Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.
Billy Wilder
Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.
Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.
Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.
La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.
Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.
Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta despreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.
A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.
FELLINI ES MAS GRANDE QUE EL CINE, por Martin Scorsese.
Antaño, las muchedumbres entusiasmadas se agolpaban en las salas de cine para ver la última película de Jean-Luc Godard, Agnès Varda o John Cassavetes. El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia, considera Martin Scorsese. Con este homenaje a Federico Fellini, el director intenta recuperarla.
(Le Monde Diplomatique, agosto de 2021. Correspondencia de Prensa, 8-8-2021/Traducción de Carles Morera)
La cámara se fija en la espalda de un joven que camina decidido hacia el oeste por una calle abarrotada de Greenwich Village. Bajo un brazo lleva libros. En la otra mano, un número del Village Voice. Camina deprisa, dejando atrás hombres vestidos con gabardina y sombrero, mujeres con pañuelos en la cabeza que empujan carritos de la compra plegables, parejas cogidas de la mano, y poetas y chulos y músicos y borrachines, frente a farmacias, licorerías, restaurantes y bloques de apartamentos. Pero el joven solo se fija en una cosa: la marquesina del Art Theatre, que exhibe Shadows, de John Cassavetes y Los primos, de Claude Chabrol.
El joven toma nota mental y entonces cruza la Quinta Avenida y sigue caminando hacia el oeste, pasando librerías y tiendas de discos y estudios de grabación y zapaterías hasta llegar al Playhouse de la Calle 8: ¡Cuando pasan Las cigüeñas e Hiroshima, mon amour y próximamente Al final de la escapada!
Seguimos tras él mientras gira a la izquierda por la Sexta Avenida y dejamos atrás restaurantes y más licorerías y kioscos de prensa y un estanco y cruzamos la acera para ver mejor la marquesina del Waverly: Cenizas y diamantes, de Andrzej Wajda.
Da media vuelta y vuelve hacia el este por la Cuarta dejando atrás el Kettle of Fish y la Judson Memorial Church hasta Washington Square, donde un hombre vestido con un traje harapiento reparte folletos con la imagen de Anita Ekberg cubierta de pieles: La dolce vita se estrena en una de las principales salas de teatro de Broadway, ¡con asientos reservados a la venta a precio de entrada de Broadway! Camina desde La Guardia Place hasta Bleecker, dejando atrás el Village Gate y el Bitter End hasta llegar al Bleecker Street Cinema, que tiene en cartel Como en un espejo, Tirad sobre el pianista, El amor a los veinte años, y La noche, ¡que ha aguantado tres meses en cartelera! Se pone a la cola para la película de Truffaut, abre su ejemplar del Voice por la sección de cine y un maná de riquezas brota desde las páginas y revolotea a su alrededor: Los comulgantes, Pickpocket, El ojo maligno, La mano en la trampa, pases de Andy Warhol, Cerdos y acorazados, Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film Archives, El confidente… Y en mitad de todo eso, alzándose imponente sobre el resto: ¡Joseph E. Levine presenta 8½, de Federico Fellini! Mientras pasa las páginas enfervorecido, la cámara asciende sobre él y la multitud expectante como elevada por las olas de su excitación.
Adelantemos al momento presente. El arte del cine está siendo sistemáticamente devaluado, marginado, menospreciado y reducido a su mínimo común denominador: “contenido”. Hace apenas quince años, el término “contenido” solo se escuchaba cuando la gente discutía sobre cine a un nivel serio, y siempre en contraste con la “forma”. Entonces, gradualmente, empezó a usarse más y más por aquellos que tomaron el control de los grupos de comunicación, que en su mayoría desconocían todo sobre la historia de este arte o no tenían el interés suficiente como para pensar siquiera que debían saber algo. El término “contenido” pasó a hacer referencia a cualquier imagen en movimiento: una película de David Lean, un vídeo de gatitos, un anuncio de la Super Bowl, la secuela de una película de superhéroes, un capítulo de una serie… Se asociaba, claro, no a la experiencia de una sala de cine, sino a la del visionado en el hogar, en las plataformas de streaming que han vaciado las salas de cine, como ya hiciera Amazon con las tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, yo el primero. Por otro, ha creado una situación en la que todo se presenta al espectador en igualdad de condiciones, lo que suena democrático sin serlo. Si lo próximo que vas a ver viene “sugerido” por algoritmos que se basan en lo que ya has visto y dichas sugerencias se basan solo en temas o géneros, ¿qué supone eso para el arte cinematográfico?
La prescripción no es antidemocrática o “elitista”, un término tan manido hoy día que ha perdido su significado. Es un acto de generosidad: estás compartiendo aquello que amas y te resulta inspirador (de hecho, las mejores plataformas de streaming, como Criterion Channel y MUBI o canales tradicionales como TCM se basan en la prescripción, es decir, hay alguien ahí filtrando el grano de la paja). Mientras que los algoritmos, por definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como mero consumidor y nada más.
