El final del verano de la vida: Septiembre (September, Woody Allen, 1987)

 

Sin duda, una de las películas menos vistas de Woody Allen, siempre a la sombra del clásico del mismo año Días de radio (Allen ha sido el último gran cineasta capaz de rodar y estrenar más de un gran título al año), en las filmografías del director suele citarse más por lo accidentado y conflictivo de su producción, aunque a él poco le guste recordarlo, que por sus auténticas cualidades cinematográficas o por la hondura y el sentido de su temática en relación con el resto de su obra. Las circunstancias son conocidas: una filmación que casi alcanzó los siete meses de duración, récord absoluto en la trayectoria de Allen; el descontento con el material de la primera versión que le llevó a repetir el rodaje desde el principio sustituyendo a algunos miembros del reparto (Maureen O’Sullivan, Charles Durning y Sam Shepard y Christopher Walken, ambos probados y desechados para el mismo personaje); la imposibilidad de rodar en la casa de campo de Mia Farrow por iniciarse el rodaje ya en invierno, cuando la acción tenía que transcurrir al final del verano, y la necesidad de construir meticulosamente un escenario análogo, encargo que cumplió Santo Loquasto a partir de fotografías de la casa de la actriz; la reescritura continua del guion, que Allen rehacía cada noche, lo que obligaba a los actores a aprenderse nuevos diálogos por la mañana… El resultado, sin embargo, es un melodrama de tan altas cotas de perfección formal y de una profunda emotividad tal que permite dar todos esos esfuerzos por bien empleados.

En la película destacan, de entrada, dos notables influencias estilísticas. En primer lugar, la del teatro de Antón Chéjov, que acordona temática y narrativamente el argumento de la película. Usada como un único escenario teatral, la casa de campo es el lugar en el que coincide un pequeño grupo de personajes, media docena, que arrastran una serie de agudos conflictos sentimentales entrecruzados y que, debido a ellos, experimentan un acusado grado de frustración personal. En segundo orden, la sombra de Ingmar Bergman, en particular de su película Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), protagonizada por Ingrid Bergman y Liv Ullmann, que, en un entorno similar al de la película de Allen, propone un drama que gira en torno a un hogar con problemas compuesto por una madre y una hija entre las que se ha abierto una brecha emocional, originada en acontecimientos del pasado, que nunca termina de cerrarse, y frente a la que ambas luchan por encontrar su identidad. Una tercera influencia, menos «culta» y más «pedestre», planea sobre el guion: aunque Allen siempre ha negado el hecho de haberse inspirado en este luctuoso suceso real, el desencuentro entre Lane (Mia Farrow) y su madre, Diane (Elaine Stritch, que sustituyó en el reparto a O’Sullivan, madre de Farrow en la vida real), una veterana actriz de Hollywood, surge de un episodio demasiado parecido al protagonizado por Lana Turner y su hija, Cheryl Crane, en relación con la muerte del amante de la primera, el esbirro del crimen organizado Johnny Stompanato. Si en este célebre caso de la crónica negra de Hollywood cierta prensa siempre dudó de la presentación policial y judicial del asunto y sembró la hipótesis de la inculpación interesada de la joven, que entonces tenía catorce años, para librar de cualquier responsabilidad a su madre (cuya aparición en el juicio para testificar fue calificada por algunos como la mejor actuación de su trayectoria como actriz), en la película de Allen la raíz de los males emocionales de Lane y el perpetuo enfrentamiento madre-hija surgen y se mantienen a partir de un hecho semejante, la supuesta muerte del amante de la madre, un bicho de los bajos fondos, a manos de la hija, entonces aún de temprana edad, y del mantenimiento del espectador en la duda sobre la autoría cierta de la muerte.

