Quijote imperecedero: Un amigo para Frank (Robot & Frank, Jake Schreier, 2012)

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En tiempos de homenajes a Cervantes, Un amigo para Frank (Robot & Frank, Jake Schreier, 2012) se erige como inesperado tributo al personaje de Don Quijote. El espíritu del hidalgo manchego sobrevuela esta comedia dramática independiente que, situada en un futuro inmediato, retrata una sociedad en la que la tecnología robótica se ha integrado perfectamente en la vida humana, lo que, por ejemplo, permite que los robots cuiden de ancianos que sufren pérdidas de memoria. La sencillez de la propuesta, resultado de un guion muy contenido y de unas evidentísimas limitaciones presupuestarias, es una de las mejores bazas de una película con continuos guiños cervantinos que transita indistintamente entre la comedia ligera (ligerísima, apenas un esbozo irónico con mucha carga de profundidad), el drama familiar (más sentimental que sensiblero) y unas gotitas (casi nada, un aroma levemente perceptible) de thriller. El otro gran acierto de la película es la interpretación protagonista de un sublime Frank Langella, cabeza de una narración que funciona, sobre todo, como estudio de personajes.

Al margen de la referencia más explícita (un antiguo y valiosísimo ejemplar de Don Quijote de La Mancha que se custodia en la biblioteca que sirve como uno de los principales escenarios de la cinta), la obra de Cervantes inspira buena parte del relato, comenzando por el propio personaje de Frank (Frank Langella), un anciano al que sus ocasionales pérdidas de memoria le obligan a vivir en un mundo propio y solitario cuyas únicas alteraciones vienen de las visitas de su hijo (James Mardsen), las llamadas por videoconferencia de su errabunda hija (Liv Tyler) o de sus periódicos paseos a la biblioteca del pueblo, atraído tanto por la literatura en papel, que ya ha empezado a ser considerada un vestigio del pasado, como por la bibliotecaria (Susan Sarandon), a la que trata inútilmente de seducir. Convencido de que se deje cuidar por un robot (con la voz de Peter Sarsgaard), la inicial relación antagónica entre ambos se convierte en creciente complicidad cuando Frank logra que su nueva compañía coopere en su próximo proyecto: recuperar su antigua profesión, la de ladrón de guante blanco, para desvalijar la caja fuerte de la casa del tipo que, para más inquina, es el mismo que está desmantelando la biblioteca del pueblo para sustituirla por un nuevo sistema de lecturas digitales. Gracias a un escudero que le abre infinitas posibilidades tecnológicas, Frank descubre una nueva vida en la que la atracción que siente por la bibliotecaria se complementa con una inesperada y cada vez más afirmada amistad por una máquina en la que cree ver (o quiere ver, de nuevo en plan quijotesco) rasgos de humanidad y concepciones compartidas del mundo. Este juego, el de la identificación y decodificación, correcta o deliberadamente deformada, de la realidad, es otro tema cervantino que constituye uno de los nudos fundamentales de una trama sencilla pero tremendamente eficaz. Otras alusiones a la obra de Cervantes son en cambio más directas, como la secuencia del vaciado de libros de la biblioteca, que remite al famoso expurgo que el cura y el barbero hacen de los libros de caballerías de don Alonso Quijano, o la ambigua relación de Frank con sus hijos, que pueden verse como una especie de ama y de sobrina al cuidado de un anciano achacoso y rebelde.

Frank, en suma, emprende una quijotesca lucha contra la decadencia agarrándose a la acción (o a su juventud de riesgo, peligros y persecuciones como ladrón de joyas), al amor y a la amistad, Continuar leyendo «Quijote imperecedero: Un amigo para Frank (Robot & Frank, Jake Schreier, 2012)»

Vidas de película – Akim Tamiroff

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Raramente suelen encontrarse imágenes del verdadero rostro de Akim Tamiroff, sin los aditamentos y particularísimas caracterizaciones, a veces realmente camaleónicas, con las que solía aparecer tradicionalmente en pantalla y que a menudo alteraban sustancialmente sus rasgos.

