Mis escenas favoritas: Un cadáver a los postres (Murder by Death, Robert Moore, 1976)

Basada en una obra del gran Neil Simon, esta comedia de Robert Moore cuenta con un excelente reparto (Alec Guinness, David Niven, Peter Sellers, Peter Falk, Eileen Brennan, Maggie Smith, Truman Capote, James Coco, Elsa Lanchester, Nancy Walker, Estelle Winwood, James Cromwell) y un buen puñado de situaciones divertidas. Mejor la VOS, pero el doblaje al castellano tampoco está mal.

Música para una banda sonora vital: Un cadáver a los postres (Murder by Death, Robert Moore, 1976)

Seguimos con Dave Grusin, compositor de la última entrada musical publicada en esta bitácora, justamente la semana pasada. En esta ocasión se trata de la juguetona melodía compuesta para esta deliciosa comedia de crímenes basada en una obra de Neil Simon y dirigida por Robert Moore. Entre su magnífico reparto, nada menos que Alec Guinness, David Niven, Peter Sellers, Peter Falk, Eileen Brennan, Maggie Smith, Truman Capote, James Coco, Elsa Lanchester o James Cromwell.

Seis destinos (Tales of Manhattan, Julien Duvivier, 1942)

El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)

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El cine de terror ha gozado de sus mejores momentos siempre como reflejo de un estado sociológico determinado. Al igual que el cine negro clásico no habría podido concebirse en la forma en que hoy lo conocemos sin el efecto que los horrores conocidos durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron en los norteamericanos y extranjeros asimilados a Hollywood que la vivieron de cerca ni sin los traumas ligados a las dificultades de readaptación de los ex combatientes a la vida civil, el cine terror en sus diversas formas, el de zombis, por ejemplo, ha disfrutado de sus más prestigiosas y mejores épocas como resultado de conmociones colectivas previas o contemporáneas, como al principio de los años treinta, efecto colateral de los desastres provocados por el crack del veintinueve (con títulos que van desde La legión de los hombres sin almaWhite zombie-, Victor Halperin, 1932, a Yo anduve con un zombiI walked with a zombie-, Jacques Tourneur, 1943), o como plasmación de la ebullición ideológica y social de los años sesenta en Estados Unidos (La noche de los muertos vivientesNight of the living dead-, George A. Romero, estrenada nada menos que en pleno y convulso 68). Los estudios Universal fueron los que con más talento y originalidad capitalizaron este renacido interés por el mundo del terror, legando a la posteridad una imprescindible colección de títulos que no sólo suponen las más altas cimas del género a lo largo de la historia del cine, sino que se han convertido en iconos universales (nunca mejor dicho) que han llegado a menudo a condicionar, como poco estéticamente, pero incluso mucho más allá, los recuerdos y evocaciones que el público ha hecho de aquellos personajes e historias basados en originales literarios que, después de pasar por el filtro del cine, ya no han vuelto a ser lo que fueron, que siempre serán como el cine los dibujó.

El espléndido documental de Kevin Brownlow, Universal horror producción británica de 1998, recorre todo este magnífico periodo de terror cinematográfico desde principios de los años treinta a mediados o finales de los cuarenta, deteniéndose en los antecedentes literarios (Bram Stoker, Mary Shelley, Lord Byron, Edgar Allan Poe, Gaston Leroux, H.G. Wells, etc., etc.), cinematográficos (Rupert Julian y Lon Chaney, Robert Wiene, F. W. Murnau, Fritz Lang, etc., etc.) y sociológicos (el impacto que supusieron los desastres de la Primera Guerra Mundial y el descubrimiento de la muerte violenta de militares e inocentes a gran escala, o incluso los avances médicos que posibilitaron la supervivencia de heridos que en cualquier otro momento histórico previo habrían muerto y que ahora mostraban abiertamente malformaciones, mutilaciones, taras, etc., ante el indisimulado morbo de cierto público) que desembocaron en un interés y una aceptación sin precedentes por las películas de horror, por lo gótico, lo grotesco, lo extraño y extravagante. Igualmente, el documental aborda las figuras de Carl Laemmle, Carl Laemmle Jr. e Irving Thalberg, los valedores industriales de esta nueva corriente, así como por los productos más conocidos y trascendentales del momento, los personajes más importantes (el Golem, Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, el Hombre Invisible, el Doctor Jeckyll, Mr. Hyde, King Kong, entre muchos otros), los actores que los interpretaron (Lon Chaney, Bela Lugosi, Boris Karloff, Claude Rains, Fredric March, Elsa Lanchester, etc. etc.) y los directores que los hicieron inmortales (Tod Browning, James Whale, Robert y Curt Siodmak, Rouben Mamoulian…), a menudo con testimonios de «primera mano» de hijos, nietos y demás amigos y parientes de los implicados en el cine de aquellos tiempos, o de veteranos actores y escritores (como el caso de Ray Bradbury) fallecido hace unos 2 años, que relatan sus experiencias vitales como espectadores impresionados por aquel cine.