Este conflicto de base se completa con el truncado hilo sentimental que une unos personajes a otros: Howard (Denholm Elliott), el maduro vecino viudo que cuidó de Lane tras su intento de suicidio, se ha enamorado de ella y sufre por su inminente vuelta a Nueva York, pero Lane no le corresponde porque ama en silencio a Peter (Sam Waterston, en un papel que empezaron a interpretar Christopher Walken y Sam Shepard antes de ser sustituidos), un divorciado escritor en ciernes, al que Diane ofrece la posibilidad de escribir su biografía, que se aloja en la casita de huéspedes; este, sin embargo, se siente atraído por Stephanie (espléndida Dianne Wiest), la mejor amiga de Lane, otra neoyorquina, casada y madre familia pero claramente insatisfecha y desencantada con su matrimonio; por su parte, la relación entre Diane y su actual novio, Lloyd (Jack Warden, que relevó a Charles Durning), parece la más serena y estable, principalmente porque él siempre atiende pacientemente los caprichos y necesidades de la antigua diva, pero por momentos se deja ver que no es oro todo lo que reluce… Un frágil tejido emocional que pivota sobre la anulación que la figura de la madre ha impuesto sobre su hija, a partir del hecho criminal que las une más férreamente aún que el vínculo de sangre, y que se recrudece en cada ocasión que Diane invade aparatosamente el espacio de Lane, ya sea robándole la atención de Peter para convencerle de que escriba su biografía autorizada, lo que él egoístamente persigue a fin de encauzar su carrera como escritor, o interfiriendo en las maniobras de Lane para poner a la venta la casa y conseguir un dinero con el que regresar a Nueva York y recuperar su vida, a poder ser, lo más cerca posible de Peter.

La película, heredera en tono y forma de la precedente Interiores (Interiors, 1978), sigue también a Chéjov en la informal estructura en tres actos diferenciados cuyo denominador común es la metáfora del mes de septiembre, el final del verano, el cambio de la luz, como el otoño de la vida, la última estación, la postrera oportunidad para tomar decisiones o recuperar el tiempo perdido. De, en suma, tomar las riendas de la propia vida antes de que entre en su declive. En este sentido, la fotografía de Carlo Di Palma, de colores tenues, con ocasionales contrastes fuertes y reveladores claroscuros, resulta óptima, en particular durante la crucial secuencia del apagón, cuando, a la luz de las velas, como si el día o la iluminación eléctrica supusieran algún tipo de cortapisa, de imposibilidad para la intimidad más sincera, nacen las confidencias, las confesiones, los verdaderos sentimientos que normalmente se disimulan o se ocultan, por pudor, por miedo, por debilidad. El tratamiento de la luz va acompañado de los fluidos y significativos movimientos de cámara y la planificación, cómo los personajes comparten o no plano según el tenor de cada conversación, de cada aspiración, cómo la cámara recoge un plano general o se cierra sobre un rostro concreto, cómo registra los espacios iluminados o capta las sombras como expresión de los temores e incertidumbres que amenazan sus vidas. Los tres actos se estructuran en secuencias compartidas, duelos interpretativos entre dos personajes, estratégicamente repartidos a lo largo del breve metraje (apenas ochenta minutos), una auténtica sucesión de tours de force que van tejiendo poco a poco el complejo puzle de relaciones personales y de elementos del pasado que confluyen en ellas y las condicionan.

Mención aparte merecen los diálogos, más solemnes y trascendentales de lo que en Allen suele ser habitual (de nuevo, se palpa la huella dramática de Chéjov), menos naturales y espontáneos y en su inmensa mayoría desprovistos de cualquier rastro del humor propio del cineasta, excepto en algunas de las réplicas de Diane y Lloyd (en especial, cuando este cuenta cuándo se conocieron, al compartir un taxi por casualidad, una frase concisa que destapa las carcajadas). Y es que el humor descacharrante de Allen, salvo en estas ocasiones puntuales, se disfraza esporádicamente de ironía, nada más, cede el espacio a la amargura y la nostalgia de lo anhelado y no vivido, a la tendencia a la introspección, la reflexión y la melancolía triste que impone el final de septiembre y la entrada en el otoño. En este aspecto, la película contrasta con la otra estrenada por el director ese mismo año, lo que acredita la capacidad de Woody Allen para moverse en registros diferentes (en contra de quienes afirman que «siempre hace la misma película) en su prolífica producción, sobre todo en los años ochenta (¿qué cineasta de cualquier época puede atesorar, en una misma década y haciendo una película por año, y a veces más de una, una filmografía de tal calibre de interés y calidad?), y también su alto grado de desempeño como cineasta, adaptándose en la forma al estilo preciso para cada título sin apartarse de su autenticidad como creador. A este respecto, a pesar de ser su filme menos taquillero, Allen colocó Septiembre como una de sus películas predilectas: “es la película que, en mi opinión, he rodado mejor que ninguna otra. Lo he hecho con más sofisticación porque estábamos todos metidos en aquella casa, con la cámara en constante movimiento, y pasaban un montón de cosas fuera de cámara; nunca había rodado así en mis primeras películas”. Y sin embargo, posteriormente, en 2014, llegó a afirmar: «si tuviera que volver a rodar una película, sería Septiembre«. Y aunque es una película absurdamente infravalorada y habitualmente ignorada, puede que a la tercera fuera, por fin, la definitiva.

