La Viena de esta obra mayor de Carol Reed es un lugar de pesadilla en el que incluso habitan fantasmas. O eso cree Holly Martins (Joseph Cotten), que acaba de perder, o eso cree él, a su «amigo» Harry Lime. Una de las apariciones en cuadro más fulgurantes e inolvidables de la historia del cine, justo medida de la grandeza de quien la protagoniza.
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Diálogos de celuloide: El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949)
HARRY: Deja de portarte como un policía.
HOLLY: ¿Qué esperas que sea, parte de…?
HARRY: ¿Parte? Puedes serlo si no interfieres. Nunca busqué dejarte fuera.
HOLLY: Sí, recuerdo aquella redada en el garito, y cómo te escabulliste.
HARRY: ¡Seguro!
HOLLY: Sí, seguro para ti, no para mí.
HARRY: No debías haber contado nada a la policía. No remuevas más este asunto.
HOLLY: ¿Has visto a alguna de tus víctimas?
HARRY: ¿Sabes? No me resulta agradable hablar de esto. ¿Víctimas? No seas melodramático. Dime: ¿sentirías compasión por uno de esos puntitos negros si se detuviera? Si te ofreciera 20.000 dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero? ¿O calcularías cuántos puntitos podrías permitirte gastar? Y libre de impuestos, viejo, libre de impuestos.
(guión de Graham Greene a partir de su propia novela)
Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)
El motor de este típico thriller de espionaje de la posguerra mundial es un MacGuffin clásico. Mike Kells (Tyrone Power) es un agente del servicio secreto norteamericano (no se emplea en la película el término C. I. A., fundada en 1947, ni el de su antecesor, la O. S. S.) que trabaja como correo; sus misiones suelen consistir en recoger material o documentación en Europa y transportarlo hasta las oficinas centrales en los Estados Unidos. Su nuevo encargo, aparentemente igual de banal que todos los demás, consiste en volar a Salzburgo para encontrarse con Sam Carew (James Millican), un antiguo compañero de la guerra, destacado ahora en Rumanía, y recibir de él unos informes cruciales sobre los inminentes planes de expansión europea de los soviéticos, para seguidamente llevarlos a Washington. El cumplimiento de su tarea lo aparta de la atractiva y ardiente mujer que acaba de conocer en el avión de París, Joan Ross (Patricia Neal), la viuda de un diplomático americano que piensa invertir los próximos meses en un tour por Europa, pero todo carece de importancia cuando Carew es asesinado en el tren y el material se pierde. Mike continúa el viaje tras la pista de Janine (Hildegard Knef), la misteriosa rubia que viajaba con Sam, mientras es perseguido por los esbirros de los rusos. Sus pasos le llevan a Trieste, donde se propone encontrar los informes secretos con ayuda de un policía militar (Karl Malden), al tiempo que se reencuentra con Joan…
La película es una gozada de ritmo y acción, pasan muchas cosas y se suceden multitud de escenarios y localizaciones en sus apenas noventa y cuatro minutos. Con aires de clásicos como El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), se elige la ciudad italiana de Trieste, próxima al Telón de Acero, como epicentro de un misterio tan difuso como unos planes secretos de invasión rusa, de los que no se aporta ningún detalle, mientras que son las relaciones de Mike con Joan y Janine y los encuentros y desencuentros con aliados y rivales los que alimentan el progreso dramático. Con algunas secuencias notables (la persecución por el teatro romano; el cabaret y el simpático y nada gratuito número de travestismo, que luego tendrá su incidencia en la trama…), la historia se beneficia de un buen reparto y de unas interpretaciones eficaces al servicio del género de que se trata, sin más alardes de los necesarios, concisas y directas al grano. Las idas y venidas de los personajes en torno a los documentos desaparecidos (aunque el misterio que rodea a estos se resuelva con el manido recurso al cliché del microfilm, y con un desarrollo ya muy visto), los sucesivos giros argumentales, la desconfianza sembrada en la duplicidad de ciertos personajes (las tintas se cargan sobre todo, precisamente, en Janine, que parece jugar a dos barajas), y la aportación de dos inesperados secundarios sin acreditar (Charles Bronson como uno de los matones rusos; Lee Marvin como un sargento americano), proporcionan un disfrute discreto pero eficaz, una película que bebe de los ambientes sórdidos y lúgubres de las ciudades medio derruidas por la guerra, de esa Europa añeja que se abre súbitamente a la modernidad tras más de un lustro de tinieblas. Continuar leyendo «Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)»
Cine en fotos: David O. Selznick, Carol Reed y Graham Greene
Había un guionista llamado Merle Miller que escribió que la gente en Hollywood siempre te está sobando, no porque les caigas bien, sino porque quieren ver lo tierno que estás antes de comerte vivo.
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Por lo que a mí respecta, no soy muy aficionado a los estrenos de películas, ni, si a eso vamos, a las gigantescas fiestas que se celebran a continuación. Para empezar, cuestan cerca de un millón de dólares, una cantidad demencial que se suma a las cifras ya terriblemente infladas de la mayoría de las películas de gran presupuesto. Además, ni siquiera se pueden justificar los costes como parte de la campaña de publicidad y promoción. El estreno en sí, todos los fans, las cámaras de televisión, los reflectores, los paparazzi, es lo que tiene repercusión en los medios. La fiesta posterior no es sino una paja que se hacen en honor a sí mismos. Y, por último, resulta que es, lisa y llanamente, una estupidez. No nos engañemos: pagar un millón de dólares por una fiesta es igual que pagar mil pavos por una botella de vino en un restaurante. Es posible que sea un gesto ostentoso, pero por muy buen vino que sea, seis horas después habrá que mearlo.
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En sus mejores momentos [el mundo del espectáculo] es mágico, ingenioso y emocionante. Hacer una película o una serie de televisión buena de veras es igual que atrapar un rayo dentro de una botella. Incluso cuando llega a ocurrir, uno nunca sabe a ciencia cierta cómo ha sucedido, pero tiene la seguridad de que un grupo de artistas y artesanos se han unido para crear algo que es mejor que la suma de sus partes. Y quien lo haya vivido sabe que es la mejor sensación del mundo. Has creado algo, o al menos has colaborado en algo, que ha permitido disfrutar, reír, llorar y descubrir cosas nuevas a un inmenso público. Has influido en la vida de la gente, y es difícil superar algo así.
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Muerte en Hollywood. Steven Bochco (Ediciones B, 2003).
Altman encuentra a Chandler: Un largo adiós (1973)
Quien tiene un amigo no siempre tiene un tesoro. Al menos si te llamas Philip Marlowe y eres un detective acabado, que dormita vestido las noches de verano y que sale de su ático cutre a las tres de la madrugada para comprarle comida al gato. La visita, una de tantas en principio, que Terry Lennox (Jim Bouton) le hace a su amigo Marlowe (Elliott Gould, uno de los actores más importantes del cine americano de los setenta) va a complicarle la vida a base de bien. Terry, que acaba de pelearse otra vez con su mujer, aunque en esta ocasión todo parece haberse salido de madre (al menos la marca de arañazos que luce en su mejilla así lo indica), prefiere poner tierra de por medio al otro lado de la frontera, en Tijuana. Marlowe, insomne, acepta hacer de taxista por una noche, pero a la vuelta todo se embrolla: la policía se muestra muy interesada en ese viaje, ya que la mujer de Lennox, Sylvia, ha aparecido brutalmente asesinada (de hecho, ha muerto a palos). Detenido para forzarle a contar lo que sabe de las relaciones de su amigo con su esposa, es puesto en libertad cuando la policía tiene conocimiento de que Lennox, único sospechoso del crimen, se ha suicidado en un remoto pueblo mexicano. Marlowe no se lo cree, pero no tiene por dónde empezar a investigar. La puerta se le abrirá inesperadamente al indagar sobre otro caso, el de la esposa (Nina Van Pallandt) de un escritor (Sterling Hayden) que lo contrata para que lo encuentre, ya que hace una semana que falta de su casa –en realidad se esconde, sin que ella lo sepa, en una clínica regentada por un extravagante doctor que lo chantajea (Henry Gibson)-. Sus ausencias son habituales porque su matrimonio no va bien, está bloqueado como escritor y se ha entregado a la bebida, pero en esta ocasión también hay algo distinto en esa desaparición que hace que su mujer se alarme. Por último, el toque maestro: Augustine (el actor y también director Mark Rydell), un mafioso local siempre rodeado de esbirros (entre ellos, sin acreditar, un bigotudo Arnold Schwarzenegger), encarga a Marlowe, por la fuerza, el hallazgo de 355.000 dólares que Lennox, en realidad un correo suyo, le ha birlado.
En esta Un largo adiós (The long goodbye, 1973), aproximación de Robert Altman al universo de Raymond Chandler, no falta, por tanto, ninguno de los ingredientes canónicos del cine negro clásico, a excepción quizá del tratamiento del blanco y negro, sustituido aquí por technicolor en sistema Panavision de aires setenteros empleado muy eficazmente por Vilmos Zsigmond. Lo demás, volcado al guión por nada menos que Leigh Brackett a partir de la novela de Chandler, esta todo ahí: un enigma alambicado con múltiples líneas de investigación entrecruzadas, paralelas o como camuflaje para despistar; una chica sofisticada y seductora que no se sabe si es sincera al ayudar al detective o sólo busca confundirle y utilizarle; un mafioso con intereses pecuniarios que parece tener mucho que decir en todos los asuntos que investiga Marlowe; policías cegados por la desidia, la burocracia o la ambición personal; chantajes; matones que van desde lo bestial a lo ridículo; noches de seguimientos, esperas y persecuciones; maletas llenas de dinero; lujosas casas junto al mar; diálogos, secos y cortantes, o elaborados e ingeniosos, según el caso, que en Marlowe se convierten en todo un recital de ironías, sarcasmos, juegos de palabras y bromas de doble filo; giros inesperados (en sentido literal algunos, como el episodio de la botella de coca-cola en el apartamento de Marlowe); mucho jazz (el clásico The long goodbye, entre otros, interpretado por Johnny Mercer, o la partitura compuesta para la película por John Williams); humor en pequeñas dosis; y, como añadido más que estimable, los toques cinéfilos, tanto en diálogos puntuales como en referencias explícitas (el guardia de seguridad que imita a antiguas estrellas; las secuencias “homenaje”, como esa en la que un personaje se suicida introduciéndose en el mar o los últimos planos, trasplantados del final de El tercer hombre de Carol Reed).
Altman dirige con fenomenal pulso, alejado de los largos planos-secuencia y sus confusos conglomerados corales, una historia que se ciñe a la evolución clásica, pero en la que no puede evitar introducir píldoras personales, algunas con tintes surrealistas Continuar leyendo «Altman encuentra a Chandler: Un largo adiós (1973)»