Música para una banda sonora vital: Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000)

Clint Mansell compone la impresionante música de esta irregular, aparatosa, efectista y pirotécnica película del antaño prometedor Darren Aronofsky y que, aunque los comentaristas suelen hacer bastante (demasiado) hincapié en su supuesto retrato triste y deprimente del mundo de la drogadicción, en realidad trata de la evasión como narcótico y del ansia de notoriedad y de éxito. Los jóvenes (Jared Leto, Jennifer Connelly, Marlon Wayans) persiguen este sueño (hoy apellidado más que nunca «neoliberal») mediante la droga y la ensoñación aletargada de irrealizables proyectos futuros; la madre del protagonista (escalofriante Ellen Burstyn), a través de la televisión, mecanismo de ocio alienante, vulgarizador y adocenado. El paralelismo entre los efectos de las drogas y de la televisión culmina en su identificación con el espejismo vital que componen esas ansias de ascenso y reconocimiento que manifiestan auténticos don nadies que jamás pasarán de ser rostros anónimos en la calle del extrarradio cochambroso de una gran ciudad.

La composición de Mansell subraya esta atmósfera desquiciada y lisérgica, perturbadora y alucinante, que envuelve a los personajes hasta hacerles perder pie con la realidad, o hundirse irremisiblemente en ella.

Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)

Sin duda los promotores de la serie televisiva Mad men, tan original como la gran mayoría de las series del reciente boom del formato (es decir, prácticamente nada), tomaron muy buena nota de todo lo que ocurre, y de cómo se cuenta, en esta película de Sam Mendes, probablemente la más solvente (si nos olvidamos de la novela original de Richard Yates, mucho más corrosiva y amarga que la película) de una filmografía que contiene títulos sobrevalorados (American Beauty, 1999), alguno además bastante tramposo (Camino a la perdición, 2002), y un par de aparatosas pero huecas aproximaciones al universo de James Bond que, en ambos casos, han estado a punto de llevar a la bancarrota a la MGM. A diferencia de lo que suele resaltarse en las críticas, la virtud de esta película no es tanto que radiografíe con más o menos talento, meticulosidad y oportunidad los agridulces recovecos del amor y la decadencia de la vida de pareja, sino más bien su acertado reflejo del espejismo del sueño americano del orden tradicional burgués en el marco del consumismo perfecto propio de la era Eisenhower, recuperado por Reagan en los 80 y prolongado hasta hoy por el puritanismo omnipresente, la publicidad y las políticas neoliberales. Así, asistimos al desmoronamiento de una pareja como resultado de su toma de conciencia de la realidad, de su comprensión del engaño en el que han caído una vez superadas las vanas promesas de un mundo de diseño cuyas dulces expectativas nunca pueden cumplirse porque nunca existieron.

Para ello, nada mejor que escoger como protagonista a la pareja del truño romanticoide por excelencia de los últimos lustros, Titanic (James Cameron, 1997) y deconstruir su empalagosa historia de amor (y asesinato) en el marco de la América de los 50. Frank (Leonardo DiCaprio, que por una vez consigue no parecer estúpido ni contagiar su estupidez a sus personajes) y April (gran Kate Winslet, como casi siempre), son la pareja ideal (guapos, soñadores, con grandes proyectos vitales producto de la cultura del esfuerzo y la vocación) que se conoce en un momento ideal, en una fiesta de jóvenes despreocupados, entre melodías de swing y noches estrelladas de edificios iluminados y fuegos artificiales… Por supuesto, se encandilan nada más verse, se enrollan y se casan, y van a vivir al típico barrio residencial, más allá de las casas baratas, faltaba más, que dibuja una vida familiar de ensueño: casita enorme con jardín, garaje y pista asfaltada para que el coche pueda entrar sin estropear la leve colina de césped que conduce a la puerta. Tanta perfección formal a duras penas llega a tapar la frustración de una vida malgastada: la de ella confinada en el hogar y la familia (la parejita, como mandan los cánones burgueses), en las labores de ama de casa y en el fracaso de su antigua pretensión de convertirse en actriz teatral; la de él, recluido en un trabajo que odia, seguidor de los pasos de su padre como oficinista de una firma de electrodomésticos de Nueva York, ciudad a la que debe desplazarse cada mañana en coche y tren de cercanías, pululando por vagones, los andenes y las aceras de la Gran Manzana entre otros miles de maridos derrotados y frustrados como él. A punto de perder la juventud, cada uno se defiende como puede de su fracaso: ella, soñando con una vida nueva en París; él, cepillándose a las nuevas y jóvenes secretarias que se incorporan a su oficina. Así las cosas, la voz de su conciencia termina siendo John (magistral Michael Shannon, lo mejor del reparto), que acaba de salir del psiquiátrico al que fue condenado por haber violentado a su esposa e hijo del matrimonio Givings (Richard Easton y Kathy Bates), amigos de la pareja protagonista desde que ella, agente inmobiliaria, les diera a conocer su nueva casa. Frank y April Wheeler son a los ojos de todos la pareja modélica, que para eso son guapos y disfrutan de más y mejores comodidades materiales que sus vecinos, sobre todo más que los Campbell, cuyo miembro masculino de la pareja, Shep (David Harbour) intenta evadirse de su mediocridad deseando a April más que nada. Continuar leyendo «Sueños rotos: Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008)»

