Cine en fotos: Rock Hudson

El hombre esencialmente gris, o del tipo Rock Hudson, es un perfecto catálogo de ausencias, y sobresale más por lo que no es que por lo que es. A saber, no es duro, no es blando, no es divertido, no es serio, no es audaz, no es timorato, ni frío, ni seductor… y no siendo nada de esto, resulta complicado averiguar qué es realmente. Lo más que se puede uno aproximar a él es que, no siendo tampoco ni salado ni dulce, viene a acercarse peligrosamente a lo soso. Suele tener, sin duda, lo que se llama buena planta, y como ella, una planta, se comporta en no pocas ocasiones.

A pesar de su grisura, el hombre Hudson tiene la virtud de que puede maquillarla durante un cierto tiempo, y así, por unos instantes, podría hacerse pasar por el modelo Grant, pero inmediatamente cualquier gesto delatador lo vuelve a colocar en su sitio, esto es, un Gigante de entretiempo.

Le ocurre al hombre Hudson algo parecido a lo que le ocurrió a los Beatles, que se disolvió a finales de los sesenta y que, como ellos, una vez disuelto ganó gloria futura, pero la historia siempre lo acabará dejando en un lugar ciertamente melodramático.

Y es ahí, en el melodrama, en el único género cinematográfico en el que usted lo podrá colar con una cierta garantía. Mínima, pero cierta. En películas como Solo el cielo lo sabe o Escrito sobre el viento, donde adquiere entre los tonos pastel de Douglas Sirk un más que aceptable color que oponer a su gris esencial. En cambio, con la comedia, que tal y como se dijo funcionaba para todo el mundo, con él será poco menos que fatal, pues películas como Pijama para dos le harán sentirse tan ridículo como un pollo mojado.

(Oti Rodríguez Marchante, Tres para la dos. Editorial Nickel Odeon, 1992)

El reverso de Douglas Sirk: Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974)

Cine-fórum: 'Todos nos llamamos Ali' (Angst essen Seele auf)-Vitoria-Gasteiz  - Poetas en Mayo

Entre los cineastas germanos que vinieron a constituir eso que se llamó Nuevo Cine Alemán (Schlöndorff, Petersen, Herzog, Wenders, Fassbinder…), late una pulsión doble que refleja el conflicto de identidad colectiva surgido tras la derrota de la Segunda Guerra Mundial y el conocimiento público generalizado de todos los horrores provocados por el régimen nazi, tanto en el frente como en la retaguardia bélica. Esta crisis de reconstrucción mental y moral, de redefinición política y social dentro y fuera de sus fronteras, de observación crítica del pasado, entre la conmoción, la incredulidad y la necesidad de explicación y de expiación, se trasladó a la filmografía de estos directores junto con otro elemento muy presente en la sociedad en la que crecieron, la realidad de un país dividido y ocupado militarmente por los vencedores, compartimentado en sectores, reconstruído, al menos en la parte occidental, con capital extranjero, zona en la que predominaban los nuevos valores, modas, modelos, sistemas, influencias culturales y sinergias de la superpotencia triunfante de la guerra en el bloque de Occidente, los Estados Unidos, de los que Alemania, en particular la parte libre de Berlín, dependía también económicamente, sobre todo en la primera posguerra. De este modo, su música, su cine, su literatura, los conceptos e idiosincrasias presentes en su democracia liberal, y, en particular, la fiebre consumista y modernizadora impregnaron la sociedad y el cine alemanes tanto como el conocimiento y el reconocimiento de su verdadera naturaleza nacional a la vista de su unificación bajo el Imperio en el siglo XIX y lo acontecido en las dos guerras mundiales, y marcaron su renacimiento y reconversión como democracia moderna en una economía de mercado homologable a las del resto de Occidente. Pasado nacional y presente y futuro globales, con sus respectivos tipos humanos y mecanismos de relaciones conviven así en un cine que, en general, retrata la desorientación de una sociedad que busca un nuevo rumbo, hasta entonces inédito en su historia, en un contexto de Guerra Fría en el que el fragmentado territorio alemán es, además, punta de lanza de ambos bloques. En el caso de Fassbinder, como en el de otros de sus compañeros, particularmente Wenders, esa mezcla de admiración, asimilación, recelo y resistencia hacia la colonización económica y cultural americana, la referencia constante del cine y la cultura estadounidenses asociados a su hegemonía capitalista, conviven con una mirada crítica, no exenta de un humor muy característico, hacia esa nueva sociedad que se reconfigura de acuerdo a unas nuevas realidades impensables solo unos años atrás, un salto evolutivo que la hace recorrer más distancia en veinte años que en los ochenta previos. Un salto que también puede contemplarse en la filmografía de Fassbinder, de la modernidad de bajo presupuesto de sus inicios a sus más elaboradas, enriquecidas y sólidas puestas en escena de su último periodo, un cambio progresivo del que esta película de 1974 constituye el punto crucial de inflexión. En este aspecto, el título original, que al español puede traducirse como «El miedo se come el alma», resulta mucho más ilustrativo y adecuado que el empleado para comercializar la película en España.