Como en un sueño
Las elecciones que hacían distribuidores como Amos Vogel de Grove Press en los años sesenta no solo eran actos de generosidad, a menudo también lo eran de valentía. Dan Talbot, que era un exhibidor y programador de salas de cine, fundó New Yorker Films para distribuir una película que amaba, Antes de la revolución, de Bertolucci, una apuesta todo menos segura. Las películas que llegaron a nuestras orillas gracias al empeño de este y de otros distribuidores, comisarios y exhibidores generaron un momento extraordinario. Las circunstancias de dicho momento se han ido para no volver, desde la preponderancia de la sala de cine hasta el entusiasmo compartido respecto a las posibilidades de esta disciplina. Por eso vuelvo tan a menudo a aquellos años. Me siento afortunado por haber sido joven y haber estado vivo y abierto a todo aquello mientras sucedía. El cine siempre ha sido mucho más que contenido y siempre lo será, y los años en que aquellas películas llegaban de todas partes del mundo conversando unas con otras y redefiniendo la disciplina semanalmente son la prueba.
En esencia, aquellos artistas estaban lidiando constantemente con la pregunta de qué es el cine para después lanzársela a la siguiente película y que esta diera su respuesta. Nadie trabajaba en un vacío, y todo el mundo parecía responder a y alimentarse del resto. Godard y Bertolucci y Antonioni y Bergman e Imamura y Ray y Cassavetes y Kubrick y Varda y Warhol estaban reinventando el cine con cada nuevo movimiento de cámara y cada nuevo corte, y cineastas más asentados como Welles y Bresson y Huston y Visconti se vieron revigorizados por aquel estallido de creatividad que los rodeaba.
En el centro de todo aquello había un director por todos conocido, un artista cuyo nombre era sinónimo del cine y sus posibilidades. Era un nombre que instantáneamente evocaba un cierto estilo, cierta actitud frente al mundo. Tanto fue así que se convirtió en un adjetivo. Supongamos que querías describir la atmósfera surreal de una fiesta o una boda o un funeral o una convención política o, ya puestos, el sinsentido del mundo entero: bastaba con pronunciar la palabra “felliniano” y la gente entendía exactamente a qué te referías.
En los sesenta, Federico Fellini se convirtió en más que un cineasta. Al igual que Chaplin y Picasso y los Beatles, trascendía su propio arte. A partir de cierto momento, ya no se trataba de tal o cual película y pasó a tratarse del conjunto de todas sus películas combinadas en un gran gesto inscrito a lo largo y ancho de la galaxia. Ir a ver una película de Fellini era como ir a escuchar a Maria Callas cantar o ver actuar a Laurence Olivier o ver bailar a Nureyev. Sus películas hasta empezaron a incorporar su nombre: Fellini Satiricón, Fellini 8½. El único ejemplo cinematográfico comparable era Hitchcock, pero aquello era otra cosa: una marca, un género en sí mismo. Fellini era el virtuoso del cine.
La absoluta maestría visual de Fellini empezó a manifestarse en 1963 con su 8½, en la que la cámara planea y flota y se eleva entre realidades internas y externas, al compás del humor cambiante y los pensamientos secretos del alter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Pienso en fragmentos de esa película, que he visto en incontables ocasiones, y aun hoy me encuentro a mí mismo preguntándome: “¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo es que cada movimiento y cada gesto y cada ráfaga de viento parece darse en el momento justo? ¿Cómo puede ser que todo resulte inquietante e inevitable como en un sueño? ¿Cómo puede ser que cada momento resulte tan rico y como habitado por un anhelo inexplicable?”.
El sonido jugaba un papel importante en esa atmósfera. Fellini era tan creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una larga tradición de postsincronización de sonido que comenzó bajo el mandato de Mussolini, que decretó que todas las películas importadas de otros países debían doblarse. En muchas películas italianas, incluso en algunas de las más importantes, el carácter desencarnado de la banda sonora puede resultar desconcertante. Fellini sabía cómo usar esa desorientación como herramienta expresiva. Los sonidos y las imágenes en sus películas juegan y se resaltan unos a otros de tal manera que la experiencia cinematográfica al completo se desarrolla como una partitura musical o como un gran pergamino desenrollándose. Hoy en día, la gente alucina con las últimas herramientas tecnológicas y con lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales ligeras y las técnicas de posproducción como los retoques digitales no hacen la película por ti: lo importante siguen siendo las decisiones que tomas durante su creación. Para los grandes artistas como Fellini no hay elemento pequeño, todo importa. Estoy seguro de que le habrían fascinado las cámaras digitales ligeras, pero no habrían cambiado el rigor y la precisión de sus decisiones estéticas.
Es importante recordar que Fellini comenzó en el neorrealismo, lo que resulta interesante porque en muchos aspectos acabó representando su polo opuesto. De hecho, fue uno de los inventores del neorrealismo, en colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento sigue impresionándome. Inspiró tantas cosas en el cine, y dudo que toda la creatividad y exploración de los cincuenta y los sesenta se hubiera producido sin los cimientos aportados por el neorrealismo. No fue tanto un movimiento como un grupo de artistas del cine respondiendo a un momento inimaginable en la vida de su nación. Tras veinte años de fascismo, después de tanta crueldad y terror y destrucción, ¿cómo seguir adelante como individuos y como país? Las películas de Rossellini, De Sica, Visconti, Zavattini, Fellini y tantos otros, películas en las que la estética, la moralidad y la espiritualidad estaban tan entretejidas que eran inseparables, jugaron un papel vital en la redención de Italia a ojos del mundo.
