Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan

En un rancho texano, Ben Zachary (Burt Lancaster) dirige a los peones en la ardua tarea de desbravar los potros recién adquiridos en su larga estancia fuera de casa. Uno de ellos (de los peones, se entiende), un joven mestizo que responde al exótico nombre de Johnny Portugal (John Saxon), se ofrece voluntario para intentar dominar al caballo más peleón, que no cesa de echar por tierra a todo bravucón que pretende demostrar su hombría y competencia ante las damas, en particular ante la joven Rachel Zachary (Audrey Hepburn). El mestizo no es un bruto que quiere controlar su montura a base de ataduras de soga, tirones de riendas y picado de espuelas, sino que habla, susurra y acaricia a su montura antes de lanzarse sobre sus lomos. El muchacho lucha denodadamente con el animal mientras, en la banda sonora compuesta por Dimitri Tiomkim, ¿qué suena, mecida por los violines?: ¡¡¡¡ una jota aragonesa !!!!

Valga esta pequeña anécdota para introducir The unforgiven (traducida un poco a la buena de dios como Los que no perdonan, 1960), un magistral western con tintes raciales dirigido por John Huston, otro de los grandes todo-terreno del periodo clásico. Una catarata de hermosas e inquietantes imágenes en Technicolor sirven para relatar la historia de la familia Zachary, compuesta por la matriarca (nada menos que Lillian Gish), el hermano mayor y cabeza de familia, Ben (Lancaster), el temperamental Cash (Audie Murphy), siempre lamentándose por el padre ausente, el joven e impulsivo Andy (Doug McClure), deseoso de viajar a Denver para saborear de una vez por todas su «primera cerveza», y la dulce Rachel (Hepburn), adoptada en 1850 por el matrimonio Zachary tras haber perdido a sus padres biológicos en un ataque de los indios. Su prosperidad, lograda a base de duro trabajo, llama la atención de sus vecinos, antiguos amigos del matrimonio Zachary y camaradas en su constante lucha por ganarse el futuro arrancándoselo a la tierra, los Rawlins, encabezados por el patriarca (Charles Bickford; no perdérselo bailando con su muleta) y cuyos hijos parecen destinados a emparentar con los Zachary para constituir una sola -y rica- familia feliz. Así, la hija mayor de los Rawlins casi persigue a Cash, mientras que el joven Charlie bebe los vientos por Rachel.

Este idilio, surcado de imágenes de paz (esa vaca pastando alegremente en el tejado de la casa de los Zachary, Audrey saliendo de casa con un cubo dispuesta a obtener agua -un principio fulgurante, lírico, hermoso-) y de bonanza (las vacas, los prados, las montañas, la armonía de lo cotidiano) viene a teñirse de gris cuando Rachel, en una cabalgada en la que Huston se recrea profusamente (el porte de Audrey Hepburn a caballo, su menuda figura con la larga cabellera negra al viento, una imagen no sólo poética sino también una clave plástica de lo que se avecina…) descubre al viejo Abe (Joseph Wiseman), una mezcla de anciano veterano de la caballería y predicador demente que insiste en comprometerla con frases ambiguas, insinuaciones de secretos sobre su pasado mientras la observa con una expresión que puede definirse como socarrona, desdeñosa, divertida y también como mueca de desprecio. Abe es un personaje nuevo para Rachel, pero no para su madre (magnífico el cambio de expresión de Lillian Gish cuando escucha de boca de su hija adoptiva su episodio con ese desconocido; tremenda su determinación cuando, al vislumbrarlo rondando la casa, se hace con la escopeta para obligarle a alejarse) ni para los lugareños. La aparición de Abe, su continuo lamento por su abandono, mezclado con sus apelaciones al Todopoderoso y sus cada vez más directas y claras acusaciones de que Rachel no es blanca, sino una kiowa robada por los Zachary a los indios, terminan por reventar la bucólica existencia de los Zachary y los Rawlins, especialmente cuando los indios, a los que llegan las noticias de lo que el viejo Abe va contando por ahí, se presentan para llevarse con ellos a un miembro perdido de su tribu. Continuar leyendo «Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan»