La idea para la trama puede remontarse unos años atrás, cuando un personaje de otra de sus películas, precisamente El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970), la camarera de hotel que interpreta Margarethe von Trotta, menciona el matrimonio de una conocida, una tal Emmi, con un extranjero musulmán de nombre Alí. Es aquí, por tanto, donde se cuenta el origen y el desarrollo de esta relación aludida por Von Trotta, desde que Emmi Kurowski (Brigitte Mira), una viuda de en torno a los sesenta años que se gana la vida haciendo tareas de limpieza, entra para resguardarse de la lluvia en un café frecuentado habitualmente por trabajadores inmigrantes, entre ellos Alí (El Hedi ben Salem). La apuesta, el desafío de la camarera del bar (y amante ocasional de Alí) para que saque a bailar a aquella extraña cliente con la música de la gramola, da inicio a una relación que comienza desde la soledad, a través del respeto y la palabra, y se dirige hacia el matrimonio. Emmi y Alí hablan, este la acompaña a casa, y ya desde la mañana siguiente, acepta ocupar una habitación que ella tiene disponible. Su relación levanta un gran escándalo entre todas las partes. Las compañeras de trabajo de Emmi, con las que hace tertulia durante el almuerzo en el rellano de la escalera entre piso y piso del edificio que limpian -en un guiño a Murnau y su clásico El último (Der Letzte Man, de 1924)-, le dan de lado; sus vecinas la miran suspicaz, entre la socarronería y el desprecio (y tal vez la envidia), y hacen comentarios hirientes y denigrantes a sus espaldas; el tendero del comercio habitual donde compra se niega a atenderles; sus hijos, conmocionados, rompen con ella. Por el lado de Alí la situación no es mucho mejor. En el bar sufre el resentimiento de su antigua amante; sus anteriores compañeros de piso, trabajadores marroquíes como él pero más holgazanes, insensibles y descerebrados (porque la película no se embelesa con la supuesta bondad natural del inmigrante o del pobre, como tampoco, naturalmente, lo condena, sino que ofrece todo el espectro del cuadro real), lo convierten en objeto de sus risas y sus bromas. La pareja se ve así obligada a centrarse en ella misma, y eso va creando las primeras fisuras en su confianza y su respeto, que amenazan con hacer naufragar el matrimonio y los distancian antes de que se planteen la posibilidad de recapacitar y recomponer lo que se ha roto en ese amor aparentemente improbable que habían logrado hacer posible. Las cosas, sin embargo, han ido cambiando a su alrededor mientras el amor se deterioraba. La progresiva aceptación de la relación por parte de las vecinas, de las compañeras de trabajo, del tendero, de los hijos de Emmi, de los amigos de Alí, etc., viene condicionada por la necesidad que cada uno de ellos tiene de Emmi o de Alí. Es el interés, la necesidad de resolver un problema material que cada uno de ellos presenta, lo que conduce a la asimilación y la aceptación del matrimonio de Emmi y Alí justo en el momento en que son ellos los que empiezan a cuestionarlo, a replanteárselo.

