Suave apocalipsis: La hora final (1959)

Tras la II Guerra Mundial y el comienzo de la tensión entre los bloques, y especialmente tras el desarrollo por parte de la Unión Soviética de la tecnología nuclear, el cine se ocupó reiteradamente de alertar de diversos modos y maneras acerca de los peligros de esa inconsciente escalada en la acumulación de material bélico destructivo por parte de las dos superpotencias, del camino de no retorno para la humanidad que suponía la amenaza de utilización de armas nucleares ante cualquier roce o conflicto internacional. Es imposible evaluar el grado de incidencia que tuvo la influencia cinematográfica en la corriente de opinión pública que alimentó el pacifismo de los años sesenta y el movimiento por el desarme nuclear que, inspirándose en Hiroshima y Nagasaki, cristalizó en diversas medidas de limitación de este armamento por parte de la URSS y los Estados Unidos, así como Francia o Reino Unido, y que ha derivado en inútil cuando países como Corea del Norte, Pakistán o India se han hecho con importantes -y no se sabe hasta qué punto seguros y controlados- arsenales nucleares, pero debió resultar muy importante en especial para la generación que no vivió directamente los combates de la conflagración mundial y que, por tanto, era menos receptiva a la propaganda oficial. Durante dos décadas y pico, Hollywood y las productoras de serie B crearon un gran número de películas de terror y ciencia-ficción que, directamente abordando la temática bélica nuclear, ya fuera en clave de drama -Punto límite (Fail-safe, Sidney Lumet, 1964) o en plan comedia delirante –¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, or how I learned to stop worrying and love the bomb, Stanley Kubrick, 1964)-, ya utilizando otros ambientes y subgéneros (invasiones alienígenas admonitorias, plagas de insectos gigantes, irrupción de criaturas colosales destructivas, zombis, monstruos, plagas, epidemias, enfermedades letales…) como clave metafórico-narrativa para volcar su mensaje de prevención ante un más que previsible holocausto nuclear, hicieron del temor a la pronta e irreversible destrucción del planeta materia fílmica con distintos grados de acierto y calidad. Una de las muestras más curiosas, interesantes y solventes de aquella corriente es La hora final (On the beach, 1959), dirigida por Stanley Kramer.

Dwight L. Towers (Gregory Peck) es el comandante de un submarino norteamericano que se dirige a las costas de Australia. El panorama no puede ser más desolador: un desastre nuclear (del que no llegan a saberse las razones ni el orden de acontecimientos que condujo a él, sin duda deliberadamente, para evitar culpas y descargar de razones o lógica a una escalada violenta que carece de ellas) ha acabado casi con toda seguridad con la vida humana en el hemisferio norte y una inmensa nube radioactiva. Uno de los pocos lugares civilizados en los que queda una estructura de gobierno organizada es Australia, y hacia allí se dirige el submarino con sus últimas órdenes recibidas desde Estados Unidos. Mientras las autoridades australianas intentan establecer el tiempo que la nube de muerte y desolación va a tardar a llegar al continente, con un país sumido en la depresión resultante de la espada de Damocles de una muerte cercana, colectiva, inevitable, el submarino recibe la misión de encaminarse al Pacífico central para hacer comprobaciones y también de acercarse al área de la ciudad de San Francisco, desde la que están llegando unas extrañas señales que pueden significar la esperanza de supervivencia humana, la desintegración progresiva de la nube radioactiva, y con ello, la salvación de la humanidad. El oficial de enlace de la marina australiana, el teniente Holmes (Anthony Perkins), intenta mantener en su vida de pareja el optimismo y la esperanza del futuro, en particular para impedir el desmoronamiento de su esposa (Donna Anderson) y proteger a su bebé de unos meses. Entre el grupo de gente que frecuentan Towers y Holmes mientras esperan embarcar se encuentran Moira Davidson (Ava Gardner) y Julian Osborne (Fred Astaire).

