Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971)

 

Cuando en los años setenta, como resultado de la convulsa década anterior y ante la catástrofe de la guerra de Vietnam, la contracultura estadounidense cantó el fin del sueño americano, pocos veían venir la resurrección neoconservadora que se avecinaba a finales del decenio y que reinstauró con fuerza su trono inamovible en los ochenta (hasta hoy), recuperando los tradicionales valores de la era Eisenhower y ofreciéndolos esta vez bajo el fácil y atractivo envoltorio del sentimentalismo hueco y el entretenimiento infantilizador, exitosamente exportados al resto de Occidente. Antes de que el llamado Nuevo Hollywood muriera a manos del blockbuster, sin embargo, hubo algo más de diez años de un cine inusitado, ambicioso, complejo, adulto, repleto del desencanto y la autocrítica propios de su tiempo de crisis política, institucional, económica y social, pero sobre todo moral, y que, lejos de dar respuestas, se ejercitaba en el sano propósito de formular preguntas. El agotamiento del mito americano, la búsqueda de un nuevo sentido, de una común filosofía renovadora, tuvo una de sus puestas en escena más recurrentes, tal vez por influencia de la generación beat, en la idea de viaje, en el relato de una singladura que permitiese recorrer distintas geografías del país y, por tanto, servir para mostrar un estado de situación, un contraste, un mosaico del pasado y el presente que alentara la reflexión acerca de cómo debía construirse el futuro. Simbólicamente, ante la sensación de camino sin salida, el cine se volcó en reflejar ese tránsito en la dirección contraria a lo que en Hollywood siempre había sido moneda común: si la épica norteamericana se había construido sobre la conquista del oeste, la exploración de las praderas, la lucha contra los indios, las caravanas de los pioneros, la fundación de pueblos y ciudades, la llegada del telégrafo y del ferrocarril, y, como resultado de todo ello, la implantación de la ley y el orden, es decir, de la política, en un viaje desde el Atlántico al Pacífico, este cine de los años setenta se esforzaba por replantear las cosas desde el origen, y por tanto, su plantilla, en una especie de vuelta a las esencias, a la pureza de la nación, era la inversa, el viaje a las fuentes, al este, a Washington, Nueva York o Filadelfia, a los lugares fundadores, al origen de los Estados Unidos. Así, Walt Coogan (Clint Eastwood), un sheriff del estado de Arizona, se desplazaba a Nueva York para hacerse cargo de un detenido en La jungla humana (Coogan’s Bluff, Don Siegel, 1968); en Easy Rider (Buscando mi destino) (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), la pareja de moteros protagonista viajaba de Los Ángeles a Nueva Orleans para asistir al Mardi Gras; en Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969), Joe Buck (Jon Voight) intentaba mudarse también a Nueva York desde Texas; en Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), se planteaba una carrera de coches que desde el Medio Oeste tenía que finalizar de nuevo en la ciudad de los rascacielos… Punto límite: Cero, no obstante, no juega en esa línea, no contempla la posibilidad de reencontrar un nuevo sentido volviendo a los orígenes, buscando ideas, pretextos, sentidos y esperanzas para una nueva refundación. El guion de Guillermo Cabrera Infante es mucho más pesimista: no hay salida alguna; el único sentido es el camino, el viaje en sí mismo. La única libertad real que cabe es la que uno mismo se proporciona, la conquista personal de la propia vida.

