Música para una banda sonora vital: Tora! Tora! Tora! (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku y Toshio Masuda, 1970)

En el 75º aniversario del bombardeo japonés a Pearl Harbor que impulsó la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, recuperamos la música compuesta por Jerry Goldsmith, en este caso el tema que abre la película, para esta producción de 1970 que retrata aquel acontecimiento combinando los puntos de vista de ambos contendientes. Además de Richard Fleischer, codirigen Kinji Fukasaku y Toshio Masuda, que sustituyeron al director japonés inicialmente previsto, nada menos que Akira Kurosawa.

 

 

 

Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)

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Antes de que las despedidas de soltero se convirtieran para el cine en objeto de comedia bufa y humor de trazo grueso para adolescentes tardíos, el equipo formado por el director Delbert Mann y el guionista Paddy Chayefsky, esta vez con producción de Burt Lancaster (y su compañía Hill-Hecht-Lancaster), intentó reverdecer los viejos laureles del éxito de Marty (1955) con este drama de bajo presupuesto y puesta en escena teatral en torno a la crisis existencial, cada uno por sus propias razones, que viven cinco amigos reunidos con motivo de la próxima boda de uno de ellos. Aunque invocar la amistad tal vez sea demasiado: cuatro de ellos son más bien compañeros de trabajo (contables en una gran compañía), solo uno conoce a la novia (a la que ha visto en una sola ocasión y con la que ha cambiado apenas unas pocas frases diplomáticas), y ninguno va a asistir a la ceremonia. Sin duda, el punto débil estructural de una historia que, no obstante, acierta a la hora de utilizar estos cinco retratos masculinos y sus relaciones con las mujeres para presentar, desarrollado en diferentes estratos complementarios, un retrato poliédrico del efecto negativo que las expectativas frustradas, el desencanto y la frustración vital pueden tener en las relaciones de pareja.

Charlie (Don Murray) vive atrapado en una vida que no es más que una acumulación de días sin sentido: muchas horas de trabajo, vuelta a casa, cena con su abnegada esposa (Patricia Smith) y clases nocturnas para adquirir títulos y destrezas que le permitan ascender en un empleo del que se siente prisionero; para colmo, su esposa le comunica que está esperando un hijo y su mundo en estado estacionario de «a verlas venir» se viene súbitamente abajo porque ante él se abre un panorama de madurez, envejecimiento y responsabilidades. Sus amigos no lo tienen mucho mejor: Eddie (Jack Warden), mujeriego y juerguista, que a todas horas presume de planes con amigas variadas, es en realidad un infeliz que lucha infructuosamente contra el terror que le infunde la soledad; Walter (E. G. Marshall) vive un matrimonio tradicional, largo, aburrido, rutinario, y además tiene problemas de salud que se auguran graves; Kenneth (Larry Blyden), bajo la aparente felicidad de un hombre que vive en armonía con su esposa y sus hijos, ha renunciado al ocio y la diversión, apenas sale de casa para algo que no sea trabajar o compartir planes con su familia, ha olvidado lo que es hacer cosas por su propio gusto; por último, Arnold (Philip Abbott), carente de experiencia, temeroso de las chicas, del sexo, que vive cómodo en el hogar de sus padres, se asoma al abismo del desencanto al haberse comprometido con una muchacha a la que no sabe si quiere, simplemente porque «toca», porque es lo que corresponde hacer a un hombre de 32 años que debe formar su propia familia…

