-Yo no utilizo el sexo para conseguir un cliente.
-¿Cuándo lo utiliza?
-Nunca
-Mi más sincero pésame a su marido.
-No estoy casada.
-Me lo imaginaba.
Lover come back (1961). Guión de Stanley Shapiro y Paul Henning.
Reflexiones desde un rollo de celuloide
Aquí tenemos a un joven Kirk Douglas mostrándole su aparato (la trompeta en este caso, aunque intentó por todos los medios enseñarle mucho más, como tenía por costumbre, por otra parte, hacer con casi todas sus compañeras de reparto y, en general, con toda fémina de buen ver que se pusiera a tiro) a la pavisosa de Doris Day, que ya por entonces hacía méritos para encasillarse en el papel de mojigata cursi con tendencia a los gorgoritos y a la sonrisa ‘profident’ que la consagró para los restos, en una fotografía promocional de El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950), drama interesante pero fallido que tiene como protagonista central a un muchacho que pasa de una infancia desgraciada y solitaria a tocar la trompeta en algunos de los locales con más clase de Nueva York.
El principal defecto de construcción del film reside, no obstante, en la música, y a dos niveles diferentes. En primer lugar, porque la cuestión musical queda reducida a un mero pretexto argumental; el jazz, lejos de adquirir un papel esencial en el desarrollo de la trama, no es más que un elemento más de la puesta en escena, un aditivo decorativo que reviste el arquetípico objeto de la acción: Rick Martin, un joven pobre, con una infancia triste (sus padres fallecen prematuramente y él se cría en el desestructurado y caótico hogar de su hermana) encuentra en la música, en particular en la trompeta, la vía para huir de su presente y aspirar a una vida con la que sólo puede soñar; convertido, ya talludito (Kirk Douglas) en un virtuoso del instrumento (seguimos hablando de la trompeta) gracias a las enseñanzas de un maestro negro, Art Hazzard (Juano Hernandez), echará a perder su carrera y su futuro cuando se enamora de la mujer equivocada, Amy North (Lauren Bacall), e intenta paliar los sinsabores que le produce con la ingestión masiva de alcohol. La amistad de Jo Jordan (Doris Day), en realidad enamorada de él, no le sirve para reconducir la situación, y el sueño de su vida, encontrar la nota que nadie ha logrado hacer sonar antes, la melodía añorada que sólo existe en el dibujo difuso e inaprensible de su mente, se le escapa para siempre… Es decir, nos encontramos con una historia típica de ambición, ascenso, desengaño, traición, frustración y redención, con la música como simple escenario. Por otro lado, los números musicales que el director regala a Doris Day para el lucimiento de sus cualidades vocales no hacen sino interrumpir el desarrollo dramático de la acción, entrecortando sin necesidad una historia en la que los músicos y el jazz deberían contar con la mayor cuota de protagonismo.
No todo son errores, desde luego. El planteamiento, la narración en flashback de toda la historia por parte del personaje de Willie ‘Smoke’ Willoughby (Hoagy Carmichael), pianista al que Rick conoce en su primer trabajo como trompetista para una orquesta (en el ball-room ‘Aragon’, por cierto), que queda limitado a abrir y cerrar el film, evitando la reiteración del recurso a la voz en off, resulta un acierto, y las interpretaciones, tanto de Douglas como de Bacall, son voluntariosas e intensas. A pesar de ello, Continuar leyendo «El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote»
El director Andrew V. McLaglen apenas puede ocultar sus influencias personales y artísticas en sus películas. Hijo natural del actor Victor McLaglen (la letra V. del apellido indica, de hecho, el mismo nombre), es casi o tanto más hijo cinematográfico de uno de los grandes camaradas de su padre, nada menos que John Ford. Esto salta a la vista tanto en los argumentos de las películas dirigidas por Andrew, consagradas en su totalidad al western, al cine bélico o a las películas de acción, como también en la confección de sus repartos, entre los que se dan cita los habituales nombres del cine fordiano, desde John Wayne, James Stewart, Maureen O’Hara o Richard Widmark, hasta otros menos conocidos pero igualmente presentes como