Fellini coescribió Roma, ciudad abierta y Paisá (Camarada) (se dice que también dirigió algunas escenas del episodio florentino mientras Rossellini estaba enfermo) y coescribió y actuó en El milagro de Rossellini. Su camino como artista obviamente se separó pronto del de Rossellini, pero ambos mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini una vez dijo algo muy astuto: que lo que la gente definía como neorrealismo solo existía en las películas de Rossellini y en ningún otro lugar. Exceptuando El ladrón de bicicletas, Umberto D. y La tierra tiembla, creo que lo que Fellini quería decir era que Rossellini fue el único que confió tan plenamente en la simplicidad y la humanidad, el único que se empeñó en permitir que la vida misma se acercara tanto como fuera posible al punto donde poder contar su propia historia. Fellini, en contraste, era un estilista y un fabulista, un mago y un contador de historias, pero las bases en términos de experiencia y ética que recibió de Rossellini fueron cruciales para el espíritu de sus películas.
Yo crecí al tiempo que Fellini se desarrollaba y eclosionaba como artista y muchísimas de sus películas fueron tesoros para mí. Vi La strada, la historia de una joven pobre que es vendida a un forzudo ambulante, cuando tenía unos trece años, y me golpeó de modo particular. He ahí una película ambientada en la posguerra pero que se desarrollaba como una balada medieval o algo incluso anterior, una emanación del mundo antiguo. Lo mismo podría decirse de La dolce vita, creo, pero esa es un panorama, un vodevil de la vida moderna y la desconexión espiritual. La strada, estrenada en 1954 (dos años más tarde en Estados Unidos), era un lienzo más pequeño, una fábula asentada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, afecto, destrucción.
Para mí, La strada tenía una dimensión añadida. La vi por primera vez con mi familia en la televisión y a mis abuelos la historia les pareció un fiel reflejo de las penurias que dejaron atrás en el viejo país. Esta cinta no fue bien recibida en Italia. Para algunos suponía una traición al neorrealismo (en aquel entonces ese era el baremo según el cual se juzgaban las películas) y supongo que ubicar una historia tan descarnada dentro del marco de una fábula fue algo demasiado desconcertante para muchos espectadores italianos. En el resto del mundo fue un éxito rotundo, la obra que lanzó a Fellini. Fue la película a la que Fellini dedicó más trabajo y sufrimiento –su guion era tan detallado que alcanzaba las seiscientas páginas, y hacia el final de un rodaje difícil tuvo una crisis nerviosa que le obligó a pasar por el primero de (creo) muchos psicoanálisis antes de poder finalizarlo–. También fue la película que, durante el resto de su vida, atesoró con más cariño cerca de su corazón.
El “shock” de La dolce vita
Las noches de Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una prostituta (que sirvió de inspiración para el musical de Broadway y la película de Bob Fosse Sweet Charity), consolidó su reputación. Como todo el mundo, la encontré emocionalmente avasalladora. Pero la siguiente gran revelación llegaría con La dolce vita. Ver esa película en compañía de una sala abarrotada cuando acababa de estrenarse era una experiencia inolvidable. La dolce vita fue distribuida en Estados Unidos en 1961 por Astor Pictures y presentada en un evento especial en un gran teatro de Broadway, con asientos numerados y entradas caras, el tipo de presentación que asociábamos a las grandes películas bíblicas como Ben-Hur. Ocupamos nuestros asientos, las luces se apagaron y vimos cómo se desplegaba ante nosotros un fresco cinematográfico majestuoso y aterrador y todos experimentamos el shock del reconocimiento. Estábamos ante un artista que había logrado expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que ya nada importaba porque todo y todos podíamos ser aniquilados en cualquier momento. Sentimos ese impacto, pero también la euforia del amor de Fellini por el arte del cine y, en consecuencia, por la vida misma. Algo parecido se avecinaba en el rock and roll, en los primeros discos eléctricos de Dylan y después en el White Album de los Beatles y el Let It Bleed de los Rolling Stones, álbumes sobre la ansiedad y la desesperación, pero que al tiempo resultaban experiencias trascendentales y emocionantes.
Cuando hace una década presentamos en Roma la versión restaurada de La dolce vita, Bertolucci dejó muy claro que quería asistir. En aquel entonces ya le resultaba complicado desplazarse porque iba en silla de ruedas y estaba aquejado de dolores constantes, pero se empeñó en que tenía que estar allí. Y tras la proyección me confesó que La dolce vita fue la película que le hizo dedicarse al cine. Aquello me sorprendió mucho, pues nunca le había oído hablar de ella. Pero en el fondo, tampoco era tan sorprendente. Aquella película fue una experiencia estimulante, como una onda expansiva que asoló la cultura a todos los niveles.
Las dos películas de Fellini que ms me afectaron, las que realmente me marcaron, fueron Los inútiles y 8½. Los inútiles porque capturó algo tan real y tan precioso que apelaba directamente a mi propia experiencia. Y 8½ porque redefinió mi idea de lo que era el cine, de qué podía hacer y adónde podía transportarte.