La deuda teatral del guion de Paddy Chayefsky es innegable en esta breve pero enjundiosa película (apenas hora y media) en la que, en lo que empieza siendo una fiesta con pretensiones de orgiástica y depravada pero acaba como la constatación de la derrota de las ilusiones vitales de cinco hombres arruinados (por más que el final del protagonista, en tiempos del Código Hays, obligara a introducir un discurso optimista y un final positivo), constituye un recorrido por distintas fases de las relaciones de pareja examinadas desde una perspectiva estrictamente masculina, a excepción de la charla que mantienen la mujer y la hermana de Charlie, la cual confiesa abiertamente las infidelidades de su marido y la larga vida de penurias y resignados silencios de aceptación que esconde su aparente vida feliz. En el resto del metraje, las visiones tópicas sobre la masculinidad (rituales de hombría como los retos de demostración de fuerza física, el aguante en el consumo de alcohol o el sexo con cualquier mujer apetecible que se ponga a tiro) se ven puestos de manifiesto para ser uno a uno desmontados y revelados como reminiscencias de la infancia y la adolescencia, producto de una inmadurez en pugna con el inexorable paso del tiempo y el cambio de plano en una vida que obliga a ser adulto. Desorientados, decepcionados, frustrados por no haber alcanzado ni sus sueños personales ni la imagen que supuestamente todos los hombres anhelan representar, fingen mantener un simulacro de juerga libertina que termina por sumirles en el desasosiego y el aburrimiento. Continuar leyendo «Resaca bajo control: La noche de los maridos (The bachelor party, Delbert Mann, 1957)»

Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)

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Con el hundimiento del sistema de estudios y el nacimiento del llamado Nuevo Hollywood, cada vez más cineastas y escritores de películas se atrevieron a sugerir, cuando no a plasmar explícitamente, que el famoso sueño americano no era más que una cabezadita de sobremesa en un sofá barato y con el estómago lleno de ácidos generados por la comida basura. Tal vez por eso La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966) no fuera entendida y apreciada en su momento sino más bien todo lo contrario, rechazada, repudiada, incluso odiada. Y es posible que esos mismos motivos hayan hecho que con el paso de las décadas se haya convertido en una de las películas más emblemáticas de los sesenta y una de las que marcan la puerta de salida al antiguo sistema, en este caso para Sam Spiegel y la Columbia Pictures, a la vez que daba la bienvenida a ese breve pero fructífero periodo de esplendor que generó una nueva nómina de directores e intérpretes que cambiarían para siempre el panorama del cine. Esta fusión de tendencias y épocas puede vislumbrarse en el propio reparto de la cinta: clásicos como Marlon Brando, Angie Dickinson, Miriam Hopkins o E. G. Marshall conviven con los emergentes Robert Redford,  Jane Fonda, Robert Duvall o James Fox.

El guión de Lillian Hellman, basado en una novela de Horton Foote, encierra el microcosmos americano en una ciudad de tamaño medio de Texas cercana a México que la fortuna petrolífera de la familia Rogers pretende convertir poco a poco en una gran urbe. Pero el sueño de esta construcción se erige sobre los cimientos de una sociedad podrida y corrupta, ambiciosa, egoísta y sin referentes, en la que el adulterio está generalizado, es conocido y consentido, la única diversión existente es entregarse al alcohol en orgiásticas fiestas de fin de semana, el racismo no ha sido erradicado ni tras la guerra de Secesión ni por el movimiento a favor de los derechos civiles, los jóvenes desperdician su ocio entre carreras de coches y maratones de rock and roll, y en la que el desarrollo futuro aspira a sustituir las tierras de cultivo y pastos por los yermos campos de petróleo. En este contexto de choque entre la realidad vivida y la soñada, la fuga de la cárcel de ‘Bubber’ Reeves (Robert Redford), un joven del pueblo que cumple condena por diversos robos, peleas y daños a los bienes públicos cuyos pasos le llevan a su localidad de origen, hace de detonante para un clima enrarecido y en continua tensión emocional que sólo aguarda la chispa adecuada para estallar: la esposa de Reeves, Anna (Jane Fonda), mantiene una relación extramatrimonial (por ambas partes) con Jake Rogers (James Fox), el hijo del gran magnate del lugar, Val Rogers (E. G. Marshall); la localidad, los campos, los caminos, las vallas, las fábricas, todo tiene un letrero que dice «Propiedades Rogers»… Por otro lado, media ciudad, sobre todo los empleados y ejecutivos de las empresas Rogers que se ven excluidos del círculo de poder (sobre todo Emily, la aburrida y casquivana esposa de Edwin, el pusilánime vicepresidente de Rogers que interpreta Robert Duvall, que se pone una venda en los ojos ante la relación que su mujer tiene con el otro vicepresidente), envidia y observa con resentimiento a los privilegiados que acuden a la fiesta de cumpleaños del gran hombre, entre los que se encuentran el sheriff Calder (Marlon Brando) y su esposa (Angie Dickinson), sin que estén muy claras las razones por las que Val Rogers, el gran ricachón, los acoge tratándose de una pareja pobre y humilde: paternalismo (el empleo de sheriff de Calder se lo proporcionó Rogers, las antiguas tierras de los Calder están en poder de los Rogers hasta que paguen sus deudas…), tal vez el viejo se siente atraído por Ruby Calder (Angie Dickinson), a la que regala vestidos para que acuda a sus fiestas de lujo; o quizá es que la quería para emparejarla con su hijo Jake, una mujer buena y sensible que la alejara de las malas compañías que frecuenta… El conflicto generacional, la lucha de clases, el racismo, la violencia latente, el modelo de éxito basado en el consumo y la posesión de bienes materiales, el nulo respeto por la ley de quienes se creen en el derecho de aplicarla por la propia mano, todo confluye hacia el desastre.

