Música para una banda sonora vital: Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969)

Jerry Fielding compone la música, de indudable aire mexicano, de esta monumental obra maestra de Sam Peckinpah. La golondrina es tal vez su fragmento más mítico, además del tema de apertura de la película.

Diálogos de celuloide – Grupo salvaje (Wild bunch, Sam Peckinpah, 1969)

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-Dime una cosa, Harrigan. ¿Qué se siente cuando le pagan a uno por estar ahí sentado y contratar a otros para que maten respaldados por la ley? ¿Qué se siente dirigiendo la caza legalizada del hombre?
-Satisfacción.
-Maldito hijo de perra.
-Dispones de treinta días para atrapar a Pike o volver a Yuma. Tú eres mi Judas preferido, querido Thorton. Treinta días para atrapar a Pike o treinta días para volver a Yuma. Aquí los quiero a todos cabeza abajo sobre la montura.
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-Hay mucha gente, Dutch, que no aguanta que se les demuestre que se equivocan.
-Orgullo.
-Y jamás pueden olvidarlo. El orgullo les impide aprender de sus errores.
-¿Y nosotros, Pike? ¿Crees que hemos aprendido algo al equivocarnos hoy?
-Espero que haya sido así.
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-Va a conseguir que nos maten a todos. Voy a librarme de él ahora mismo.
-No te vas a librar de nadie. Seguiremos todos juntos como siempre hemos hecho. Cuando uno se mezcla en un lío de éstos es hasta el final, si no quieres seguir eres peor que un animal y estás acabado ¡Estamos acabados! ¡Todos!
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Eso sí que se me hace difícil de creer.
-No tan difícil. Todos soñamos con volver a ser niños, incluso los peores de nosotros. Tal vez los peores más que nadie.
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-Le han dado. Parece que está gravemente herido.
-¡Maldita sea ese Dick Thorton!
-¿Qué harías tú en su lugar? Ha dado su palabra.
-Le dio su palabra a un ferrocarril.
-¡Es su palabra!
-¡Eso no importa! ¡Lo que importa es a quién se le da!

Wild bunch (Sam Peckinpah, 1969).

 

CineCuentos – Quiero la cabeza de Alfredo Moreno

– Cincuenta mil. La mitad ahora y el resto cuando esté hecho el trabajo. Ya sabes, como en las películas. Tómate tu tiempo pero no quiero vivo a ese cretino dentro de un año por estas fechas, ¿me oyes? Me da igual lo que hagas con él, pero que sufra. Nada de dos tiros de cualquier manera, un navajazo, un atropello o un empujón por las escaleras. Si le pegas dos tiros o le das una puñalada, que sea en el bajo vientre, que la agonía es más larga y duele más, ¿entendido? No te será difícil con la barriga que tiene ese mamón: cuando se presentó a un casting para hacer de doble le dijeron que mejor fuera para hacer de triple… Y si le atropellas, más te vale echar luego marcha atrás y darle otro repaso. Lo ideal sería que antes lo torturaras un poco, que le cortaras algo de aquí y de allá, que lo sangraras como a un gorrino, y que después me trajeras su cabeza en una cesta, como el tipo aquel de México por cuya cabeza el padre de la chica que dejó preñada ofreció un millón de pavos. Quizá no tengamos ni tanto tiempo ni tanta suerte, pero que sufra, ¿estamos?

El por qué no es asunto tuyo; limítate a hacerlo y a sacarle una foto después para que por lo menos pueda echarme unas buenas risas a su costa. Y sin remordimientos, no te dé ninguna pena. Créeme, en el fondo le hacemos un favor, a él y al mundo. No necesitamos a otro vulgar juntaletras que nos diga lo que tenemos que hacer o que pensar, ya nos basta con la tele. Tampoco va a perderse gran cosa con la porquería de vida que lleva. Fíjate, mira qué careto. Joder, seguro que le dieron la primera comunión con una pértiga… Una mezcla de Tony Soprano y Boris Karloff, sólo le faltan los tornillos a los lados del cuello, porque está claro que en la cabeza no tiene ninguno. Hasta el personal de quirófano se asustó cuando lo vieron nada más nacer y lo dejaron caer al suelo. No es de extrañar que las mujeres pasen de él. Desde luego, si tiene éxito con alguna mujer será por efecto del coma etílico… Y además, seguro que la tiene pequeña.