Kowalski (Barry Newman), un empleado dedicado al negocio del alquiler de coches, apuesta a que es capaz de conducir un Dodge Challenger de 1970 desde Colorado para entregarlo en la ciudad de San Francisco en menos de dos días. Eso implica conducir sin detenerse, sin dormir, sin descansar, a toda velocidad, por las carreteras y desolados parajes que desde el oeste miran hacia el océano Pacífico, con ayuda de estimulantes, si hace falta, y sorteando como puede el variopinto grupo de personajes que en tan breve tiempo irán salpicando su travesía y, en ocasiones, dificultándola, retrasándola: pilotos competidores, una sexi autoestopista (Charlotte Rampling, cuyas escenas se suprimieron del montaje final), un cazador de serpientes (Dean Jagger) destinadas a las ceremonias de una estrafalaria comuna religiosa, dos atracadores homosexuales (Anthony James y Arthur Malet), unos hippies admiradores… Y, por supuesto, la policía de Colorado, Nevada y California, que irá tras él para detenerle. Su única compañía constante, la voz de Super Soul (Cleavon Little), el disc-jockey ciego de una de las emisoras de radio más populares y escuchadas del territorio, que primero ilustra el viaje musicalmente con un buen puñado de clásicos del momento y que, a medida que la pretendida hazaña de Kowalski gana repercusión, popularidad y simpatías, en particular de los jóvenes y los hippies, se va convirtiendo en su guía, su conciencia, su confesor, su aliento, lo que a su vez acarreará al locutor, y también a su productor, ambos de raza negra, los previsibles e inevitables problemas, esta vez no con la ley sino con los elementos más ultramontanos de la localidad. El director, Richard C. Sarafian, que tras dos largometrajes en Inglaterra estrenó ese mismo año El hombre de una tierra salvaje (Man in the Wilderness, 1971), con Richard Harris y John Huston, extraño western que es la versión original de El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), imprime a la película el ritmo acelerado, vertiginoso, pero, en sus plásticas composiciones del coche rompiendo el horizonte, también de un acentuado lirismo, que encuentra sus respiros en cada uno de los encuentros del protagonista y también en los flashbacks, incrustados con mayor o menor fortuna y, en general, no demasiado pertinentes ni muy bien resueltos, con los que se ilustra la historia del personaje: de su pasado como veterano de Vietnam y policía de San Diego, expulsado del cuerpo tras un episodio poco claro, a su éxito como piloto de carreras de motos y coches, abandonada tras un traumático accidente; de su prometedora relación con una mujer a su soledad casi propia de los héroes errantes del western… Estos insertos, aunque avanzan algunos aspectos de la personalidad del lacónico Kowalski que luego engarzarán con los datos que sobre él proporciona la policía, ralentizan y dispersan la acción y la sacan del tono general y de la finalidad última del argumento, que sirve a la idea de contraponer esa ansia de libertad, esa aspiración de autorrealización propia de los setenta, frente a las fuerzas que compulsiva y obsesivamente obstaculizan e impiden la consecución de esas aspiraciones. Esas fuerzas pueden ser oficiales (la policía de distintos estados o el FBI) o bien expresión del ala más conservadora de la sociedad americana, que es la que se revuelve contra Super Soul y su emisora, dejando traslucir el racismo latente en la vida pública a pesar y más allá del reconocimiento de los derechos civiles y la teórica igualdad legal. La metáfora más expresa al respecto que plasma la película es la de las excavadoras que la policía coloca en mitad del camino, en el pueblo que Kowalski debe atravesar en su entrada desde Nevada a California, para impedir el paso del Dodge Challenger y capturar al escurridizo conductor. Una barrera infranqueable ante la que solo cabe dar la vuelta o estrellarse. La policía no sale especialmente bien parada en la película, en ninguna de las distintas vertientes que se muestran de su trabajo: incompetente, torpe, represora, arbitraria, cruel y abusiva. Así, mientras Kowalski, su coche y quienes le ayudan, Super Soul o los hippies que le proporcionan sus estimulantes, son la sociedad libre y colaboradora, desinteresada, profundamente humana, la policía es la represión, las ataduras, la constricción, la oficialidad, el Gobierno al margen de los deseos y los intereses pueblo, si no contra ellos.

(Lamentablemente, observo que wordpress me ha hecho una pirula informática y me ha escamoteado un último párrafo que conectaba de nuevo la película con el western a través de un paralelismo entre Kowalski y Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y con el final de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969). Venía a decir que, sabedor Kowalski de que su naturaleza era similar al primero, su destino no podía ser otro que el mismo que buscan los segundos, a partir de esa lacónica pregunta que se hacen antes de desfilar, armados hasta los dientes, hacia el último muro ante el que van a vender cara su piel. «¿Por qué no?».)