Los inútiles, estrenada en Italia en 1953 y tres años después en Estados Unidos, fue la tercera película de Fellini y su primera gran obra. También fue una de las más personales. La historia consiste en una serie de escenas en la vida de cinco amigos veinteañeros en Rimini, donde se crio Fellini: Alberto, interpretado por el gran Alberto Sordi; Leopoldo, interpretado por Leopoldo Trieste; Moraldo, el alter ego de Fellini, interpretado por Franco Interlenghi; Riccardo, interpretado por el hermano de Fellini; y Fausto, interpretado por Franco Fabrizi. Estos se pasan el día jugando al billar, persiguiendo chicas, y paseándose por ahí burlándose de la gente. Tienen grandes sueños y grandes planes. Se comportan como niños y sus padres los tratan como tales. Y la vida sigue.
Tuve la impresión de conocer a aquellos chavales, como si hubieran surgido de mi propia vida, de mi propio barrio. Incluso reconocí parte del lenguaje corporal, el mismo sentido del humor. De hecho, en cierto momento de mi vida, yo fui uno de esos chicos. Entendí lo que Moraldo estaba experimentando, su desesperación por escapar. Fellini lo capturó todo tan bien –la inmadurez, el aburrimiento, la tristeza, la búsqueda de la próxima distracción, del próximo estallido de euforia–. Nos regala la calidez y la camaradería y las bromas y la tristeza y la desesperación interior, todo a la vez. Los inútiles es una película dolorosamente lírica y agridulce y fue una inspiración crucial para Malas calles. Es una gran película sobre una ciudad natal, sobre cualquier ciudad natal.
En cuanto a 8½, toda la gente que conocía en aquel entonces que intentaba hacer películas tuvo un punto de inflexión, una piedra de toque personal. La mía fue y sigue siendo 8½.
Torbellino de película
¿Qué hacer después de una película como La dolce vita, que se ha llevado el mundo por delante? Todos están atentos a cada palabra que pronuncias, esperando ver qué será lo próximo que hagas. Eso mismo fue lo que le pasó a Dylan a mediados de los sesenta tras Blonde on Blonde. Para Fellini y para Dylan, la situación era la misma: habían tocado a legiones de personas, todo el mundo sentía que los conocía, que los entendía, y, a menudo, que eran de su propiedad. Es decir: presión. Presión por parte del público, de los fans, de los críticos y de los enemigos (y los fans y los enemigos a menudo dan la sensación de confundirse en un solo ente). Presión para producir más. Para ir más allá. Presión de uno sobre sí mismo.
Para Dylan y Fellini la respuesta fue volver la mirada adentro. Dylan buscó la simplicidad en el sentido espiritual propugnada por Thomas Merton, y la encontró tras su accidente de motocicleta en Woodstock, donde grabó The Basement Tapes y escribió las canciones para John Wesley Harding. Fellini vivió su propio episodio a principios de los sesenta e hizo una película sobre su crisis artística. Al hacerlo, emprendió una expedición arriesgada hacia terrenos inexplorados: su mundo interior. Su alter ego, Guido, es un director famoso que sufre el equivalente cinematográfico al miedo a la página en blanco y busca un refugio donde encontrar paz y orientación, como artista y ser humano. Busca una “cura” en un lujoso balneario, donde su amante, su esposa, su ansioso productor, sus hipotéticos actores, su equipo de rodaje y una -heterogénea procesión de fans y parásitos y clientes del balneario desciende sobre él; entre ellos hay un crítico que proclama que su nuevo guion “carece de conflicto central y premisa filosófica” y se reduce a “una serie de episodios gratuitos”. La presión se intensifica, sus recuerdos de infancia, anhelos y fantasías se manifiestan inesperadamente día y noche y espera a su musa –que viene y va fugazmente manifestándose en la figura de Claudia Cardinale– para “crear orden”.
8½ es un tapiz tejido a partir de los sueños de Fellini. Al igual que en un sueño, todo parece sólido y bien definido por un lado y etéreo y efímero por el otro; el tono cambia constantemente, a veces de modo violento. En realidad, Fellini creó un equivalente visual del monólogo interior que mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta y una forma que constantemente se redefine a medida que se desarrolla. Básicamente estás viendo a Fellini hacer la película ante tus ojos, porque el proceso creativo es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo por el estilo, pero creo que nadie más ha conseguido lo que consiguió Fellini aquí. Tuvo la audacia y el atrevimiento necesarios para jugar con todas las herramientas creativas, de estirar la cualidad plástica de la imagen hasta un punto en el que todo parece existir a un nivel subconsciente. Hasta los fotogramas aparentemente más neutrales, si los miras muy de cerca, tienen un elemento en la iluminación o la composición que te descoloca, que de algún modo está infundido de la consciencia de Guido. Al rato, renuncias a intentar comprender dónde estás, si en un sueño o en un flashback o en la pura y simple realidad. Lo que quieres es seguir perdido y vagar con Fellini, rendido a la autoridad de su estilo.
