momentos «gloriosos» de la vida de Napoleón desde un punto de vista divulgativo-propagandístico al modo y manera de los documentales, y machacando cada episodio con su narración en voz en off por el propio Talleyrand-Guitry. Como puntos positivos de la cinta, hay que señalar la estupenda recreación atmosférica del periodo histórico, sus vestuarios, localizaciones y utensilios, también los armamentísticos, si bien la película anda justita cuando de trasladar la acción al campo de batalla se trata, no tanto por el número y esplendor de los extras que dan cuerpo a los distintos ejércitos en liza sino por la incapacidad y la insuficiencia de Guitry para narrar con brío, pulso y dramatismo los lances de las guerras napoleónicas. Concentrado en exaltar la figura del dictador, Guitry subordina cualquier otro aspecto de la película a la figura del emperador, haciendo alarde de una exposición nacionalista, imperialista, chauvinista y bananera de la figura de Bonaparte.
En este punto, Guitry parece haber sometido su proyecto a la corriente imperante en ciertos sectores de la derecha francesa militarista en un momento, 1954-55, en el que Francia se enfrentaba (una vez más, porque desde el Congreso de Viena de 1815, en el que por primera vez se le perdonó la vida al país, Francia no ha hecho sino el ridículo en cualquiera de sus actuaciones internacionales, especialmente las bélicas) a la derrota militar de sus tropas en Vietnam y se empezaba a hacer a la idea de que en Argelia también les iban a pintar la cara. Guitry construye así una película nacionalista, triunfalista, en la que, equiparando a Napoleón con Julio César, parece reivindicar, de manera panfletaria, burda y primitiva, como todo nacionalismo de pacotilla, cierta ejemplaridad ideal de los franceses, cierto heroísmo de raza (se recuerda que Bonaparte era corso; casi más italiano, por tanto, que francés), personificando en el dictador las supuestas cualidades superiores de la raza francesa, y consagrándose a la adoración del personaje fotograma tras fotograma, pero sin una verdadera construcción dramática, y olvidando en todo momento, algo muy francés, que apenas unas décadas antes Francia fue el paraíso, por ejemplo, del antisemitismo, que fue la cuna del fascismo, y que medio país se alió con Hitler. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Napoleón (1955)»