Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)

Monsters and Matinees: Tiny Terrors Bring Big Thrills | Classic Movie Hub Blog

El cine de Tod Browning es sinónimo de imaginación, magia, misterio, fantasía, exotismo, turbiedad, venganza, crimen, terror frente a lo diabólico, asombro ante lo insólito, sentimientos exacerbados, tormentos interiores que arrastran a situaciones límite… Sus relaciones artísticas con el mundo del circo y de la magia y sus inicios como ayudante y asistente durante los primeros años del cine, cuando los rescursos ilusionistas de las películas de Méliès o Chomón dejaban al público con la boca abierta, impregnan una filmografía que, enriquecida con la participación de uno de los más grandes actores de la etapa silente, Lon Chaney, se ha convertido en una referencia ineludible del cine de Hollywood de los últimos años de la etapa del cine mudo y de los inicios del sonoro, una fábrica de pequeños clásicos, en general de metraje muy breve, de medios muy precarios y ajustados pero de un continuo despliegue de energía narrativa, de fantasía creativa y de imaginacion visual que ofrece algunos títulos indispensables, imperecederos, más allá de los archiconocidos Drácula (Dracula, 1931) y La parada de los monstruos (Freaks, 1932). Muñecos infernales, que entre sus guionistas cuenta además nada menso que con Erich von Stroheim, aúna en apenas 78 minutos la crónica de una venganza al estilo El conde de Montecristo de Dumas con el mito del científico loco que, llevado por las más buenas intenciones, descubre algún ingenio que, mal utilizado al verse impelido a ello por las más bajas pasiones, termina representando un peligro mortal para sus semejantes.

La historia se inicia cuando el drama hace años que ha comenzado. Dos presos logran fugarse del penal de la Isla de Diablo. Uno de ellos, Marcel (Henry B. Walthall) había sido juzgado y condenado a causa de los diabólicos experimentos que ha realizado en su laboratorio secreto, y que son continuados por su fiel compañera Malita (Rafaela Ottiano); el otro, Paul Lavond (Lionel Barrymore) cumplía condena por el asesinato de un policía, cometido cuando huía con el botín del banco que él mismo administraba junto a tres socios. El espectador pronto descubre las claves que impulsan las acciones de ambos personajes. En el caso del primero, culminar sus descabellados experimentos de reducción del tamaño de los seres vivos. Su finalidad aparentemente es encomiable, ya que se trata de disminuir el tamaño de los seres humanos, de modo que consuman menos recursos, ocupen menos espacio y así la población humana pueda multiplicarse exponencialmente sin riesgos para la saturación (nada dice, en cambio, de los problemas de transporte, de logística, de explotación de esos mismos recursos, etc., que conllevaría la existencia de seres humanos de un sexto de su tamaño normal), pero los medios que utiliza, la aberración del sacrificio de animales y, llegado el caso extremo, también de personas para lograr sus fines son los que le han llevado a prisión. En cuanto a Paul, lo que desea es vengarse de quienes cometieron los delitos de los que a él se le acusó y por los que se le encarceló, el desfalco y el asesinato de los que él no fue autor, sino mero chivo expiatorio resultado de las maquinaciones de sus traidores socios. Aunque la naturaleza de Paul no es malévola, la fiebre de venganza pesa más que sus buenos sentimientos. La tentación viene a visitarle cuando, tras la muerte inesperada de Marcel, justo en el momento en que asistía al éxito de sus experimentos, Paul encuentra en el resultado de estos, y en particular en una ventaja añadida, el vínculo telepático que se establece entre la criatura reducida y su controlador, que puede ver por sus ojos y actuar a través de ella, la máquina perfecta para la ejecución de su venganza y la reconstrucción de su vida junto a su hija Lorraine (Maureen O`Sullivan), que ha crecido odiando al padre delincuente que las abandonó a ella y a su madre, la cual, hundida en la depresión, terminó por quitarse la vida.

