Cuando el remake era un arte: Un rostro de mujer

Junto al cine de secuelas, la otra gran abominación del panorama cinematográfico actual, al menos en lo que a Hollywood se refiere, es el fenómeno del remake: a un productor falto de ideas cuyos guionistas, generalmente provenientes de exitosas series de televisión que son como gigantescas plantas de reciclaje de tramas ya amortizadas, están secos, se le ocurre volver a hacer una película que ya ha sido hecha una, dos o más veces, o que por provenir de un país no anglosajón la mayor parte del público americano no ha visto. Así, cumple la cuota de estrenos anual, apuesta más o menos sobre seguro y puede dar carpetazo al asunto con un discreto margen de beneficio. Por lo común, estos productos suelen quedar muy por debajo en cuanto a calidad y pericia técnica de las versiones anteriores, y no digamos ya si de emulaciones de películas extranjeras se trata. Pero en otro tiempo, cuando el remake tenía sentido, cuando el público americano estaba destinado a desconocer para siempre el cine que se hacía fuera de sus fronteras y cuando no existían los medios de que disponemos hoy para bucear en la memoria cinematográfica y recuperar títulos de décadas atrás o películas fuera de nuestro circuito más asequible, podía ser bien diferente. El remake es consustancial al propio cine, se ha hecho siempre, primero porque las películas mudas debían volverse a rodar habladas; luego porque lo hecho en blanco y negro debía volver a verse en color. Otras veces porque las historias mutiladas por la censura ya podían verse sin la amenaza de cortes y amonestaciones. Aquellos propósitos propiciaban en parte la misma basura de hoy, pero también la existencia de magníficas películas que han pasado a la posteridad como obras autónomas, con carácter propio, en las que su condición de copia -u homenaje, como se dice ahora- es lo de menos. Es el caso de este magistral drama dirigido por George Cukor en 1941, Un rostro de mujer.

Basada en la película sueca de 1938 del mismo título dirigida por Gustav Molander, inspirada a su vez en la obra de teatro de Francis de Croisset, Cukor encuentra aquí en Joan Crawford una más que digna intérprete para el personaje que Ingrid Bergman encarnara en la versión sueca. Construido en torno al magnetismo del personaje principal, Cukor conserva la localización sueca de una historia que nos cuenta a modo de gigantesco flashback, acompañado de un epílogo final. En un tribunal criminal de Estocolmo se abre el proceso contra una enigmática mujer acusada de asesinato que oculta parte de su cara bajo el ala del sombrero. En la sala contigua, los testigos convocados aguardan a prestar juramento antes de ser llamados uno por uno a la presencia del juez y relatar de manera fragmentada los distintos episodios que conjuntamente van a presentar al público la historia de Anna Holt, una mujer cuyo desgraciado pasado pervivía en su rostro en forma de grotesca cicatriz. Convertida en delincuente y chantajista a causa de una infancia infeliz y llena de rencor por el rechazo que su físico despertaba en todo el mundo, mujeres y niños, pero especialmente en los hombres, hizo de la crueldad y la falta de escrúpulos su norma de comportamiento, lo que la hacía al mismo tiempo vehículo de las bromas y foco del terror de los miembros de su banda. Sin embargo, todo cambia cuando conoce a Torsten (Conrad Veidt), un hombre sofisticado y de posición acomodada que parece verdaderamente interesado en ella y que no manifiesta el rechazo habitual ante la visión de su malformación. Por él está dispuesta a todo, a abandonar el mundo de la delincuencia y también a someterse, gracias precisamente a una de las víctimas de sus chantajes (Melvyn Douglas), a una costosa y dolorosa cadena de operaciones quirúrgicas que le restablezcan la faz que un truculento episodio de su pasado casi consiguió destrozar para siempre. Sin embargo, un plan de Torsten para asegurar su futuro juntos volverá a plantear ante ella el dilema que ya creía haber resuelto.

A priori, lo más destacable de la cinta es su estructura. La narración se construye en torno a los distintos testimonios que las personas convocadas por el tribunal, todos ellos personajes a su vez presentes en los distintos capítulos de la narración, ofrecen de la historia de tan misteriosa mujer Continuar leyendo «Cuando el remake era un arte: Un rostro de mujer»

Cine para pensar – El retrato de Dorian Gray

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Lo único importante es la belleza.

Albert Lewin, director de dos películas (ambas sobresalientes; la otra es Pandora y el holandés errante, de 1950, con James Mason y Ava Gardner, entre otros), escribió y realizó en 1945 la que, hasta la fecha, es la mejor adaptación de la inmortal novela de Oscar Wilde. Se ha dicho a menudo que su mérito es nulo, que se limita a copiar fielmente los diálogos de la novela y a mutilar diversos fragmentos y reflexiones. Injusta valoración propia de quien critica el cine según un modelo meramente literario y no cinematográfico, por no mencionar el hecho de que sería estúpido pretender adaptar la obra (como han hecho todas y cada una de las versiones posteriores, concebidas en apariencia para el lucimiento de los distintos guaperas de moda pero sin garra ni mordiente más allá de una estética pretendidamente sofisticada pero vacía) sin incluir las magistrales conversaciones que escribió Wilde, en las cuales reposa la mayor parte de la carga filosófica, moral e intelectual de una obra maestra de la literatura.

Como tal obra la historia es bien conocida: Dorian Gray (Hurd Hatfield) es un elegante y sofisticado joven de la alta sociedad londinense cuya belleza angelical no pasa desapercibida para las mujeres y cuya fortuna permite que su futuro matrimonial sea objeto de interminables polémicas en los salones de té de las damas de la aristocracia. Esa belleza no le pasa inadvertida a Basil Hallward, un pintor en horas bajas que descubre en el rostro de Dorian el vehículo para la realización de un retrato perfecto y en éste la rentabilidad que sus pinturas habituales no le dan. Dorian, complacido en su vanidad, accederá a ello y acudirá con frecuencia al estudio del pintor, al igual que un amigo de éste, un cínico y sarcástico lord llamado Henry Wotton (impecable, absorbente, magnético George Sanders), que se ve inmediatamente atraído por la personalidad de Gray y por el efecto que una belleza tan perfecta ejerce en él mismo y a su alrededor. Continuar leyendo «Cine para pensar – El retrato de Dorian Gray»