Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)

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En la década de los treinta del pasado siglo, los estudios Universal dieron inesperadamente con la clave de un éxito a priori insólito. El estado de psicosis social y la incertidumbre colectiva derivados del crack bursátil de 1929 predispusieron al público norteamericano, que sufría en sus carnes el desempleo y la precariedad, a ver reflejados en la pantalla el terror de su día a día bajo la forma de los miedos más clásicos, de la irracionalidad, la fantasía y los monstruos de los horrores infantiles, del temor más básico, a lo desconocido, a lo inexplicable. Asistiendo al espectáculo distante y aséptico del terror vivido por otros, empatizando con unos personajes al borde de la muerte y la destrucción provocadas por monstruosas y demoníacas fuerzas sobrenaturales, conjuraban de algún modo sus miserias diarias y separaban el auténtico terror de las tribulaciones más mundanas de la realidad cotidiana. La observación de unos personajes acosados por vampiros o por seres vueltos a la vida después de la muerte hacían de la lucha por la vida, de la búsqueda de empleo, de manutención o de cuartos con los que salir adelante un empeño mucho más terrenal y vencible. A partir de la tremenda repercusión de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) o El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), o de la producción de Paramount El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), los estudios Universal crearon su célebre unidad específica dedicada a la producción de películas de terror, casi siempre dentro de unos parámetros comunes: presupuestos muy limitados, metrajes muy concentrado (en torno a setenta minutos de duración), tramas en las que el terror irrumpe para perturbar una incipiente y romántica relación de pareja y una puesta en escena que, con particular predilección por la época victoriana, combina elementos germánicos, aires orientalizantes (exóticos, tanto del Este de Europa como del Próximo y Extremo Oriente) y el gusto por el arte futurista en la construcción de decorados para la puesta en escena (laboratorios, criptas y sótanos repletos de utillaje, frascos, probetas, líquidos humeantes no identificados, maquinarias, engranajes, generadores, extravagantes invenciones tecnológicas…).

El lobo humano cumple cada uno de estos extremos en su presentación convencional de la manida leyenda del hombre lobo: Wilfred Glendon (Henry Hull), reconocido doctor en botánica, viaja al Tíbet con el fin de localizar e importar a Inglaterra una extraña flor que nace, crece y vive bajo el influjo de la Luna. En la culminación de su accidentada y peligrosa peripecia, no obstante, le aguarda un colofón terrible: en el momento de recolectar su preciada flor exótica, es atacado y mordido por una extraña criatura, un lobo con forma humana, de la que, sin embargo, logra escapar para retornar al hogar. De vuelta a Londres, empero, recibe la visita de un misterioso individuo, el doctor Yogami (Warner Oland), que, extrañamente conocedor del terrible episodio vivido por Glendon en el Tíbet, le informa del extraordinario maleficio que le amenaza: de no ser capaz de criar y reproducir con éxito esas flores en su invernadero londinense, único antídoto contra la maldición, su destino es el que convertirse cada noche de luna llena en hombre lobo y matar al menos a un ser humano cada una de esas noches; no termina ahí la advertencia: le informa de que serán dos, y no uno, los hombres lobo que acechen las calles de Londres… Las burlas iniciales ante las que que toma por advertencias de un loco va mutando en un escepticismo nervioso hasta que los hechos confirman sus temores más pesimistas. La tensión y la preocupación derivadas de la necesidad de ponerse a salvo, tanto a él como a sus seres queridos, más que presumibles víctimas, por mera proximidad, de sus brotes asesinos, terminan por afectar a su vida social, convirtiéndolo en un misántropo, un ser huraño y arisco, y, por supuesto, a su romántico matrimonio con la dulce Lisa (Valerie Hobson), que parece estrechar cada vez más su renacida amistad de infancia con su eterno enamorado Paul (Lester Matthews).