The Devil-Doll (1936) - Turner Classic Movies

La trama fantástico-terrorífica se entrelaza así con el drama folletinesco de estilo decimonónico propio de los primeros tiempos del cine. Si Lorraine, caída en desgracia, trabaja de sol a sol en una lavandería y complementa su sueldo para mantenerse ella misma y a su abuelita ciega trabajando por las noches en un cabaret, debiendo por ello, por la mala reputación que conlleva, renunciar a los planes para una vida mejor que hacía junto a su pretendiente, el taxista Toto (Frank Lawton), mientras tanto Paul, camuflada su idendidad bajo la piel de una anciana fabricante y vendedora de juguetes, en particular de muñecos de un realismo verdaderamente sorprendente, utiliza a Lachna (Grace Ford), la antigua criada de Marcel y Malita, a la que ha reducido de tamaño, para cometer el primero de sus actos de venganza contra uno de sus antiguos socios, al que, a su vez reducido al mínimo, utilizará también en sus perversos planes. Uno a uno los antiguos socios de Paul van cayendo bajo sus designios criminales, y Paul va rehaciendo la fortuna perdida pensando en recuperar la posición económica que le debe a Lorraine. Naturalmente, ambas líneas argumentales han de coincidir, y ahí es donde tiene lugar la parte más endeble del argumento, en su resolución. En cuanto a esta, llama la atención que, seis años después de la conformación del llamado Código Hays pero solo dos después de su implantación efectiva, las exigencias morales en cuanto al castigo necesario que deben recibir los villanos de las películas en compensación a sus malas acciones no alcanza a Paul por completo; se trata, más bien, de una venganza triunfadora de la que el protagonista, en cierto modo, sale airoso. Continuar leyendo «Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)»

Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)

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En la década de los treinta del pasado siglo, los estudios Universal dieron inesperadamente con la clave de un éxito a priori insólito. El estado de psicosis social y la incertidumbre colectiva derivados del crack bursátil de 1929 predispusieron al público norteamericano, que sufría en sus carnes el desempleo y la precariedad, a ver reflejados en la pantalla el terror de su día a día bajo la forma de los miedos más clásicos, de la irracionalidad, la fantasía y los monstruos de los horrores infantiles, del temor más básico, a lo desconocido, a lo inexplicable. Asistiendo al espectáculo distante y aséptico del terror vivido por otros, empatizando con unos personajes al borde de la muerte y la destrucción provocadas por monstruosas y demoníacas fuerzas sobrenaturales, conjuraban de algún modo sus miserias diarias y separaban el auténtico terror de las tribulaciones más mundanas de la realidad cotidiana. La observación de unos personajes acosados por vampiros o por seres vueltos a la vida después de la muerte hacían de la lucha por la vida, de la búsqueda de empleo, de manutención o de cuartos con los que salir adelante un empeño mucho más terrenal y vencible. A partir de la tremenda repercusión de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) o El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), o de la producción de Paramount El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), los estudios Universal crearon su célebre unidad específica dedicada a la producción de películas de terror, casi siempre dentro de unos parámetros comunes: presupuestos muy limitados, metrajes muy concentrado (en torno a setenta minutos de duración), tramas en las que el terror irrumpe para perturbar una incipiente y romántica relación de pareja y una puesta en escena que, con particular predilección por la época victoriana, combina elementos germánicos, aires orientalizantes (exóticos, tanto del Este de Europa como del Próximo y Extremo Oriente) y el gusto por el arte futurista en la construcción de decorados para la puesta en escena (laboratorios, criptas y sótanos repletos de utillaje, frascos, probetas, líquidos humeantes no identificados, maquinarias, engranajes, generadores, extravagantes invenciones tecnológicas…).

El lobo humano cumple cada uno de estos extremos en su presentación convencional de la manida leyenda del hombre lobo: Wilfred Glendon (Henry Hull), reconocido doctor en botánica, viaja al Tíbet con el fin de localizar e importar a Inglaterra una extraña flor que nace, crece y vive bajo el influjo de la Luna. En la culminación de su accidentada y peligrosa peripecia, no obstante, le aguarda un colofón terrible: en el momento de recolectar su preciada flor exótica, es atacado y mordido por una extraña criatura, un lobo con forma humana, de la que, sin embargo, logra escapar para retornar al hogar. De vuelta a Londres, empero, recibe la visita de un misterioso individuo, el doctor Yogami (Warner Oland), que, extrañamente conocedor del terrible episodio vivido por Glendon en el Tíbet, le informa del extraordinario maleficio que le amenaza: de no ser capaz de criar y reproducir con éxito esas flores en su invernadero londinense, único antídoto contra la maldición, su destino es el que convertirse cada noche de luna llena en hombre lobo y matar al menos a un ser humano cada una de esas noches; no termina ahí la advertencia: le informa de que serán dos, y no uno, los hombres lobo que acechen las calles de Londres… Las burlas iniciales ante las que que toma por advertencias de un loco va mutando en un escepticismo nervioso hasta que los hechos confirman sus temores más pesimistas. La tensión y la preocupación derivadas de la necesidad de ponerse a salvo, tanto a él como a sus seres queridos, más que presumibles víctimas, por mera proximidad, de sus brotes asesinos, terminan por afectar a su vida social, convirtiéndolo en un misántropo, un ser huraño y arisco, y, por supuesto, a su romántico matrimonio con la dulce Lisa (Valerie Hobson), que parece estrechar cada vez más su renacida amistad de infancia con su eterno enamorado Paul (Lester Matthews).

