John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Póquer de damas y doble farol – Un rey para cuatro reinas (The king and four queens, Raoul Walsh, 1956)

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Por su elegante vestimenta, sus refinados modales, su actitud socarrona y aprovechada, su aspecto de tipo con pasado que huye de sus fantasmas deambulando con ligereza por el día a día, el aventurero Dan Kehoe que Clark Gable interpreta en Un rey para cuatro reinas (The king and four queens, 1956) bien podría ser una continuación de su inmortal personaje de Rhett Butler, una hipotética lectura de ese galán venido a menos, alejado del amor de su vida, huido de noche de su querido viejo Sur, arruinado y a la búsqueda de nuevos horizontes de los que obtener un beneficio con el menor coste posible. Así, cuando al llegar a un pueblo Kehoe tiene noticia de un rancho cercano en el que se dice que una viuda y sus cuatro nueras ocultan el botín de un banco atracado por los maridos de éstas, de los cuales sólo uno sobrevivió a la persecución sin que se sepa cuál de ellos ni cuándo puede regresar en busca del dinero, Kehoe no se lo piensa dos veces y se arriesga a introducirse entre cinco mujeres armadas y peligrosas, que mantienen a toda la comarca alejada del contorno de sus tierras a golpe de rifle, en busca de un tesoro de oro robado y, de paso, de aquellos otros tesoros que la presencia femenina pueda proporcionarle. Precisamente Kehoe cuenta con ello, con su magnetismo personal y la soledad de cuatro mujeres jóvenes sitiadas en medio de la nada, como herramientas con las que sonsacar información, despertar nuevos intereses y ambiciones, maniobrar, manipular y conseguir sus objetivos, que pueden ser variables en cuanto a las mujeres, pero constantes en lo que se refiere al dinero.

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Raoul Walsh es un maestro del ritmo cinematográfico, y en esta película de 1956 lo demuestra una vez más concentrando una buena historia llena de matices en apenas 83 minutos de metraje: concisión y efectividad en el retrato instantáneo de los personajes y de sus intereses, fijación inmediata de aquellos escenarios geográficos importantes dentro de lo que va a ser el desarrollo de la trama, perfectamente ensamblada combinación de las escasas secuencias de acción o incluso de breves paréntesis musicales concebidos como retratos de grupo con el predominio de las escenas que marcan duelos dialécticos entre Kehoe y sus distintas partenaires, una música que puntúa adecuadamente los saltos de tono en la narración y una colorista fotografía De Luxe procesada en CinemaScope que resulta a un tiempo grandiosa e intimista, en la mejor tradición del western… La base del guión, no obstante, es dramática, las relaciones entre Kehoe y las cinco mujeres, cuatro de ellas viudas (aunque no se sabe quiénes son tres de ellas).

Estas relaciones se construyen como un pentágono con Gable situado en el centro, en un principio equidistante, y sus compañeras de reparto representan a su vez cinco perfiles distintos de mujer, contradictorios y complementarios, retratados con tanta devoción como aproximación crítica, en ocasiones incluso divertidamente perpleja al examinar sus comportamientos y reacciones. Continuar leyendo «Póquer de damas y doble farol – Un rey para cuatro reinas (The king and four queens, Raoul Walsh, 1956)»

Lo que da de sí una noche: Al volver a la vida (I walk alone, Byron Haskin, 1948)

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Dice un viejo axioma infalible que la duración de un minuto depende del lado de la puerta del baño en el que estás. En el cine, las nociones de tiempo y espacio se desvanecen, se amoldan a la imaginación, se adaptan a las necesidades del guión y no a la realidad del espectador. El tiempo se estira o se comprime como un chicle, se olvida y se margina, se pierde y se recupera. Un buen ejemplo de esta pérdida del sentido del tiempo, de esta desaparición como referente, es Al volver a la vida (I walk alone, 1948), pieza de cine negro dirigida por Byron Haskin, una de esas presencias llamadas «artesanales» del cine clásico que extendió su trayectoria desde la época muda hasta bien entrados los años sesenta, abordando distintos géneros (con preferencia por el western, la intriga, las aventuras o incluso la ciencia ficción o el personaje de Tarzán) con un buen puñado de títulos conocidos, como por ejemplo La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson’s Treasure Island, 1950), producción Disney con Bobby Driscoll, La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1953) o la dupla de 1954 Su majestad de los mares del sur (His Majesty O’Keefe) y Cuando ruge la marabunta (The Naked Jungle), con Charlton Heston y Eleanor Parker. En este caso, se trata de la adaptación de una obra teatral de Theodore Reeves, y este detalle es quizá el que lastra un tanto el desarrollo excesivamente estático del film. Como contrapunto, la película tiene la virtud de unir por vez primera a Burt Lancaster y Kirk Douglas en la pantalla.