Harry Carey Jr., Ken Curtis, Jeff Corey, Woody Strode, Ben Johnson, etc., etc. Pero lo que más destaca en la filmografía de McLaglen hijo como director, es que es uno de los primeros y máximos exponentes de la cultura del sucedáneo. Desposeído del talento, de la pasión lírica y poética y del magistral ojo técnico para el encuadre de su “padre cinematográfico”, John Ford, las películas de McLaglen parecen eso mismo, sucedáneos, versiones planas y superficiales de las grandes historias fordianas, con a menudo las mismas caras, los mismos ambientes y los mismos entornos, a veces también con una puesta en escena pretendidamente similar, pero vacía de ese último sentido de Ford para componer imágenes elocuentes, soberbias, poéticas, significativas. Es decir, que el cine de McLaglen parece hecho por un mal imitador de Ford, una persona interesada por los mismos temas y argumentos pero desprovista de su talento, profundidad, capacidad técnica y hondura emocional. A lo largo de la carrera de McLaglen encontramos, por tanto, un puñado de westerns voluntariosos pero fallidos como las comedias El gran McLintock (1963), con John Wayne y Maureen O’Hara, o Una dama entre vaqueros (1966), de nuevo con O’Hara y James Stewart, o los más serios Desafío en el rancho (1967), con Doris Day, o Camino de Oregón (1967), protagonizada por Robert Mitchum y Richard Widmark, Chisum (1970) y La soga de la horca (1973), estos dos últimos de nuevo con Wayne, así como episodios de la guerra civil americana, como El valle de la violencia (1965), de nuevo con James Stewart, o Los indestructibles (1969), con John Wayne una vez más, acompañado por Rock Hudson; también hay títulos bélicos, como La brigada del diablo (1968), con William Holden, especie de edulcorada copia de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), o Lobos marinos (1980), con Gregory Peck y David Niven, siguiendo las líneas marcadas por Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). Esa es otra característica extraña en McLaglen, su condición de obrador de refritos, no sólo sugeridos, sino también convertidos en continuaciones y remakes, como la serie televisiva Doce del patíbulo (1985), Cerco roto (1979), continuación no oficial de La cruz de hierro de Sam Peckinpah (1977), o la más evidente El regreso del río Kwai (1988). De entre todo este culto a la copia, el sucedáneo y la imitación desnaturalizada destaca, junto a Rescate en el Mar del Norte (1979), atípica película de acción situada en una plataforma petrolífera secuestrada por un grupo terrorista, Patos salvajes (1978), una cinta que bebe en parte del argumento del excelente western de Richard Brooks Los profesionales (The professionals, 1966).
Lo primero que llama la atención en la película, vista por un espectador español, es el cambio de título: en España se prefirió sustituir los gansos del original (‘geese’ es el plural de ‘goose’, “ganso”) por los patos, no se sabe muy bien por qué. En todo caso, nos hallamos ante una película floja de argumento y un tanto descuidada y, desde luego, escasa de medios, en lo visual, que encuentra su mayor virtud en las implicaciones derivadas de algunas cuestiones de su guión y en el cuarteto protagonista, un póquer compuesto por Richard Burton, Richard Harris, Roger Moore y el alemán Hardy Krüger, cuatro mercenarios contratados por un magnate inglés (Stewart Granger) para cuyos intereses comerciales y políticos conviene la liberación de un político africano al que quiere asesinar el militar golpista que lo ha derrocado. Para ello, ha ofrecido a cambio de su cabeza las mismas concesiones mineras de cobre que el político inglés explota actualmente. La posibilidad de perder ese negocio, además de la causa de la liberación del político, llevan a la contratación del grupo y a la confección de una pequeña unidad de veteranos ex combatientes para saltar en paracaídas sobre el campamento donde está preso, liberarlo y llegar a un cercano campo de aviación desde el que ser evacuados. Obviamente, el fantasma de la traición hace que el grupo sea abandonado a su suerte en un país hostil, debiendo abrirse paso a tiro limpio hasta tierra amiga sólo con la ayuda de un fanático sacerdote (Frank Finlay).
