Vidas de película – John Ireland

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El canadiense John Ireland, nacido en Vancouver en 1914, pasa por ser, junto con Errol Flynn, uno de los actores mejor dotados de la historia de Hollywood (y no precisamente en lo que a cualidades dramáticas se refiere…). Sea como fuere, John Ireland atesora una extensísima carrera como actor de cine y televisión, en especial como villano, esbirro y matón en toda clase de producciones de cine negro, western y cintas bélicas.

Sin embargo, y tras sus comienzos como nadador en espectáculos acuáticos, su salto al teatro fue para interpretar nada menos que a William Shakespeare. Su primera película fue la bélica Un paseo bajo el sol (A walk in the sun, Lewis Milestone, 1945), y de inmediato pasó al otro género en el que trabajó asiduamente, el western, nada menos que con Pasión de los fuertes (My darling Clementine, John Ford, 1946). Además de participar en algunos de los hoy olvidados pero más que estimables primeros films noirs del cineasta Anthony Mann, Ireland apareció en las espléndidas Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948) y El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), en ambas junto a la que se convertiría en su primera esposa, la actriz Joanne Dru (estuvo casado dos veces más, también con actrices). Junto a ella trabajó en cuatro películas más, sobre todo westerns, antes de su divorcio en 1957. La más memorable de aquellas cintas es El valle de la venganza (Vengeance valley, Richard Thorpe, 1951), junto a Burt Lancaster y Robert Walker.

En la siguiente década, formó parte de otro western basado en el famoso tiroteo de Tombstone, Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957), y es una de las más estimables presencias de la fenomenal Chicago, años 30 (Party girl, 1958) de Nicholas Ray. A partir de entonces apareció en películas de distinto nivel de calidad, aunque por lo general, cuando se trata de buenas producciones, en papeles cada vez menos importantes. Es el caso de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), 55 días en Pekín (55 days at Peking, Nicholas Ray, 1963), La caída del Imperio Romano (The fall of the Roman Empire, Anthony Mann, 1964), la nueva adaptación de Adiós, muñeca (Farewell my lovely, 1975) que dirigió Dick Richards, o, de manera mucho más curiosa, la célebre cinta erótica de trasfondo nazi Salón Kitty (Salon Kitty, Tinto Brass, 1976).

Desde entonces siguió participando en subproductos de toda clase hasta el año de su muerte, 1992, a causa de una leucemia.

 

El pan nuestro de cada día: El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949)

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Tras el visionado de El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949), son muchas, muchísimas, las preguntas que asaltan la mente del espectador. La no menos importante es: ¿qué le pasa a la gente que rodea a Willie Stark? Todos saben cómo es, todos han comprobado con creces su carencia de escrúpulos y los límites a los que puede llegar para conservar su posición, todos se dan cuenta de que es capaz de todo por aferrarse al poder. ¿Por qué, entonces, continúan a su lado? ¿Por qué trabajan día tras día para él mientras tratan de cicatrizar sus propias heridas del desgaste y la erosión producidos por la cegadora luz del faro bajo el que se cobijan? ¿Por qué se enamoran de él si conocen su naturaleza podrida y criminal? ¿Por qué no le denuncian a las autoridades o publican en la prensa sus fechorías y desmanes cuando ellos solos, con un pequeño paso, podrían acabar con su pretendida grandeza? Ahí, más aún que en la avasalladora figura del protagonista, radica la importancia de una película como El político, su foco real de atención, su tema de fondo: no en la corrupción del líder propiamente dicha, sino en los mecanismos que hacen que quienes lo rodean sean indulgentes con ella, la acompañen, la promuevan, la fomenten y la contemplen con tibieza, si no con agrado o incluso con aprovechamiento. De hecho, el título original en inglés, que se traduciría por Todos los hombres del rey, evoca directamente el tono de tragedia propio de William Shakespeare, esas atmósferas enrarecidas y atormentadas en las que el ascenso al trono y su conservación a toda costa, el desarrollo de las paranoias conspirativas y los baños de sangre preventivos, son el escenario al que conduce inevitablemente un destino ya previsto.

Pero El político es mucho más. Especialmente supone un retrato sin anestesia de los entresijos de los regímenes democráticos, incluso de los respetables, particularmente en tres vertientes: la primera, en cuanto a la inmensa influencia de los grupos de presión no elegidos por los ciudadanos en el proceder de los representantes que, en teoría, están para satisfacer las demandas y los derechos de los electores y velar por el cumplimiento de la ley; la segunda, el retrato del poder como droga seductora capaz de nublar juicios, diluir principios, sepultar conciencias y arrancar sentimientos e ideales con tal de alimentar el lado oscuro que todos llevamos dentro: el egoísmo ilimitado (la famosa frase de el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente); por último, el aspecto público, la forma de gestionar ante los ciudadanos una realidad manipulada y populista que permita el mantenimiento de una fachada de falsa rectitud y respetabilidad que posibilite la continuidad del tráfico subterráneo de influencias, negocios, extorsiones y componendas para sacar adelante los objetivos espurios de los poderosos y de quienes los financian y viven de ellos, así como el enriquecimiento, por lo general ilícito, de todos los actores esquilmando, abiertamente o de manera oculta, las arcas públicas. Es decir, ni más ni menos, que Robert Rossen, director y guionista, y Robert Penn Warren, autor del libro galardonado con un Pulitzer en el que se basa la película, ya adelantaron en 1949 lo que viene a ser la realidad de la política española históricamente predominante y que el régimen democrático de «derechos» y «libertades», hoy más que nunca en cuestión, solamente ha hecho más visible, tangible, desde 1978, pero sin llegar ni siquiera a acercarse a su erradicación.

En una hora y tres cuartos, Rossen nos presenta la premonitoria, para España y buena parte del mundo, historia de Willie Stark. Es imposible no ver en ella una aproximación bastante exacta a lo que es el relato de ascenso y «caída» de montones de nombres conocidos del panorama público español e internacional. Stark, interpretado por un magistral Broderick Crawford, ganador del Oscar cuando ganarlo significaba algo, da vida a un hombre sencillo y valiente que lucha contra viento y marea frente a los poderes establecidos de su Estado, denunciando sus maniobras corruptas, el choque entre los intereses de quienes sostienen el poder y el bienestar de los ciudadanos. Continuar leyendo «El pan nuestro de cada día: El político (All the king’s men, Robert Rossen, 1949)»