Música para una banda sonora vital: Hoosiers, más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986)

Tópica y típica historia de superación personal, y de grupo, enmarcada en el mundo del baloncesto estadounidense no profesional de la década prodigiosa de los cincuenta, la mejor baza de esta cinta es un trío protagonista (Gene Hackman, Barbara Hershey y Dennis Hopper), que se mueve con solvencia y mucho carisma entre las costuras de un argumento que parte del lugar común afín al western (un extraño cuya inmersión en un círculo cerrado local despierta suspicacias, celos, envidias y odios) en dirección hacia el hallazgo de la redención personal de un pasado atormentado y el redescubrimiento del orgullo y la autoestima de una comunidad venida a menos. Héroes domésticos ordinarios y cultura de la victoria, valores muy americanos que recrea y refuerza la banda sonora compuesta por Jerry Goldsmith.

Contracultura abortada: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971)

Muscle N Speed: Two Lane Blacktop Review — Muscle-N-Speed

El caso de esta película de Monte Hellman respecto a Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969) puede equipararse al de Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) frente a Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). Si en este Hawks reaccionó airadamente ante el retrato pusilánime y timorato que el guion de Carl Foreman (a pesar de su intención alegórica) hacía de un sheriff de los Estados Unidos, que rogaba y mendigaba la ayuda de sus convecinos y obtenía el raquítico apoyo de un terceto compuesto por un viejo, un crío y un borracho, y se propuso dar su versión, la «correcta», adjudicando a John Wayne el papel de agente de la ley más que autosuficiente, respaldado únicamente por un viejo, un crío y un borracho, esta célebre película de Hellman bien puede entenderse como una enmienda a la totalidad a la cinta de Hopper, siendo ambas inequívocas hijas de su tiempo. De este modo, Hellman parte de un planteamiento, una estructura y un esqueleto semejantes a los de la película de Hopper, una road-movie consistente en una ruta Oeste-Este que recorre, por tanto, a la inversa, el trayecto de décadas en torno al que, mitificado por el western, género cinematográfico puramente norteamericano por excelencia, se fue construyendo la identidad estadounidense hasta la llegada al Pacífico y la repoblación bajo la bandera norteamericana de los amplios territorios antes pertenecientes a los nativos, a los españoles o a los mexicanos, pero Hellman lo hace invirtiendo su sentido y su significado, descubriendo el profundo e inmenso vacío subyacente bajo las aparatosas actitudes contestatarias, libertarias y contraculturales de los hipotéticos rebeldes de los sesenta, y su más realista naturaleza de inadaptados, inapetentes y apáticos, resultado de una carencia absoluta de valores y de la ausencia total de mundo interior. No es de extrañar que en su día, cuando los ecos del 68 todavía no se habían apagado del todo y la decepción y el desengaño no habían constituido aún la parte neurálgica de su legado, la película tuviera justamente la repercusión contraria a la de Hopper, que fuera ignorada tanto por las candidaturas a premios como por el público, constituyendo un enorme fracaso comercial.