Ocasión perdida: El sastre de Panamá (The tailor of Panama, John Boorman, 2001)

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Prácticamente nada funciona en esta a priori prometedora adaptación a la pantalla de la novela de John Le Carré por parte de John Boorman, otrora uno de los más afamados (justamente) directores británicos de la nueva ola pero cuya filmografía, con el paso de las décadas, se compone tanto de películas más que interesantes como de títulos olvidables, siendo, por desgracia, abrumadora mayoría estos últimos. Una lástima, puesto que el punto de partida de la trama, el escenario escogido y la participación del propio novelista en la escritura del guión (junto con Andrew Davis y el propio director) auguraban un resultado más logrado que la acumulación de elementos fallidos en que se convierte finalmente el filme.

El problema inicial, y que termina por condenar el resultado global de la película, es la indefinición en el tono. Boorman y compañía pretenden contar cosas muy serias con un tono frívolo, casi cómico, en un inmenso error de concepción del proyecto. Así, el agente británico Osnard (Pierce Brosnan), es desterrado por el MI6, el servicio secreto británico, a la zona del Canal de Panamá después de que su destino en Madrid terminara con un escandaloso affaire con la amante del Ministro de Asuntos Exteriores (la película no especifica si se trata del español o del británico). Osnard busca redimirse ante sus superiores dando un golpe de efecto a su carrera con la creación de una infraestructura de información y el descubrimiento de alguna trama decisiva, en un entorno proclive al tráfico de drogas y armas y a la conspiración en todo tipo de asuntos, y para ello entra en contacto con uno de los apenas dos centenares de británicos que viven en Ciudad de Panamá, el sastre Harry Pendel (Geoffrey Rush), a cuyo comercio, heredero de un anterior negocio en el londinense Saville Road, acuden a vestirse los más relevantes financieros, políticos y hombres de negocios del país. La dudosa condición de Pendel y las ansias de Osnard por descubrir lo inexistente y obtener así un billete de regreso a Europa generan una maraña de informaciones falsas, manipulaciones tendenciosas, interpretaciones peligrosas y consecuencias indeseadas que involucran a la esposa de Harry (Jamie Lee Curtis), trabajadora de la entidad que gestiona el Canal tras su devolución por los Estados Unidos, a su familia (como curiosidad, el hijo de la pareja lo interpreta Daniel Radcliffe) y también a algunas de sus amistades, como Mickie Abraxas (Brendan Gleeson), antiguo resistente contra el gobierno de Noriega, y su propia secretaria y asistente, Marta (Leonor Varela), desfigurada en un acto de violencia callejera que pasa por víctima de las torturas del régimen. Un globo de mentiras que no deja de crecer y que termina por amenazar la vida de todos, además de dar el pistoletazo de salida a una nueva invasión norteamericana de la zona del Canal.

