Fórmula rebajada: Depredador (Predator, John McTiernan, 1987)

Creando Monstruos»: Crítica de Depredador (1987) - CINESCONDITE

Con un planteamiento inicial a medio camino entre El Equipo A y el recuerdo de clásicos como John Ford o Howard Hawks, este híbrido del cine de aventuras y de acción bélica que va aproximándose progresivamente a las premisa del Alien de Ridley Scott (1979) constituye el primer paso reconocible de uno de los más estimables directores del cine de cacharrería de las últimas décadas, John McTiernan, artífice de la saga de La jungla de cristal, de la que dirigió las estimables entregas primera y tercera (Die Hard, 1988, y Die Hard with a Vengeance, 1995), o de clásicos modernos como La caza del Octubre Rojo (The Hunt for Red October, 1990). El juego consiste en cambiar las reglas al tercio de la partida, y de hacer derivar una vulgar y corriente historia de comandos en la selva hacia los parámetros del cine de terror fantástico y de ciencia ficción.

El planteamiento, sin embargo, resulta un tanto anodino incluso en su formato casi televisivo: un comando de seis hombres, dirigido por el experto Dutch (Arnold Schwarzenegger) y célebre por su desempeño de misiones de rescate arriesgadas, es requerido por la CIA para que se ponga al servicio de uno de sus agentes (Carl Weathers) en la misión de salvar de las garras de la guerrilla de un país sudamericano a un ministro del Gobierno (se supone, amigo de los Estados Unidos) y a uno de sus asesores, además de a la tripulación del helicóptero en que viajaban, que ha sido derribado en plena jungla tropical. El argumento transcurre, por tanto, por los cauces previsibles, excepto por el descubrimiento de ciertos indicios de que la historia no es tal cual les han contado: el hallazgo de los cuerpos despellejados de otro grupo de mercenarios estadounidenses contratados parece abrir la puerta a una empresa mucho más turbia y terrible, al mismo tiempo que siembra dudas ante la verdadera naturaleza de los individuos a rescatar, que tal vez no sean miembros de un Gobierno aliado sino agentes estadounidenses. La intriga, sin embargo, dura poco, puesto que esta premisa pronto deja de carecer de importancia y se convierte en un MacGuffin hitchcockiano vacío de contenido. Tras el brutal y exterminador ataque a la base guerrillera, en la que los rehenes, cuya identidad y supuesto interés en la trama jamás se aclara, son asesinados, y que vuelve a recordar en su concepción y diseño (pero aquí, con muertos) secuencias similares de El Equipo A (incluso con esos cuerpos que describen acrobáticas parábolas en cámara lenta sobre el objetivo de una cámara colocada en contrapicado), pronto se revela el pastel: la verdadera amenaza no son unos carniceros anticapitalistas, sino una criatura de procedencia desconocida que, invisible, camuflada entre la vegetación, o materializándose en un extraño ser de complexión humana pero dotado de armadura y casco metálicos, que detecta a sus víctimas por la vista únicamente como fuentes de calor corporal (porque, a pesar de su perfeccionamiento para la lucha no ve ni torta, salvo cuando al guión le conviene), amenaza la vida de los miembros del comando y de su prisionera, una guerrillera capturada en el campamento (Elpidia Carrillo) cuya presencia no va a aportar prácticamente nada durante el resto de la película.

Así, el poco imaginativo inicio entronca, casi sin querer, con la tradición de grandes cineastas americanos como Ford o Hawks. En un tardío remedo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), un grupo de soldados, esta vez en la selva y no en el desierto, debe enfrentarse a un enemigo invisible que los acecha y va acabando con ellos uno por uno. Continuar leyendo «Fórmula rebajada: Depredador (Predator, John McTiernan, 1987)»

La tienda de los horrores – Policía (1987)