Para colmo ahora hace ya algún tiempo que encima se las da de escritor y de crítico de cine. ¡Pero si en su vida ha cogido una cámara ni ha pisado nunca un rodaje! ¡Si dice que lleva un montón de tiempo escribiendo no sé qué guión o qué pestiño de novela y nadie jamás ha visto nada suyo que no sean unos cuentos de mierda de tres o cuatro párrafos como mucho! Pero no, el señorito se cree con derecho a decirme a mí que no sé dirigir, que mis películas son una birria, que mis actores no saben actuar, que mis guiones son delirantes. ¡A mí! ¡Con la pasta que me gasto en efectos especiales para que no se note que tiene razón! Vale que Chuck Norris no es precisamente un gran actor, que es idiota, que Sandra Bullock es tonta del culo y que Renée Egelzegger, Zegelwelter, Welgezeguer o como coño se llame no sabe decir dos palabras seguidas que tengan sentido, pero de algún sitio tendré que ahorrar, digo yo. ¿Qué más quieren? ¿Que me rebaje el sueldo? ¿Que piense en hacer cine en vez de en cómo hacer dinero? ¿Acaso yo me meto en su trabajo? Me tiene harto, he aguantado mucho más de lo que puedo soportar, así que quiero que te lo cargues cuanto antes de la forma más dolorosa de la que seas capaz. Ya sabes, otro tanto cuando me traigas su fotografía… o su cabeza en una cesta.

Antes de que transcurriera el año, ella estaba de nuevo ante el escritorio de nogal del despacho de grandes ventanales con vistas a Burbank y los estudios. En silencio, ante la expectación de su interlocutor, abrió lentamente la caja que tenía sobre las rodillas, extrajo un paquete envuelto en un papel grueso, blanco, teñido de sangre, y lo dejó sobre la mesa por el lado manchado. Él sonrió con suficiencia: días atrás, nada más escuchar su voz al otro lado del teléfono, había adivinado al instante que su encargo había sido cumplido y había pasado toda la semana recreándose en el momento en que pudiera tener la prueba ante sus ojos, regodeándose, paladeándolo por anticipado. Con gran excitación, tomó el paquete entre sus temblorosas manos sin importarle que sus dedos y hasta los puños de la camisa fueran impregnándose del espeso líquido rojo. Casi emocionado, destapó el envoltorio y puso el corazón todavía sangrante sobre la mesa.

– Buen trabajo, sí señora -dijo entre dientes, con una sonrisa de crueldad, casi de psicópata de sus películas de serie B, que le cruzaba de oreja a oreja-. ¿Cómo fue? ¿Cómo se lo arrancaste? ¿Con una cuchara, un serrucho, una taladradora, una perforadora, un martillo pilón? Cuéntamelo todo. Con detalles. No te ahorres ni omitas nada, sobre todo si es escabroso.

Ella se mantuvo seria, ensimismada, con la mirada perdida, al parecer poco satisfecha con el papel que le había tocado desempeñar en aquella historia. Incómoda, pero conservando el pleno dominio de sí misma, respondió.

– Supongo que he cumplido sus órdenes al pie de la letra, aunque no me gustó hacerlo. Tiene que estar contento porque fui mucho más cruel y despiadada que todo eso.

Ante el visible nerviosismo que consumía el ansioso rostro de su interlocutor, los ojos desencajados de azufre y casi al borde de las lágrimas, la nariz hiperventilando, las mejillas sonrosadas y el perfil cubierto de sudor, sacó del bolso el sobre con el fajo de dólares adelantado tiempo atrás, lo arrojó con desdén sobre la sangre que se extendía lenta pero incesantemente por la mesa y, antes de girarse hacia la puerta de salida, se limitó a añadir, glacial:

– Hice que se enamorara de mí.

– ¿Sí? -preguntó embobado, perplejo, venciendo por vez primera la rabia que le impedía reparar en la hipnotizante hermosura de la mujer que se hallaba ante él.

– Claro que no. Le obligué a ver todas tus películas una tras otra…

Y dando la vuelta, ocultando un principio de sonrisa y reprimiendo una lágrima que amenazaba con desbordarse, se marchó dejándolo con las manos manchadas de sangre.