Frankie Madison (Lancaster), un tipo que ha estado encarcelado catorce años, regresa junto a su hermano Dave (Wendell Corey), que sigue trabajando como contable para su antiguo amigo Noll (Douglas), con quien puso en marcha el negocio de contrabando que a él le llevó a prisión y que a Noll (o Dink, como se hacía llamar entonces), en cambio, le valió para ascender socialmente y hacerse propietario de varios clubes nocturnos. Frankie regresa precisamente por eso: en el pacto verbal que hicieron al establecer el plan de huida cuando la policía se les echaba encima, acordaron repartirse la mitad del club que pensaban comprar con los beneficios, y ahora Frankie quiere su parte… Ambos están muy cambiados: Noll pretende pasar por un tipo de mundo, un hombre cosmopolita, refinado, un talento para los negocios y un seductor; no sólo tontea con una mujer rica con la que pretende casarse para dar el braguetazo definitivo, sino que tiene como amante a la cantante de su club, Kay (Lizabeth Scott). Se tiene por un hombre listo que sabe manejar a los otros, y pretende hacer lo mismo con Frankie, en quien percibe la amenaza del rencor y la venganza. Frankie, en cambio, quiere cerrar un capítulo de su vida, el más triste, el más desolador, y empezar de nuevo con su parte de las ganancias de Noll… El choque de trenes está garantizado, y tiene lugar durante una larga noche en un night-club.

Ahí reside la que quizá es la principal objeción al desarrollo del guión de Charles Schnee. Excesivamente respetuosa y deudora de su origen teatral, renunciando, por tanto, a un mayor dinamismo y fluidez en la evolución de la trama y de los personajes, la película concentra toda la acción en una noche, dos a lo sumo, como se ha dicho más arriba, una noche alargada, exprimida, no sólo en cuanto a la narración propiamente dicha, sino al marco en el que transcurre, el espectáculo nocturno de un estilizado cabaret con orquesta, canciones, cena y copas. Continuar leyendo «Lo que da de sí una noche: Al volver a la vida (I walk alone, Byron Haskin, 1948)»

Diálogos de celuloide – El hombre del brazo de oro

MOLLY: ¿Te cuesta mucho?

FRANKIE: No tienes idea.

MOLLY: ¿Por qué has empezado de nuevo?

FRANKIE: Primero tendría que saber por qué empecé. Supongo que fue por simple curiosidad. Louie me dio la primera dosis gratis. Pensé que podría tomarlo y dejarlo, y lo tomé; y después cada vez más… Un día que Louie no estaba me volví loco buscándolo; me encontraba mal, realmente mal. En toda mi vida me había encontrado tan mal. Comprendí que estaba enganchado, sentía como un peso tremendo sobre mi espalda. La única forma de poder soportarlo era inyectándome otra dosis.

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LOUIE: ¿Nervioso? ¿A qué esperas?

FRANKIE: No me hables de eso, no quiero ni oírlo.

LOUIE: Sí, ya lo sé. Una vez tuve un vicio. No: los dulces, los caramelos; comía demasiados. Cuando entré en el ejército me encontraron azúcar en la sangre. Mi vida peligraba si no renunciaba a los caramelos. Humm, renuncié a los caramelos.

FRANKIE: No sabes cuánto lo lamento. ¡Qué tragedia…!

LOUIE: Lo fue. Sentí durante mucho tiempo una sensación de vacío. Pero eso no tengo que explicártelo.