Música para una banda sonora vital: Enamorarse (Falling in Love, Ulu Grosbard, 1984)

Mountain Dance, del compositor Dave Grusin, es el tema más recordado de los presentes en la banda sonora de este remake no confeso de la celebérrima Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) de David Lean, dirigido por Ulu Grosbard en 1984 y cuya mejor baza es su pareja protagonista, Meryl Streep y Robert De Niro. Sus interpretaciones, de una naturalidad y honestidad desbordantes, de una gama de registros tan compleja como aparentemente simple, y la aportación de secundarios de calidad como Harvey Keitel, Victor Argo o Dianne Wiest elevan el nivel general de una película condenada a transitar por lugares demasiado bien conocidos, cliché tras cliché, tópico tras tópico.

Mis escenas favoritas: Hannah y sus hermanas (Hannah and her sisters, Woody Allen, 1986)

Esta película, una de las cimas creativas de Woody Allen, contiene una de sus secuencias más famosas y reconfortantes, un toque (serio) de optimismo en la filmografía de un maestro que ha hecho del humor sobre el pesimismo una de sus señas de identidad.

Y esta, de propina:

Mis escenas favoritas: La rosa púrpura de El Cairo (The purple rose of Cairo, Woody Allen, 1985)

Cine reconstituyente.

 

La nostalgia entra por los oídos: Días de radio (Radio days, Woody Allen, 1987)

Radio Days (1987) Directed by Woody Allen Shown: Key art

Dicen que el olfato y el oído son los sentidos más proclives a despertar la nostalgia, la melancolía. En Días de radio (Radio days, 1987), Woody Allen traza su recorrido, personalísimo y nostálgico, por la radio que marcó su infancia, por sus programas y voces, por sus músicas y aromas, por un mundo que ya no existe. La vida contada de oídas.

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En realidad, Días de radio debe mucho en su estructura a las primeras películas de Allen, aquellas que se erigían sobre la acumulación de sketches. A partir del núcleo familiar (sobre todo el padre, Michael Tucker, la madre, Julie Kavner, y la tía Bea, Dianne Wiest) el genio de Brooklyn construye una biografía no literal, aunque salpicada de lugares y sabores conocidos, pero sí nostálgica en la que hace un repaso por las melodías y los ecos de su infancia punteado por alusiones al contexto político y social vivido (predominantemente el estallido y los sucesivos avatares de la Segunda Guerra Mundial pero también la realidad de los judíos en la sociedad americana) y por algunos de los hitos fundamentales en la radiodifusión americana, introducidos en la trama con especial acierto (por ejemplo, la inoportuna irrupción del famoso programa de Orson Welles y su adaptación de La Guerra de los mundos de H. G. Wells en 1938). Paralelamente, la historia también recoge distintos escenarios, procesos y vivencias de profesionales (reales y ficticios) del medio radiofónico, e igualmente distintos gags con otros personajes en los que la radio o las emisiones de radio tienen un protagonismo fundamental (sin ir más lejos, la escena que abre la película, el de los ladrones que cogen el teléfono en la casa que están desvalijando, y que remite directamente a uno de los fragmentos de Historias de la radio, la película dirigida por José Luis Sáenz de Heredia en 1955). Todo ello desde una perspectiva que combina una mirada tierna y cálida al pasado, a la infancia, al recuerdo de otra vida, de otra ciudad, de otro país, con una narración episódica que, en mayor o menor medida, tiene el humor como base (sin descartar algún episodio dramático especialmente traumático), de la sonrisa a la carcajada, siempre con los temas tan queridos al director (las relaciones de pareja, el psicoanálisis, el sexo, el judaísmo, la muerte) como trasfondo. Allen tampoco pierde de vista el clima económico y social, reflejado en una excepcional labor de dirección artística, ambientación y vestuario, con multiplicidad de escenarios (viviendas, restaurantes, locales nocturnos, emisoras, tiendas…), reconstrucción de exteriores neoyorquinos de los años cuarenta y empleo de archivos sonoros reales o de la recreación de los mismos (en las voces, por ejemplo, de actores como William H, Macy o Kenneth Welsh). La impecable dirección de Allen, que también narra la película en off como si de un locutor se tratara, viene acompañada de la colorista fotografía de Carlo di Palma y de una magnífica banda sonora de Dick Hyman, pespunteada continuamente por los clásicos más populares de la época, especialmente Cole Porter, pero también los hermanos Gershwin, la orquesta de Xavier Cugat, las canciones de Carmen Miranda… Continuar leyendo «La nostalgia entra por los oídos: Días de radio (Radio days, Woody Allen, 1987)»

Diálogos de celuloide – Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway, Woody Allen, 1994)

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DAVID: Os digo que han leído mi obra… les ha encantado. Pero están asustados.