Fassbinder se recrea en el melodrama excesivo y teatral (fuente de inspiración, en versión aún más kitsch y desmesurada, a menudo hasta lo ridículo, de Pedro Almodóvar), con una puesta en escena minimalista y estática de evidente parentesco con la filmografía de Aki Kaurismäki (“hay más ideas en una secuencia de Fassbinder que en toda la filmografía de uno de esos modernos gafapasta”, ha dicho del alemán el cinesta finés), para, a través de un foco extremadamente realista a diferencia del maestro alemán Douglas Sirk, que llevó el melodrama de Hollywood a las más altas cotas de perfección formal combinadas con la más devastadora carga crítica implícita, retratar sin concesiones los sueños, los miedos, las miserias y las debilidades de sus contemporáneos desde la sinceridad más elocuente y estremecedora, sin sentimentalismos pero con sensibilidad, con sencillez formal pero también con una intrincada sofisticación emocional y moral que brotan en su mayor parte de la vehemencia de las excelentes interpretaciones de la pareja protagonista. El drama va de lo particular a lo general. La repercusión de la relación de Emmi y Alí en su entorno y su proceso de transformación hasta la asimilación y la aceptación total transita desde el drama social con tintes racistas al retrato político de la relación de Alemania con los extranjeros, ya sean los trabajadores inmigrantes o la gran superpotencia que marca los destinos económicos, culturales y sociales del país: la clave para desenvolverse en el tejido de complejidad de estas relaciones reside en el entendimiento mutuo a partir de las necesidades comunes a cubrir y satisfacer. Este es el único camino para componer y mantener una armonía estable que permita la consecución de objetivos conjuntos sin renunciar a la propia identidad, desde el respeto, el reconocimiento y la identificación con el otro, pero también sin engañarse, ocultar o dulcificar los problemas de convivencia.

Triple derrota: Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, Douglas Sirk, 1958)

Le Temps d'aimer et le temps de mourir - Les Programmes - Forum des images

El gran maestro del melodrama del Hollywood de los cincuenta, Hans Detlef Sierck, cineasta de origen alemán (de Hamburgo, que no danés, como figura erróneamente en algunas referencias) conocido mundialmente como Douglas Sirk, se aparta por una vez en este estimable título (aunque un poco pasado de metraje, algo más de dos horas) de sus ácidas y lúcidas disecciones de la sociedad hipócrita y consumista de la América de Eisenhower para adaptar a la pantalla una novela de Erich Maria Remarque (casado aquel mismo año con la actriz Paulette Goddard) que retrata la profunda devastación social y moral de la Alemania de la inminente derrota en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial. El vehículo de la historia, Ernst Graeber, soldado de la Wehrmacht destinado en el frente ruso (John Gavin, en el principal papel protagonista de su carrera), que regresa a casa de permiso y encuentra su hogar devastado por las bombas aliadas. Dos tramas paralelas nacen a partir de este planteamiento con el personaje como vértice: por un lado, la búsqueda de sus padres, dados por desaparecidos, entre las ruinas y los escombros de la ciudad arrasada por los bombardeos; por otro, su incipiente relación con Elizabeth (Liselotte ‘Lilo’ Pulver), la joven hija de un prisionero político de la que se enamora.

Los distintos canales del drama nacen del contraste. El de las emociones, porque al hartazgo de la guerra, a los sufrimientos y privaciones del frente oriental, momentáneamente disipados con el, en principio, tonificante y reconstituyente retorno temporal al hogar (que, sin embargo, deja durante el viaje imágenes elocuentes de la súbita y definitiva decadencia del régimen nazi cuyo hundimiento ya se vislumbra), al calor de los suyos, a los afectos y complicidades propias de la familia armoniosa y feliz que abandonó para combatir (no queda claro si obligado o convencido), le sucede la angustia de la pérdida y la destrucción, de la desaparición de una familia, en teoría, segura en la retaguardia, sin los riesgos diarios que él mismo corre en los combates y patrullas, pero que ha sufrido el golpe de la violencia de la guerra de una manera directa que él, sin embargo, ha logrado eludir hasta ahora a pesar de convivir continuamente con el dolor y la muerte.