Cine en serie – Maverick

POKER DE FOTOGRAMAS (VIII)

Sabido es que, por lo general, el western y la comedia no se llevan nada bien. El western y el poker encajan algo mejor, aunque sea de manera tangencial. Pero la combinación de western-comedia-poker realizada por la dupla Richard Donner-Mel Gibson en 1994, en lo que fue un pretencioso intento de acercarse a los pocos afortunados ejercicios de esta mezcla en el pasado, constituye un fiasco monumental. No era para menos ya que el tono del proyecto venía marcado por los éxitos de taquilla que el director y actor habían logrado gracias a la saga Arma letal, una serie de comedias de acción y violencia de mensaje ultraconservador resultado de la ya tradicional hipocresía hollywoodiense tan amiga de tratamientos gratuitos y explícitos (o incluso cómicos) de la muerte y la violencia como nada receptiva, por ejemplo, a un idéntico reflejo del sexo o de la crítica social o política que pudiera conllevar el reconocimiento de la madurez e inteligencia del espectador. Donner, un director antaño mucho más prometedor (La profecía), inmediatamente dio el salto al cine espectáculo de entretenimiento (Superman, Lady Halcón, Los Goonies) en busca de taquillazos a través de comedias planas y facilonas (Los fantasmas atacan al jefe) o de su saga letal (hasta hoy se han filmado cuatro partes, casi siempre contando con el mismo equipo encabezado por Mel Gibson y Danny Glover), además de algún que otro pretencioso filme de acción (Asesinos, Conspiración) y fallidas incursiones en el drama. Gibson, por su parte, no engaña a nadie en cuanto a sus limitaciones como actor ni sobre el tipo de películas que le gusta dirigir y protagonizar, aunque en esa rareza titulada El detective cantante se atreva a ridiculizarse a sí mismo dando vida a un excéntrico psiquiatra calvo y con barriga.

En este caso, Gibson vuelve a encarnar a ese tipo encantador, chistoso y repulsivamente sabelotodo que con ingenio, la suerte de los campeones y una pericia armamentística sin igual, colecciona por igual sonrisas, conquistas, mamporros y disparos, y que por mal que vengan dadas siempre se sale con la suya. Bret Maverick (Mel Gibson), atractivo y chistoso timador y fullero, va en busca de tres mil dólares que le permitan sentarse en una de las sillas de la gran partida de poker que va a jugarse en un barco de los que navegan por el Mississippi hacia Nueva Orleáns. En su camino, pistoleros (Alfred Molina), damas tramposas (desdibujadísima Jodie Foster, con un personaje muy por debajo de su nivel en el que pretendía enterrar la sórdida fama adquirida como Clarice de El silencio de los corderos) y un Marshall que esconde varios trucos en la manga (James Garner, presencia que constituye un homenaje de la película a la serie de televisión en la que se basa y que protagonizaba el actor), además de alguna caricatura de indio tan ridícula como increíble (Graham Greene) y de algún que otro viejo conocido (el propio Danny Glover o las viejas glorias James Coburn, Doug McClure o Margot Kidder).

La película, que ya muestra sus intenciones con esos créditos iniciales protagonizados por los naipes de la baraja francesa, transcurre de manera demasiado ligera a través de las peripecias supuestamente chistosas (humor siempre blanco), lúdicas, aventureras y violentas de Maverick y compañía hacia la partida en el barco fluvial, a través de bromas presuntamente graciosas, diálogos rápidos muy cortitos en ingenio y el consabido romance entre dos inteligencias que pugnan por engañar a la otra en la incesante búsqueda de un final sorpresa que, tan almibarado como el tono general del filme, deje sensación de buen rollo. Continuar leyendo «Cine en serie – Maverick»