FLENDER: Eso es irrelevante. Irrelevante.

DAVID: No es irrelevante.

FLENDER: Lo que sostengo es… es que no hay un solo artista auténtico que haya obtenido reconocimiento en su época.

LILI: No lo entiende.

DAVID: ¿No? ¿Ninguno?

FLENDER: ¡No! No, no, no.

DAVID: ¡Flender!

RITA: Cierto. Eso es cierto. Muy cierto.

FLENDER: Piensa, piensa, esto… en Van Gogh, o… o en Edgar Allan Poe.

RITA: Exacto.

FLENDER: Poe, eh, murió pobre y aterido con su, con su gato arrebujado a sus pies.

DAVID: Oh.

RITA: Eso mismo, David. No te rindas. A lo mejor la producen cuando hayas muerto.

FLENDER: ¿Sabéis…? Yo… yo… yo nunca he estrenado una obra, y he escrito una al año durante los últimos veinte años.

ELLEN: Eso pasa.

RITA: Sí, ya pasa.

DAVID: Sí, pero eso es porque eres un genio. Y la prueba es que todo el mundo, tanto la gente corriente como los intelectuales, opina que tu trabajo es incomprensible. Eso significa que eres un genio.

RITA: Claro.

RIFKIN: Todos tenemos nuestros momentos de duda. Yo pinto un cuadro cada semana, le doy un vistazo y acto seguido lo rasgo con una hoja de afeitar.

LILI: Porque no tienes fe en tu obra.

RITA: Te ves impelido a hacerlo.

FLENDER: Bueno, en tu caso es una buena idea.

ELLEN: Yo creo en tus obras, David. Siempre he creído en ellas.

DAVID: Sí, claro, cree en mis obras porque me quiere. Pero…

ELLEN: No. Y también porque eres un genio.

DAVID: Pero… porque hace diez años yo… yo… yo saqué a esta mujer de una hermosa vida de clase media en Pittsburgh y a cambio le he dado una vida miserable.

RITA: Oye, Ellen, no lo dejes. Al fin y al cabo es un buen hombre. Las mujeres cometemos el error de enamorarnos del artista. Eh, chicos, ¿me escucháis?

DAVID: Sí. Sí, te escucho.

RITA: Nos enamoramos del artista, no del hombre.

FLENDER: Yo no creo que eso sea un error. ¿Por qué iba a ser un error?

LILI: Son inseparables. Son inseparables…

RITA: Es lo mismo. El artista hace al hombre.

FLENDER: Creo que ella tiene razón, son inseparables. No, no.

RITA: Lo siento.

FLENDER: Esto, esto, supongamos, supongamos que se quema un edificio …

DAVID: Sí.

RITA: Sí.

FLENDER: … y, y tu entras corriendo y sólo puedes salvar una cosa … Sí… elegir entre, entre el último ejemplar de las obras completas de Shakespeare y un ser humano anónimo.

DAVID: No se puede.

RITA: Pero eso…

FLENDER: ¿Qué harías? ¿Qué haríais?

DAVID: No se puede privar al mundo de esas obras.

LILI: ¡No! ¡Ni hablar! Es de locos. No puedes comparar la vida de los seres humanos con sus obras.

FLENDER: Exacto.

ELLEN: Es un objeto inanimado.

FLENDER: No es un objeto inanimado. Es arte. El arte es vida… tiene vida. Continuar leyendo «Diálogos de celuloide – Balas sobre Broadway (Bullets over Broadway, Woody Allen, 1994)»

Música para una banda sonora vital – Días de radio

Woody Allen ofrece en Días de radio su peculiar vuelta a la infancia en el Brooklyn de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, utilizando la radio como vehículo de agridulces nostalgias y recuerdos enterrados bajo la edad. La radio, permanentemente encendida en un humilde hogar judío de clase trabajadora, con sus retransmisiones deportivas, sus melodías, los seriales dramáticos, los segmentos cómicos y las historietas de superhéroes, gángsters o vaqueros, con sus concursos o con sus informes de última hora sobre la dura realidad del momento, sirve para articular la vida de unos personajes entrañables y melancólicos.

Entre esas músicas, Carmen Miranda y South American Way. Ganas dan de ponerse un cesto de frutas en la cabeza…