Así, los personajes carecen de entidad propia, de dimensión, de recovecos emocionales, incluso de nombre. The Driver («el conductor») y The Mechanic («el mecánico»), interpretados ambos por músicos entonces en boga, aunque de estilos muy distintos (James Taylor y Dennis Wilson, de los Beach Boys, respectivamente), son dos pánfilos cuyo único interés en la vida es participar en carreras ilegales de coches. Con este fin recorren el país de parte a parte acudiendo a convocatorias secretas establecidas en distintas ciudades a escondidas de la policía o buscando y aceptando desafíos de los palurdos del Medio Oeste que creen que sus rudimentarios y grandilocuentes deportivos pueden correr más que el Chevrolet del 55 adaptado que ellos conducen. Su vida son esas carreras, ya que no trabajan, no se divierten, no mantienen lazos emocionales con otras personas, comen cuando tienen hambre y beben cuando tienen sed, por pura necesidad, e incluso apenas hablan entre ellos cuando el objeto de la conversación no son motores, bujías, delcos y carburadores. En dos palabras, no viven. Tampoco se rigen por ningún elevado principio ni poseen ninguna convicción sobre el presente ni idea sobre el futuro. Son dos cachos de carne con ojos que carecen de cualquier otra inquietud, iniciativa o interés que no tenga que ver con su Chevy. Al menos hasta que en su vida se cruza otro personaje igual de perdido que ellos y que, por supuesto, también carece de nombre, The Girl (Laurie Bird). Algo se agita, aunque imperceptiblemente, en el interior de The Driver, cuyo equilibrio vital se trastoca ligeramente y, pese a que externamente se comporta como siempre, como si todo le diera igual salvo su coche y las carreras, en realidad busca tender puentes y establecer un vínculo con ella. Así que la incorpora al grupo cuando se cruzan continuamente por la carretera con GTO (Warren Oates) al volante de un deportivo amarillo con quien pactan una carrera a lo largo de todo el país, que debe finalizar en Nueva York. El premio para el ganador: quedarse con el coche del perdedor. Una carrera, por tanto, más fruto del orgullo del «gremio» de los corredores ilegales que de la avaricia por la obtención de un botín económico. GTO es un hombre que ha ido perdiendo paulatinamente su anclaje en una vida normal y se ha convertido también en un nómada de la carretera, vive de un sitio a otro, recorre las carreteras de punta a punta, y su objeto, a diferencia de sus rivales, no es tanto acudir a lugares donde se celebren carreras en las que ganar dinero (cuenta con ahorros y negocios, al parecer, cuantiosos) como no detenerse, estar siempre en ruta, vivir en movimiento continuo. Como dos pistoleros enfrentados que, ante una amenaza mayor, deciden colaborar temporalmente y aplazan dirimir sus diferencias hasta la resolución de los temores más urgentes, The Driver, The Mechanic y GTO se ven obligados a sostenerse y ayudarse durante su viaje, corriendo unos contra otros o suspendiendo la carrera en función de los lugares que atraviesan y de los acontecimientos, sin variación banales, intrascendentes y aburridos que les toca vivir o presenciar, con The Girl como testigo casi mudo y simbólico trofeo que va cambiando de simpatías y de coche a su antojo o al de los participantes en la carrera. No obstante, conforme el recorrido aumenta la competición deja de tener sentido, así como la rivalidad de los corredores e incluso el mismo hecho de que se encuentren en la carretera, quemando gasolina y asfalto, carentes de un hogar, de un sentido de la vida, de referentes, de un futuro. Continuar leyendo «Contracultura abortada: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971)»

Música para una banda sonora vital: Terciopelo azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986)

Dean Stockwell pone cara a la voz de Roy Orbison en una secuencia de esta joya del thriller psicológico-onírico dirigida por David Lynch. El tema, In Dreams, alude directamente a la escurridiza naturaleza del desarrollo de la película, entre el sueño, la imaginación, la fantasía y el deseo.

¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Música para una banda sonora vital: Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957)

Dimitri Tiomkin es sin duda uno de los más grandes compositores de la historia del cine. Nacido en Ucrania, tras instalarse en Inglaterra marchó a Estados Unidos para una gira de conciertos, y sintió que había encontrado su lugar en el mundo y en la composición para el cine su forma de encauzarse profesionalmente. Muy interesado por las músicas tradicionales norteamericanas y por los sonidos nativos, su trayectoria se caracteriza por la magnificencia de sus orquestaciones y por la épica de la que dota a sus temas. La larga carrera de Dimitri Tiomkin, ganador de cuatro premios Óscar y nominado en otras once ocasiones, incluye composiciones para algunas de las más importantes películas de directores como Frank Capra, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Fred Zinnemann, Otto Preminger, William Wyler, John Huston, John Sturges, Robert Aldrich, John Sturges, Anthony Mann, Henry Hathaway o Nicholas Ray. Destacó además como creador de canciones, como Degüello para Río Bravo (Howard Hawks, 1959), que introdujo las guitarras españolas y las trompetas en la línea que después seguiría Ennio Morricone para los westerns de Sergio Leone, y que se repetía en la banda sonora de El Álamo (John Wayne, 1960), o el tema principal de este glorioso y mítico western de Sturges, interpretado por Frankie Laine.

El 40º aniversario de Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979) en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 40º aniversario de Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979), que se cumplió el pasado 19 de agosto, fecha de su presentación en Cannes.

(desde 11:20)

50 años de Easy Rider y de Cowboy de medianoche, en La Torre de Babel, de Aragón Radio

Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 50º aniversario de dos títulos inaugurales del Nuevo Hollywood que reflejaban los cambios sociales de los años 60 subvirtiendo el mito del western: Easy Rider, de Dennis Hopper, y Cowboy de medianoche, de John Schlesinger.

(desde el minuto 11)