La película alcanza un pico en una escena en la que Guido coincide con el cardenal en los baños, un viaje al inframundo en busca de un oráculo y un retorno al fango del que provenimos todos. Al igual que durante toda la película, la cámara está en movimiento –febril, hipnótica, flotante, siempre apuntando hacia algo inevitable, algo revelador–. Mientras Guido se abre paso en su descenso, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas aproximándose a él, algunas dándole consejos para congraciarse con el cardenal y otras suplicando favores. Entra en una antesala llena de vapor y se abre camino hasta el cardenal, cuyos asistentes sostienen una sábana de muselina ante él mientras se desnuda y nosotros le vemos solo como una sombra. Guido le dice al cardenal que no es feliz, y el cardenal se limita a dar su inolvidable respuesta: “¿Por qué había de ser feliz?
El problema del hombre no es ese. ¿Quién le ha dicho que venimos al mundo para ser felices?”. Cada fotograma de esta escena, cada fragmento de decorado y de coreografía entre cámara y actores, es de una complejidad extraordinaria. Soy incapaz de imaginarme cuán difícil de ejecutar debió de ser. En la pantalla se desenvuelve con tanta gracilidad que parece la cosa más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una de las verdades más destacables de 8½: Fellini hizo una película sobre una película que solo podría existir como película y como nada más, ni como pieza musical, ni como novela, poema o baile, solo como obra cinematográfica.
Cuando 8½ se estrenó, la gente discutió sobre ella incansablemente: así de dramático fue su efecto. Cada uno teníamos nuestra propia interpretación, y nos pasábamos horas hablando sobre la película, diseccionando cada escena, cada segundo. Claro está que nunca llegamos a una interpretación definitiva, pues la única forma de explicar un sueño es echando mano de la lógica de un sueño. La película no alcanza una resolución, lo que molestó a mucha gente. Gore Vidal me contó una vez que le dijo a Fellini: “Fred, a la próxima, menos sueños, debes contar una historia”. Pero en 8½ la falta de resolución es más que adecuada, porque el proceso artístico tampoco tiene resolución: debes seguir adelante. Y cuando acabas, sientes la necesidad de volver a empezar, igual que Sísifo. Y, al igual que descubriera Sísifo, empujar la piedra colina arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida. La película tuvo un impacto enorme en los cineastas. Inspiró Alex in Wonderland, de Paul Mazursky, en la que el propio Fellini hace de Fellini; Recuerdos, de Woody Allen; y All that Jazz, de Fosse, por no hablar del musical de Broadway Nine. Como he dicho, soy incapaz de contar cuántas veces he visto 8½, y no sabría ni por dónde empezar a hablar de las innumerables formas en que me ha influido. Fellini nos enseñó a todos nosotros qué significaba ser un artista, esa irreprimible necesidad de hacer arte. 8½ es la expresión más pura de amor al cine de la que tengo conocimiento.
¿Seguir tras La dolce vita? Difícil. ¿Hacerlo tras 8½? No quiero ni pensarlo. Con Toby Dammit, un mediometraje inspirado en un relato de Edgar Allan Poe (el último de los segmentos que conforman el largometraje colectivo Historias extraordinarias), Fellini llevó al extremo su imaginería alucinada. La cinta es un descenso visceral a los infiernos. En Satiricón, Fellini creó algo nunca visto: un mural del mundo antiguo en forma de “ciencia-ficción invertida”, en sus palabras. Amarcord, su película semiautobiográfica situada en Rimini durante el periodo fascista, hoy es una de sus obras más apreciadas (está entre las favoritas de Hou Hsiao-hsien, por ejemplo), aunque es mucho menos osada que sus películas anteriores. Con todo, es un trabajo repleto de visiones extraordinarias (me fascinó la especial admiración de Italo Calvino hacia la película como retrato de la vida en la Italia de Mussolini, algo que a mí no se me ocurrió). Tras Amarcord, todas sus películas tienen destellos de brillantez, especialmente Casanova. Es una película gélida, más helada que el último círculo del infierno de Dante, y es una experiencia remarcable y estilizada pero indudablemente intimidante. Dio la impresión de ser un punto de inflexión para Fellini. Y, la verdad sea dicha, la horquilla entre los setenta y los ochenta pareció serlo para muchos cineastas en el mundo entero, yo incluido. La sensación de camaradería que todos habíamos sentido, fuera esta real o imaginada, pareció romperse y todos se convirtieron en islotes incomunicados, luchando por hacer su próxima película.
Conocí a Federico lo suficientemente bien como para considerarme amigo suyo. Nos conocimos en 1970, cuando fui a Italia con una colección de cortos que había seleccionado para presentarlos en un festival. Contacté con la oficina de Fellini y me concedieron más o menos media hora de su tiempo. Fue tan cálido, tan cordial. Le conté que en mi primera visita a Roma me los reservé a él y a la Capilla Sixtina para el último día. Aquello le hizo reír. “¿Has visto, Federico? –dijo su asistente– ¡Te has convertido en un monumento aburrido!”. Le aseguré que aburrido era lo único que jamás podría ser. Recuerdo que también le pregunté dónde podía encontrar buena lasaña y me recomendó un restaurante maravilloso –Fellini conocía los mejores restaurantes en todas partes–.