Lejos de angustias apocalípticas, de paranoias colectivas, de secuencias bélicas o de debates políticos, la película se concentra, con un tono lírico, intimista, en la manera en la que un grupo concreto de personas, como muestra de la colectividad, encara el más que posible fin del mundo. El tono es cercano, sensible, más basado en los diálogos y en la interrelación de personajes que en la acción, más reflexivo que puramente narrativo más allá de las cuitas sentimentales de los protagonistas. La película consigue recrear una atmósfera asfixiante y claustrofóbica (fuera del submarino, que tiene más merito) gracias al inmenso poder emocional que genera la situación descrita al espectador, que además de asistir a las evoluciones psíquico-emotivas de los personajes principales, también puede comprobar el grado continuo, persistente e incesante del deterioro de la vida colectiva de los australianos, si bien conservando en todo momento la calma y el orden (no hay saqueos, no hay estallidos de violencia o desesperación). En las amplias avenidas, en las calles luminosas, en los parques y espacios abiertos, las bicicletas y los carruajes tirados por caballos han sustituido a los vehículos a motor al haber disminuido las reservas de hidrocarburos y concentrarse éstas para el uso exclusivo de los servicios públicos. Los coches, los autobuses, se amontonan abandonados en las calles; las tiendas todavía ofrecen mercancías, pero hay cada vez más estantes vacíos. La calle es un continuo hervidero de gente que ya no acude con la misma regularidad y exigencia a sus trabajos y que sale en busca de alimentos, a encontrarse con seres queridos con los que compartir tiempo, o a concentrarse en alguno de los actos colectivos en los que clamar o rogar por su salvación. Los comités técnicos y militares trabajan en la búsqueda de soluciones que no existen, mientras que los militares se concentran en las que pueden ser sus últimas misiones. Este tono melancólico se concentra en dos relaciones de pareja, la de Towers, cuya esposa e hijos han perecido seguramente en el desastre nuclear, aunque conserve la realidad casi tangible de su recuerdo y sus fotografías en el billetero, y Moira, viuda que no ha conseguido rehacer su vida y cuya esperanza de conseguirlo está a punto de desvanecerse bajo sus pies, y la de Holmes, su esposa y su recién nacido, cuyo armonioso equilibrio familiar está a punto de convertirse en una lucha desesperada por mantener la cordura en un entorno que amenaza con derrumbarse. Continuar leyendo «Suave apocalipsis: La hora final (1959)»

Leña al mono: La herencia del viento

Aquel que cree disturbios en su casa heredará el viento: y el tonto se convertirá en el sirviente del sabio de corazón.

(Libro de Proverbios, cap. 11, ver. 29)

En 1925, John Scopes, un profesor de una escuela secundaria del estado de Tennessee, fue condenado por un tribunal acusado de inclumplimiento de la ley que obligaba a explicar las teorías creacionistas como único origen del universo. Scopes había cometido la «locura» de difundir en clase los principios del darwinismo y, denunciado por algunos padres, acabó protagonizando un proceso judicial, conocido por el «Juicio del Mono», que, convertido por el periodista H.L. Mencken en causa nacional desde los titulares de su diario, y con dos celebridades jurídicas del país, el fiscal ultraconservador, héroe de guerra y candidato a la presidencia en ciernes William Jennings Bryan, y su antiguo amigo y ayudante de campaña, el abogado Clarence Barrow como defensor, alcanzó cotas de gran popularidad y de decisiva importancia y profundidad en cuanto al grado de debate sobre las esencias constitucionalistas de los Estados Unidos que se alcanzó durante las sesiones del juicio. En 1955, y como respuesta a las persecuciones ideológicas del maccarthysmo, Robert E. Lee (no confundir con el famoso general confederado, aunque resulta irónica la coincidencia, y también notable, dada la naturaleza del caso y las animosidades implicadas en él) y Jerome Lawrence estrenaron en Broadway la obra teatral, inspirada en este hecho real, titulada Inherit the wind (Heredarás el viento), que Stanley Kramer llevó al cine en 1960 conservando las esencias contestatarias del texto teatral.

