El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)

Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.

Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.

La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.

La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.

La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939): coloquio en ZTV

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Reciente intervención en el coloquio del programa En clave de cine, de ZARAGOZA TELEVISIÓN, acerca de esta obra maestra de John Ford.

Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)

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La que posiblemente estaba destinada a ser quizá la mejor película dirigida por Tod Browning nos ha llegado incompleta. El relato de las complicaciones surgidas durante la producción, de las dificultades y problemas que el director hubo de afrontar durante la gestación y ejecución del proyecto, resultaría a buen seguro más terrorífico que la propia película. Como consecuencia de ello, ha quedado una obra mutilada que sólo permite imaginar cuáles eran las intenciones últimas de Browning, así como hacerse una perfecta idea de su maestría a la hora de narrar historias de terror desde el punto de vista estrictamente canónico o, como en este caso, sin perder el tono ácido y la capacidad de reírse de sí mismo.

Porque, por encima de su perfección técnica y del mayor o menor interés de la historia, lo que parece constituir el primer objetivo de La marca del vampiro (Mark of the vampire, 1935) es la vocación autoparódica. Browning vuelve a personajes, entornos, atmósferas y claves narrativas de su gran éxito, Drácula (1931), pero con una actitud muy diferente que se va revelando según avanza el mutilado metraje (apenas 59 minutos). En la película, de hecho, confluyen tres planos narrativos: la investigación criminal que emprende en Praga el inspector Neumann (Lionel Atwill) a raiz del hallazgo del cadáver de un barón que presenta unas extrañas marcas en el cuello y que conecta el caso con otros hechos similares producidos con anterioridad; la historia puramente vampírica, con el conde Mora (Bela Lugosi, reinterpretando su famoso personaje) que, en compañía de su presunta hija, sale por las noches de la cripta de su castillo sediento de sangre para aterrorizar a los vecinos de las localidades cercanas y la consiguiente persecución a la que es sometido por el Profesor, un trasunto del famoso Van Helsing (Lionel Barrymore); y, finalmente, el elemento puramente cómico, el giro final, el descubrimiento de lo que realmente está sucediendo por parte del inspector y del Profesor, y el secreto de la verdadera identidad del conde Mora y de su hija.

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La película combina estos elementos desde muy pronto, ya que el hallazgo de los primeros cadáveres inicia una rivalidad «médico-científica» entre varios galenos (entre ellos el impagable Donald Meek, inolvidable agente de ventas de whisky que viaja en diligencia por el Oeste de John Ford) para salirse con la suya a la hora de determinar la verdadera causa de las muertes, un debate en el que priman más los terrores propios, la superstición y la cobardía que los criterios puramente médicos, todo ello mezclado con el folclore local y la atmósfera rural centroeuropea típicamente ligada a los ambientes de los relatos vampíricos (gitanos, zíngaros, posadas en caminos poco transitados, aullidos de lobos y bosques en continua penumbra a causa de una niebla que nunca termina de levantar…). La investigación se topa prontamente con el hecho vampírico, máxime cuando los demás habitantes de la casa del barón comienzan a verse atacados por misterioras presencias nocturnas y a levantarse por la mañana con unas marcas muy parecidas en sus cuellos. A partir de ahí, toma la voz cantante en los hechos el Profesor, y el elemento de intriga policial cede su espacio al relato canónico de persecución y muerte de un nido de vampiros cada vez más saturado, puesto que ya empiezan a ser varios vampirizados los que comparten vivienda con Mora y su hija. Aquí cabe, precisamente, una de las mayores lagunas del film en la conformación actual de su metraje, la relación entre el conde Mora y la mujer: ¿su hija? ¿Su amante? ¿Quizá una relación incestuosa con su propia hija? Nada que la censura, en todo caso, pudiera dejar pasar, y por tanto convenientemente mutilado. El desenlace, no obstante, aclara bastante las circunstancias, aunque al parecer de quienes debían tomar las decisiones, no lo suficiente. Continuar leyendo «Entre el terror y la autoparodia (II): La marca del vampiro (Mark of the vampire, Tod Browning, 1935)»

La tienda de los horrores – La diligencia 2 (1986)

Esto no se comprende. ¿Hacía falta un puñetero refrito de la obra maestra de John Ford de 1939? Evidentemente, no. ¿Por qué demonios le pusieron La diligencia 2, como queriendo insinuar una continuación de la historia de Dudley Nichols allá donde John Ford la dejó, con John Wayne y Claire Trevor camino de un rancho mexicano, cuando de lo que en realidad se trata es grabar la misma historia, con ligeros cambios, todos ellos pésimos, con ánimo de emitirla en televisión y de hacerle el caldo gordo publicitario a tres músicos de country…? Incógnitas que quizá encuentren respuesta en el responsable último del desaguisado, el televisivo Ted Post, director de diferentes capítulos en distintas series como Colombo y de un puñado de películas entre las que destacan Cometieron dos errores (1968), western con Clint Eastwood, Regreso al planeta de los simios (1970), con Charlton Heston, continuación del célebre filme de ciencia ficción, Harry el fuerte (1973), secuela del Harry el sucio de Don Siegel (1971) o la película pro-guerra de Vietnam La patrulla (1978), con Burt Lancaster y Marc Singer (el guaperas que se enfrentaba a los lagartos de la serie V).

El caso es que este burdo pastiche sigue las líneas generales de la obra de Ernest Haycox que Nichols guionizó para John Ford: un heterogéneo grupo de personas viaja en una diligencia a través del desierto de Arizona en un tramo desprotegido por el ejército y bajo la amenaza de los apaches de Gerónimo, que han cortado los cables del telégrafo y se han puesto en pie de guerra. Se supone que, como el clásico de Ford, la obra debe retratar distintas personalidades, a su vez encarnación de distintas tipologías sociales, que en interacción mutua y continua ante un inminente peligro exponen su compleja psicología, sus diferentes motivaciones y comportamientos ante una situación de riesgo vital, de forma que representan un interesante mosaico humano que revela buena parte de las virtudes y miserias de nuestra especie. El grupo, como ya es sabido, incluye a Lucy, la esposa embarazada de un capitán de caballería con el que va camino de reunirse; Dallas, una prostituta con el corazón roto a quien ha expulsado del pueblo un grupo de mujeres moralistas, un sheriff que recoge a su preso durante el viaje, el conocido forajido Johnny Ringo, un jugador profesional interesado por Lucy, un banquero que ha robado los fondos de su banco… y Doc Holliday, un dentista borrachín (¿Y qué puñetas pinta aquí Holliday…? La idea de la película se supone que es explorar las tensas relaciones entre un grupo tan variopinto, cada uno con su drama y con su quimera, mientras la amenaza de los apaches les obliga a convivir, a transigir y a compartir, hechos que pone también en riesgo el cumplimiento de sus deseos.

Pero no, porque la idea final de la película parece ser la demostración de cómo es posible tomar una obra maestra del cine, despojarla de toda inteligencia, de toda profundidad, de todo atractivo, de todo estilo narrativo, y crear unos personajes de cartón introducidos en un drama forzado y postizo en los que se mezcla sin ton ni son a Doc Holliday, el pistolero y jugador que acompañó a los hermanos Earp en el famoso tiroteo del O.K. Corral de Tombstone de 26 de octubre de 1881 que ya reflejaron en el cine, entre otros, el propio Ford o John Sturges (por dos ocasiones). Continuar leyendo «La tienda de los horrores – La diligencia 2 (1986)»