El tenebroso Londres recreado a imagen y semejanza del terrorífico distrito victoriano de Whitechapel, cuna de los crímenes de Jack el Destripador (callejones, calles empedradas, nieblas omnipresentes), es el escenario por el que transitan los licántropos, con esporádicas e inquietantes visitas al zoo (reseñable es la escena en la que el lobo humano deambula por su interior) que avanzan las famosas secuencias de terror animal de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) y puntuales toques de humor al más puro estilo británico, producto de las reacciones ante lo impensable de ciertos personajes secundarios (en particular, las dos alcahuetas que se dedican a alquilar habitaciones). Meritorias son, asimismo, producto de la necesidad hecha virtud, los momentos de transformación, en los que se aprovechan los elementos de iluminación y decoración (columnas, puertas, sombras…) para insertar los cortes que permiten mostrar la evolución del cambio de hombre a lobo, compensando las limitaciones tecnológicas con el uso creativo de la puesta en escena, por más que la caracterización de Hull como hombre lobo resulte más humana que lobuna, según parece, por el empeño del actor en que un excesivo maquillaje, al estilo Lugosi o Karloff, impidiera su reconocimiento por el público. Continuar leyendo «Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)»

Mis escenas favoritas: Drácula (Terence Fisher, 1958)

Soberbio colofón de la adaptación de Drácula, de Bram Stoker, que Terence Fisher dirigió en 1958 para la productora británica Hammer, factoría que actualizó y mantuvo el pulso del cine de terror hasta bien entrados los años setenta y que dio a conocer a una de las parejas más memorables del celuloide: Peter Cushing y Christopher Lee.

Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)

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La productora American International Pictures nació en 1954 y desde el principio se orientó a la producción de películas de bajo presupuesto y corta duración que pudieran nutrir los programas dobles. En la línea de los éxitos de la Hammer británica y su cineasta más celebrado, Terence Fisher, la AIP dedicó gran parte de sus esfuerzos a la producción de películas de terror y encontró a Roger Corman a su propio director fetiche, en particular, a través de su serie de adaptaciones de la obra de Edgar Allan Poe protagonizadas por Vincent Price. El tiempo, la repetición y el agotamiento de la fórmula irían desgastando paulatinamente este tipo de propuestas, pero a finales de los sesenta y principios de los setenta todavía era posible encontrar pequeñas joyas y absolutas rarezas de este terror de serie B. Una de estas últimas es El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969), que no solo parece un compendio de los temas y las formas que tanto la Hammer como la AIP imprimieron a sus respectivos productos, sino que además se alimenta de una recopilación tan exhaustiva de motivos y situaciones de las películas de horror que se la puede considerar un catálogo-homenaje. En El ataúd hay reminiscencias del monstruo de Frankenstein, de Drácula, del hombre-lobo, de Mr. Hyde, del fantasma de la Ópera, de los clásicos de zombis de los años treinta, del sello de terror de Val Lewton en la RKO, de Alfred Hitchcock y de las tramas clásicas del psicópata de turno asesino de mujeres, además de las propias de Edgar Allan Poe, el autor del cuento en que se basa el guion.

La mixtura entre AIP y Hammer queda patente desde el reparto. Vincent Price interpreta a Julian Markham, un aristócrata británico de la época victoriana que mantiene encerrado a su hermano Edward (Alister Williamson) en una torre de su mansión después de que este regresara grotescamente desfigurado de un viaje a África. Christopher Lee (acreditado como «estrella especial invitada»), por su parte, da vida al doctor J. Neuhartt, un hombre de ciencia que realiza sus investigaciones con cadáveres que obtiene de los ladrones de tumbas. Un grupo de turbios amigos de Edward, con la colaboración de un hechicero africano, trama un plan para que el prisionero pueda fingir su muerte y sea enterrado vivo, para su posterior rescate y liberación y que pueda ser operado y reconstruido de las terribles heridas que le obligan a cubrir su rostro con una capucha roja. La casualidad quiere que los ladrones de tumbas le metan mano a la de Edward antes de que sus compinches accedan al cementerio para salvarlo, de manera que el falso cadáver termina en poder de Neuhartt. El intento de huida de Edward degenera en una espiral de violencia y crímenes y en una investigación policial a la busca y captura de un asesino en serie. Continuar leyendo «Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)»