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Una historia de amor en un mundo cada vez más hostil. Eso dice el cartel de este injustificable pestiño patrio de 1987 dirigido por Álvaro Sáenz de Heredia, perpetrador, entre otras, de las películas de Martes y 13 y Chiquito de la Calzada, además de una amplia variedad de títulos infantiles y juveniles, así como algún otro con pretensiones de comedia que no haría reír ni a un seminarista rodeado de efebos, y entre cuya filmografía destaca, eso sí, un «clásico»: La hoz y el Martínez (1985), con los «mitos eróticos» Andrés Pajares y Silvia Tortosa. Toma ya. Lo que no dice el cartel (que también se las trae…) es que si tras el visionado de este truño el mundo sí se vuelve más hostil: en concreto, el espectador desea reventarle la cabeza a quien concibió semejante petardo.

La mezcla es explosiva: Emilio Aragón, ex Milikito, cómico oficial desde el éxito de su programa Ni en vivo ni en directo, en su doble faceta, por entonces, de aprendiz de actor (que dura hasta hoy) y músico (suya es la esbafada partitura de la película); Ana Obregón, en su doble faceta, por entonces, de aprendiz de actriz de fama internacional (el Equipo A…; la cumbre, vamos) y bióloga de nula reputación; Agustín González, en uno de sus papeles menos comprensibles pero más fáciles: se limita a interpretar una caricatura de sí mismo como cabo López, aunque los cabreos fácilmente pueden deberse a verse metido en semejante producción… Junto a ellos, presencias «gloriosas» como la de Juan Luis Galiardo (tela), María Isbert (tela marinera), el aragonés Fernando Sancho (secundario y figurante de lujo durante muchos años en producciones nacionales e internacionales filmadas en España, durante la era Bronston y posteriormente) y José Guardiola (el entrenador no, el otro). Lo que se dice una joya.

¿Y la trama? Pues nada, que Gumer (de Gumersindo, Emilio Aragón), trabaja como ayudante de farmacia. Obviamente, es un tipo torpe y despistado. Pero cuando un drogata atraca la farmacia y se carga a su jefe y mentor, se deja convencer por su tío para ingresar en la Academia de Policía (¿a alguien le suena?), a pesar de que nunca ha sentido ninguna inclinación por el servicio público. No obstante, a medida que, una vez superados sus estudios, se ve envuelto en peleas, persecuciones, tiros, atracos y demás, el tío va pillándole el tranquillo y el gusto al tema, y de ser un absoluto incompetente pasa a convertirse en el primo castizo de John McClane-Bruce Willis, sólo que no en ninguna jungla urbana, sino en los Madriles, que es más de andar por casa. En una de esas trifulcas aparece Luisa (la Obregón), que es la buenorra del circo y que, aunque el chico es torpe, feúcho y medio tonto, pues se encandila del muchacho, siendo la cosa mutua (el momento del beso es descacharrante, tronchante, pero OJO, no está rodado para hacer reír…). Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Policía (1987)»

La tienda de los horrores – Aquel maldito tren blindado

Tremendamente popular desde que Quentin Tarantino realizara su falso remake, este bodrio bélico de Enzo G. Castellari viene a engrosar la interminable lista de productos de culto-friki con que los cinéfilos «alternativos» gustan adornar uno de sus exclusivos clubes privados, la mayor parte de los cuales consistentes en la devoción impostada de subproductos de serie Z, cuanto más desconocidos para el público, mejor, a través de los cuales reafirmar su supuestamente particular sapiencia, su mayor capacidad de desbroce y su singular agudeza intelecto-emocional fuera de los circuitos críticos «oficiales», toda una labor de proselitismo fundamentada básicamente en la autoafirmación (con la, suponemos, subida correspondiente de la autoestima) de una exclusividad de gusto y criterio que supone en última instancia mirar a sus congéneres, especialmente si optan por la calidad del cine clásico bien hecho, por encima del hombro. Así, regodeándose en el cine que el resto del mundo, no es que desconozca, sino que ha descartado por pésimo, es como algunos intentan emular a los «genios» que convierten esa tendencia en su mecanismo para forrarse, pero en plan pobre, claro. Es la única explicación plausible al hecho de que a alguien -Tarantino incluido- pueda gustarle este pestiño en serio.

