Con Lee Marvin no se juega: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)

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Cine negro vibrante, colorista, estilizado, sobrio, violento, sensual, lacónico, visualmente impactante, narrativamente sólido, conectado con las drogas, la psicodelia y el mundo pop. Esta podría ser la escueta definición de esta fenomenal película del británico John Boorman, con la que revitalizó el género negro conectándolo con la nueva ola del naciente nuevo cine americano de los setenta. Sin olvidar un detalle imprescindible: el poder de la presencia del tipo duro más duro que ha dado el cine, Lee Marvin. A diferencia de los presuntos héroes con musculoides de gimnasio maquillados de clembuterol que tanto han proliferado en el cine comercial moderno, este ex marine (herido de guerra en la batalla de Saipán durante la Segunda Guerra Mundial y condecorado con el Corazón Púrpura) supo dotar a sus personajes, especialmente de villano (incluso cuando hacía de bueno era todo un villano), del trasfondo frívolo, procaz, despreocupado y seguro de sí mismo propio del matón barriobajero, pero siempre cubierto por un barniz más profundo de crueldad, falta de escrúpulos, demencia y una extraña serenidad en la contemplación y participación activa en todo lo ligado al lado más oscuro y brutal del ser humano. En los sesenta, no obstante, incorporó a estos rasgos propios nuevos registros que contribuyeron a enriquecer más aún su extraordinaria caracterización como tipo duro, como fueron el sentido del humor (La taberna del irlandés –Donovan’s reef-, John Ford, 1963 o La ingenua explosivaCat Ballou-, Eliot Silverstein, 1965, que le valió el Oscar al mejor actor) o un laconismo y un hieratismo que bajo su aparente capa de estatismo apenas camuflaba un volcán emocional próximo a entrar en erupción (Código del hampaThe killers-, Don Siegel, 1964), siempre una eclosión bárbara y violenta en la que terminaban por acumularse los fiambres a su alrededor. Precisamente de esta película de Siegel bebe en parte A quemarropa, al menos en cuanto a las chispas que brotan de la excelente química de sus sendos dúos protagonistas, Lee Marvin y Angie Dickinson.

Point Blank concentra en sus 93 minutos de duración una canónica historia de venganza: Walker (Lee Marvin, nada que ver con el papanatas de Chuck Norris), es traicionado doblemente por su esposa, Lynne (Sharon Acker), y por su mejor amigo, Mal Reese (John Vernon, en un sonado y carismático debut que le convirtió en una de las presencias más agradecidas del cine de aquella época; también debuta en ella Carroll O’Connor). En primer lugar, porque se han hecho amantes a sus espaldas. Y además porque, después de que los tres den un golpe consistente en hacerse con el dinero que transportan unos correos de una secreta organización criminal que utiliza la prisión de Alcatraz como base para sus operaciones, el hecho de su traición previa induce a Mal y Lynne a una mayor y más radical, disparar a Walker en una de las celdas y, creyéndolo muerto o agonizando, abandonar el cuerpo a su suerte. Pero Walker no ha muerto, y desde que se recupera de sus heridas no ceja en el empeño de localizar a Mal y Lynne para recuperar la parte del botín que le toca, algo menos de cien mil dólares. En ningún momento Walker dice nada de la otra traición, de la que más le duele, pero se adivina lo que piensa bajo su mirada fría, sus modales calculados y falsamente controlados, y la furia interior que bulle en él. En su tarea encuentra un curioso aliado, un tipo llamado Yost (Keenan Wynn), que dice pertenecer a la organización criminal que sufrió el robo del dinero y que, tras comunicarle a Walker que Mal trabaja ahora para ellos y que se ha convertido en un pez gordo, le propone un pacto: su venganza y el dinero debido a cambio de los deseos de Yost de hacerse con el poder. De este modo, Yost irá informando a Walker de quiénes son las personas que pueden ponerle tras la pista de Mal, y de dónde encontrarlas, mientras que Walker se compromete a despejarle el camino a Yost hacia la cumbre. Esta sinergia de intereses guía a Walker, a través de un buen número de paisajes urbanos californianos, hasta Chris (Angie Dickinson), su cuñada, a la que Mal, ya separado de Lynne, desea. Walker no dudará en utilizar a Chris como cebo para atrapar a Mal…

Pero no es tanto la estructura clásica de venganza, aderezada, eso sí, con giros y características propios y muy bien trabados (el brutal reencuentro de Walker y Lynne, por ejemplo, su juego de pasado y presente puesto en imágenes, y el final del personaje de ella), la mayor virtud de la película, sino su forma cinematográfica, su utilización del color y de la luz como indicativos de los estados de ánimo de los personajes (a veces con composiciones visuales de gran mérito, con juegos de luces y sombras, perfiles de objetos, vistas a trasluz, etc.), el ritmo sincopado de algunas secuencias, sus saltos temporales encadenados dentro de una misma situación dramática, y el ejemplar uso de la cámara lenta, en ocasiones en momentos de extraordinaria virulencia, en la línea de las más estilosas coreografías violentas del cine de Sam Peckinpah. La riqueza visual del filme es apabullante, Continuar leyendo «Con Lee Marvin no se juega: A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967)»