FRANKIE: ¡Pues no lo hagas!

LOUIE: Quiero decir que esa obsesión ocupa completamente el cerebro y no te deja pensar en nada.

FRANKIE: Eres una fuente de sabiduría, ¿eh?

LOUIE: ¿Sabes lo que hice? Me dije a mí mismo: «Está bien, renunciaré a los dulces, pero no empezaré hasta mañana. Por ser la última vez voy a darme un atracón con todos los dulces que pueda». ¡Me compré ocho dólares de dulces y los llevé a mi habitación! ¡Me pasé toda la noche comiéndolos…! Sudaba, los devolvía, pero seguía comiendo. Desde entonces, cuando tengo ganas de comerme uno, pienso: «No te quejes, amigo; hubo una vez que disfrutaste». ¿Me comprendes?

The man with the golden arm. Otto Preminger (1955).

Cine en serie – El hombre del brazo de oro

POKER DE FOTOGRAMAS (IV)

Es difícil encontrar otro cineasta que con una carrera de más de cuarenta años como director haya conseguido una obra tan sólida y uniforme en cuanto a calidad, abordando tantos estilos y temáticas tan opuestos, como el austriaco Otto Preminger; en este punto, quizá sólo Howard Hawks pueda presentar un currículum más dilatado en el tiempo, más variopinto en cuanto a géneros, más constante en su nivel artístico y más reconocido por crítica y público. Preminger, que construye sus filmes partiendo de guiones compactos, muy bien estructurados y literariamente impecables, base indiscutible para dotar a sus personajes de perfiles psicológicos complejos y contradictorios y a sus historias de abundantes matices y diferentes niveles de lectura, tiene en su haber unas cuantas obras capitales de la Historia del cine, como son la sobresaliente Laura (1944), El abanico de Lady Windermere (1949), Cara de ángel (1952), Río sin retorno y Carmen Jones (ambas de 1954), Buenos días, tristeza (1958), Porgy y Bess y la obra maestra Anatomía de un asesinato (1959), Éxodo (1960) o El cardenal (1963).

Su proyecto de 1955, El hombre del brazo de oro, suponía un tema excesivamente arriesgado para Hollywood, de ahí que arrastrara tantas dificultades económicas y profesionales para ponerla en pie. En una sociedad como la norteamericana de mediados de los cincuenta, puritana en lo formal, sacudida todavía por las veleidades y paranoias de la “caza de brujas” y en la que muchos aspectos censurables de la vida privada de las estrellas eran secretos a voces en los círculos apropiados, no resultaba del agrado de productores, críticos y público ver determinados temas plasmados en la pantalla de manera demasiado explícita, mucho menos cuando las mentalidades conspiranoicas defensoras del American Way of Life indentificaban determinados comportamientos (ideas de izquierdas, homosexualidad, adicciones, etc.) como contrarios al ideario nacionalista norteamericano, y, por tanto, como sospechosos de colaboracionismo con esos entes extranjeros, principalmente de índole comunista, considerados enemigos. Lo que hoy puede parecernos una mentalidad infantil difícilmente explicable y justificable entre personas adultas y razonables, en aquella época era capaz de acabar con carreras y vidas profesionales de un día para otro. Si Billy Wilder experimentó en 1945 el rechazo de buena parte de los sectores económicos, cinematográficos y sociales a raíz del estreno de Días sin huella y su retrato crudo y desgarrador de la adicción al alcohol (voces acalladas con el éxito de la película entre el público y la consagración de Wilder en los Oscar de ese año), Otto Preminger diez años más tarde volvería a ser blanco de las mismas fuerzas conservadoras. La primera dificultad fue pues la elección de un actor que pudiera encarnar al protagonista, a ese perdedor recién salido de la cárcel que soporta un pasado de adicción al poker y a la heroína y, más importante, que se ofreciera a interpretar un personaje que iba a concentrar las iras de buena parte de la profesión y del público americanos. Sólo un valiente, Frank Sinatra (porque Sinatra era muchas cosas, no todas positivas, pero la valentía era un rasgo innegable en él: así lo sabían quienes, por ejemplo, compartieron sus rodajes en España y sabían de su costumbre de sacar al pasillo las fotografías de Franco que presidían las habitaciones de muchos hoteles, honroso comportamiento que le produjo no pocos problemas con la policía y la Guardia Civil del momento) aceptaría, no sin dudas, el papel, y cabe afirmar que sin él la película, de haber sido, no sería la misma.