Con un buen ritmo narrativo que logra mantener el interés durante la hora y media de metraje, y con abundancia de imágenes ilustrativas de los argumentos expositivos, tanto de secuencias clave de los propios clásicos cinematográficos que recupera como de material fotográfico de archivo, que recogen la vida en los estudios, los rodajes, la labor de maquillaje, los trabajos de ambientación y puesta en escena, la creación de efectos especiales, o incluso de simpáticas apariciones de actores caracterizados como monstruos en interacción con el personal técnico o los compañeros de reparto (especialmente algunas cómicas apariciones de Karloff, con su maquillaje verde, intentado estrangular a alguien o, sencillamente, tomándose un café), el documental se detiene especialmente en señalar los orígenes literarios de muchas de estas creaciones (incluso a través de secuencias de películas de tema literario referidas a esos momentos, como el film mudo que representa la noche en Villa Diodati en la que Byron y Shelley dieron a luz El vampiro y Frankenstein), Continuar leyendo «El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)»

Cuando las barbas (azules) de tu real vecino veas pelar… La vida privada de Enrique VIII

Una de las series televisivas más celebradas de los últimos lustros es Los Tudor, coproducción entre Canadá, Estados Unidos e Irlanda que durante 38 capítulos distribuidos en 4 temporadas se ocupaba de presentar la azarosa vida matrimonial y sexual del rey Enrique VIII de Inglaterra y de su Corte de ambiciosos, embusteros y traidores subalternos, encadenando estos avatares personales colectivos a los acontecimientos históricos de la época, en especial en cuanto a las relaciones del monarca inglés con Francia, España o el Papado y al nacimiento de la iglesia anglicana. Celebrada por la crítica y con el beneplácito del público, los tres problemas de la serie radican en sus excesivamente anodinos modos televisivos, su parquedad y modestia en el uso de exteriores y su actor protagonista, Jonathan Rhys Meyers, que incorpora a un rey de atlética estética metrosexual que poco o nada tiene que ver con la oronda apariencia y la educación renacentista del auténtico Enrique, que ha pasado a la historia gracias al retrato de Holbein el Joven.

La serie, además, no cuenta nada que no se haya contado ya antes y mejor, por más que introduzca el elemento explícitamente erótico que las otras versiones ningunearon por evidentes motivos censores y por una mayor preocupación por los asuntos puramente dramáticos y cinematográficos. Robert Shaw en Un hombre para la eternidad (A man for all seasons, Fred Zinnemann, 1966) o Richard Burton en Ana de los mil días (Anne of the Thousand Days, Charles Jarrott, 1969) ya habían interpretado con anterioridad al rey inglés en historias que relataban su relación a tres bandas con Catalina de Aragón y Ana Bolena, episodio, de entre todos los abundantes lances de cama del monarca, que ha sido tradicionalmente el más explotado cinematográficamente, como en la reciente -e inspirada asimismo en otra serie de televisión- Las hermanas Bolena (The other Boleyn girl, Justin Chadwick, 2008). Quedándonos con los filmes de Zinnemann y Jarrott como referencia, la otra gran versión de la convulsa biografía de dormitorio del monarca la ofreció en 1933 el húngaro afincado en Inglaterra Alexander Korda (junto a su hermano Zoltan auténtico protagonista de la consolidación del cine sonoro en el Reino Unido gracias a su cine historicista), y se tituló La vida privada de Enrique VIII.

Protagonizada por Charles Laughton, sencillamente genial en su composición de rey campechano (todos lo son, ¿no? O eso dicen…), glotón, de modales toscos y tabernarios, chisposo, agudo y fácil de contentar e irritar, como un niño pequeño que al menos consigue -aunque no siempre- no cagarse encima (todos lo son, ¿no? Aunque eso no lo dicen…), la película presenta durante sus breves 87 minutos algunos momentos selectos de la agitada vida «sentimental»-sexual de Enrique VIII. Sorprendentemente, como anuncia el mensaje introductorio leído por una voz en off, Korda elude abordar la cuestión del divorcio de Enrique y Catalina de Aragón (despacha este tema con un «una historia sin mucho interés), la aparición de la iglesia anglicana o el asesinato de Estado sufrido por Thomas Moore, así como las maniobras de la familia Bolena (padre, tío y ambas hermanas) por, a través del sexo, medrar y manipular la voluntad del rey a fin de llenarse los bolsillos con la política interior y exterior del reino. La historia de verdad comienza el mismo día que Ana Bolena (Merle Oberon) va a ser decapitada, justo cuando Enrique va a contraer matrimonio, por tercera vez, con Jane Seymour (Wendy Barrie), el que se supone que fue su único casorio por amor. Y muy desgraciado, porque ella murió a los pocos meses al dar a luz al heredero al trono, también fallecido a edad temprana. Ello lleva al rey a concertar su cuarto matrimonio con Ana de Cleves (Elsa Lanchester), la más fea de sus esposas y de la que también se divorció, de mutuo acuerdo en esta ocasión, en cuanto pudo, para contraer quinto matrimonio con Catalina Howard (Binnie Barnes), capítulo central de la trama de la película, aderezado con los celos y la pasión oculta de Thomas Culpeper (Robert Donat), finalmente amante de una reina demasiado joven para un rey borrachín, cebón y grasiento. El epílogo matrimonial, el sexto, será el de ya un anciano rey con Catalina Parr (Everley Gregg).

La película oscila durante todo su metraje entre la comedia y el drama, con tintes románticos y sentimentales, constantemente alejada de los avatares políticos o bélicos del momento. Rodada en los estudios Elstree, concentrada casi en su totalidad en interiores recreados en los suntuosos decorados propios de las producciones Korda y la London Films, son las distintas personalidades de las mujeres involucradas en la vida del rey las que van marcando el tono narrativo de cada episodio biográfico-marital de Enrique. Continuar leyendo «Cuando las barbas (azules) de tu real vecino veas pelar… La vida privada de Enrique VIII»

‘As time goes by’: El reloj asesino

En marzo de 2008 publicamos un comentario de No hay salida (No way out, Roger Donaldson, 1987), eficaz y trepidante thriller de acción y suspense con trasfondo de política y espionaje internacional protagonizado por Kevin Costner, Gene Hackman y Sean Young, que se basa en una película anterior, esta El reloj asesino (The big clock), dirigida por John Farrow en el glorioso año de 1948 (glorioso para el cine) y protagonizada por Ray Milland, Charles Laughton y Maureen O’Sullivan (puede deducirse fácilmente cuál es el equivalente, es un decir, de cada uno en la versión de 1987), más sencillita en cuanto a implicaciones narrativas pero doblemente intensa, vertiginosa, absorbente y apasionante. Pese a haber estrenado ya películas en 1939, John Farrow pertenece a ese grupo de directores para los que la Segunda Guerra Mundial fue banco de pruebas técnico al mismo tiempo que oportunidad de despegue profesional en una carrera que se extendió hasta los primeros sesenta y que se recuerda principalmente por el western en 3D Hondo (1953), con John Wayne, y algunas obras estimables como Mil ojos tiene la noche (1948), con Edward G. Robinson, El desfiladero del cobre, de nuevo con Milland como protagonista, o Donde habita el peligro, con Robert Mitchum (ambas de 1950). El reloj asesino es una de sus mejores películas, y en ella se combina el drama sentimental, los juegos de poder y la intriga y el suspense dentro de los cánones del cine negro.

La historia, de poco más de hora y media de duración, nos sitúa al principio en una especie de comedieta de costumbres periodísticas que nos suena a otra cosa, a Luna nueva (Howard Hawks, 1940) o, como se la llama en otras versiones, Primera plana (The front page, Billy Wilder, 1974): tenemos a un periodista, George Stroud (Ray Milland), que lleva años intentando irse de luna de miel con su esposa Georgette (Maureen O’Sullivan) sin que la actualidad ni el riguroso proceder del editor del periódico, Earl Janoth (Charles Laughton), le permitan reservarse unos días para complacer a su mitad. Cuando parece que esta vez es la buena, la pericia de George en la búsqueda y el hallazgo de personas desaparecidas pone en bandeja del periódico una exclusiva que Janoth le obliga a seguir aunque tenga que cancelar de nuevo sus vacaciones y a cambio de unas promesas abstractas e imprecisas de futuras compensaciones salariales y materiales. Aquí se ven ya los primeros tintes del drama, ya que lejos de dar pie a una situación de equívocos u ocultaciones propios de la comedia, lo que se pone en riesgo es el matrimonio de la pareja o el abandono del periodismo por parte de George. Las tensiones, los desencuentros con su esposa y el enfrentamiento con el editor, a pesar de su voluntad de dejar el periódico, reúnen a George con una joven cuya insinuante presencia ya ha rechazado con anterioridad, y, tras recorrer con ella la ciudad, dando pie a pequeñas anécdotas aparentemente sin importancia que luego cobrarán dimensiones trágicas, pasa la noche en su casa. Sin embargo, ha de abandonarla rápidamente cuando su amante, precisamente Janoth, va a visitarla; ambos se cruzan en el pasillo de la casa pero a distancia, y mientras Janoth está bajo el foco de luz que lo identifica fácilmente, él sólo puede ver una figura que se escabulle por las escaleras tras detenerse a mirarlo cuidadosamente en la penumbra. Cuando a la mañana siguiente se sabe que la joven ha sido asesinada, Janoth y su secretario (George Macready), que están decididos a exculpar al editor y cargarle el muerto (nunca mejor dicho) al hombre no identificado con el que se cruzó por el pasillo, recurren a la habilidad ya demostrada de George para la localización de personas anónimas y lo obligan a hacerse cargo del asunto. Éste, desinteresado al principio, se da cuenta de que en ello va su propia vida: él sabe quién mató a la chica, y lo que es más importante, sabe a quién quieren culpar los dueños de su periódico; su caso ya no trata de una investigación, sino de una carrera contrarreloj para evitar que los múltiples indicios que lo acusan (todas las huellas de su periplo nocturno por la ciudad con la joven asesinada) salgan a la luz antes de que él posea las pruebas que incriminan a Janoth.

La película adquiere así un ritmo de tensión continuada a partir del asesinato que se mantiene durante todo el metraje: carreras, reuniones, conversaciones, llamadas telefónicas, averiguaciones y conclusiones, indicios y contraste de datos, al mismo tiempo que ocultación, manipulación e incluso huida de los testigos oculares que pueden identificar a George cuando Janoth y su secretario deducen por las pruebas de que el extraño misterioso que acompañaba a la fallecida es alguien que se encuentra en el edificio y organizan ruedas de reconocimiento dependencia por dependencia. Continuar leyendo «‘As time goes by’: El reloj asesino»

Mis escenas favoritas – Un cadáver a los postres

Magnífica película de Robert Moore, de 1976, que utiliza el humor, la parodia y la ironía para poner de manifiesto y analizar de manera crítica las claves y los tópicos más comunes del género detectivesco. Lo más destacable, además de la ambientación, el excelente reparto: Alec Guinness, David Niven, Peter Sellers, Peter Falk, Eileen Brennan, Elsa Lanchester, Maggie Smith y James Cromwell, entre otros.

Apoteosis del emporio Korda: Rembrandt

Rembrandt

En varios de las comentarios de Alfred Hitchcock en libros y entrevistas queda muy claro cuál era el panorama en la cinematografía británica de los años veinte y primeros años treinta del pasado siglo: la mayor parte del pastel se lo repartían los distintos estudios que, como sucursales de las grandes firmas norteamericanas, abrieron instalaciones en Gran Bretaña atraídas por los menores costes de producción, la gran calidad de los intérpretes británicos, y la facilidad del idioma para crear equipos artísticos y técnicos conjuntos. El resto quedaba en manos de la escasa producción autóctona, concentrada casi al cien por cien en la adaptación a la pantalla de obras universales de la literatura inglesa o bien en el rodaje de dramas historicistas que recogieran episodios bélicos o políticos del pasado. Eso, hasta que Hitchcock llegó y parió la cinematografía británica. Pero hasta entonces, la única excepción al dominio que el cine norteamericano ejercía sobre el británico era el tándem formado por los hermanos Korda, quienes, siguiendo esa misma línea tradicional de la incipiente industria británica, se han hecho un hueco en la historia del cine gracias a sus películas históricas (La vida privada de Enrique VIII) y a sus adaptaciones de clásicos de la literatura inglesa, preferentemente relacionados con la época del imperio (Revuelta en la India, El libro de la selva, Las cuatro plumas).

La cúspide de la colaboración entre Zoltan y Alexander Korda es esta magnífica obra de 1936 sobre el famoso pintor neerlandés, protagonizada por el genial actor británico Charles Laughton, con toda seguridad, uno de los más grandes intérpretes de todos los tiempos. Dirigida por Alexander (en uno de sus escasos trabajos tras la cámara) y producida por Zoltan (cuya filmografía como director es mucho más amplia) dentro de la London Film Productions, la película parte del año 1642, cuando Rembrandt, aclamado como el mejor y más famoso pintor de Europa, se halla en un punto de inflexión en su vida y carrera. En ésta se encuentra ya asqueado, cansado de recibir cumplidos, de pintar por dinero, de atender a los gustos de los burgueses ennoblecidos gracias al comercio de la flota holandesa por todo el mundo. Sintiéndose perdido, se rebela contra su acomodada vida y empieza a pintar acorde con su forma de ver el mundo, y no ya tanto por el encargo de una visión determinada a cambio de un puñado de florines. La presentación en sociedad de La ronda de noche hace que sus mecenas resulten escandalizados: visto que el maestro se ha apartado de los colores y temas habituales y ha ideado una pintura oscura, triste, aparentemente absurda por su falta de tema, se revolucionan todavía más cuando el pintor les explica de viva voz el motivo de su pintura, la hipocresía, la falsedad, la repulsa hacia una clase podrida, hedionda. Continuar leyendo «Apoteosis del emporio Korda: Rembrandt»