Entrevista española a Billy Wilder

El pasado mes de agosto, el diario ABC recuperaba una entrevista a Billy Wilder realizada en 1966, durante un breve paso por España del cineasta, y publicada en su día en Blanco y Negro.

Billy Wilder, probablemente, el mejor director de cine. - LOFF.IT  Biografía, citas, frases.

El director de cine Samuel Wilder, ‘Billy’, nació a principios del siglo XX en un imperio en demolición, el Austro-Húngaro, y murió a principios del siguiente en otro, el de Hollywood, que contribuyó decisivamente a edificar. Este escultor de historias aportó al cine norteamericano nada menos que la sutileza, la mezcla de lo corrosivo con lo sensiblero, de las paradojas con los giros sorprendentes, de los villanos que resultaban ser íntegros con los héroes que al final eran unos farsantes…

Esta visión tan inteligente de la realidad le valió veintiuna candidaturas a los Oscar y seis estatuillas al director de films como Sabrina, El crepúsculo de los dioses, El apartamento o Con faldas y a lo loco. Hacia 1966, Wilder había ganado todos los oscars de su carrera y había filmado sus obras más destacadas, pero aún le quedaban muchos conejos bajo la chistera.

Miguel Pérez Ferrero, un periodista de ABC que acostumbraba a firmar sus artículos como Donald, logró entrevistar ese año para Blanco y Negro en su brevísima parada por España al «más afortunado coleccionista de Oscars del cinematógrafo», un hombre sencillo, de trato amable. «Ahora estoy de vacaciones. ¡Lástima! Me hubiera gustado quedarme en España, en Madrid, más tiempo. Esto ha sido una escala, breve, demasiado breve. Pero me propongo volver. He visto museos, Toledo, toros y fútbol. Jugué en mis tiempos. Voy a Suiza. Empieza la temporada de nieve. Montaña, aire puro, descansar», aseguró el director.

Donald conversó en francés largo y tendido con el austrohúngaro, nacido en una región que hoy pertenece a Polonia, aunque, a decir verdad, aquello fue más bien un monólogo con «un hombre enjuto, de estatura no menguada, poco pelo, sonrosado de tez, o quizá el rosa de la camisa se le sube a las mejillas. Tiene en la mano un vaso con un poco de whisky».

–¿Cuál es tu película predilecta? Es una pregunta tópica, lo sabemos.

—Yo elegiría más bien cinco o seis minutos de unas cuantas de esas películas. Cinco o seis minutos solamente de cada una de las que repasase. Y, fíjense, tengo la sospecha de que precisamente esos pocos minutos de ésta o aquélla, a pesar de haberse proyectado los películas en España, no los han visto los espectadores españoles…

—Alguna, como ‘Irma la dulce’, la desconocen entera. No se ha proyectado aquí nunca.

—¿Inmoral acaso? No lo veo yo así. En esa historia, a fin de cuentas, se exalta el amor puro. Sucede que la pureza, como el oro, hay que buscarla y encontrarla no siempre bajo capas sin mácula.

—Veamos si recuerda cuál ha sido el momento, digamos, más emocionante de su carrera.

—Entiendo de mi carrera de realizador. Pues, sí. Uno sobre todos. El día que empecé a dirigir a Eric von Stroheim en Cinco tumbas a El Cairo, donde él encarnaba a Rommel. Luego le dirigí en Sunset Boulevard.

—Sentía una gran admiración por él, ¿verdad?

—Una inmensa admiración como creador de cine. De Stroheim sí que puede decirse que se adelantó genialmente, por lo menos, más de diez años a su tiempo.

—Y ya en ese cauce, ¿cuáles han sido sus otras grandes admiraciones?

—Griffith, Fritz Lang, Murnau, Lubitsch, Rene Clair y uno de ustedes, Luis Buñuel. Lo han hecho todo.

—¿Cómo todo? ¿No se puede hacer más? ¿No cabe ya innovar?

—Sí, sí, siempre se puede hacer… Pero todo eso que se afirma de que hay un cambio, todo eso de las nuevas olas y de lo nuevo que venga, a lo que pondrán otro rótulo, el que sea, me parece falso. Lo que cambia es el público. El grueso del público, más joven, conoce lo de hoy e ignora lo de ayer. Y no sabe que lo que juzga nuevo se hizo ya. Los grandes innovadores son los que he nombrado y algún que otro más, que quizá se ha escapado de momento de la pequeña lista. ¿No están ustedes de acuerdo conmigo?

—Nosotros, sí, por supuesto. Pero es que pertenecemos a aquella ola; nuestra edad es la misma que la suya. Y asistimos, y hasta participamos, un poco en todo aquello.

—Sí, ya lo sabía.

—Bien, ha terminado usted The Fortune Cookie (En bandeja de plata). Está presentada. Y ahora, de principio, un capítulo nuevo. El de los proyectos…

—¡Oh, de momento nada de proyectos! Estoy de vacaciones y he de disfrutarlas con mi mujer. Cuando empiezo a pensar en una nueva película, cuando empiezo a dar vueltas a lo que haré o no haré y me pongo a escribir una historia mía o a adaptar la de cualquier otro, se terminó todo: tomar copas cuando me apetece, perder el tiempo, disfrutar de países, de paisajes, de museos, de espectáculos. Se abre la etapa del encierro o, mejor dicho, se cierra la puerta del libre albedrío. ¡Menos de todo! Y entonces me da la impresión de que mi vida se va perdiendo metida en otras vidas, en las de los personajes que pueblan lo que tengo que contar. Y, en el fondo, eso me produce tristeza, pues a mí me gusta vivir la vida mía, la propia. Esa es la que me proporciona satisfacción. Por ello nada de pensar en proyectos, nada de acariciar ninguno, ¡y ni siquiera nombrar la palabra, que me parece un fantasma incómodo.

—En lo que respecta a su trabajo literario, a escribir sus historias, guiones y adaptaciones, siempre lo ha hecho en colaboración, ¿no es así?

—Es mi costumbre. Mi colaborador se sienta a la máquina y yo paseo y fumo mecánicamente, no conscientemente como cuando no ando metido en eso. Y la historia va saliendo. Cada cual tiene su sistema y éste no me da mal resultado.

Mis escenas favoritas: En bandeja de plata (The Fortune Cookie, Billy Wilder, 1966)

Pocos bisturíes como el de Billy Wilder para diseccionar cualquier sociedad. Sus comedias son, ante todo, retratos sarcásticos de las costumbres, los valores y el modo de vida americanos y, por extensión capitalista, de toda la sociedad occidental. Mosaicos completamente vigentes de las frustraciones y mezquindades del ciudadano medio, tan poco complacientes como, en el fondo, tiernas y comprensivas, aunque sin ahorrar vitriolo.

Vidas de película – Sig Ruman

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Siegfried Albon Rumann, espléndido actor hamburgués nacido en 1884, sentó las bases caricaturescas de los estereotipos alemanes para la gran pantalla. Conocido en su país como actor de teatro, pronto dio el salto a Broadway, ya como Sig Ruman, donde cosechó varios éxitos durante la década de los años 20.

Sus apariciones más conocidas y recordadas, aunque ni mucho menos las únicas, tienen lugar junto a los hermanos Marx, especialmente en la desternillante Una noche en la ópera (A night in the Opera, Sam Wood, 1935), pero también en Un día en las carreras (A day at the races, Sam Wood, 1937) y Una noche en Casablanca (A night in Casablanca, Archie Mayo, 1946), o bajo la dirección de Ernst Lubitsch, como en Ninotchka (1939), Lo que piensan las mujeres (The urcentaily feeling, 1941), Ser o no ser (To be or not to be, 1942) o La zarina (A royal scandal, 1945), finalizada por Otto Preminger.

El gran Billy Wilder recogió el testigo de Ernst Lubitsch en el trono de la alta comedia, y también contó con la participación de Ruman en títulos como El vals del emperador (The emperor waltz, 1948), Traidor en el infierno (Stalag 17, 1953) y En bandeja de plata (The fortune cookie, 1966).

Otras películas importantes de su filmografía son la comedia La reina de Nueva York (Nothing sacred, William A. Wellman, 1937), junto a Carole Lombard y Fredric March, Sólo los ángeles tienen alas (Only angels have wings, Howard Hawks, 1939), Mi marido está loco (Love crazy, Jack Conway, 1941) o El gran Houdini (Houdini, George Marshall, 1953), con Tony Curtis y Janet Leigh.

Sig Ruman murió el día de los enamorados de 1967, a los 82 años.