Años después me mudé a Roma y empecé a ver a Fellini con bastante frecuencia. Solíamos cruzarnos y quedar para comer. Siempre fue un showman y con él el espectáculo nunca se detenía. Verle dirigir una película era toda una experiencia. Era como si dirigiera una docena de orquestas a la vez. Una vez llevé a mis padres al set de La ciudad de las mujeres y él correteaba por todas partes, camelando a unos y otros, suplicando, actuando, esculpiendo y ajustando cada elemento de la película hasta el mínimo detalle, ¬ejecutando su idea como un torbellino en perpetuo movimiento. Cuando nos fuimos, mi padre dijo: “Pensaba que habíamos venido a sacarnos una foto con Fellini”. “¡Y lo habéis hecho!”, le respondí. Todo sucedió tan deprisa que ni se dieron cuenta.
La era de la diversión visual
En los últimos años de su vida intenté ayudarle a encontrar distribuidor en Estados Unidos para su película La voz de la luna. Tuvo problemas con sus productores en ese proyecto, pues ellos querían un gran vodevil felliniano y él les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor quería saber nada de ella y me sorprendió ver que nadie, ni siquiera las principales salas independientes de Nueva York, tenía interés en proyectarla. Sus anteriores películas sí, pero no la nueva, que resultó ser su última. Poco tiempo después ayudé a Fellini a conseguir algo de financiación para un proyecto documental que tenía planeado, una serie de retratos de la gente que hace posibles las películas: actores y actrices, cámaras, productores, responsables de localizaciones (me acuerdo de que en el guion provisional de ese episodio el narrador explicaba que lo más importante era organizar expediciones de forma que las localizaciones estuvieran cerca de un buen restaurante). Por desgracia, murió antes de iniciar ese proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono. Su voz sonaba tan apagada que supe que ya nos estaba dejando. Fue triste ver cómo esa potencia de la naturaleza se desvanecía.
Todo ha cambiado: el cine y su importancia dentro de nuestra cultura. A nadie puede sorprenderle que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y Fellini, que un día reinaron imponentes sobre el séptimo arte como dioses, acabaran relegados a las sombras con el paso del tiempo. Pero a estas alturas no podemos dar nada por sentado. No podemos dejar el cuidado del cine en manos de la industria cinematográfica. En el negocio del cine, ahora del entretenimiento visual de masas, el énfasis siempre está en la palabra “negocio”, y el valor siempre viene determinado por la cantidad de dinero que puede hacerse con determinada propiedad. En ese sentido, todo, desde Amanecer hasta La strada o 2001: una odisea del espacio, está prácticamente empaquetado y listo para ocupar la categoría “Arte y ensayo” de alguna plataforma de streaming. Quienes conocemos el cine y su historia debemos compartir nuestro amor y nuestro saber con la mayor cantidad posible de gente. Y debemos dejarles claro y cristalino a los actuales propietarios legales de esas películas que estas son mucho más que meras propiedades que explotar y dejar tiradas, pues están entre los mayores tesoros de nuestra cultura y merecen recibir un trato acorde.
Supongo que también debemos refinar nuestra idea de lo que es cine y lo que no. Federico Fellini parece un buen punto de partida. Se pueden decir muchas cosas sobre las películas de Fellini, pero hay una que es incontestable: son cine y su obra supuso una contribución enorme a la hora de definir el séptimo arte.
La buena comedia negra es aquella que, sin renunciar a la parodia, la sátira y la ironía, no pretende disimular que su humor se construye a partir de un drama. Sobre esa premisa, a la vista la dirección sobria, contenida y distante de Robert Hamer, del fenomenal trabajo de decoración (perfecta recreación de los ambientes de la baja aristocracia británica, como también de los estratos laborales más próximos a ella), de las luminosas secuencias diseñadas por el director de fotografía Douglas Slocombe y de la encomiable labor de los intérpretes que componen el triángulo central del drama (Dennis Price, Joan Greenwood y Valerie Hobson), podría decirse que esta película es otra (quizá una de las mejores) de las amables y deliciosas piezas de humor surgidas de la factoría Ealing pilotada por Michael Balcon, antaño mentor de Alfred Hitchcock reconvertido después en el artífice de la comedia británica cinematográfica por excelencia. Pero la película cuenta además con Alec Guinness, actor descubierto por David Lean que hasta entonces había participado en sus dos adaptaciones dickensianas, y cuyo auténtico potencial como intérprete se destapó en esta cinta, que también le convirtió en estrella y referencia ineludible. Y es que Guinness, siempre en un segundo plano, da vida, con diferente intensidad y profundidad y en distinto grado de desarrollo dramático, a ocho miembros de la familia D’Ascoyne en un recital de versatilidad y múltiple personalidad interpretativa solo al alcance de otro grande de la comedia británica, Peter Sellers.