El proyecto se contagió sin duda de la misma tensión: las continuas controversias entre el productor, Sam Spiegel, la Columbia, Hellman y Penn, además de los divismos de Brando (una vez más asistimos a una secuencia en la que el actor se recrea en su propio apalizamiento), consiguen que el metraje se resienta en algunos momentos (tal vez a causa de su duración, algo más de dos horas), pero no logran restar un ápice al poder y la fuerza de las imágenes de Penn (fotografiadas por Robert Surtees) y al demoledor contenido de la narración. La maestría del director plasma esta dupla entre la América pensada y la real utilizando uno de los símbolos del individualismo americano por excelencia: el coche y la industria automovilística, el motor de América. Continuar leyendo «Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)»

Inmenso Orson Welles: Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)

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Basada en una novela de Meyer Levin, Impulso criminal (Compulsion, 1959) comparte planteamiento con la celebrada cinta de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948): en el Chicago de 1924, dos estudiantes pretenden demostrar su superioridad intelectual cometiendo un crimen perfecto que ponga de manifiesto su liberación de toda atadura moral, la pérdida de vigencia de toda ética ante individuos cuya inteligencia sobrepasa las estrecheces de los prejuicios inoculados en los seres humanos durante siglos por la religión, la filosofía o la ley. De este modo, el sensible y melancólico Judd (Dean Stockwell), y el fanfarrón y presuntuoso Artie (Bradford Dillman), al que le ata un insana relación de dependencia (de insinuados  tintes homosexuales), viven una escalada violenta que se inicia con el frustrado atropello de un borracho y eclosiona en el asesinato de Paulie, un niño de un colegio cercano que aparece en una alcantarilla con la cabeza destrozada, aunque todavía se da un episodio posterior que puede incrementar su grado de crueldad y que solo los remilgos de Judd logran impedir. Artie, convencido de que saldrán airosos, ni se inmuta cuando un imprevisto pone en manos de la policía una pista crucial y, embriagado de soberbia, se dedica a un peligroso juego con las autoridades, de las que parece burlarse desde su «superior» posición. No obstante, la maraña se complica, y las supuestas mentes superiores quedan retratadas como lo que son en realidad, un par de botarates niñatos de papá (ambos pertenecen a familias acomodadas) que juegan caprichosamente con el destino de otros seres, para ellos inferiores, desde el pedestal que les proporciona el colchón económico de sus familias y, dado su carácter infantil, sin ser conscientes de las consecuencias de sus actos. No lo son ni siquiera a la hora de la verdad, durante el proceso judicial en el que son defendidos por el famoso abogado criminalista Jonathan Wilk (Orson Welles) y que puede llevarles a la horca.

Los presupuestos del superhombre de Nietzche son el punto de partida intelectual (lo mismo que en el mencionado título de Hitchcock) de la pareja de criminales para justificar sus actos. No obstante, estos postulados son vencidos por el espectacular alegato final de Wilk, en lo que es una s0bresaliente interpretación de Welles. Es precisamente su presencia, el poder de su actuación, el carisma y la profundidad de su encarnación del abogado experimentado y curtido en mil fracasos (no tanto profesionales como personales, asistiendo durante más de cuatro décadas al espectáculo de la degradación humana en todos sus extremos), lo que eleva la película y le concede una justa trascendencia. El discurso moral sobrevuela por encima de la intriga criminal (en el fondo, no hay tal, ya que el público conoce desde el principio la autoría del crimen y el proceso no gira en torno de la culpabilidad o inocencia de los responsables, sino sobre su cordura o locura), que no está muy elaborada, y también sobre el simple drama judicial, ya que las sesiones ante el tribunal tampoco constituyen el clímax dramático de la cinta. Los aspectos de la investigación se reducen al seguimiento que la prensa hace de los detalles del asesinato, como forma de que el espectador conozca el estado de las pesquisas, y a la magnífica sucesión de secuencias en las que el fiscal (E. G. Marshall) sonsaca a los asesinos, confronta sus versiones y logra desentrañar los hechos. Por otro lado, una vez que Wilk consigue que el juicio no verse sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino sobre su estado mental, el jurado deja de tener sentido, y las sesiones del tribunal se limitan a confrontar testimonio cualificados de profesionales de la psquiatría que expongan su parecer, de modo que las habituales y tópicas secuencias de juicios, con las consabidas protestas, quedan al margen. Solo en el último momento, cuando la cuestión queda reducida a cómo la ley debe actuar frente al mayor de los bienes, la vida humana, es cuando el clímax dramático alcanza su plenitud, y enlaza magistralmente con el título del filme cuando equipara los impulsos homicidas de los jóvenes asesinos con los de una sociedad que confunde justicia con venganza, que busca en la sangre la respuesta a sus miedos.

Pero el interés del argumento o las interpretaciones no constituyen las únicas virtudes de la cinta. Es cierto que Welles se come el metraje (de hecho, aunque solo aparece en el tercio final es el nombre que abre los créditos) con su poderío interpretativo Continuar leyendo «Inmenso Orson Welles: Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)»

Cine en fotos – La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)

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La jauría humana es la mejor película de la historia y punto. Y Marlon Brando es el mejor actor del mundo, no necesita hacerse el farute para ser el protagonista. Brando es el sheriff de la ciudad, el que reparte justicia entre los negros y los pobres, el que defiendo a los que la ley no protege.

Viste la película a solas con tu madre. Tu padre se va a la cama temprano, se levanta a las cuatro y media de la mañana para trabajar. Tu madre y tú veis la tele por las noches con el sonido muy, muy bajito. A veces no oyes lo que dicen los actores, no hace falta, con sus gestos es suficiente. Estás contento porque este curso tu madre te deja ver más películas. De vaqueros y de guerra, y de Marlon Brando.

La jauría humana es brutal. Tu madre pasó por alto el rombo que pusieron en la tele. Un rombo significa prohibido para menores de catorce años. Dos rombos significa prohibido para menores de dieciocho años. Hay mucha violencia en la película pero sobre todo te impresionó la escena en la que Brando acaba hecho un eccehomo.

 

Pensaste que tu madre  te mandaría a la cama, pero lo pasó por alto. Sintió lo mismo que tú: se quedó sorprendida, paralizada. Deformaste la almohada del sofá de tanto estrujarla. Te mordiste las uñas. Todo pasó muy rápido y muy lento a la vez. Los matones le zurraron a Brando como nunca antes habías visto en el cine. Tu madre bajó el volumen de la tele, los golpes retumbaban en el comedor como si sucedieran allí mismo.

