La evolución de los efectos especiales en el cine

Cortesía del capitán Morales.

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Un vídeo estupendo que rinde tributo cronológico a los más importantes hitos en el desarrollo de los efectos especiales, un elemento tecnológico del cine sin el cual el componente de ilusión y fantasía que le es inherente no sería lo mismo. Una pieza estupenda como vìdeo, claro.

Porque hablar de «evolución» tiene sus peligros. Primero, porque algunos de los recursos que muestran las imágenes son modernos, sí, pero no precisamente evolución (el horror de efectos visuales de Indiana Jones y la última cruzada, por ejemplo, que ya eran viejos y malos cuando se estrenó), como el hecho de que los efectos digitales canten tanto o más, para mal, que las antiguas transparencias del cine clásico, y segundo, porque no cabe hablar de evolución aisladamente desde el punto de vista técnico. Unos efectos especiales que no posean contenido narrativo, que no vayan estrechamente ligados al significado «literario» de un guión, al tema de una película, no representan en el fondo evolución ninguna. O lo son de forma meramente técnica, pero no cinematográfica. Es decir, simple efectismo. Escaparate vacío. Pero su uso correcto, sin abusos ni mero exhibicionismo tecnológico, desde los trucos más sencillos y habituales a los más grandiosos y espectaculares, han hecho del cine lo que es, una vida a la carta llena de infinitas posibilidades.

Efectos especiales: alma del cine

Los efectos especiales son como los adjetivos: uno de más, y todo se estropea; de «efecto» a «defecto» sólo hay una letra de diferencia. Sin ellos, no sólo los géneros de ciencia ficción, acción o aventuras no hubieran visto la luz, sino que el cine en su conjunto nunca hubiera sido lo mismo, el ejercicio de recreación de la imaginación que supone el séptimo arte sería impensable sin los instrumentos que permiten poner en imágenes lo inconcebible, lo azaroso, lo mágico, lo onírico.

A continuación, una breve historia de los efectos especiales, aunque con algunas ausencias destacables. Un vídeo cortesía del bloguero, excelente fotógrafo y mejor persona, José Miguel Larraz.

La tienda de los horrores – La liga de los hombres extraordinarios

Pues dicen que Sean Connery ha preferido retirarse del cine, incluso rechazando participar, oferta petrodólarmillonaria de por medio, en la última de Indiana Jones, porque anda un poco gagá. A la vista de cómo eligió sus proyectos en los últimos tiempos, primero no nos hubiera sorprendido demasiado que aceptara participar en la nueva entrega del héroe del látigo, y segundo, parece que los rumores insistentes de que al mejor James Bond de todos los tiempos (al menos hasta la llegada de Daniel Craig) le flojean los circuitos, no van desencaminados. Porque si no es así no cabe en la cabeza que quisiera participar voluntariamente y sin intervención de sustancia psicotrópica alguna en este bodrio de 2003 dirigido por un tal Stephen Norrington (el director de Blade, por si hacían falta más datos para encuadrarlo entre la canallesca) y basado en los delirantes cómics de Alan Moore y Kevin O’Neill en lo que es una nueva incursión del cine en el mundo de los tebeos que no dejó satisfecho a casi nadie, como suele suceder.

¿Puede imaginarse trama más absurda? El Imperio Británico (una panda de hijos de la Gran Bretaña, como todos sabemos), que, como decían en La vida de Brian con respecto a Roma, en cuestión de imperios es el número uno, resulta que está «acongojado» porque una oscura y extraña sociedad secreta está intentando llevar a cabo sus planes diabólicos para dominar el mundo mundial. O sea, perversos total, total. Los british están cagados, presos del pánico, mordiéndose distintas extremidades, incluso unos a otros, nerviosos perdidos porque ni toda la flota de la Royal Navy, los fusileros de Su Majestad, los regimientos de casacas rojas ni los batallones de borrachos a lo largo y ancho de las islas bastan para hacer frente a amenaza tan chunga. Y como con el ejército más poderoso y más presente en el planeta hasta entonces no pueden hacer frente al reto (me refiero al ejército de borrachos británicos), al Primer Ministro, que debía tener una cogorza de campeonato (y que se decía, se lo montaba con la oronda reina Victoria, la cual, más que dominar el mundo lo que le gustaba era dominar al primero que pasaba, aquí te pillo, aquí te mato, con su voluminosa y exigente anatomía, acumulando colonia tras colonia para una Emperatriz aficionada a montar, pero no a montar caballos…), se le ocurre la feliz idea de reunir a los tipos más renombrados del Imperio por entonces (todos de ficción, por cierto) para que, a modo de Equipo A de la era victoriana, se enfrenten a los malosos para desfazer el entuerto. Una patochada integral, vamos.
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La tienda de los horrores – Los vengadores

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Si promoviéramos un concurso entre las peores adaptaciones de una serie de televisión a la pantalla grande, tendríamos ganadora indiscutible. Este truño, esta bazofia visual, esta gilipollez supina, bate todos los récords en cuanto a la estulticia cinematográfica involuntaria (queremos pensar que fue sin querer). Qué duda cabe de que quienes promovieron esto tenían como objetivo crear una película seria que fuera una digna recuperación de la vieja serie televisiva en que se inspiraba (una de esas series que hace treinta años todo el mundo seguía y que hoy se pudriría en los anaqueles de las series retiradas de la programación por falta de audiencia o se moriría de asco en la madrugada), pero el resultado es un crimen merecedor de ser incluido en la Convención de Ginebra.
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