Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)

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Antes de que las despedidas de soltero se convirtieran para el cine en objeto de comedia bufa y humor de trazo grueso para adolescentes tardíos, el equipo formado por el director Delbert Mann y el guionista Paddy Chayefsky, esta vez con producción de Burt Lancaster (y su compañía Hill-Hecht-Lancaster), intentó reverdecer los viejos laureles del éxito de Marty (1955) con este drama de bajo presupuesto y puesta en escena teatral en torno a la crisis existencial, cada uno por sus propias razones, que viven cinco amigos reunidos con motivo de la próxima boda de uno de ellos. Aunque invocar la amistad tal vez sea demasiado: cuatro de ellos son más bien compañeros de trabajo (contables en una gran compañía), solo uno conoce a la novia (a la que ha visto en una sola ocasión y con la que ha cambiado apenas unas pocas frases diplomáticas), y ninguno va a asistir a la ceremonia. Sin duda, el punto débil estructural de una historia que, no obstante, acierta a la hora de utilizar estos cinco retratos masculinos y sus relaciones con las mujeres para presentar, desarrollado en diferentes estratos complementarios, un retrato poliédrico del efecto negativo que las expectativas frustradas, el desencanto y la frustración vital pueden tener en las relaciones de pareja.

Charlie (Don Murray) vive atrapado en una vida que no es más que una acumulación de días sin sentido: muchas horas de trabajo, vuelta a casa, cena con su abnegada esposa (Patricia Smith) y clases nocturnas para adquirir títulos y destrezas que le permitan ascender en un empleo del que se siente prisionero; para colmo, su esposa le comunica que está esperando un hijo y su mundo en estado estacionario de «a verlas venir» se viene súbitamente abajo porque ante él se abre un panorama de madurez, envejecimiento y responsabilidades. Sus amigos no lo tienen mucho mejor: Eddie (Jack Warden), mujeriego y juerguista, que a todas horas presume de planes con amigas variadas, es en realidad un infeliz que lucha infructuosamente contra el terror que le infunde la soledad; Walter (E. G. Marshall) vive un matrimonio tradicional, largo, aburrido, rutinario, y además tiene problemas de salud que se auguran graves; Kenneth (Larry Blyden), bajo la aparente felicidad de un hombre que vive en armonía con su esposa y sus hijos, ha renunciado al ocio y la diversión, apenas sale de casa para algo que no sea trabajar o compartir planes con su familia, ha olvidado lo que es hacer cosas por su propio gusto; por último, Arnold (Philip Abbott), carente de experiencia, temeroso de las chicas, del sexo, que vive cómodo en el hogar de sus padres, se asoma al abismo del desencanto al haberse comprometido con una muchacha a la que no sabe si quiere, simplemente porque «toca», porque es lo que corresponde hacer a un hombre de 32 años que debe formar su propia familia…

La deuda teatral del guion de Paddy Chayefsky es innegable en esta breve pero enjundiosa película (apenas hora y media) en la que, en lo que empieza siendo una fiesta con pretensiones de orgiástica y depravada pero acaba como la constatación de la derrota de las ilusiones vitales de cinco hombres arruinados (por más que el final del protagonista, en tiempos del Código Hays, obligara a introducir un discurso optimista y un final positivo), constituye un recorrido por distintas fases de las relaciones de pareja examinadas desde una perspectiva estrictamente masculina, a excepción de la charla que mantienen la mujer y la hermana de Charlie, la cual confiesa abiertamente las infidelidades de su marido y la larga vida de penurias y resignados silencios de aceptación que esconde su aparente vida feliz. En el resto del metraje, las visiones tópicas sobre la masculinidad (rituales de hombría como los retos de demostración de fuerza física, el aguante en el consumo de alcohol o el sexo con cualquier mujer apetecible que se ponga a tiro) se ven puestos de manifiesto para ser uno a uno desmontados y revelados como reminiscencias de la infancia y la adolescencia, producto de una inmadurez en pugna con el inexorable paso del tiempo y el cambio de plano en una vida que obliga a ser adulto. Desorientados, decepcionados, frustrados por no haber alcanzado ni sus sueños personales ni la imagen que supuestamente todos los hombres anhelan representar, fingen mantener un simulacro de juerga libertina que termina por sumirles en el desasosiego y el aburrimiento. Continuar leyendo «Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)»

Autopista al infierno: Un sombrero lleno de lluvia

El gran éxito en Broadway de la obra de teatro de Michael V. Gazzo A hatful of rain, protagonizada por Steve McQueen, propició, como suele ser habitual en estos casos, su inmediata traslación a la gran pantalla en 1957. El director elegido por la 20th Century Fox, Fred Zinnemann, uno de los grandes de entre los emigrados que hicieron a Hollywood lo que fue, apostó, con guión del propio autor, por la conservación de los esquemas puramente teatrales, concentrando la acción en el apartamento en el que se sitúa la obra, y salpicando el metraje, de algo más de dos horas de duración en un eficaz blanco y negro, de pequeños respiros en exteriores urbanos de Nueva York que permitieran deslocalizar la acción para limitar la sensación de claustrofobia, no obstante explotada al máximo en los momentos en que la tensión dramática así lo requiere, así como para ofrecer, a través de la combinación de las imágenes en penumbra de la noche neoyorquina y de la música urbana de tonos jazzísticos de Bernard Herrmann, una plasmación simbólica de los dramas internos teñidos de luces y sombras que sacuden a los distintos personajes, especialmente a su protagonista, Johnny Pope (Don Murray). Todo ello para sumergirnos en el drama insostenible de un antiguo veterano de la guerra de Corea cuyo plácido futuro familiar viene empañado por un peligro inminente: su adicción a la morfina.