De este modo, el horror vivido tras las líneas alcanza una dimensión mayor, más torturadora y letal, que la acostumbrada defensa de la propia vida. Pero a su vez esta angustia se ve alterada por la irrupción imprevisible, inesperada, más todavía si cabe en ese contexto, del amor, de la ilusión de sentirse vivo, de un atisbo de algo parecido a la felicidad entre los cascotes y las fachadas repletas de ojos ciegos. La pérdida y el encuentro, la soledad y la compañía, la reconstrucción de una vida rodeada por la destrucción material más desoladora, conforman el puzle emocional que todavía da para más matices: las distintas perspectivas vitales de los soldados que yacen en el hospital militar, la lucha de los civiles por sobrevivir en una ciudad derruida que ha perdido todo su tejido económico, social y de convivencia, y por último, las implicaciones de la prisión del padre de Elizabeth, los motivos políticos de su detención y cautiverio y un previsible desenlace, que la próxima conclusión de la guerra puede acelerar, que augura un nuevo sentimiento de pérdida. Una riqueza y complejidad de premisas sentimentales y anímicas, un contradictorio conflicto personal que gana un mayor grado de riqueza con el segundo de los contrastes, el formal. Y es que Sirk, con fotografía de Russell Metty, narra la historia desde las más luminosas y panorámicas posibilidades del sistema Eastmancolor, haciendo que incluso las trincheras, las ruinas, los refugios, las salas y corredores del hospital, los modestos alojamientos de una habitación humilde y diminuta o los precarios restaurantes y cafetería desabastecidos adquieran una belleza y una intensidad emotiva que choca con la realidad ceniza, oscura, gris, sangrienta, tanto de la guerra como del fantasma de la derrota, no solo militar sino moral, de todo un país, del gran centro de la técnica, la cultura y el pensamiento europeos durante el periodo de entreguerras.

La película se conforma como un tiovivo de pérdidas y esperanzas, las más de ellas frustradas, que a través de las figuras de los padres desaparecidos, los soldados heridos, los prisioneros políticos y los civiles desesperados, presenta un fresco de la sociedad alemana que del triunfalismo y la euforia previas a El-Alamein, Stalingrado y Normandía ha pasado a hundirse en la mayor de las vergüenzas tras surcar la más inadmisible de las ignominias, arrastrada por embaucadores, iluminados y fanáticos y el latido populista de una masa, como casi siempre, irreflexiva y egoísta. El final desolador anula toda posibilidad de renacimiento, de humanidad, de esperanza, es el despertar del sueño que desemboca en la pesadilla, y es también el merecido castigo a una Alemania que tiene que pagar sus culpas antes de que pueda permitirse resurgir. A todo este catálogo de sentimientos y emociones contrapuestos contribuye decisivamente la interpretación de un John Gavin en plena efervescencia de su carrera, aquí en el papel protagonista más destacado de una trayectoria que, tras una presencia continuada en roles destacados de importantes títulos de la época, desde 1961 le llevaría a otras demarcaciones que nada tuvieron que ver con el cine (afiliado al partido republicano, experto en economía hispanoamericana, desempeñó cargos en la Organización de Estados Americanos antes de ser embajador en México, entre 1981 y 1986, designado por Ronald Reagan), si bien continuó participando esporádicamente en películas de menor categoría y en series de televisión y telefilmes. Gavin confiere a su personaje una ingenuidad y una ternura no exentas de dureza y determinación, de un alma en la que resulta evidente su capacidad de amar y también de matar.

El rodaje en escenarios reales de Berlín, Spandau y Baviera y la música compuesta por Miklós Rózsa son otros alicientes que permiten disfrutar de una película que se construye sobre el concepto de la fragilidad del fino hilo que nos une a la vida, a la paz, a la felicidad, tres aspectos de los que Ernst, como la Alemania de Weimar previa a la guerra, salen inevitablemente derrotados.

Malos tiempos para la lírica: El asesino poeta (Lured, Douglas Sirk, 1947)

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El tiempo y la repetición de fórmulas en el cine de suspense criminal de corte policíaco han envejecido radicalmente esta propuesta de Douglas Sirk, uno de tantos cineastas alemanes emigrados a Estados Unidos que contribuyeron a hacer del cine clásico americano una de las más importantes manifestaciones artísticas, si no la mayor, del siglo XX, y que antes de consagrarse para la historia cinematográfica con sus exacerbados y coloristas culebrones melodramáticos de los años cincuenta (tan queridos para Almodóvar, por ejemplo) tocó con mucho talento, ingenio, tacto e inteligencia, el género de intriga, regalando un buen puñado de títulos en blanco y negro que bien merecen un rescate.

Sin embargo, como hemos adelantado, una visita a El asesino poeta de inmediato nos coloca ante la tesitura del sabor a ya visto como resultado de nuestra adquirida educación como espectadores. Y es que el argumento, un guión de Leo Rosten sobre una obra de Jacques Companéez, Simon Gantillon y Ernest Neuville (como dice el proverbio, demasiados cocineros estropean la tortilla), diseccionado en sus líneas más básicas, nos remite a un estereotipo suficientemente conocido y, por tanto, previsible: un asesino psicópata londinense, que contacta con chicas de buen ver a través de las secciones de contactos de los periódicos, comete varios asesinatos, los cuales anuncia previamente a la policía mediante el envío de una carta en la que incluye poemas al estilo Baudelaire (al menos no son versículos de la Biblia, como en todo sucedáneo norteamericano que se precie desde los ochenta…); una «chica de club», una joven americana vivaracha, socarrona, amiga de hacerse preguntas y con un talento natural para la observación, que resulta además ser amiga de una de las víctimas, es reclutada por Scotland Yard para ser utilizada como cebo para la captura del criminal; en la investigación conoce a un joven interesante, atractivo, algo estirado y presuntuoso pero encantador al fin y al cabo, del que se encandila, y en el curso de las averiguaciones, y a la vista del sospechoso y ambiguo comportamiento de él, surge la duda acerca de si se trata o no del psicópata en cuestión. A partir de esta premisa, la conclusión está clara.

¿Qué hace, pues, recomendable el visionado de esta cinta negra de Sirk? En primer lugar, el carácter genuino de la propuesta. Ciertamente, con posterioridad hemos visto similares planteamientos hasta la saciedad, pero aquí se muestra de manera fresca, dinámica, natural, ligera, ajena a pretendidas trascendencias y a efectismos dramáticos o a coartadas sexuales (elemento que queda sugerido, pero en ningún momento explicitado), y con un fino humor soterrado propio del ambiente y de los personajes ingleses en los que se enmarca la acción (en especial, el comisario que interpreta Charles Coburn, profesional serio y riguroso cuyas expresiones y miradas, en más de una ocasión, remiten a su participación en clásicos de la comedia de la época). Las interpretaciones contribuyen decisivamente a ello, con un reparto en el que destaca la futura (pseudo)cómica Lucille Ball en el papel de sexy voluntaria a la caza del malo, el gran George Sanders, en su línea ambivalente de vividor cínico y con encanto, el citado Charles Coburn como director de la investigación, carismáticos rostros del cine británico y americano en papeles importantes como Joseph Calleia, Alan Mowbray o sir Cedric Hardwicke, y la fundamental y magistral aportación del enorme Boris Karloff en el momento más extraño, perturbador y espectacular de la cinta. Continuar leyendo «Malos tiempos para la lírica: El asesino poeta (Lured, Douglas Sirk, 1947)»

Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)»

Vidas de película – John Gavin

Este guaperas es John Anthony Golenor, conocido para el cine como John Gavin, californiano nacido en 1928, y esposo de la también actriz Constance Towers. Pero no se limita a ser otro busto parlante que haga poses ante la cámara, porque John Gavin es también un cerebrito. Experto en Historia Económica de Hispanoamérica, ex profesor de la Universidad de Stanford y ex miembro de la marina de los Estados Unidos, en los años 80 fue nada menos que embajador de su país en México, lugar de nacimiento de su madre (su padre era irlandés), por lo que domina el español a la perfección.

Su carrera no es demasiado extensa porque siempre la intercaló con sus estudios y sus ocupaciones intelectuales y académicas, además de con la participación en algunas series televisivas durante los años sesenta (los rodajes en los platós de televisión le resultaban más compatibles con su agenda académica que los viajes y los compromisos de sus proyectos cinematográficos), pero atesora un buen puñado de títulos notables, por ejemplo, la dupla con Douglas Sirk, Tiempo de amar, tiempo de morir (A time to love and a time to die, 1958) y el remake Imitación a la vida (Imitation of life, 1959), que pasa por ser uno de los mejores melodramas de la historia del cine, aunque un poco pesadito y tontito para quien escribe.

Además de algún papel en películas menores con Katharine Hepburn o Julie Andrews, lo más sobresaliente de John Gavin en los sesenta fue su aparición, pecho-lobo de por medio, en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y como un joven Julio César, protegido de Graco (Charles Laughton), en Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960). Tras varios años retirado de la pantalla, protagonizó en México Pedro Páramo (1967), adaptación de la obra de Juan Rulfo, y después cambió definitivamente el cine por su otra profesión, la de diplomático en la tierra de su madre.

Vidas de película – Jeff Chandler

Aquí tenemos al bueno de Ira Grossel, conocido cinematográficamente como Jeff Chandler, caracterizado de Cochise, el famoso guerrero y caudillo apache antagonista de James Stewart en Flecha rota (Broken arrow, Delmer Daves, 1950), sin duda una de las mejores películas de su carrera, y una de sus interpretaciones más soportables. Porque el amigo Ira, o mejor dicho, Jeff, fue uno de esas colecciones de virilidad, músculos, miradas torvas y ademanes grandilocuentes con el que el Hollywood clásico intentaba impresionar a las jovenzanas -y a más de un jovenzano- que debían abarrotar las taquillas de los cines, y que por lo general nunca superaban los límites del cacho de carne con ojos que transita por delante de la pantalla sin mayor valor, aporte o interés artístico o dramático.

Asiduo a westerns de bajo presupuesto, películas de acción de serie B y filmes bélicos de corto recorrido, Jeff Chandler nació en Brooklyn en 1918, y antes de dedicarse al cine combatió en la Segunda Guerra Mundial -excelente campo de pruebas para no pocas de sus posteriores películas- y fue actor radiofónico y también de teatro. Además, desarrolló un enorme talento para el violín, instrumento musical del que podía considerársele un auténtico virtuoso (quizá el cine ganó un mediocre actor y la música perdió un aceptable violinista, en el tejado o no…; quizá en el cuarto de las escobas…). Y además desarrolló con el tiempo otra afición de la que se terminaría resintiendo su vida personal: al amigo Chandler le gustaba vestirse de mujer. Sí, a este tipo atlético, musculado, con ese pelo corto, casi rapado, de toques blanquecinos, si no directamente canoso, le gustaba vestirse de señora mayor y deambular por casa de esa guisa (Ed Wood no era un caso aislado, ni mucho menos, y menos en Hollywood). Eso le costó no pocos disgustos con su esposa, Marjorie Hoshelle, o con su más conocida amante, la nadadora-actriz Esther Williams, que se fue a practicar natación sincronizada a otra parte cuando se hartó de que él comprara bañadores, albornoces, gorros de baño, toallas y demás infraestructura logística piscinil -si existe el palabro- femenina para sí mismo, sin dejar que ella los catara.

Bueno, en lo que al cine se refiere, que es lo que aquí interesa (aunque lo otro mole más), hay que reconocer que Jeff Chandler fue una víctima de la serie B, especializándose en westerns cutres y películas bélicas para Robert Wise, George Sherman, Jack Arnold, Joseph Pevney, George Marshall o Budd Boetticher, o en maniquí acompañante de bellezas oficiales como Loretta Young, Lana Turner o Kim Novak. Sus títulos más reseñables, además de Flecha rota, son Atila, rey de los hunos (Sign of the pagan, Douglas Sirk, 1954),  A diez segundos del infierno (Ten seconds to hell, Robert Aldrich, 1959), ambas con Jack Palance, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961) y, sobre todo, el excelente bélico de Samuel Fuller Invasión en Birmania (Merrill’s marauders, 1962).

