Diálogos de celuloide: Patton (Franklin J. Shaffner, 1970)

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Ningún soldado ganó nunca ninguna guerra muriendo por su patria: la ganó haciendo que otros pobres estúpidos bastardos murieran por ella. Los que escribieron esa majadería sobre el individualismo no conocen una verdadera batalla más de lo que saben sobre fornicación. Compadezco a esos pobres contra los que vamos a luchar: porque no solo vamos a disparar contra ellos. Nuestra intención es arrancarles las entrañas y usarlas después para engrasar las ruedas de nuestros tanques. Vamos a matar a esos miserables teutones por millares. Algunos de vosotros estáis dudando sobre si tendréis miedo bajo el fuego. Eso no debe preocuparos. Los nazis son el enemigo: derramad su sangre, disparadles en el vientre. Cuando pongáis vuestra mano sobre una masa informe que antes era el rostro de vuestro mejor amigo, entonces no dudaréis.

(guion de Francis Ford Coppola y Edmund H. North)

Diálogos de celuloide: ¿Vencedores o vencidos? (El juicio de Nuremberg) (Judgement at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961)

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-Una fiebre se apoderó de la nación. Teníamos miedo de todo. La democracia estaba corrompida. Entonces Hitler nos dijo «Alzad la cabeza, cuando acabemos con nuestros enemigos, acaberemos con nuestros problemas.» ¿Qué pasó con los que sabíamos que estas palabras eran mentira, peor que mentira? ¿Por qué nos callamos? Porque amábamos a nuestra patria. ¿Qué importa que unas minorías raciales perdiesen sus derechos? Algún día eso cambiará. Lo que solo iba a ser una fase pasajera se convirtió en un modo de vivir. No resulta fácil decir la verdad, pero si hay alguna solución para Alemania los que sabemos que somos culpables tenemos que reconocerlo. Mi abogado pretende que piensen que no sabíamos nada de los campos de concentración. ¿Ignorarlo? ¿Dónde se creían que estábamos? ¿Dónde estábamos cuando los judíos eran arrastrados a los campos, cuando los vagones de ganado eran utilizados para conducir a los niños al terrible destino de su exterminio? Cuando las víctimas llamaban a gritos, estábamos mudos, sordos, ciegos. Nos justificaría decir que solo conocíamos el exterminio de unos cientos. Eso no nos hace menos culpables. Si no sabíamos es porque no queríamos saber. De todos los que están en esta sala, yo soy el peor, porque sabía lo que eran y sin embargo seguí con ellos.

(guion de Abby Mann, sobre su propia obra de teatro)

Música para una banda sonora vital – Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg, Stanley Kramer, 1961)

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Aunque existen ejemplos previos, el cine de tribunales se asentó en Hollywood entre mediados de los cincuenta y comienzos de los sesenta. En algo menos de un decenio se produjeron las mejores películas de temática judicial, un género que tanto ha degenerado posteriormente en el cliché de lo fácil y lo previsible de resultas de su mezcla con el drama y el melodrama. En aquellos años, no obstante, alcanzó un apogeo que respondía directamente al clima político vivido entonces en los Estados Unidos a causa, por un lado, de la emergencia del país como potencia económica y militar global tras las Segunda Guerra Mundial y de la hegemonía de lo que Eisenhower denominó al final de su mandato como «complejo militar-industrial», y por otro, de las sucesivas tensiones y transformaciones internas, en el plano político y jurídico, pero también en lo económico, lo social y lo cultural, derivadas del contraste entre el papel ejercido por el país a nivel mundial y la necesaria preservación de los derechos y libertades fundamentales de su sistema democrático. No es de extrañar que otro de los géneros más estimados por Hollywood en ese momento fuera el peplum, y que durante esos mismos años se filmaran las más importantes películas ambientadas en la Roma antigua, casi siempre situadas en un periodo histórico muy concreto (y muy elocuente), el que comprende el final de la República romana y el nacimiento del Imperio.