La primera imagen que preside los créditos iniciales resulta especialmente ilustrativa en ese sentido: una calle neoyorquina, recta, perdida en la distancia, sometida a la gigantesca presencia de un puente sobre el que bulle el tráfico, y un personaje, John Pope padre (Lloyd Nolan), que se acerca hacia la cámara desde el horizonte del plano. John Pope llega a la ciudad desde el sur para visitar a su hijo Johnny y a su nuera Celia (Eva Marie Saint), que están además esperando su primer hijo, pero con un propósito secreto: llevarse de vuelta los cinco mil dólares que su hijo menor, Polo (Anthony Franciosa), que vive con la pareja y que trabaja en un bar, le ha prometido para ayudarle a poner en marcha un negocio. El encuentro posee además otros múltiples ingredientes que hacen de este drama una historia de gran altura: el matrimonio de Johnny y Celia no termina de funcionar tras los primeros meses de casados, la relación de John con sus dos hijos, ambos hermanos pero adoptados en conjunto años atrás, no ha sido históricamente buena y ha llenado de resentimiento a los tres, y además Polo siente una pasión desmesurada por su cuñada, aunque se niega a traicionar a su hermano. Pero el gran drama es la oculta adicción de Johnny a la morfina, que no ha dejado de deteriorar su vida laboral hasta ocasionar su despido y que amenaza con dilapidar algo más que los cinco mil dólares que Polo guardaba para su padre por culpa de Madre, su camello (un soberbio y odioso Henry Silva), siempre acompañado por su grupo de secuaces violentos y tan esclavos de su adicción como Johnny… Continuar leyendo «Autopista al infierno: Un sombrero lleno de lluvia»

La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó

Pues nada, ya tenemos otra vez por aquí al amigo Nicolas Cage…

Cuando Francis Coppola (se recuerda que el Ford de sus apellidos es un postizo) se sumerge en proyectos de encargo, en películas que no surgen de apetencias personales que consigan enajenarle hasta el punto de poner en riesgo todo su equilibrio vital, el grado de excelencia que logra en sus trabajos decae bastante, incluso desaparece; tanto, que resulta imposible descubrir en el resultado final nada que recuerde al director de la trilogía de El Padrino o de esa magnífica epopeya del lado oscuro que es Apocalypse now. Uno de los más bochornosos episodios de esta disolución en la nada más absoluta es la presunta comedia romántica Peggy Sue se casó (1986), una especie de Regreso al futuro sin cachivaches tecnológicos, sin abordar la cuestión de las consecuencias de la manipulación del pasado y sus efectos futuros, sin gags a recordar, y también más preocupada de azucararlo todo que de soltar de vez en cuando, como hace la película de Zemeckis, algún que otro dardo de mala baba. Y, desde luego, sin nada de ingenio.

La catástrofe se ve venir nada más comenzar: Peggy Sue (Kathleen Turner, esforzadísima en sacar petróleo de un personaje profundamente estúpido) y su hija (Helen Hunt) se preparan para asistir al vigesimoquinto aniversario de graduación del instituto de la primera, una ocasión gracias a la cual espera reponerse por un rato del desánimo que la invade desde que se separó de su marido (Nicolas Cage, simplemente horrendo, que debe su papel a ser sobrino del director). Las dos, en plan moñas, ocupan el rato en embuchar a la madre en el mismo vestido que llevó, todo con mucho besuqueo, mucha gilipuertez almibarada, mucho «te quiero», «felicidad» arriba y abajo, y demás pijotadas. Cuando llegan allí, el aliciente consiste en reencontrarse con los viejos compañeros de curso y contarse cómo les han ido sus respectivas vidas, a la par que recuperar aquellos romances de pasillo y fiestas de fin de curso (o escandalizarse de cómo fue uno capaz de aquello). Por supuesto, el atontado de Cage aparece, y también el típico graciosete mamarracho de todas estas películas, que encarna un Jim Carrey que ya apuntaba maneras diciendo tonterías y bobadas supuestamente graciosas, gesticulando y articulando poses de absoluto ceporro sin gracia, como si su cerebro se hubiera quedado veinticinco años atrás. Como la idiotez está incompleta, es preciso culminarla eligiendo a los reyes del baile (recordemos, veinticinco años después se supone que ya son adultos) y, por supuesto, eligen a la recauchutada Peggy (imposible evitar paralelismos con la cerdita Piggy de los teleñecos…); a ésta, en vez de ponerse como una moto como Sissy Spacek en Carrie y bañarlos a todos en morcilla, le da un jamacuco de la emoción y se desmaya en el escenario. Cuando despierta, en plan Rip Van Winkle (sobre el que Coppola dirigió un programa televisivo al año siguiente), se da cuenta de que amanece veinticinco años atrás, y que todos sus compañeros de instituto, su familia, su ciudad, han regresado al pasado con ella.

Vaaale. Y entonces, ¿qué pasa? Pues que Peggy no para de abrazarse a los seres queridos que perdió y a los que recupera más jóvenes, revive antiguos momentos, dispone de nuevas oportunidades y, sobre todo, se encuentra en encrucijadas en las que ahora puede escoger otro camino al elegido en su día… Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó»