Anarene, Texas, años 50. Tres jóvenes amigos, Sonny, Duane y Jacy, son adolescentes insatisfechos y aburridos que encaran el final de sus años jóvenes y el nacimiento de las responsabilidades de la edad adulta. A su alrededor, el desolado entorno de un pueblo moribundo, últimos resquicios del lejano Oeste, un tiempo estancado que transcurre entre un salón de billar, un café abierto toda la noche y una vieja sala de cine que proyecta Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948). Una obra maestra sobre la frustración, la traición y la pérdida, sobre las promesas incumplidas, las certezas destruidas y las seguridades inexistentes. Todo ello, en el espléndido blanco y negro de Robert Surtees.
Clint Mansell compone la impresionante música de esta irregular, aparatosa, efectista y pirotécnica película del antaño prometedor Darren Aronofsky y que, aunque los comentaristas suelen hacer bastante (demasiado) hincapié en su supuesto retrato triste y deprimente del mundo de la drogadicción, en realidad trata de la evasión como narcótico y del ansia de notoriedad y de éxito. Los jóvenes (Jared Leto, Jennifer Connelly, Marlon Wayans) persiguen este sueño (hoy apellidado más que nunca «neoliberal») mediante la droga y la ensoñación aletargada de irrealizables proyectos futuros; la madre del protagonista (escalofriante Ellen Burstyn), a través de la televisión, mecanismo de ocio alienante, vulgarizador y adocenado. El paralelismo entre los efectos de las drogas y de la televisión culmina en su identificación con el espejismo vital que componen esas ansias de ascenso y reconocimiento que manifiestan auténticos don nadies que jamás pasarán de ser rostros anónimos en la calle del extrarradio cochambroso de una gran ciudad.
La composición de Mansell subraya esta atmósfera desquiciada y lisérgica, perturbadora y alucinante, que envuelve a los personajes hasta hacerles perder pie con la realidad, o hundirse irremisiblemente en ella.
Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 50º aniversario de la publicación de la novela El exorcista, de William Peter Blatty, llevada al cine dos años después por William Friedkin, con guion y producción del autor de la novela.
Inspirada en un hecho real sucedido en Maryland en 1949, conocido por William Peter Blatty durante su etapa como profesor en Georgetown, la película de Friedkin es un prodigio en el uso del lenguaje simbólico y en la sugerencia subliminal, hasta el punto de logra convertir una aparente historia de terror en una mucho más profunda reflexión sobre la crisis de fe de raíces edípicas que sufre su protagonista, el padre Karras (Jason Miller), a partir de la enfermedad y muerte de su madre. Éxito de ventas y de taquilla, supone un extraño caso de cine de autor con grandes dosis de autenticidad (la experiencia personal de Blatty en Georgetown, el pasado de Jason Miller en la carrera sacerdotal y su abandono debido a una crisis de fe, la participación, interpretando al padre Dyer, de William O’Malley, padre jesuita autor de más de cuarenta libros, que fue también asesor «técnico» de la película…) y, al mismo tiempo, de anticipación del fenómeno blockbuster de la década siguiente. Además de la participación de Mercedes McCambridge poniendo voz al demonio en un gran esfuerzo técnico modulado y amplificado por el consumo a espuertas de alcohol y de tabaco, y de la archiconocida música de Mike Oldfield, algunas anécdotas turbias ligan la película a cierta leyenda de «malditismo», como el incendio declarado en el set de rodaje, la supuesta bendición del plató por parte de un sacerdote para ahuyentar a los malos espíritus o las muertes prematuras de Linda Blair o de Jack MacGowran. Menos luctuosos pero tanto o más curiosos son los distintos avatares para la conformación final del reparto y la elección de director. Si Arthur Penn, Mike Nichols, el mismísimo Stanley Kubrick y Mark Rydell (que llegó a tener firmado un contrato con la Paramount) sonaron para encargarse de la adaptación cinematográfica, Marlon Brando, Jack Nicholson, Paul Newman o Stacy Keach (que llegó a estar contratado para el papel) fueron las preferencias del estudio para interpretar al padre Karras, mientras que Audrey Hepburn, Anne Bancroft, Jane Fonda o Shirley Maclaine estuvieron a punto de interpretar a la angustiada madre de Regan.
Un detalle en el que generalmente casi nadie repara en cuanto a El exorcista, la película de culto dirigida por William Friedkin en 1973. Su potente banda sonora aplicada a esta historia de posesiones demoníacas y redenciones espirituales también incluye entre sus músicas no sólo la conocida composición de Mike Oldfield, sino que también esconde un tema, a priori, sorprendente. En concreto, en la secuencia en la que el padre Karras (Jason Miller) se cita en un bar del campus de Georgetown con un compañero sacerdote para charlar de sus respectivos problemas de fe y angustia existencial, mientras lucha por llegar a su mesa con dos cervezas entre la gente que abarrota el local y después a lo largo de la conversación, suena el final de Ramblin’ man, el clásico de los Allman brothers.
La elección de esta canción, aunque sólo se escuche un breve fragmento, no parece en nada gratuita. Su título, la referencia al hombre enrevesado, laberíntico, confuso, no hace sino aludir directamente (un aspecto, el de lo subliminal, que está muy cuidado en los guiones de las mejores películas norteamericanas de siempre) al contenido de la compleja naturaleza interna del padre Karras, a sus dudas, sus crisis y su desorientación vital. Un aspecto capital para entender la evolución del personaje durante la película y el por qué del desenlace final en lo que a él atañe.