En la película de Kramer, el profesor Bertram T. Cates (Dick York), un hombre bonachón y sencillo que está prometido a la hija de un gran hombre de una localidad del profundo Sur del país (una nota importante para introducir otras cuestiones anejas a la tratada en el juicio: las relaciones Norte-Sur, el resentimiento latente desde los tiempo de la Guerra de Secesión, la cuestión de la esclavitud con la paralela cuestión, en el momento del rodaje, del surgimiento de los movimientos por los derechos civiles y la llegada de Kennedy a la Casa Blanca…), es acusado y procesado por explicar las teorías de Charles Darwin a los alumnos del instituto, los cuales las asumen con toda normalidad dentro de su programa de estudios. El escándalo subsiguiente, instigado por las clases más conservadoras de la localidad apoyándose en una obsoleta ley decimonónica, despierta el interés de E. K. Hombeck (Gene Kelly), director de un periódico de Baltimore (estado de Maryland, es decir, del Norte) en cuyos titulares comienza a publicar una campaña de gran calado jurídico y político en favor del profesor, de la libertad de expresión y en contra de la ley que obliga a explicar el creacionismo y otros comportamientos y normas limitativos de derechos. El revuelo formado, el cierre de filas en torno a lo que en la ciudad se considera una nueva intromisión -casi una agresión- por parte del Norte, en los asuntos del Sur, lleva a los promotores del juicio a apelar al famoso fiscal y probable candidato a la presidencia, Matthew Harrison Brady (Fredric March), para defender la acusación y también la legislación aplicable. Hombeck contraataca contratando al gran abogado Henry Drummond (Spencer Tracy) -y amigo personal del matrimonio Brady, con el que trabajó largamente en el pasado y del que se apartó por un hondo debate de principios políticos y jurídicos- para ocuparse de la defensa del profesor. El juicio, que centra la atención de toda la localidad y de medios periodísticos de buena parte del país, da lugar para analizar, censurar y reivindicar distintos comportamientos sociales y distintas normas jurídicas, al mismo tiempo que se ponen de manifiesto los principios básicos que -se supone- sirven para asentar la democracia americana.

Como suele suceder con el cine de Stanley Kramer, el exceso prima sobre el conjunto. Sus películas suelen resultar algo alargadas -normalmente, con artificiosidad-, 127 minutos en este caso, lo cual regularmente conlleva altibajos de ritmo, desequilibrios de intensidad narrativa. La herencia del viento no es una excepción, aunque se soporta fenomenalmente en la labor interpretativa de sus protagonistas. Fredric March, Oso de Plata al mejor actor en Berlín por su personaje, está sobresaliente como encarnación de la vieja gloria política de la localidad, retórico, exaltado, histriónico, consiguiendo levantar un presonaje dibujado (imaginamos que debido a la simpatía de los autores con las posturas del defensor) con tonos excesivamente caricaturescos, satíricos, paródicos, aunque su final resulta anticlimático con respecto al conjunto de la trama. Spencer Tracy, ya en la recta final de su carrera, nominado nuevamente el Oscar, cumple adecuadamente con su personaje, el abogado eficaz de sólidos principios que defiende la ley y una interpretación abierta y democrática de la misma por encima incluso de sus opiniones personales, las cuales tiene el buen juicio de mantener a buen recaudo mientras se ocupa del ejercicio profesional. Gene Kelly está espléndido (sin dar un paso de baile) como periodista mordaz, sarcástico y un pelín interesado -al fin y al cabo, él está ahí para vender periódicos… o quizá para algo más-. El reparto se completa con Harry Morgan como juez, siempre correcto, siempre eficiente. Continuar leyendo «Leña al mono: La herencia del viento»