Mis escenas favoritas: Drácula (George Melford, 1931)

Siguiendo la política de filmar talkies, las versiones en otros idiomas de las películas de Hollywood, previa a la instauración del doblaje, George Melford rodó, en paralelo con la famosa adaptación de Tod Browning protagonizada por Bela Lugosi, la versión española de Drácula, basada en las obras de teatro que en Inglaterra y Estados Unidos contribuyeron a popularizar extraordinariamente la ya de por sí célebre novela de Bram Stoker. Más dinámica y completa, mejor interpretada y más capaz de sacar partido a pasajes de la novela y a escenarios y decorados que en la película de Browning quedaron suprimidos o relegados, la obra de Melford, protagonizada por el cordobés Carlos Villarías y la mexicana Lupita Tovar, acompañados por otros actores españoles y mexicanos como Pablo Álvarez Rubio, Eduardo Arozamena o Barry Norton (de nombre real Alfredo C. Birabén, de origen argentino), va adquiriendo con el tiempo mayor reconocimiento que su coetánea en inglés. Rodada en el mismo estudio en las horas libres que dejaba el rodaje de Browning (especialmente por las noches, en un irónico guiño a la condición vampírica de su protagonista), el rodaje resultó mucho más breve y económico, y proporcionó a la Universal de Carl Laemmle Jr. un buen pellizco de los beneficios que a la postre evitaron su desaparición como estudio.

Para torear y casarse hay que arrimarse: Las novias de Drácula (The brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)

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Aquí tenemos al bueno de Peter Cushing dirigiendo el tráfico vampírico en la Transilvania de Las novias de Drácula (The brides of Dracula, 1960), secuela de la celebrada aproximación de Terence Fisher y la factoría Hammer a la obra de Bram Stoker que encumbró casi instantáneamente a Christopher Lee, quien abandonó la serie antes de regresar a ella en Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula: prince of darkness, 1966). En este caso, una vez derrotado y destruido el malvado conde, son sus «hijos» (y no sus novias, que no vienen a cuento), resultado de su espiral de horror y sangre, el objeto de temor de transilvanos y visitantes incautos.

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El guión de Jimmy Sangster, Peter Bryan y Edward Percy es un desbarre total para quien aguarde algún tipo de rigor en la conservación del tono y los temas de la obra original de Stoker. Muy al contrario, productora y director, sabedores de los puntos fuertes de su éxito precedente, persisten en las virtudes que llevaron al público a las salas en el intento de repetir fórmula y réditos: espléndida ambientación, morbo sexual y amplias dosis de violencia macabra allí donde el cine de Hollywood tenía acostumbrado al espectador a muertes limpias y asépticas. Pero la película introduce un elemento novedoso, distintivo y muy estimable, que permite contemplarla como algo más que una simple película de vampiros al servicio de la explotación de un fenómeno comercial: la relación entre el barón Meinster (David Peel) y su madre, la baronesa (Martita Hunt; qué hermosos, por cierto, los cariñosos fragmentos que Alec Guinness dedica a esta actriz en sus memorias). El barón, el más distinguido de entre las víctimas de Drácula, está al mismo tiempo retenido y mantenido por su madre, consciente del horror en que su hijo se ha convertido pero incapaz de renunciar a su maternal instinto protector.