La película nos lleva desde el Londres inicial, en el que Burton recibe el encargo y trata de reunir a su grupo (Moore es un esbirro del crimen organizado metido en problemas y Harris anda ya retirado, preocupado tan sólo por cuidar de su hijo de nueve años), al entrenamiento en Swazilandia y Rhodesia (este país se independizó de Reino Unido en 1980 y pasó a llamarse Zimbabwe) y, finalmente, a un país indeterminado de la zona de los Grandes Lagos (Uganda, Ruanda, Burundi…) en el que tendrá lugar toda la segunda mitad de la cinta, antes de volver a Londres para la conclusión justiciera previsible. Poco, por tanto, se puede rascar de la película en el aspecto de la trama (frases altisonantes en referencia a la libertad de los pueblos en plena era de la descolonización; cambios de actitud, como en el caso de Krüger, militar sudafricano del apartheid, racista por tanto, que descubre en el discurso del político negro nuevos horizontes vitales; personajes planos y esquemáticos) o en el de la acción (la precariedad de medios, con una o dos excepciones –el bombardeo del puente y el ataque con la ballesta-, priva de verdadera elaboración de las secuencias de tiroteos y explosiones, quedando a veces la acción principal fuera del encuadre). Continuar leyendo «La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)»
Richard Quine (Detroit, 1920 – Los Ángeles, 1989) es un cineasta de mil caras distintas. Productor, guionista, director y también, en su niñez, actor (en títulos como Jane Eyre, de 1934), reúne una carrera irregular pero muy interesante.
Su salto a la dirección se produjo en 1948, el mismo año de su divorcio de la actriz Susan Peters. Sin embargo, su mejor época tras la cámara tuvo lugar en los cincuenta, con títulos como la fenomenal cinta negra La casa número 322 (1954), con Fred MacMurray y Kim Novak, el musical Mi hermana Elena (1955), interpretado por Jack Lemmon y Janet Leigh, y escrito junto a su primer mentor, Blake Edwards, algunas de cuyas señas de identidad como director incorporó Quine a su estilo como cineasta, Un cadillac de oro macizo (1958), Me enamoré de una bruja (1959), de nuevo con Novak, Lemmon y James Stewart, y La indómita y el millonario (1959), en la que Jack Lemmon sufre en el reparto a Doris Day.
Richard Quine, enamorado hasta la desesperación de Kim Novak, con la que trabajó en varios títulos, se casó en los años sesenta con otra actriz, Fran Jeffries, y en esa década dirigió títulos como Encuentro en París (1964), con Audrey Hepburn, William Holden y Tony Curtis, La pícara soltera (1964), con Henry Fonda, de nuevo Curtis, Natalie Wood o Lauren Bacall, o Cómo matar a la propia esposa (1965), otra vez con Lemmon, aunque sus películas más recordadas de aquella década son El mundo de Suzie Wong (1960), con el protagonismo de William Holden y Nancy Kwan y, sobre todo, la obra maestra Un extraño en mi vida (1960), con Kirk Douglas y una Kim Novak que nunca ha estado mejor, artísticamente hablando.
Desde los 70 trabajó principalmente en la televisión, dirigiendo, entre otras cosas, varios capítulos de la serie Colombo. En 1979 dirigió a Peter Sellers en la fallida parodia El estrafalario prisionero de Zenda.
Richard Quine se suicidó de un disparo en 1989, a los 68 años.
Jack Oakie ha pasado a la historia por su estupenda composición de Napaloni, dictador de Bacteria, aguda e hilarante parodia de Mussolini, en El gran dictador (The great dictator, Charles Chaplin, 1940).
Lewis Delaney Offield nació en 1903 en Missouri, pero creció en Oklahoma, detalle biográfico que originó su nombre artístico («Oakie»), antes de mudarse a Nueva York junto a su madre, profesora de psicología.
Las particularidades del rostro de Oakie, su fácil sonrisa y su actitud afable, pronto le valieron oportunidades en distintas comedias cinematográficas después de una larga temporada como telefonista en una compañía financiera de Wall Street y sus coqueteos con el teatro del vodevil.
Además de su aparición en la película de Charles Chaplin, que le ha valido la inmortalidad, el alegre Oakie aparece en comedias de la Paramount como Si yo tuviera un millón (If I had a million, 1932), cinta episódica con Ernst Lubitsch, Norman Taurog, William A. Seiter o Norman Z. McLeod, entre otros, en la dirección, el título bélico El águila y el halcón (The eagle and the hawk, Stuart Walker, 1933), junto a Fredric March y Cary Grant, la comedia fantástica Sucedió mañana (It happened tomorrow, 1944), película de la etapa americana del francés René Clair con Dick Powell y Linda Darnell, o la cinta negra Mercado de ladrones (Thieves’ highway, 1949), magnífica obra de Jules Dassin.
Su último trabajo fue la comedia Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961), con Rock Hudson y Doris Day.
Jack Oakie falleció en enero de 1978 a los 74 años.