Pero la película no es un simple vehículo para el lucimiento de un actor semidesconocido hasta entonces en el mundo del cine, ni mucho menos. El trabajo de Guinness es imprescincible pero no condiciona la construcción dramática de la historia, que respira sátira y parodia por sí misma y que, como siempre en las comedias de la Ealing, sabe tomar el pulso a la Gran Bretaña de su tiempo. En este caso, un país que ha salido devaluado de los enormes esfuerzos y sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido su condición de potencia hegemónica del planeta, que ve cómo su flamante Imperio empieza a desgajarse (comenzando por la India, la joya de la Corona), que vive una profunda crisis económica y social y que debe replantearse un nuevo orden para su reconstrucción y un nuevo papel en el mundo. Este estado de ánimo colectivo producto de una decadencia sobrevenida es sabiamente adaptado por el guion de Robert Hamer y John Dighton, a partir de la novela de Roy Horniman, que se sitúa cronológicamente al final de la era victoriana (finales del siglo XIX y principios del XX) y que gira en torno al resentimiento y las ansias de venganza producto de la afrenta y el deshonor. La gran virtud del argumento, sin embargo, está en que esta venganza cobra la irónica forma de una comedia negra cuyo personaje central es un asesino en serie, si bien sus víctimas se limitan a los miembros de una sola familia, los D’Ascoyne (interpretados todos por Guinness). Se trata, por tanto, de un criminal en serie al que no le mueven los incontrolables impulsos psicológicos, sino que es un vulgar usurpador por interés calculado en la mejor tradición del folletín decimonónico de aventuras de Alejandro Dumas o de las novela de crímenes británica según los patrones de Chesterton o Agatha Christie, o en la línea de Thomas de Quincey y su entendimiento del crimen como una de las bellas artes.
Así, Louis Mazzini, miembro de la familia D’Ascoyne no reconocido (su madre fue expulsada y apartada cuando decidió fugarse con un cantante italiano que murió de un ataque al corazón el mismo día del nacimiento de Louis, exactamente en el momento en que lo vio por vez primera… y única), desea vengar la afrenta sufrida por él y por su madre y, tras constatar el número de miembros de la familia D’Ascoyne que le impiden reclamar el título de duque, comienza a planificar su sistemática eliminación, uno tras otro. El detonante de su descabellado plan, además de la ambición personal de influencia y dinero, es el hecho de que la muchacha junto a la que se ha criado, Sibella (Joan Greenwood), hermosa, caprichosa, voluble y algo casquivana muchacha a la que une una larga pasión compartida, decide casarse con otro hombre dotado de mejor empleo y posición y de una mayor provisión de fondos para sus caprichos (John Penrose). Doblemente resentido, contra los D’Ascoyne y contra Sibella, sin nada que perder, decide poner en marcha sus planes de asesinato, y también de ascenso social a medida que se van produciendo muertes y el número de parientes entre él y el título de duque se va reduciendo, lo cual hace que la ambiciosa Sibella vuelva de nuevo a él para convertirse en su amante. Con lo que no cuenta Louis es con enamorarse de Edith (Valerie Hobson), la viuda de su segunda víctima, el joven heredero del título, un muchacho de 24 años muy aficionado a la fotografía y mucho más a empinar el codo, lo cual termina de configurar el rompecabezas de su venganza: no solo rematará la jugada casándose con la legítima esposa de un D’Ascoyne, sino que eso le servirá para usar y tirar a Sibella, la joven que lo despreció porque no tenía dinero ni posición y que ahora verá cómo pierde el favor de todo un duque del que no sacará nada. Continuar leyendo «Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)»→
Mountain Dance, del compositor Dave Grusin, es el tema más recordado de los presentes en la banda sonora de este remake no confeso de la celebérrima Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) de David Lean, dirigido por Ulu Grosbard en 1984 y cuya mejor baza es su pareja protagonista, Meryl Streep y Robert De Niro. Sus interpretaciones, de una naturalidad y honestidad desbordantes, de una gama de registros tan compleja como aparentemente simple, y la aportación de secundarios de calidad como Harvey Keitel, Victor Argo o Dianne Wiest elevan el nivel general de una película condenada a transitar por lugares demasiado bien conocidos, cliché tras cliché, tópico tras tópico.
Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones (Billy Wilder).
Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.
Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.
Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.
La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.
Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.
Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta no apreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.
A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.
Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a hablar de superproducciones que nunca llegaron a rodarse en la forma en que se concibieron originalmente: El corazón de las tinieblas, de Orson Welles, Napoleón, de Stanley Kubrick, Dune, de Alejandro Jodorowsky, y Nostromo, de David Lean.
Excepcional y evocadora partitura compuesta por Maurice Jarre para esta monumental obra maestra de David Lean, dirigida por el propio Jarre y ejecutada por la Filarmónica de Londres.
Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.
Billy Wilder
Quizá fuera el sargento J.J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C.C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The lost weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I.A.L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.
Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Óscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The brige on the river Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback. Continuar leyendo «Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)»→
En el cine, como en cualquier otro aspecto de la vida, la injusticia campa a sus anchas. Solo así es posible que el maestro David Lean permaneciera prácticamente tres lustros apartado de las pantallas, precisamente en un momento, finales de los setenta y principios de los ochenta, en que el cine comercial se infantilizaba a marchas forzadas rebozándose en el fenómeno del blockbuster y los grandes genios de antaño que todavía estaban en edad de rodar películas (Billy Wilder, Josep L. Mankiewicz o el mismo Lean), prematuramente amortizados por unas modas y unos gustos en los que ya no parecían encajar, disfrutaban de largos periodos de jubilación de veinte años o más. Después de la mala acogida a su anterior y ya lejana película, La hija de Ryan (Ryan’s daughter, 1970), David Lean tardó lo suyo en poner en pie un nuevo proyecto, que a la postre sería el último, pero que brilla a la altura de sus capacidades como cineasta.