En 1961 Stanley Kramer produjo y dirigió esta joya de más de tres horas de duración (tan absorbentes y entretenidas que se pasan en un suspiro) que narra el viaje de un juez del estado de Maine (Spencer Tracy) a Nuremberg para presidir el tribunal que ha de juzgar por crímenes de guerra a algunos de los juristas más importantes de la Alemania de Weimar, después asimilados y comprometidos con la barbarie nazi. Además de Tracy, la película cuenta con un reparto excepcional formado, entre otros, por Burt Lancaster, Richard Widmark, Marlene Dietrich, Maximilian Schell, Judy Garland, Montgomery Clift, Werner Klemperer o William Shatner, y entre sus sorpresas contiene imágenes de algunas de las películas auténticas que cineastas de Hollywood como Billy Wilder filmaron de la liberación de los campos de exterminio en 1945. La película analiza la cuestión de la culpa colectiva, y también las relaciones entre los conceptos de derecho y justicia, y cuenta con momentos absolutamente brillantes.

La música no desmerece. Ernest Gold compuso para la película una partitura que incluye esta overtura que capta a la perfección toda la pompa militarista y la eufórica agresividad del autobombo nacionalista tan querido a los nazis (con un aire casi más propio de la Oktoberfest). Suena al comienzo, en un plano congelado de las instalaciones de Nuremberg, coronadas por la esvástica y el águila, en las que el partido nazi celebró su famoso congreso de 1934, inmortalizado en imágenes por Leni Riefenstahl. Cuando la música termina, la cruz gamada y el águila saltan dinamitadas por los aires.

Cine en fotos – Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959)

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El celo y la inventiva de los censores brilló a gran altura en una de las obras maestras de Alfred Hitchcock, Con la muerte en los talones, que fue sometida a un riguroso examen en 1959. Durante el visionado, la Comisión de Censura prestó una escrupulosa atención a los diálogos -cargados de doble sentido- entre los protagonistas. Por ejemplo, se exigió «suprimir frase referente a ¿qué podría hacer un hombre sin su ropa, durante veinte minutos?».

Pero la escena que inspiró más literatura es aquella en la que el personaje de Cary Grant se encuentra por primera vez con su pareja de reparto (Eva Marie Saint), en un tren de literas.

El talento de Hitchcock hizo que la escena destilara erotismo y los censores no lo pasaron por alto. La pelícua sufrió varias «adaptaciones», entre ellas «aliviar el recíproco restregón en la litera del tren». Otro censor lo expresó con más precisión: «suprimir las efusiones en el departamento del coche cama, dejando solamente la iniciación del primer beso, cuando están de pie, que se ligará con el término del último beso». Y alguien añadió un nuevo detalle a la escena, pidiendo la supresión del «beso corrido circular».

La trama, pese a todo, recibió un trato benevolente de los miembros de la Comisión de Censura. Uno de ellos dejó escrito en su informe: «Sin inconveniente, aparte de algunas caricias amorosas demasiado vivas. El interés de la intriga se malogra por la disparatada intervención de lo violento y lo acrobático». El censor no aclaraba si la mención a las acrobacias incluía el «beso corrido circular».

La censura cinematográfica en España, de Alberto Gil (Ediciones B, 2009).

 

Inmenso Orson Welles: Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)

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Basada en una novela de Meyer Levin, Impulso criminal (Compulsion, 1959) comparte planteamiento con la celebrada cinta de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948): en el Chicago de 1924, dos estudiantes pretenden demostrar su superioridad intelectual cometiendo un crimen perfecto que ponga de manifiesto su liberación de toda atadura moral, la pérdida de vigencia de toda ética ante individuos cuya inteligencia sobrepasa las estrecheces de los prejuicios inoculados en los seres humanos durante siglos por la religión, la filosofía o la ley. De este modo, el sensible y melancólico Judd (Dean Stockwell), y el fanfarrón y presuntuoso Artie (Bradford Dillman), al que le ata un insana relación de dependencia (de insinuados  tintes homosexuales), viven una escalada violenta que se inicia con el frustrado atropello de un borracho y eclosiona en el asesinato de Paulie, un niño de un colegio cercano que aparece en una alcantarilla con la cabeza destrozada, aunque todavía se da un episodio posterior que puede incrementar su grado de crueldad y que solo los remilgos de Judd logran impedir. Artie, convencido de que saldrán airosos, ni se inmuta cuando un imprevisto pone en manos de la policía una pista crucial y, embriagado de soberbia, se dedica a un peligroso juego con las autoridades, de las que parece burlarse desde su «superior» posición. No obstante, la maraña se complica, y las supuestas mentes superiores quedan retratadas como lo que son en realidad, un par de botarates niñatos de papá (ambos pertenecen a familias acomodadas) que juegan caprichosamente con el destino de otros seres, para ellos inferiores, desde el pedestal que les proporciona el colchón económico de sus familias y, dado su carácter infantil, sin ser conscientes de las consecuencias de sus actos. No lo son ni siquiera a la hora de la verdad, durante el proceso judicial en el que son defendidos por el famoso abogado criminalista Jonathan Wilk (Orson Welles) y que puede llevarles a la horca.

Los presupuestos del superhombre de Nietzche son el punto de partida intelectual (lo mismo que en el mencionado título de Hitchcock) de la pareja de criminales para justificar sus actos. No obstante, estos postulados son vencidos por el espectacular alegato final de Wilk, en lo que es una s0bresaliente interpretación de Welles. Es precisamente su presencia, el poder de su actuación, el carisma y la profundidad de su encarnación del abogado experimentado y curtido en mil fracasos (no tanto profesionales como personales, asistiendo durante más de cuatro décadas al espectáculo de la degradación humana en todos sus extremos), lo que eleva la película y le concede una justa trascendencia. El discurso moral sobrevuela por encima de la intriga criminal (en el fondo, no hay tal, ya que el público conoce desde el principio la autoría del crimen y el proceso no gira en torno de la culpabilidad o inocencia de los responsables, sino sobre su cordura o locura), que no está muy elaborada, y también sobre el simple drama judicial, ya que las sesiones ante el tribunal tampoco constituyen el clímax dramático de la cinta. Los aspectos de la investigación se reducen al seguimiento que la prensa hace de los detalles del asesinato, como forma de que el espectador conozca el estado de las pesquisas, y a la magnífica sucesión de secuencias en las que el fiscal (E. G. Marshall) sonsaca a los asesinos, confronta sus versiones y logra desentrañar los hechos. Por otro lado, una vez que Wilk consigue que el juicio no verse sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino sobre su estado mental, el jurado deja de tener sentido, y las sesiones del tribunal se limitan a confrontar testimonio cualificados de profesionales de la psquiatría que expongan su parecer, de modo que las habituales y tópicas secuencias de juicios, con las consabidas protestas, quedan al margen. Solo en el último momento, cuando la cuestión queda reducida a cómo la ley debe actuar frente al mayor de los bienes, la vida humana, es cuando el clímax dramático alcanza su plenitud, y enlaza magistralmente con el título del filme cuando equipara los impulsos homicidas de los jóvenes asesinos con los de una sociedad que confunde justicia con venganza, que busca en la sangre la respuesta a sus miedos.

Pero el interés del argumento o las interpretaciones no constituyen las únicas virtudes de la cinta. Es cierto que Welles se come el metraje (de hecho, aunque solo aparece en el tercio final es el nombre que abre los créditos) con su poderío interpretativo Continuar leyendo «Inmenso Orson Welles: Impulso criminal (Compulsion, Richard Fleischer, 1959)»

Diálogos de celuloide – Patton (Franklin J. Shaffner, 1970)

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GENERAL PATTON: Fue aquí. La batalla fue aquí. Los cartagineses defendían su ciudad del ataque de tres legiones romanas. Eran valientes pero no resistieron. Les masacraron. Las mujeres árabes quitaron a los muertos túnicas, espadas y lanzas. Yacían desnudos al sol. Hace dos mil años…

Yo estuve aquí…

¿No me crees?

GENERAL BRADLEY: …

GENERAL PATTON: ¿Sabes lo que decía el poeta?

GENERAL BRADLEY: No. No lo sé.

GENERAL PATTON: A través de los siglos, entre la pompa y la fatiga de la guerra, he batallado, me he esforzado y he perdido innumerables veces. Como a través de un vaso de cristal, veo la eterna contienda donde he luchado bajo muchos nombres y aspectos, pero siempre era yo.

¿Sabes quién era ese poeta?

GENERAL BRADLEY: No.

GENERAL PATTON: Yo.

Patton. Franklin J. Shaffner (1970).