Esta película le proporcionaría éxito y crédito póstumos, puesto que falleció en 1961 a causa de las complicaciones derivadas de una operación de hernia discal. Un personaje tan extraño, tan contradictorio, está claro que no podía tener una muerte normal…

Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong

Richard Quine ha pasado principalmente a la historia del cine por su arrebatado, obsesivo, entregado amor por Kim Novak, que le llevó a retratarla maravillosamente en un puñado de apreciables películas, La casa número 322 (Pushover, 1954), Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle, 1958), La misteriosa dama de negro (The notorious landlady, 1962) y, sobre todo, Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960), posiblemente el mejor melodrama romántico de todos los tiempos, por encima incluso de las afamadas historias lacrimógenas de Douglas Sirk. Sin duda, la experiencia de Quine como actor entre los años 30 y 50 (fue otras muchas otras cosas en el cine, productor y guionista, pero también compositor de temas para películas musicales), pero sobre todo su amor no correspondido por la deseada actriz (Quine se casó dos veces, pero la Novak siempre se le resistió; dicen que incluso este fracaso estuvo entre las razones acumuladas de su suicidio, ya en los años 80), le colocaron en buena disposición para la elaboración de complejos dramas sentimentales cargados de múltiples matices y perspectivas, enriquecidos con una soberbia puesta en escena y un acertado uso del ritmo y de las situaciones. El mismo año del estreno de Un extraño en mi vida, y con producción británica, Quine filmó otra película menor pero que ha crecido en su recuerdo con el tiempo, El mundo de Suzie Wong, un drama romántico con choque cultural y social como conflicto de base no exento de toques humorísticos y sentimentales, incluso de acción, en la línea de esos best-sellers románticos que introducen en cuotas diversos contenidos a fin de ampliar el espectro de público que disfrute con la historia.

Sin embargo, en la película de Quine esta amalgama de visiones, tonos y temas resulta armónica gracias a su plácida conducción en la dirección, a los magníficas localizaciones exteriores del Hong Kong de su tiempo (nada de skyline con rascacielos, tiendas caras, luminarias nocturnas y centros de negocios) y a las interpretaciones de la pareja protagonista, un William Holden en su plenitud profesional y la debutante Nancy Kwan, cuyo catálogo y muestrario de vestidos de aire oriental no tendrá parangón hasta los lucidos por Maggie Cheung en Deseando amar (In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2001) de la que la película de Quine, en cierto modo, es casi un antecedente. Todo ello para contarnos una historia canónica, previsible, de manual, pero que se sigue con interés gracias a su ligereza narrativa y a su sencillo encanto. Robert Lomax (William Holden), es un maduro pintor norteamericano que llega a la colonia británica y que por casualidad conoce a una joven china (Nancy Kwan) de la que no tarda en descubrir que se dedica a la prostitución. A lo largo de sus (algo alargados) 129 minutos, asistimos al ilusionante establecimiento de una relación entre ambos, así como a los distintos avatares y altibajos del desarrollo de su historia de amor, en la que hay lugar para triángulos amorosos, indagación social y mensaje de entendimiento cultural entre pueblos, pero que en ningún momento transita por los necesarios ambientes sórdidos y pestilentes que a buen seguro presidían el mundo de la prostitución y la explotación sexual en un puerto como Hong Kong, abierto constantemente a la llegada de marineros y viajeros de todo el mundo.

Contada, por tanto, desde un punto de vista blanco, sin incidir en análisis realistas ni en reflejos auténticos del mundo de la prostitución hongkonesa, la película elude igualmente cualquier visión sobre la cuestión colonial o la interacción de la población europea o norteamericana con los nativos autóctonos, para concentrarse únicamente en la relación principal entre los protagonistas, alrededor de cuyas desventuras amorosas sí introducen Quine y su guionista, John Patrick, pequeños toques que invitan a mirar más allá del romanticismo y despertar el interés por otras cuestiones. Por ejemplo, la profesión de Suzie da pie para presentar breves pero reveladores apuntes sobre el machismo imperante, así como sobre la explotación sexual indiscriminada de las mujeres en las zonas portuarias y, en general, en las ciudades internacionales del sudeste asiático de aquellos (y de estos) tiempos: Hong Kong, Shanghai, Macao, Singapur, etc., etc. Continuar leyendo «Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong»