Diálogos de celuloide: El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Shaffner, 1968)

«Este será mi último informe antes de que lleguemos a nuestro destino. Hemos
colocado los dispositivos automáticos y estamos a merced de los computadores. Mis
compañeros duermen profundamente dentro de las cámaras y yo me acostaré
enseguida. Dentro de una hora hará seis meses que partimos de Cabo Kennedy. Seis meses en el profundo espacio, es decir, según el Sistema Solar. Según la teoría del
doctor Hasslein sobre el tiempo en un vehículo que viaja casi a la velocidad de la luz,
la tierra ha envejecido cerca de 700 años, en tanto que nosotros apenas hemos
envejecido. Puede que así sea. Lo más probable es que los hombres que nos
ordenaron hacer este viaje hayan muerto y desaparecido. Ustedes, los que me
escuchan ahora, son de otra generación, y espero que mejor que la nuestra. No siento
tener que dejar atrás el siglo XX, pero hay algo más aún: no se trata de nada científico,
es totalmente personal. Visto desde mi asiento todo aparece muy distinto. El tiempo
pasa y el espacio no tiene límites. En las personas no existe el yo. Me siento solo,
totalmente solo. Decidme: ¿acaso los hombres, esa maravilla del Universo, esa
gloriosa paradoja que me ha mandado a las estrellas, siguen combatiendo contra sus
hermanos, dejando morir de hambre a los hijos de sus vecinos?»

(guion de Michael Wilson y Rod Serling a partir de la novela de Pierre Boulle)

La otra revolución del 68: películas que cambiaron para siempre la ciencia ficción en La Torre de Babel, de Aragón Radio

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Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada dos películas que, hace cincuenta años, cambiaron para siempre el género de la ciencia ficción en las películas.

Mis escenas favoritas: El planeta de los simios (Planet of the apes, Franklin J. Shaffner, 1968)

Se cumplen 50 años de esta extraordinaria parábola de ciencia ficción, y de su apoteósico final, imitado después hasta la extenuación en secuelas y emulaciones.

El hechizo de la pasión: El señor de la guerra

El señor de la guerra (The war Lord, Franklin J. Shaffner, 1965) no tiene nada que ver con la peliculita de Nicolas Cage del mismo título -es español-, estrenada en 2005. Tampoco, afortunadamente, es una película más de aventuras medievales años 30 o años 50, con leotardos y sedas, armas de cartón y decorados de papel y telón, que entremezclan aventura, acción y romance. En 1965, y antes de comenzar su gran etapa como director (El planeta de los simios, 1968, Patton, 1970, Nicolás y Alejandra, 1971, Papillon, 1973), Franklin J. Shaffner (que firma la película sin la «J») llevó a la pantalla una historia sombría, violenta y perturbadora que con el tiempo ha adquirido el perfil de obra de culto, tanto por la abundancia y complejidad de los temas tratados como por su atractiva factura visual, al mismo tiempo que se ha convertido en una de las películas de referencia imprescindible en cuanto a la traslación del medievo al cine se refiere, buscando tanto el realismo, en este caso, del siglo XI como haciendo hincapié en la atmósfera de oscuridad, misterio y paranoia existencial que convencionalmente se identifican con determinados periodos de la Edad Media, especialmente en torno al mítico año 1000.

Crysamon de la Cruz (Charlton Heston) es un afamado guerrero normando al servicio del duque de Gante, que en premio por su fidelidad y su buen hacer en combate le obsequia con el señorío de una remota zona de la costa de Normandía, un terreno pantanoso repleto de bosques, lagunas y marismas, habitado por una población semisalvaje que vive bajo la amenaza constante de las brutales incursiones de los frisones, un pueblo que vive a dos días más allá del mar y que periódicamente asola las costas llevándose un botín de animales, riquezas y mujeres. Lejos de considerar que sus nuevos dominios son poco premio a sus méritos, Crysamon, cuya familia perdió todo lo que tenía cuando tuvo que aportar sus tierras y haberes para el rescate de su padre, prisionero precisamente de los frisones, siente su toma de posesión como el primer paso en la recuperación de la gloria y el esplendor perdidos por su familia. Para el duque de Gante, además, es la forma de asegurar militarme la zona gracias a la presencia de las mesnadas de Crysamon, junto a las que llega a su Torre justo en el momento de repeler un ataque frisón. Este planteamiento inicial, no obstante, se enriquece súbitamente con múltiples líneas narrativas que convergen en una trama que se conduce sin descanso, con un excelente pulso y una sucesión continua de escenas y secuencias en ningún momento gratuitas ni contemplativas, que siempre aportan contenido dramático o emocional indispensable para el desarrollo de la historia y para la excelente construcción de unos personajes complejos, ambivalentes, profundamente humanos, capaces de mostrar con gestos, miradas o pequeñas pinceladas de diálogo una naturaleza esencialmente contradictoria, sólida, veraz, hasta el punto de componer lo que parece más un fresco psicológico de toda una época que la habitual entrega de los guiones de Hollywood al espectáculo fundamentado en los deseos del público.

Es tanto el caudal narrativo y dramático de la historia, que conviene esquematizar para tomar conciencia de la amplitud, variedad y riqueza de sus múltiples ramificaciones, todas las cuales se entrelazan e interaccionan para construir un todo caleidoscópico, un universo casi casi perfecto. En su primera salida para cazar junto a sus caballeros, Crysamon descubre a una cuidadora de cerdos, Bronwyn (Rosemary Forsyth), de la que se queda prendado tras rescatarla del río y mirarla desnuda. El mandato expreso del duque de Gante al entregarle sus nuevas tierras, «Pórtate bien con tus vasallos; cuida de tu gente», obliga en cierto modo a Crysamon a proteger a la bella joven de los deseos sexuales de sus compañeros de cacería -precisamente-, que ansían disfrutar -con permiso o no- de las blancas carnes de la muchacha. En este punto se introduce una cuña de resentimiento, rencor y rivalidad entre Crysamon, su hermano Draco (Guy Stockwell) y otros de sus mesnaderos (James Farentino, John Anderson, Sammy Ross), que irá creciendo por éste y otros motivos, en una espiral de encuentros y complicidades, y desencuentros y amenazas, fundamental para el desenlace de la historia. El creciente deseo, casi obsesivo, de Crysamon por Bronwyn, que es la hija adoptiva del patriarca de la aldea, Odins (Niall MacGinnis), y que está prometida a su hijo, empieza a erosionar la relación de Crysamon tanto con sus hombres de confianza como con sus vasallos. Es su hermano Draco, no obstante, quien encuentra la solución: dado que sus nuevos vasallos son paganos que adoran todavía al Árbol y la Piedra y mantienen vigente la tradición de la prima nocte, Crysamon podrá gozar de los encantos de la muchacha en su noche de bodas sin violar el mandato del duque de Gante y sin contravenir las relaciones con sus vasallos, respetando unas creencias paganas que, en lo demás, desprecia. Sin embargo, Crysamon pasa del deseo carnal al amor apasionado por la joven, y se niega a que su derecho se agote tras una única noche, deseando conservar el amor de la muchacha para siempre. El renconr de los vasallos por la violación por parte de su señor de una ley local les echará en brazos de los frisones, que volverán para acabar con Crysamon y sus tropas.

Este relato lineal de la trama, sin embargo, deja muchos cabos sueltos que merecen atención. En primer lugar, la espiritualidad de señores y vasallos: en la aldea vive un sacerdote (Maurice Evans) que en el culto mezcla los dogmas cristianos con los ritos y ceremoniales ancestrales de raíz consuetidinaria y cultura céltica y druídica, a fin de mantener a su parroquia bajo sus mandatos y consejos, y lograr una convivencia pacífica. En estos ritos se mezcla el culto a la naturaleza con la idea de Dios, y también con el prejuicio de los recién llegados hacia rituales y comportamientos que identifican con la brujería (Bronwyn será tachada de bruja, y el amor de Crysamon, como hechizo, en no pocas ocasiones, con el riesgo que ello implica para su vida). Por otro lado, la película ofrece una concienzuda reflexión sobre las relaciones de poder entre quienes lo ostentan y quienes lo sustentan, el pacto que coloca a cada uno en su lugar y las reglas de compromiso que mantienen el statu quo que permite la supervivencia. La ruptura del pacto por parte del señor justifica la acción del pueblo de cambiar su lealtad y favorecer al enemigo de costumbre para librarse de la tiranía que, lejos de haberlos protegido, los ha sometido de manera tan o más brutal que sus antiguos invasores. Continuar leyendo «El hechizo de la pasión: El señor de la guerra»

Cine en fotos: miscelánea

Probablemente, Sir Alec se estaba cachondeando del corte de pelo a lo «galleta Príncipe» de Luke… La Fuerza, desde luego, no le acompañó…

Por fin queda claro por qué la mayoría de las películas del Hollywood de hoy son tan malas…

Obsérvese el careto de Joe Pesci en tan «entrañable» momento…

Una dama entre vaqueros que no es Maureen O’Hara…

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La tienda de los horrores – El templo del oro

firewalker

Alimentar esta sección exige enormes sacrificios, pero pocos de tal calado como exponerse al visionado de los ciento cuatro minutos que dura este calvario perpetrado por J. Lee Thompson, el director (se supone, aunque algunos consideramos favorablemente la leyenda urbana que dice que se las filmó un mandril) de cintas estimables como Los cañones de Navarone, El cabo del terror o El oro de MacKenna y que, tras enrolarse en el descabellado propósito de alargar sin sentido alguno el filón de la saga de El planeta de los simios con rotundo fracaso por cierto, se especializó en vulgares thrillers de pacotilla factoría Menahem Golam – Globus Productions y en orgías balísticas marca Charles Bronson, con lo que tiró por la borda la escasa buena reputación que algún día disfrutó.

Este bodrio está protagonizado por Chuck Norris. Por sí solo, este dato bastaría para justificar la inclusión de esta cinta en esta sección y además para volver pedir a la ONU el quemado en público de los negativos de toda su filmografía, pero aunque parezca mentira, ahí no termina la cosa. Chuck Norris es, seguramente junto a Chevy Chase, el individuo más patético que se ha paseado por esto de la farándula cinépata, tanto por su carrera profesional, que va de sparring de Bruce Lee a texano con sombrero metido a rosca en una serie televisiva cuyo mayor legado para la Humanidad ha sido servir de banco de imágenes para los vídeos de chufla que montan en el programa de Wyoming, como por sus posturas políticas sostenidas con declaraciones ridículas, que van desde su ofrecimiento a erigirse en guardián del muro de la vergüenza que separa México de Estados Unidos a su postulado como presidente de una futurible Texas independiente, ahora que dicen que mandan los demócratas y que América ha cambiado y se han perdido las esencias. Sin embargo en este caso su participación en un film contiene una virtud reseñable: utiliza la película para reírse de sí mismo y de su fama de héroe de acción. Claro, que a veces en la película nos reímos de su autoparodia cuando él quiere y otras nos reímos simplemente de él, como siempre, quiera o no. En esta ocasión, como agravante, se hace acompañar de Louis Gossett Jr. (lo cual hace pensar que había un senior), otro que tal baila y que reparte su carrera igualmente entre intrigas de mamporros y cine de aventuras con poca chicha. Completan el elenco la papanatas de Melody Anderson, niña pija capaz de ir por la selva con tacones, y el indianajonesizado John-Rhys Davies, único vínculo de esta cinta con la saga de Spielberg por más que pretendidamente pertenezca a ese subgénero de imitadoras con que nos dieron la chapa la segunda mitad de los ochenta y cuyos subproductos valdrían para aumentar sine die los fondos de esta sección. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El templo del oro»