Cuando terminó la escena, estabas llorando. No llores, cariño, dijo tu madre. Es imposible que Marlon Brando se muera, dijo acariciándote las lágrimas que se deslizaban por tus mejillas. El protagonista tiene que seguir vivo hasta el final. Si muriese, la película tendría que acabarse aquí mismo, y eso es imposible, dijo. Te quedaste mirando a tu madre. Tenía razón. Marlon Brando se recuperaría de sus heridas.

La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966) en Campo rojo (Ángel Gracia, 2015, Editorial Candaya).

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Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)»

Música para una banda sonora vital – Ciudad sin piedad

Town without pity, de Gene Pitney, es casi la razón de ser de Ciudad sin piedad, dirigida por Gottfried Reinhardt en 1961, en la que Kirk Douglas interpreta a un abogado militar que defiende a cuatro soldados americanos de una base militar estadounidense acusados de la violación de una muchacha alemana. En el reparto, además de Douglas, nombres como Richard Jaeckel o Robert Blake acompañan a actrices como Barbara Rütting, Christine Kauffman o Ingrid van Bergen.

La película resulta uno de esos casos excepcionales en los que una canción va ligada a la trama ya desde su primer momento, y la van acompañando a cada instante hasta la conclusión final, como una moraleja redundante, como un estribillo recurrente que ilustra la narración, que la hace inquietante y tremebunda, que no hace sino subrayar una historia en la que no hay inocentes, y en la que queda de manifiesto lo que de extrema crueldad reside en el alma humana.

Era un 7 de diciembre de 1941…

El 7 de diciembre del próximo año se cumplen setenta del ataque japonés a Pearl Harbour, que supuso la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la inclinación de la balanza hacia los enemigos del Eje, pero nosotros, para no seguir la corriente en plan oveja del rebaño, nos acordamos hoy. Dejando de lado la más que probable verdad histórica, el hecho de que los norteamericanos conocían el plan de ataque y dejaron morir a alrededor de tres mil de sus compatriotas para conseguir que la población se tornara favorable a la intervención en una guerra que no quería mientras el Gobierno ponía a salvo en California lo mejor de su flota y dejaba que bombardearan los saldos, el cine se ha ocupado en distintas ocasiones de este episodio histórico.

Sin mencionar la horrorosa versión de Michael Bay, que apareció en nuestra tienda de los horrores con gran merecimiento, y rechazando la visión propagandística, falsa y victimista que Roosevelt acuñó sobre el acontecimiento al bautizarlo como «el día de la infamia», la mejor crónica de los hechos fue la filmada por Richard Fleischer, Kinki Fukasaku y Toshio Masuda, Tora! Tora! Tora! (1970), que reproduce con gran meticulosidad no exenta de enorme y efectiva espectacularidad los prolegómenos políticos y militares del evento y a la vez invita a reflexionar acerca de por qué los Estados Unidos, siempre que intervienen en una guerra, disfrazan sus verdaderas intenciones como respuesta legítima a un ataque que ellos mismos no han dejado de intentar provocar ni un segundo, cuando no se lo inventan directamente o lo cuentan al revés (la guerra de Cuba y el hundimiento del Maine, la Primera Guerra Mundial y el hundimiento del Lusitania, la guerra de Corea, el incidente del golfo de Tomkin que motivó la intervención militar americana en Vietnam, la Primera Guerra del Golfo, la invasión de Afganistán e Irak tras el 11-S; demasiadas coincidencias en el modus operandi para que todo sea casualidad, ¿no?).

La película, resultando más que apreciable, no llegó a ser lo excelente que hubiera podido llegar a ser si Akira Kurosawa, que intentaba hacer cine fuera del Japón que ya no quería saber nada de él como director, no hubiera sido despedido. Parte del material que el cineasta japonés rodó se ha podido ver este año en ediciones especiales en homenaje al gran maestro nipón. Pensar en Tora! Tora! Tora! siempre será imaginar la película que no pudo ser.