La cosa va de un grupo de convictos del ejército americano en plena Segunda Guerra Mundial que, mientras son trasladados a prisión, aprovechan el ataque de los alemanes para escapar a tiro limpio incluso tiroteando a los guardias de su propio ejército. En su huida hacia terreno neutral, armados como un comando, se enfrentan a distintas unidades nazis eliminando a un buen puñado de soldados y capturando e inutilizando gran cantidad de material de guerra, y su suplantación de un comando americano destinado a una importante misión ante un oficial (Ian Bannen), consiguen una promesa de libertad por la que luchar, en una misión suicida para volar un tren alemán por la que sacrifcarán sus vidas.

La película está construida sobre la base de la pretendidamente espectacular -pero algo escasa de presupuesto, como el resto del rodaje- escena final, en la que el tren ha de estallar llevándose por delante un apeadero ferroviario. Sin embargo, los capítulos previos son tan lamentables, que no vale la pena el esfuerzo. Personajes mal caracterizados, diálogos risibles, un tono de comedieta barata que no consigue hacer volar las risas, y unas abundantes escenas de acción en las que canta a la legua la escasez de medios y la falta de imaginación de los guionistas (consisten básicamente en la continua sucesión de episodios de combate sin talento, oficio ni beneficio alguno más que la presunta espectacularidad de la sangre y la banalización de la muerte y de la guerra), no son suficientes para excusar el necesario y meritorio encaje de bolillos con que directores y productores de los setenta lograban poner en pie apreciables producciones de acción y violencia. En este caso, el colmo es la historieta de amor metida con calzador entre uno de los presos evadidos y una joven de la resistencia franchute, tan lamentable y ridícula en su concepción y desarrollo, como sonrojante en su conclusión. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Aquel maldito tren blindado»

Música para una banda sonora vital – Pequeña Miss Sunshine

Cuando uno era jovenzano estaba de moda la música de un fulano con bombachos y gafas que con una canción llamada U can’t touch this copaba las listas de éxitos del mercachifleo musical. Como es obvio, aclamado como precursor del rap y el hip-hop, el tipo en cuestión fue olvidado como siempre en estos casos justo al cuarto de hora de su éxito. Perplejo se quedó quien escribe cuando, todavía de joven y para más inri, en una de las millonésimas reposiciones de El equipo A que emitía (y sigue emitiendo) cierto canal televisivo español con cierta inclinación a lo cutre, descubrió este tema del ya fallecido (pero no creemos que por eso) Rick James, Super Freak, todo un homenaje a sí mismo (mucho ojito, que aunque el meloncio éste gaste semejante pinta en la foto, en sus inicios compartió grupo con todo un Neil Young), en un capítulo que contaba con el intérprete en un pequeño papel. Luego resultó evidente que M. C. Hammer había destrozado la (ya de por sí triste) canción de James para «rapear» (en esa asquerosa moda consistente en tomar una melodía de éxito y devaluarla poniéndole chumba chumbas varios, costumbre convertida en habitual ya y a la que se ha consagrado lo más vomitivo del espectro musical mundial, empezando por ese engendro llamado Madonna), despojándola, eso sí, de la guasa con que se la tomaba el autor original.

Avispados, los responsables de Pequeña Miss Sunshine, esa joya de la comedia dramática dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris en 2006 recuperaron la versión original para la escena final, el número musical de la pequeña Olive (Abigail Breslin) en el certamen de belleza infantil con cuyo despliegue coreográfico ensayado durante horas en compañía de su abuelo, habitual de los bares de strip-tease, la niña escandaliza a la concurrencia y defeca virtualmente sobre semejante bochorno de concurso (lo cual es extensible a los de la misma especie protagonizados por mayores de edad).