Nacido en Tbilisi, la capital de Georgia, por entonces ya dentro del imperio ruso, en 1899, estudió teatro con el mismísimo Stanislavsky antes de dar el salto a Estados Unidos y llegar a Hollywood ya a una edad considerable, la década de los años treinta. En esta primera época destaca su aparición en títulos como Tres lanceros bengalíes (The lives of a Bengal lancer, Henry Hathaway, 1935), con Gary Cooper y Franchot Tone, Deseo (Desire, Frank Borzage), 1936, de nuevo con Cooper y Marlene Dietrich, o El general murió al amanecer (The general died at dawn, Lewis Milestone, 1936), una vez más con Cooper y Madeleine Carroll. Su papel en esta película le valió una nominación al Oscar.

Su segunda nominación se produjo en los años cuarenta, por enésima vez al acompañar a Gary Cooper, y con Ingrid Bergman como improbable joven española en ¿Por quién doblan las campanas? (For whom the bells tolls?, Sam Wood, 1943). En esta década son importantes sus trabajos para Preston Sturges, como El gran McGinty (1940) y El milagro de Morgan Creek (1944), o para Billy Wilder, en Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), junto a Franchot Tone, Anne Baxter y Erich von Stroheim.

Pero sus interpretaciones más memorables tienen lugar junto a Orson Welles, codirector de Cagliostro (1949), basada en la obra de Alejandro Dumas, y también en Mr. Arkadin (1955) y, muy especialmente, en Sed de mal (Touch of evil, 1958) y El proceso (The trial, 1962), o su inacabada Don Quijote, en la cual interpretaba a Sancho Panza.

No termina en Welles la carrera de Tamiroff, que en los años cincuenta y sesenta apareció en filmes tan importantes como Anastasia (Anatole Litvak, 1956), Topkapi (Jules Dassin, 1964) o Lemmy contra Alphaville (Alphaville, Jean-Luc Godard, 1965).

Akim Tamiroff, casado una única vez con la actriz Tamara Shayne, falleció en 1972.

CineCuentos – Don Quijote de Monegros

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En un lugar de Monegros, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo se detuvo un americano de los de habano entre los labios, cámara de Súper 8, Mercedes negro y chófer corredor. Una chaqueta raída abrochada a reventar en la voluminosa tripa, un par de zapatos sin lustre, media botella de coñac, una vieja maleta llena de libros y una cartera ausente de caudales consumían las tres partes de su equipaje. El resto de él no era más que rollos de película, un saquito con chismes de higiene personal, y un lazo en forma de pajarita para los días de etiqueta. Tenía en su hotel de Barcelona una mujer que pasaba de los treinta, y una hija que no llegaba a los doce, y el chófer así le llevaba donde quería como le servía de asistente y porteador. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta y uno, era de complexión recia, de vientre orondo, redondo de rostro, gran trasnochador y amigo de la juerga. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Wells o Güelles (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Welles, pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.

Y esta verdad no es otra que muerto de la sed, del calor y del polvo de Aragón el Mercedes negro, aquel hidalgo americano se detuvo en la misma puerta de la casa en la que mi señor padre recogía el rebaño las noches de verano, una vieja paridera hundida, simple cúmulo de cascotes, paredes temblorosas y techo derruido, ya con tres centurias a cuestas sirviendo a su fin, que a aquel loco de allende los mares no parecióle casa para el ganado, sino venta o acaso castillo para aposentar sus huesos. Díjolo así a mi señor padre en mal castellano señalando con el cigarro el viejo blasón, en campo de oro, una torre de gules, y salientes del homenaje, dos águilas de sable volantes, bordura de gules con ocho aspas de oro, esculpido a golpe de cincel en la piedra que aún indicaba sobre el portón el antiguo y noble origen de mi casa, y empeñóse en velar armas en su patio como antaño hiciera en las lejanas tierras de La Mancha aquel que por nombre tenía Quesada o Quijada (que en esto han pleiteado también los sabios que de sus andanzas escribieron). Y, para que mi señor padre, que a aquellas alturas ya se rascaba ora el tozuelo con la mano izquierda ora el mentón con la derecha dudando si se hallaba ante loco que compadecer o ante tramposo al que abrir la cabeza con la vara de avellano, simpatizara con su propósito, ofrecióle unas pocas monedas que tomadas prestó de su acólito, que resignado miraba al cielo con aire desesperado como quien acostumbra a abrir la bolsa a sabiendas de la pérdida de su dispendio en el saco roto de la memoria de su amo.
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