En esta secuencia de la fenomenal Manhattan (Woody Allen, 1979), Isaac (Allen), Mary (Diane Keaton), Yale (Michael Murphy) y Tracy (Mariel Hemingway) hablan de, entre otras muchas cosas, su particular lista de personajes sobrevalorados de la cultura de todos los tiempos y de la vida en general, entre los que incluyen ilustres nombres como Gustav Mahler o James Joyce.
Esto de la sobrevaloración tiene su aquel. No es un fenómeno nuevo, ni mucho menos. Pero en la sociedad actual, acosada más que nunca por el marketing y la publicidad, cuya única finalidad no es la defensa de la calidad de un producto ni la mejora del bienestar o de la felicidad de los seres humanos y de un próspero aumento de sus condiciones de vida, o una contribución a la cultura o a la creación y mantenimiento de un sistema de creencias, valores y concepciones, sino la venta a toda costa del producto y el incremento de los márgenes de beneficio de empresas, compañías y fortunas particulares que ya tienen el riñón bastante bien cubierto, lo de la sobrevaloración ha llegado a ser incluso por sí misma un hecho cultural en el que no hay límite ético alguno, cancha abierta para la manipulación, el fraude y el provecho económico con escaso mérito o incluso sin él.
En España, es algo tan cotidiano y habitual que no pocas figuras del cine, la música y el artisteo en general se ganan la vida más que bien gracias más a la publicidad y al uso que de su imagen hacen los medios de comunicación que por la calidad última de los trabajos que perpetran, hasta el punto de que son absorbidos por la cultura mediática oficial como tótems de lo bueno, de lo mejor, de las esencias patrias deseables. Tal es así, que en la música española llamada popular, por ejemplo, son mayoritarios, por no decir que tienen el monopolio casi casi en exclusiva (Alejandro Sanz, Miguel Bosé, la familia Flores, Estopa o adquisiciones trasatlánticas como Shakira o Paulina Rubio, puaj!!!, y un larguísimo etcétera). Y en el cine también hay unos cuantos.
A nuestro juicio, esto de la sobrevaloración se da de dos maneras: 1) aquellos mediocres cuyos trabajos van en general de lo discreto a lo lamentable pero que, no se sabe por qué pero quizá por eso mismo son absorbidos por la cultura «oficial», que los mima, los acoge, los subvenciona, les da incluso trabajo (TVE, la de carreras y cuentas corrientes que ha salvado…), los promociona gratuitamente con el dinero de todos y los erige en bandera de un modelo de cultura, de pensamiento, de trabajo o de estética deseables, no se sabe por qué o para quién, o aquellos que, tampoco se sabe por qué pero quizá a causa de todo lo expuesto, gozan del favor del público mayoritario, generalmente el menos reflexivo o exigente, gracias a la influencia de medios de comunicación de masas que simplemente repiten eslóganes, lugares comunes o se hacen eco de las notas de prensa de las agencias de publicidad, o también gracias a la «facilidad», pobreza o calidad pedestre, asumible y cutre de lo que ofrecen. Y 2) Aquellos elevados por el esnobismo cultural más exacerbado a la categoría de inmortales en el Olimpo de la trascendencia, aunque nadie sea capaz de aguantar sus películas o terminar sus libros, por causa de quienes, en el ánimo de parecer distintos a sus semejantes, oponen lo culto a lo popular para distinguirse, significarse, separarse de la masa, alimentar su ego, su autoestima, su necesidad de sentirse mejores, por encima de sus semejantes, del «populacho». Es decir, el «efecto gafapasta».