El visionado de Pasaje a la India evoca de inmediato tres palabras: elegancia, sensibilidad y belleza. Como en sus más reputadas producciones, la maestría de Lean se asienta sobre una mezcla de objetivos y distancias: al mismo tiempo que busca obsesivamente bellos encuadres para la construcción de majestuosos planos generales, conserva una minuciosa atención por el detalle, por la perfección de decorados y estancias, por la adecuada colocación y la atribución de un significado simbólico a los objetos, por las prendas del vestuario, y, especialmente, por los rostros y la pertinente plasmación de las emociones de sus personajes expresada de manera no verbal o con la menor cantidad de palabras posible. A ello no es ajeno que en esta película, al contrario que en sus más reconocidas superproducciones, Lean abandonara su querido Cinemascope. El paisaje, el entorno, la minúscula importancia del ser humano y de sus presuntos grandes conflictos en comparación con la colosal magnificencia de la naturaleza quedan en esta ocasión por debajo del auténtico motor de la película, las ideas, siempre presentes en el cine de Lean pero continuamente subordinadas al inmenso poder de la imagen. En Pasaje a la India, sin embargo, sucede justo al revés, y es la imagen la que sustenta formalmente un concepto previo que domina la película de principio a fin: el conflicto cultural y racial y la lucha de clases generada por el sistema colonial. David Lean cede en su planteamiento de cine-espectáculo para construir una película pequeña, minimalista, por más que los exteriores y el grandioso trabajo de dirección artística conserven el estilo que encumbró al cineasta británico.
A menudo se dice del gran maestro británico David Lean que pocos directores han logrado como él conjugar poéticamente la majestuosidad de los amplios y hermosos exteriores de muchas de sus superproducciones con la introspección, la sensibilidad y el lenguaje emocional de los rostros y, sobre todo, de los silencios de sus protagonistas. Es decir, su mágica fórmula para combinar lo épico y lo íntimo. Esto, que es una verdad incuestionable, y que conforma uno de los rasgos distintivos, y también más apreciables, de su cine, no hace menos cierta otra cualidad fundamental de las películas de Lean: la capacidad de sus historias para, partiendo de una clave particular, del drama de unos personajes concretos, erigirse en altavoz, en símbolo, en metáfora, prácticamente en resumen, de una situación (política, social, económica, cultural, etc.) de conjunto directamente relacionada con el contexto histórico en el que sitúa sus narraciones. Una vez más sucede así en La hija de Ryan (Ryan’s daughter, 1970), la bellísima y triste historia del matrimonio Shaughnessy, que no deja de ser en cierto modo una traslación melodramática de la bellísima y triste idiosincrasia de Irlanda.
Durante la Primera Guerra Mundial, los ecos de los recientes acontecimientos derivados del alzamiento de Pascua de 1916 sacuden la isla. Charles Shaughnessy (Robert Mitchum, impecable como acostumbra), un maduro maestro de escuela que ha enviudado hace ya algunos años, retorna a su aldea desde Dublín y Rosy (Sarah Miles, nominada al Óscar por su interpretación), antigua alumna suya, una joven impulsiva, caprichosa, algo ilusa y extravagante, enamorada de él, logra seducirle y casarse con él. La vida matrimonial, no obstante, no parece traerle todo el romanticismo que ella suponía a la situación, y Rosy encuentra en Randolph Doryan (Christopher Jones), nuevo comandante de la guarnición británica, la pasión que Charles no le proporciona. Quieren las circunstancias que Rosy sea hija del tabernero del pueblo, el Ryan que da nombre a la película (Leo McKern), patriota irlandés que presume de contactos y vivencias en la lucha contra los británicos que, sin embargo, actúa como confidente de estos en los días que uno de los sublevados más activos y buscados por los ocupantes, Tim O’Leary (Barry Foster), anda por la zona preparando el desembarco de armas y pertrechos enviados por Alemania para conseguir que estalle una rebelión en Irlanda y forzar a los británicos a luchar en un segundo frente. El panorama vital del lugar lo completan el padre Collins (inmenso Trevor Howard) y el pobre Michael (John Mills, premiado con el Óscar), que padece un retraso mental además de varias malformaciones que despiertan el rechazo, cuando no las burlas, de los vecinos, y del que el padre Collins se erige en protector.
Con estos parámetros, David Lean dibuja, en un pueblo de una calle construido para la ocasión, un pequeño mosaico de lo que implica el conflicto irlandés, su dualidad frente al fenómeno de la ocupación británica y también de sus dobleces morales, religiosas, identitarias, pero sobre todo de su ansia por lograr la independencia, de conseguir que los británicos se marchen a casa (a este respecto, se trata, recordamos, de una superproducción británica). Rosy constituye así el centro de un cuadrado cuyos lados son la educación, el progreso y la cultura (Charles), la secular ocupación británica (Doryan), la tradición católica (el padre Collins) y una figura paternal que se mueve entre dos aguas, que encarna la fidelidad y la traición (Ryan), en lo que parece ser una lectura simbólica de la historia irlandesa. Continuar leyendo «Llora Irlanda: La hija de Ryan (Ryan’s daughter, David Lean, 1970)»→