El comienzo de la película, todo el preludio que antecede al desencadenamiento del terror y a la aparición de Peter Cushing-Van Helsing hacia la primera media hora de un metraje de apenas 80 minutos, es brillante. La narración nos introduce en la llegada a Transilvania de la joven Marianne Danielle (Yvonne Monlaur), que va a ejercer como profesora en una residencia de señoritas, y a la serie de extraños y amenazantes personajes que la rodean a su llegada, así como a los lugareños que comprenden los impensables peligros que acechan a una joven apetitosa en unos parajes como aquellos. El terror mudo, los cruces de miradas, las insinuaciones, las formas de hablar del mal sin invocarlo directamente, constituyen lo más acertado de este inicio: los dueños de la posada donde Marianne se ve obligada a hacer noche, su manera de intentar protegerla de los depredadores que maniobran para hacerse con ella (como con tantas otras antes), primero intentando que siga viaje y luego ofreciéndole refugio seguro en su casa, sus caras de horror e inmensa compasión cuando la ven aproximarse lentamente hacia una trampa mortal, la alegría sincera al comprobar que sobrevive a su primera noche en ese castillo diabólico… La película continúa en ascenso hasta que Marianne descubre la realidad del barón Meinster, encerrado en su casa, encadenado en un ala cerrada del edificio, tachado de loco (aunque la verdad última sea otra mucho más lúgubre y sangrienta). La madre, casi de tintes hitchcockianos, que protege a su hijo demoníaco de quienes por ello pueden querer matarle, al mismo tiempo que se ve obligada a emular sus crímenes para seguir alimentándole, lo cual a su vez supone el menor mal posible ante la indiscriminada multiplicación de víctimas potenciales en caso de que pudiera deambular libremente en las noches de invierno por los bosques y montañas transilvanos… Una vez establecido el drama y liberada la bestia, la película se convierte en una convencional historia de vampiros, con el barón a la caza y captura de la heroína, dejando un puñado de víctimas de muy buen ver a su paso, y los esfuerzos de Van Helsing y el párroco y el cura del pueblo por atajar la maldición sanguinolenta que acaba con las vidas de las jóvenes de la zona. En este punto destaca el personaje de Greta (Freda Jackson). Como el propio Van Helsing proclama, ningún vampiro puede sobrevivir sin un guardián humano, alguien que custodie y vigile su sueño. Continuar leyendo «Para torear y casarse hay que arrimarse: Las novias de Drácula (The brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)»

Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)

En 1970, la mítica productora británica Hammer, célebre sobre todo por sus películas de terror, en especial por sus cintas de Drácula protagonizadas por Christopher Lee y sus horrores de toda condición con Peter Cushing en el reparto, había iniciado ya su imparable decadencia. Los nuevos aires del género, consistentes en rebozar de descarado erotismo y sangre a chorros las evoluciones de vampiros, brujos, monstruos y demás criaturas de la noche, insuflaron un último estertor de vida a un género que iba a renovarse casi por completo en el nuevo Hollywood de los años setenta. Mientras tanto en Europa, al hilo del giallo italiano de Mario Bava y Darío Argento y del cine de Jesús Franco, terror, vampirismo y sexo, desde siempre relacionados, actuaban en explícita conjunción para despertar el miedo y el deseo a partes iguales, y conformar un puzle de sensaciones opuestas pero íntimamente conectadas con las que compensar la falta de garra (aunque no de mordiente, valga el chiste malo…) de una manera de producir películas de terror que se anunciaba ya agotada.

The vampire lovers, cuya traducción en España ha ido variando en función de los temores de la censura (Las amantes del vampiro es el título más extendido y aceptado, aunque por el argumento y el tipo de sensualidad imperante cabe más bien hablar de Las amantes vampiras) está protagonizada por Ingrid Pitt, musa del erotismo terrorífico, o del terror erótico, que interpreta a una apetitosa jovencita descendiente de una vieja familia, los Karnstein, que en el Ducado de Estiria, en Austria, se dedica a seducir, amar y después desangrar a las no menos jóvenes y apetitosas hijas de los ricos hacendados de los contornos. En sus maniobras erótico-vampirizantes no vacila, si sirve a sus intereses, en encamarse con la institutriz de una de ellas o con el mayordomo, al que también exprime como un gorrino. La cuestión es poder seguir con sus tejemanejes vampírico-sexuales sin mayores contratiempos, y sacándole todo el jugo, del tipo que sea, a sus ocasionales amantes.

Además de Ingrid Pitt, caras conocidas y reconocidas del cine británico de la época y también algunas de sus inminentes promesas tienen mayor o menor protagonismo en el relato. A las sinuosas chicas de la partida (Kate O’Mara, Madeline Smith, Pippa Steel, Dawn Addams y Janet Key) se unen los veteranos Peter Cushing (en un pequeño aunque significativo papel), George Cole o el clásico Douglas Wilmer (recientemente fallecido y que diera vida también a otro clásico, Sherlock Holmes) en una breve pero decisiva intervención, el carismático Ferdy Mayne, que pocos años antes había interpretado justamente a un trasunto del conde Drácula a las órdenes de Roman Polanksi en El baile de los vampiros, y Jon Finch, que después iba a protagonizar la versión de Macbeth del propio Polanski o Frenesí para Alfred Hitchcock. Todos ellos participan de una trama en la que, como es costumbre en la Hammer (en coproducción en esta ocasión con la American International Pictures), la labor de ambientación constituye su mejor baza. Con una meticulosa construcción de decorados y una adecuada atmósfera de tinieblas, peligros y amenazas (antiguos cementerios, oscuras criptas, bosques hostiles, corredores en penumbra, dormitorios de ventanas abiertas, noches neblinosas…) se crea el necesario clima para una historia en la que también adquieren importancia los vaporosos y semitransparentes vestidos de las actrices, adecuadamente cortos o largos según la parte del cuerpo que adornen, cubran o deban descubrir. En esta ocasión, sin embargo, y dado el agotamiento de la fórmula narrativa habitual en este tipo de películas, el guion está presidido por el tópico, el lugar común, la falta de frescura y de renovación en las ideas: de nuevo una herencia diabólica entre los descendientes de una antigua familia, otra vez la alarma renacida entre los habitantes de la zona, los ajos, los crucifijos y los colmillos, y de nuevo un grupo de intrépidos hombres de bien dispuestos a acabar de una vez por todas con las demoníacas criaturas clavándoles la estaca (con más connotaciones sexuales que nunca) en pleno escote. Continuar leyendo «Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)»

La tienda de los horrores – Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)

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Concebida como particular homenaje de Jesús Franco a los terrores que en su juventud le inspiraran las cintas de horror de la Universal, haciendo acopio de atmósferas, motivos, entornos y personajes y pasándolos por el filtro del erotismo y de sus obsesivas aproximaciones al concepto de dominación, Drácula contra Frankenstein (1971) apenas supera la categoría de engendro infumable. Desconcertante, caótica, incoherente, caprichosa, gratuita, la película, producto de alguna clase de antojo de carácter intestinal, obvia cualquier idea de lógica narrativa o de respeto a sus fuentes de inspiración, ya sean literarias o cinéfilas, para conformar un artefacto amorfo, arrítmico, con escasos diálogos, que pretende envolver e impresionar con una sucesión de estampas vampírico-terroríficas y un catálogo de excesos sanguíneo-sexuales (metafóricamente hablando), pero que no cubre los mínimos exigibles de dignidad y decencia que permitirían considerar como cine de miedo una obra que supone más bien una involuntaria ridiculización del género, una caricaturización inconsciente de sus máximos puntales.

1. La premisa es delirante: después de unos cuantos episodios en los que Drácula (el suizo Howard Vernon, un clásico del cine de Jesús Franco) y sus acólitas vampiras de buen ver (que no se sabe quiénes son ni de dónde salen) chupan la sangre a unas cuantas buenas mozas del pueblo, el doctor Seward (el primer personaje literario cuya esencia se salta Franco a la torera, interpretado por Alberto Dalbés) se llega al castillo de Drácula como Pedro por su casa, localiza la cripta, el ataúd, y le clava una estaca (estaquita, más bien) que reduce al monstruo a la categoría de murciélago raso. Pero claro, Seward no cuenta con que el doctor Frankenstein (¡) llega hasta allí para resucitar al conde gracias a una transfusión de sangre procedente de una cantante de cabaret (¡¡) que ha secuestrado Morpho (el inefable Luis Barboo), su secuaz. Ya puestos, Frankenstein (Dennis Price), que se ha hecho acompañar por su famoso monstruo (posiblemente la recreación más patética que ha visto el cine de la criatura de Mary Shelley), toma una decisión: junto a Drácula, las vampiras, el monstruo (Fernando Bilbao), Morpho y el Hombre Lobo (Brandy), que pasaba por allí, decide crear un ejército del mal para dominar el mundo. Toma ya.

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2. Este espectacular cagarro se construye sobre la habitual precariedad de medios del cine de Jesús Franco (repetición de tomas de transición, lo cutre del acabado, el poco talento para aprovechar las escasas escenografías disponibles, los lamentables efectos especiales -esos murciélagos voladores cuyos cables se ven claramente, por no hablar del maquillaje, con las cicatrices del monstruo pintadas con rotulador rojo…), sin ninguna intención de seguir un hilo narrativo medio normal, con un carrusel de imágenes sensacionalistas que mezclan terror y erotismo (apariciones súbitas de rostros terribles en la ventana, succiones de sangre que semejan coitos o violaciones, insinuaciones de lesbianismo entre la vampira y su víctima, etc.), que se pasan por el bajo vientre los referentes literarios que utiliza de forma bastarda, y con un guion que camina hacia el más absoluto despropósito con situaciones inverosímiles, personajes risibles y comportamientos inexplicables que sirven para desmantelar los planes del maléfico doctor. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971)»