Para nosotros, lo culto y lo popular no son opuestos, sino solo matices, apellidos de un mismo fenómeno. Nos da igual Tarkovski que Groucho Marx, Alfred Hitchcock que Leslie Nielsen siempre que lo que ofrezcan sea producto del trabajo, de las ideas, del mérito, de una elaboración profesional con ánimo de aportar, de crecer, de mejorar, de avanzar. Todo esto sea dicho como pretexto, sin salir del cine, o saliendo de él, qué más da, para proponer nuestra particular lista -meramente orientativa, sin ánimo de compendio- de SOBREVALORADOS, a la que todos los escalones están invitados a proponer nuevos nombres para su inclusión permanente y vergonzosa en la galería de fotos de nuestra tienda de los horrores. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Sobrevalorados»
Desde Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), la estrella de Cary Grant fue apagándose poco a poco. Tras veinticinco años en lo más alto del panorama de Hollywood caracterizando una y otra vez al galán de galanes por antonomasia, la inexorable huella de la edad dificultaba ya su identificación por parte del público con los atractivos, aventureros, alocados y descacharrantes personajes de sus screwball de juventud y de los elegantes y heroicos caballeros de su madurez, al mismo tiempo que afectaba a la verosimilitud de ciertas actitudes y comportamientos de sus caracteres en la pantalla. Esta autoconciencia de que su indiscutible hueco en el cine del sistema de estudios empezaba a faltarle llevó a Grant a un espaciamiento cada vez mayor de sus apariciones en películas durante los años sesenta, hasta un retiro prematuro que le libró de tener que reinventarse en la vejez, como hicieron muchos otros intérpretes del periodo clásico, exiliándose en proyectos menores de cine de catástrofes o en series de televisión de bajo perfil durante los setenta. La lenta pero súbita caída de Grant tuvo celebrados repuntes, como Página en blanco (The grass is greener, 1960) o Charada (Charade, 1963), ambas dirigidas por Stanley Donen, pero otros de sus trabajos dejaron a las claras que su época en el cine había pasado, si bien resultando siempre la presencia y la interpretación de Cary Grant lo mejor de ellos: es el caso de Apartamento para tres (Walk don’t run, Charles Walters, 1966) o esta Suave como visón (That touch of mink, Delbert Mann, 1962).
De muy muy decepcionante puede calificarse esta presunta comedia de leve temática sexual protagonizada por Grant y una Doris Day rebozada y regocijada en la etapa más insoportable de su carrera. Como de costumbre, Doris Day interpreta a una provinciana reprimida, timorata y palurda cuyo principal -y único- proyecto de felicidad es encontrar al amor de su vida, fundar un hogar y procrear montones de hijos. Por este orden, por supuesto, porque de sexo, hasta que pasen por la vicaría, nada de nada. No se trata de una excentricidad aislada, porque Cathy, el personaje que interpreta Doris Day, vive en un apartamento de Nueva York alquilado a medias con Connie (Autrey Meadows), otra que tal baila. Juntas viven en algo así como en una eterna edad del pavo, como si a su ya más que madurez -la actriz era ya cuarentona- compartieran todavía acampada en el colegio, cuarto en el instituto o residencia en la universidad. Todo cambia cuando un día de lluvia el cochazo de un millonario elegante y apuesto, Philip Shayne (Cary Grant, obviamente) salpica de barro el abrigo de Cathy cuando se dirige a una entrevista de trabajo. Por supuesto, esto no es más que el principio de una historia que, transitando por distintos marcos de lujo y distinción, consiste en las distintas maniobras de Philip para desvirgar a la rubia y en la resistencia y maquinación de la mujer para conseguir que el ricachón trague con la ceremonia matrimonial como peaje imprescindible para acceder a ello. Por supuesto, este planteamiento encierra un concepto retrógado de las relaciones humanas en todos los sentidos, así como una trampa argumental, ya que, en el fondo, el comportamiento de Cathy es casi casi prostitución, pero el guión de Stanley Shapiro consigue convenientemente almibararlo todo de sentimentalismo barato y comedia hueca a fin de quitarle tremendismo y de convertir el puro sexo en historia de amor de algodón de azúcar.
Delbert Mann se apunta uno de los tantos más bajos de su carrera, nada que ver con Marty (1955) ni con Mesas separadas (Separate tables, 1958), y el trabajo de Stanley Shapiro resulta muy inferior incluso al realizado en otras presuntas comedias irritantes de Doris Day también escritas por él, como Confidencias a medianoche (Pillow talk, Michael Gordon, 1959) o Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961). Tampoco es el punto más alto de la carrera de Doris, aunque su punto más alto no destaque tampoco demasiado por encima de su trabajo en esta cinta, y, desde luego, el trabajo de Cary Grant, por más que consiga dotar, como no puede ser de otra manera, a su personaje de su característico carisma personal y su elegancia innata, termina abundando casi en la auto parodia habitual de sus últimos trabajos en la pantalla, muy lejos del lugar de honor que la historia del cine le deberá siempre. La película resulta fallida en casi todas sus líneas, resultando con diferencia lo más notorio, para mal, el hecho de que un sesentón Cary Grant y una cuarentona resulten tan profundamente ridículos perdiendo el tiempo en una trama de aire más propio de la adolescencia en torno a las incertidumbres coitales. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Suave como visón»