Como se ha apuntado, el problema básico de la adaptación es el tono de comedia con que se pretende barnizar, casi siempre sin éxito, una historia que sin duda tenía mucho más que ofrecer por la vía «seria». La dificultad añadida estriba no sólo en lo inadecuado del tono humorístico, sino también en el excesivo,  y por lo general insatisfactorio, protagonismo que el sexo adquiere en ese intento de tratamiento cómico de la historia: Osnard sufre un exilio profesional por culpa de un lío de faldas, y nada más llegar a Panamá comienza flirtear con una empleada de la embajada británica (Catherine McCormack), un personaje que no cumple ninguna otra función en el argumento salvo dar salida a los efluvios románticos del protagonista, y del mismo modo inocuo y ocioso. La elección de Brosnan para el papel también puede considerarse un error en esa línea pretendidamente cómica, al considerar así al personaje por la vía rápida de la identificación física como una especie de anti-Bond, un negativo de sus propias interpretaciones como agente 007 desde mediados de los noventa hasta los inicios del siglo XXI, aspecto este que en ningún momento se desarrolla en el guión más allá de la encarnación de ambos tipos por el mismo actor. Continuar leyendo «Ocasión perdida: El sastre de Panamá (The tailor of Panama, John Boorman, 2001)»

Política-ficción absorbente: Trece días

Una característica propia de los imperios es que necesitan inventarse mitos y héroes a través de los cuales convencerse de la creencia en sí mismos y en su inmortalidad. La característica del actual -y perecedero, como todos los imperios- imperio americano es que insiste en la creación de mitos y héroes cuando el mundo ya es demasiado viejo y tiene el culo demasiado pelado para creer en ellos, sin que la mercadotecnia, la publicidad y la machacona repetición demagógica y santificadora de mensajes unidireccionales (en la línea de Goebbels: «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad»; una de las muchas, muchísimas cosas que la democracia capitalista «a la americana» tomó de los nazis, de las cuales no pocas tenemos la oportunidad de «disfrutar» en la actualidad) sirva para que le compremos una moto que sabemos que no arranca, y a la que además le falta el manillar. El caso más flagrante de los muchos que atesoran la reciente -la más reciente, en un país en que cualquier cosa llamada Historia es por naturaleza reciente- historia americana es la figura de John Fitzgerald Kennedy, y por extensión, la de todo su clan, los Kennedy, familia de enorme poder económico, político y mediático en la segunda mitad del siglo XX, lo más parecido en Estados Unidos a lo que puede denominarse como aristocracia. Y como toda aristocracia, pretende ocultar con esa cosa llamada «glamour» (sea lo que sea eso) y mucho dinero un pasado de piratería y negocios sucios. Joseph P. Kennedy, el padre de John, sin ir más lejos, que ha pasado a la historia como inversionista, político, empresario y diplomático, se hizo rico gracias al alcohol de contrabando que durante la llamada Ley Seca su familia introducía en el país desde Canadá con ayuda del crimen organizado irlandés y la mafia italiana. Sus contactos con la mafia de Chicago le permitieron diversificar sus inversiones (incluyendo el cine y Hollywood, donde fundó la RKO), y en el futuro incluso comprar una enorme cantidad de votos para su hijo en no pocas circunscripciones electorales de amplias zonas del país. Estas notas características de su poco edificante comportamiento, unidas a sus querencias filonazis, compartidas con la familia Bush, por cierto, otra cuna de presidentes, le costaron sus cargos políticos y diplomáticos, y forzaron a los cerebritos de la campaña electoral de JFK en los cincuenta a inventarle a toda prisa un episodio de héroe de guerra (un supuesto hecho heroico en una lancha torpedera en el frente del Pacífico contra los japoneses) con el que tapar las fechorías económicas, políticas y delincuenciales de su padre y el resto de su familia. De la misma forma que este refrito publicitario ocultó el pasado familiar a los ojos de la opinión pública, el oscuro asesinato de JFK en Dallas en 1963 ha santificado a un político de talento bastante discutible, ambición desmedida, maneras bastante poco democráticas y una vida personal que poco tiene que ver con el aura complaciente con que la política oficial americana intenta tapar las dudas que genera su muerte. Por supuesto, el capítulo que más contribuye a crear esta imagen del Kennedy estadista, del tipo resolutivo, sagaz, astuto y encarnación de una nueva (que en realidad era vieja, muy vieja) forma de encarar la política, especialmente la internacional, es la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962, que Roger Donaldson refleja en Trece días (2000).

La película de Donaldson, escrita por David Self, hace un recorrido cronológico por los acontecimientos que rodearon el intento de instalación por parte de los soviéticos de misiles nucleares de largo alcance en Cuba desde el punto de vista de cómo se vivieron aquellos momentos de tensión desde la Casa Blanca, con sus reuniones políticas de alto nivel, sus conferencias con el alto mando militar y los momentos de confidencias, reflexiones, temores y amenazas que rodearon a los protagonistas del lado norteamericano durante aquellos tensos días. Todo se cuenta a través del filtro de Kenny O’Donnell (Kevin Costner), el secretario del presidente Kennedy (Bruce Greenwood, en una estupenda caracterización), un hombre que pertenece a ese cuerpo de abogados, economistas, contables y políticos de la nueva hornada de Harvard que formaron sus filas, desde cuya perspectiva observamos los distintos vaivenes de una situación en la que, en días sucesivos, se pasó del riesgo de una III Guerra Mundial y la destrucción nuclear del planeta, a una clamorosa bajada de pantalones por parte de los americanos ante las exigencias soviéticas que los yanquis han intentado haer parecer siempre ante la opinión pública mundial como una inteligentísima y sabia maniobra diplomática con la que salvar al mundo de su desaparición. La película, consagrada principalmente a ofrecer un retrato amable de los Kennedy (tanto de JFK como de su hermano Robert, Secretario de Justicia y consejero para todo, interpretado de manera solvente por Steven Culp), sin mostrar ni un solo atisbo de los hábitos extorsionadores, chantajistas y autoritarios, sin duda heredados de su padre, que eran moneda corriente -y son- en la Casa Blanca de aquellos -y estos, y todos los- tiempos, presenta igualmente los hechos desde otros frentes, los barcos de guerra responsables del bloqueo de la isla caribeña, así como desde las mismas instalaciones de misiles cubanos, y, en cuanto a la Casa Blanca se refiere, sí llega a esbozar, muy esquemáticamente, algunas claves de la vida personal de Kennedy (su distanciamiento de su esposa Jackie, que asoma un segundo al comienzo de la película para desaparecer después) y también de su vida política (su preferencia por el apaciguamiento y la búsqueda de una solución que no sea invadir la isla y declarar la guerra a los rusos, lo que ocasiona el distanciamiento de buena parte de la clase militar dirigente del país, embrión, según se sugiere, del futuro complot que acabaría con su vida apenas un año más tarde).

Lo mejor que puede decirse del film de Donaldson es que el espectador se siente absorbido por el interés creciente de la historia, por más que sabida, apasionante, hasta el punto de olvidar los, a primera vista, excesivos 145 minutos de metraje. Kennedy y su equipo han de hacer frente, por un lado, a las presiones soviéticas y a la amenaza de guerra que supone la presencia de armas nucleares a apenas un centenar de kilómetros de Florida, y por otro, a los exaltados de las propias filas, que buscan la ocasión para resarcirse del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos y una nueva oportunidad de hacerse con Cuba -entre otras cosas, para reintegrarle a la mafia los negocios que mantenían en la isla con Batista y que los comunistas les arrebataron- y de acabar con Fidel Castro. Continuar leyendo «Política-ficción absorbente: Trece días»

Diálogos de celuloide – Kinsey

kinsey

– Hay que resistirse a cualquier hábito que haga que el fluido sexual se descargue. Los médicos lo asocian a toda una serie de enfermedades que incluyen la ceguera, la demencia, la epilepsia, incluso la muerte.

– ¿Y si ocurre mientras duermes?

– La pérdida de tres centilitros de líquido seminal equivale a la pérdida de un litro de sangre.

– Me estoy suicidando sin estar despierto. ¿Qué se puede hacer?

– Haz bien de vientre, lee el Sermón de la Montaña, siéntate con los testículos sumergidos en un cuenco de agua fría, piensa en el amor puro de tu madre… ¿Y si rezamos?

Kinsey. Bill Condon (2004).