 

 

NOTA: Se busca editor para novela recién horneada en la que esta secuencia tiene mucho que ver: cine, memoria histórica, los dilemas de François Truffaut, el espectro de Luis Buñuel, el humor de los hermanos Marx, Hollywood, Arizona, París, Aragón, Ciudad de México… Todo en uno.

Espléndido Paul Newman: Veredicto final

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Sidney Lumet, ese octogenario cineasta forjado en aquella serie de televisión llamada Alfred Hitchcock presenta, que hace un par de años se marcó todavía esa gran película llamada Antes de que el diablo sepa que has muerto, con una frescura, una profundidad y un vigor que ya quisieran para sí muchos jovenzanos, ha desarrollado una larga y prolífica carrera en la que los productos mediocres si no directamente malos, algunos incluso pensados para televisión, alternan con una amplia nómina de clásicos imprescindibles, desde su debut en el largometraje, Doce hombres sin piedad (1957), hasta el trabajo antes comentado, cincuenta años más tarde, pasando por estupendas películas como Punto límite o El prestamista (1964), La colina (1965), Serpico (1973), Asesinato en el Orient Express (1974), Tarde de perros (1975), Network (1976), o Veredicto final (1982), clásico del cine de juicios con un Paul Newman superlativo en el que el talento de Lumet como narrador cinematográfico se conjunta con un extraordinario guión y magnífica puesta en escena marca de la casa del gran David Mamet. En este caso, nos encontramos de nuevo en la típica historia de un abogado con cliente humilde y modesto que se enfrenta a una gran corporación con un amplio equipo de prestigiosos abogados a su servicio, todo eso que John Grisham ha llegado a degradar y banalizar con tanta novela igual que la anterior, pero que en este caso posee una fuerza y garra demoledoras.

Frank Galvin (Newman) es un abogado de avanzada edad que ha tirado su vida por la borda. Intentando mantener su integridad ética y profesional, se enfrentó a su propio bufete al descubrir las oscuras maniobras de éste para asegurarse el resultado de un juicio y, acusado él mismo del delito, expedientado y despedido, tuvo que empezar a ganarse la vida ya maduro en su modesto despacho, ignorado y despreciado por casi todos excepto por su buen amigo Mickey (eficaz, como siempre, Jack Warden). Derrotado, deprimido, su mujer lo abandona pronto. Consumido por la soledad, y buscando en el alcohol los alicientes que le faltan en su vida y en su trabajo, sus días pasan monótonos y grises, cada vez más apartados de su oficio y con cada vez más horas entre compañeros de bar, contando chistes, emborrachándose hasta las tantas, despertando a mediodía con resaca, o jugando cada tarde a la máquina del millón. Cuando Mickey le amenaza con romper su larga amistad, Frank se anima a reengancharse a su trabajo con un caso pendiente, el que los familiares de una joven mantienen contra el hospital que la atendió en su problemático parto, tras el cual perdió el niño y ella quedó para siempre en estado vegetal. Para Frank se trata de un caso en el que plantear un sustancioso acuerdo de cuya indemnización obtendría un tercio en concepto de honorarios; para el arzobispado de Boston, gestor del hospital donde se ha cometido la negligencia, no es más que otro asunto molesto que liquidar pagando unos pocos cientos de miles de dólares. Cuando Frank, tras contemplar el estado de la joven, se niega a aceptar el acuerdo, el arzobispado recurre al ejército de abogados, detectives, investigadores y periodistas de Ed Concannon (espléndido James Mason), que prepara una avasalladora estrategia para impedir cualquier maniobra de Frank y conseguir que el arzobispado salga airoso. Pero Frank, que se siente rejuvenecer gracias a la actividad, a su lucha por un fin que cree justo, también por el aliciente económico pero sobre todo por la oportunidad única de volver a la vida normal, con un futuro que escribir, espoleado también por la relación que ha establecido con una mujer más joven que él (Charlotte Rampling), removerá el caso de arriba abajo frente a todos, compañía de seguros, hospital, arzobispado, prensa e incluso un juez bastante receptivo y simpatizante de las necesidades de las grandes empresas y sus abogados, y luchará, no ya por vencer en el caso y por los derechos de su cliente, sino por su propia vida.
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