La mejor manera de desmentir el presunto racismo de John Ford, lo mismo que su supuesto machismo, es ver su cine y utilizar los ojos para mirarlo y el cerebro para entenderlo. Prácticamente todas sus películas (y en lo que no, ahí está su vida personal dentro y fuera del cine para constatarlo) contienen abundantes y elocuentes elementos que permiten descartar esa lectura torpe, facilona y absurda que determinados sectores de la izquierda y del feminismo han querido dar a su cine sin detenerse a verlo con la debida atención, anteponiendo la ideología y el discurso interesado al indudable carácter de sus películas, incluso de aquellas que hacen exaltación (con muchísimo que matizar) del militarismo. Leer algún libro sobre su vida también ayuda a sacudirse prejuicios y quitarse tonterías de la cabeza, además de para aprender que los genios son siempre mentes complejas, desde luego no tan simples como las que pretenden juzgarlos con un titular. Pero si aun así se persiste en las ideas preconcebidas, El sargento negro (1960) constituye una prueba irrefutable de que lo principal, en el cine y en la vida, es saber mirar. Porque en 1960, en plena caldera de ebullición de la lucha por los derechos civiles de la población negra en los Estados Unidos, John Ford presenta esta tesis sobre la igualdad de los hombres y la injusticia racial que tiene como centro al sargento Rutledge (el apellido tampoco se deja al azar, pues coincide con la malograda prometida del presidente Lincoln, una de las figuras de la historia americana preferidas del director), antiguo esclavo reconvertido en suboficial de la caballería de los Estados Unidos cuyo sobrenombre es «Soldado ejemplar», y al que se dedica la canción «Capitán Búfalo», antecedente de Bob Marley y su Buffalo soldier, mientras regala a Woody Strode el plano que en la historia del cine americano antes y mejor ha retratado positivamente a un personaje de raza negra, con toda la épica lírica que solo John Ford ha sabido traspasar adecuadamente a la pantalla.
Para situar mejor el paralelismo entre este western y el delicado momento de su concepción y rodaje, la historia se sitúa nada menos que en un consejo de guerra al que se somete al heroico sargento, al que se acusa de haber violado y matado a una muchacha adolescente, y del asesinato de su padre, un oficial del fuerte donde se encuentra destinado. Reunido el tribunal, su antiguo superior, el teniente Cantrell (Jeffrey Hunter), ejerce como defensor, mientras que el puesto de incisivo e iracundo fiscal le corresponde a un capitán de infantería (Carleton Young), que busca de todas las maneras posibles una condena que engorde su expediente de éxito profesional. Los diversos testigos intervienen relatando, en distintos flashbacks, los hechos que permiten colocar en su contexto la figura de Rutledge y conocer los detalles que rodean las muertes de las que se le acusa. De este modo nos encontramos con un western coescrito por un autor de marcada índole racista (James Warner Bellah, que también escribió los relatos originales en que se inspiró la trilogía de la caballería fordiana) al servicio de la reivindicación de la asimilación de los negros (más adelante en la filmografía del director, también de los indios, en El gran combate / Otoño Cheyenne, 1964) a la vida en pie de igualdad con los americanos blancos, y que alterna las luminosas tomas en espacios abiertos características del cine de Ford con destellos expresionistas ya explorados en algunos de sus trabajos de los años 30, El delator (The informer, 1935), y 40, El fugitivo (The fugitive, 1947). El contexto militar, una revuelta india, proporciona la acción y el contexto para la evaluación de Rutledge y la glosa de los méritos del resto de soldados negros del Noveno de Caballería. Continuar leyendo «Cerrando bocas: El sargento negro (Sergeant Rutledge, John Ford, 1960)»