Sinatra es Frankie Machine, apodado El hombre del brazo de oro, un experto croupier de los bajos fondos, especializado en duras partidas de poker de muchas horas e incluso días de duración, que vuelve a su barrio de siempre una vez en libertad tras un breve paso por la cárcel. Su presencia es garantía para que una partida de poker sea limpia. Su problema: su debilidad por la heroína. Su voluntad: la estancia en prisión le ha regenerado por completo, ha aprendido un oficio, ha descubierto su amor por la música, y su única intención es reconstruir su vida huyendo de todo aquello que le hizo hundirse. No tiene ninguna intención de volver a las andadas, ha dejado el juego de poker y la droga para siempre, quiere vivir y nada va a impedírselo. Para ello, se ha preparado como baterista de jazz y tiene un contacto que puede proporcionarle un empleo. Sólo necesita un poquito de suerte para echar a rodar su nueva vida. Sin embargo, su esposa Zosh (magnífica Eleanor Parker en su personaje de mujer fría, resentida y manipuladora) es un gran problema para Frankie: tiempo atrás quedó impedida a raíz de un accidente del que él se siente culpable, y no duda en chantajear emocionalmente a Frankie, que se siente culpable de su desgracia, para tenerlo atado a su lado y conseguir todos sus propósitos. Zosh, cuya perfidia sólo es comparable a su ambición, exige a Frankie que acepte los trabajos como croupier que le proporciona su antiguo jefe, Schwiefka (Robert Strauss), un organizador de partidas clandestinas, para así ganar un dinero que les proporcione comodidades. De este modo Frankie vuelve a caer en el ambiente que lo pervirtió, en las largas y duras apuestas de dinero al poker, pero no olvida que sólo es una solución temporal en tanto concreta su empleo como músico. Sin embargo, la mala suerte quiere que el traje que su amigo Sparrow (Arnold Stag) le consigue para la audición sea robado y que la policía detenga a Frankie. Louis (Darren McGavin), el antiguo proveedor de Frankie se ofrece a pagarle la fianza, pero con una condición innegociable: deberá trabajar para él en una partida de poker que organiza. Continuar leyendo «Cine en serie – El hombre del brazo de oro»

Mis escenas favoritas – Scaramouche

Obra maestra, a pesar de los leotardos, del cine de aventuras dirigida en 1952 por George Sidney, Scaramouche cuenta la historia del espadachín más célebre de la Francia del XVIII, un héroe escondido bajo la máscara de un saltimbanqui de un teatro ambulante que ayuda a un amigo a escapar de los esbirros del rey que lo acusan de sedición. Magnífica, irónica, vibrante aventura de enorme belleza visual y con unos duelos a espada que son tan complejos como las grandes coreografías del musical.

Como curiosidad, la novela de Rafael Sabatini tiene una versión cinematográfica española filmada en 1963 por Antonio Isasi-Isasmendi, nada que ver con el clásico protagonizado por Stewart Granger, Eleanor Parker, Janet Leigh y Mel Ferrer. Cine de aventuras en estado puro. Memoria sentimental para cualquier cinéfilo.

Diálogos de celuloide – Scaramouche

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Lenore, novia mía, mi belleza. ¿Qué he hecho yo para merecerte?

Hasta ahora muy poco, pero tengo muchas esperanzas.

Rosas…

Dan suerte a los enamorados.

¿En serio? Qué pena que se marchiten tan rápido…

Éstas no se marchitarán, amada mía.

¡Diamantes!

Pensé en tus ojos y fui a comprarlos.

¿Sólo en mis ojos? Qué dulce. Haré que comiences a pensar en todo mi ser…

Scaramouche. George Sidney (1952).