El tenebroso Londres recreado a imagen y semejanza del terrorífico distrito victoriano de Whitechapel, cuna de los crímenes de Jack el Destripador (callejones, calles empedradas, nieblas omnipresentes), es el escenario por el que transitan los licántropos, con esporádicas e inquietantes visitas al zoo (reseñable es la escena en la que el lobo humano deambula por su interior) que avanzan las famosas secuencias de terror animal de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) y puntuales toques de humor al más puro estilo británico, producto de las reacciones ante lo impensable de ciertos personajes secundarios (en particular, las dos alcahuetas que se dedican a alquilar habitaciones). Meritorias son, asimismo, producto de la necesidad hecha virtud, los momentos de transformación, en los que se aprovechan los elementos de iluminación y decoración (columnas, puertas, sombras…) para insertar los cortes que permiten mostrar la evolución del cambio de hombre a lobo, compensando las limitaciones tecnológicas con el uso creativo de la puesta en escena, por más que la caracterización de Hull como hombre lobo resulte más humana que lobuna, según parece, por el empeño del actor en que un excesivo maquillaje, al estilo Lugosi o Karloff, impidiera su reconocimiento por el público. Continuar leyendo «Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)»

El progreso del sonoro: El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)

El hombre y el monstruo

El desarrollo del cine dotado de sonido tiene en El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931) un hito fundamental. Más allá de constituirse como uno de los puntales clásicos del cine de terror, lanzado por la siempre sofisticada Metro-Goldwyn-Mayer en directa competencia con los solventes productos del género con que la Universal estaba copando el naciente mercado de este tipo de productos, y dejando a un lado el hecho de que el invariablemente complicado Rouben Mamoulian se adjudicara así la mejor adaptación que la inmortal obra de Stevenson ha tenido en la gran pantalla, la película supone una revolucionaria conjunción de elementos audiovisuales que conforman un metraje dinámico, de inagotable imaginación estética y experimentación formal, sin duda a la altura de la gran película alemana del género estrenada el mismo año, la célebre M, de Fritz Lang.

No es la trama, por conocida, sino la forma, la cuestión principal. Sabido es que la novela de Stevenson, y todas las versiones cinematográficas de ella desde esta de Mamoulian, contribuye junto al Frankenstein de Mary Shelley a la instauración del tema del «científico loco», en este caso a través de un médico (Fredric March) que afirma la posibilidad de separar, mediante la ingestión de una fórmula química, la doble naturaleza moral, positiva y negativa, del ser humano, de manera que resulte posible aislar y erradicar los comportamientos negativos. Lugar común es también que en la historia, en la película, y en las demás películas, en el fondo este argumento crucial adquiere la forma de una tensión erótica entre dos mujeres que suponen dos estilos de vida (y dos formas de concebir el sexo) de signo opuesto: la prometida, Muriel (Rose Hobart), la hija de un prestigioso militar retirado (Haliwell Hobbes), supone emparentar con una familia tradicional de la buena sociedad, formar un hogar y adscribirse a los ritmos y esquemas de la vida aristocrática; en cambio, la cabaretera (y/o prostituta) Ivy Pearson (Miriam Hopkins) encarna la libertad (o el libertinaje), una vida alternativa, alejada de convenciones y ataduras sociales, de compromisos y compartimentos estancos, en la que no existe la rendición de cuentas. Una vida, la primera, es la vida de día; la segunda, la «otra», es la vida de noche, clandestina, oculta a los ojos de la sociedad que juzga y premia o castiga. Esta historia de terror que se erige igualmente en tratado sobre hipocresía social cuenta con una ventaja añadida: al haberse concebido, filmado y estrenado antes de la entrada en vigor del llamado Código Hays, el mecanismo autorregulador (en cristiano: censura) establecido por los estudios, la película no se corta al retratar dos extremos, una doble presencia soterrada, latente. La primera, la violencia apenas contenida bajo el paraguas del aparente orden social; la segunda, el erotismo insinuado de manera algo más que velada a través del prometido que «no puede aguantar más» y desea casarse cuanto antes, o de su lado «oscuro», el que desde la primera noche busca cometer el pecado máximo, el mayor quebrantamiento de la ley que rige durante las horas del día, la satisfacción de sus instintos más bajos convirtiéndose en amante de Ivy, una joven a la que Jekyll desea en el momento en que la conoce, pero a la que rechaza cuando ella se le ofrece por razones que no tienen nada que ver con el deseo, sino con los convencionalismos sociales.

Esta capacidad de sintetizar terror, sexo y crítica social viene complementada y magistralmente subrayada por la forma cinematográfica empleada por Mamoulian. Continuar leyendo «El progreso del sonoro: El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)»