Imitador imitado: La cosa (El enigma de otro mundo) (The Thing, John Carpenter, 1982)

 

La aventura de esta película da comienzo en Heidelberg, donde Howard Hawks se encontraba rodando La novia era él (I Was a Male War Bride, 1949), célebre comedia con un travestido Cary Grant como protagonista en la inmediata posguerra mundial. Es allí cuando Hawks tiene noticia del relato Who Goes There? del escritor y editor de ciencia ficción John W. Campbell, toda una institución en el género en su versión literaria, una de cuyas características primordiales residía en la exigencia de un planteamiento lo más científico posible de las tramas y los argumentos, es decir, con la ciencia y el conocimiento por encima de la fantasía, lo que le llevó, por ejemplo, a editar los primeros cuentos de Isaac Asimov al tiempo que rechazaba las primeras obras de Ray Bradbury. Un tratamiento de apenas cuatro páginas esbozado en pocos días fue el germen del guion de Charles Lederer que Christian Nyby filmó en 1951, con la producción y bajo la supervisión de Hawks, y a partir de su trabajo de planificación. Un filme de bajo presupuesto pero de gran calidad técnica e interpretativa acerca de un grupo de investigadores en la Antártida hostigados por una criatura hostil proveniente de otro planeta, y que compensaba su artesanía formal y la limitación de medios con una excelente construcción de un suspense denso, casi irrespirable. Treinta años más tarde, el más hawksiano de los cineastas modernos, John Carpenter, al rebufo de los últimos éxitos comerciales del cine de terror y de ciencia ficción, asumió la tarea de actualización y de enriquecimiento formal y argumental de esta historia con un nuevo guion de Bill Lancaster, lo que dio como resultado una película que, si bien pinchó en taquilla y despertó reacciones contrapuestas entre la crítica, se ha convertido en todo un clásico de referencia.

La conformación básica del argumento no puede ser más hawksiana, y similar a la idea inicial de algunos de los trabajos previos de Carpenter, como la estupenda Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976): un grupo de personajes de caracteres y experiencias contrapuestos, inmersos en un clima de rivalidad personal y/o profesional, enfrentados entre sí y agrupados y obligados a aparcar sus diferencias (aunque no del todo) y a colaborar para garantizar su supervivencia frente a una amenaza externa y más poderosa. Desde este argumento, Lancaster y Carpenter trabajan la situación de modo distinto a Nyby, Hawks y Lederer. Aunque el breve prólogo espacial ya indica, un tanto innecesariamente, por dónde van a ir los tiros, la secuencia inicial, el helicóptero de una vecina base de investigadores noruegos en persecución de un perro, contra el que disparan rifles e incluso lanzan explosivos, establece un alto nivel de intriga y suspense que el guion no hace sino aumentar, dotándolo a medida que pasan los minutos de nuevas y profundas ramificaciones. Así, la resistencia del grupo frente a las consabidas condiciones de aislamiento y climatología, con el complemento de hastío y aburrimiento que conllevan, se ve sacudida por su necesidad de combatir un ente externo amenazador de naturaleza desconocida, y cuya mayor habilidad parece consistir en ser capaz de asumir la forma exterior de otras criaturas. Así, al terror a un monstruo de dimensiones y capacidades ignoradas, y por ello tanto más peligroso, hay que añadir el horror de la invasión corporal al estilo de La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), el pavor a ser poseído y desnaturalizado por ese engendro de otro planeta (un temor heredado del relato y la película original, cuando esta circunstancia funcionaba como alegoría de la adscripción ideológica a corrientes de pensamiento hostiles o combatidas por la forma de vida americana; léase: comunismo), y, como consecuencia, un miedo más, teñido de paranoia, la necesidad de protegerse aun de los propios compañeros, dado que nadie sabe realmente quién, cómo y en qué medida puede haberse convertido en un bicho extraterrestre de intenciones aviesas. Esta suma de terrores se inserta, además, en una línea clásica al estilo de las viejas historias de Agatha Christie, en particular Diez negritos, retitulada ahora por aquello de la corrección política de la insoportable «cultura» woke, en la que los personajes son eliminados uno a uno y el misterio radica en averiguar la identidad del asesino, que además aquí consiste en una respuesta fluida y cambiante.

El planteamiento inicial parte, por tanto, de la fusión de géneros, experimento que venía disfrutando de la recompensa del público en títulos inmediatamente anteriores como Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979), en su mezcla de ciencia ficción y terror de casa encantada, o Atmósfera cero (Outland, Peter Hyams, 1981), combinación de ciencia ficción y wéstern, y contemporáneos como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), mixtura de ciencia ficción y cine negro. Con la progresiva construcción de un entorno opresivo y claustrofóbico (la noche sustituye al día, la penumbra a la luz, los exteriores a los interiores), acentuado por la lacónica pero muy efectiva partitura compuesta por Ennio Morricone y la cada vez más sombría fotografía de Dean Cundey, complementada por ese diseño abigarrado y saturado del espacio por el que transitan los personajes (pasillos estrechos, habitaciones angostas, acumulación de objetos, enseres, cajas, instrumentos, maquinaria, archivadores, etc.), la película va deslizándose del minimalismo formal, la intriga y el ritmo pausado a la apoteosis de los efectos especiales en la forma de cuerpos que se deforman, se abren y se desgarran, en lo que fue una de las primeras muestras de ese nuevo gusto por la repelencia que algunos asimilan o equiparan con el miedo, pero que crea cuadros vivos de gran belleza visual y aire próximo al surrealismo, y que exploran una versión más tremendista y visceral de las indagaciones formales de otro celebrado cineasta contemporáneo, David Cronenberg. A pesar del impacto de los pasajes más sanguinolentos y decididamente epatantes, la película, más allá de esa confluencia de terrores de distinto nivel, los aúna en un único sentimiento de miedo existencial de carácter mucho más profundo y filosófico que lo que el mero cine de entretenimiento, acción y terror, es decir, de evasión, permite presuponer, concitados en la idea de que ese grupo de científicos, a medida que se dejan invadir por la sospecha y el miedo, abandonan toda su preparación intelectual, todas sus capacidades cognitivas, y reaccionan conforme a sus más básicos instintos de conservación (no tardan en verse reacciones violentas, racistas, criminales…) y desde la irreflexión, la irracionalidad y la brutalidad, elemento degradante que visualmente se concentra, por ejemplo, simbólicamente, en la botella de whisky que acompaña el inicio y el final, y que salpica esporádicamente los fotogramas con su presencia más o menos disimulada (el vaso que el personaje de Kurt Russell vierte en el ordenador que acaba de ganarle al ajedrez, por ejemplo).

El fracaso de la película al hilo del gran éxito de ciencia ficción del año, E. T., el extraterrestre (E.T.: The Extra-Terrestrial, Steven Spielberg, 1982), de inclinación, modos y maneras totalmente opuestos, no empaña la creciente reputación de esta obra de Carpenter, aglutinadora de corrientes, temas, formas y estilos anteriores pero que también se erige como uno de los títulos más influyentes en el cine posterior de ciencia ficción, y que hoy engrosa las filas de esa categoría de difícil delimitación y propensa al esnobismo que se denomina «cine de culto».

Cine al grano: Perro blanco (White Dog, Samuel Fuller, 1982)

 

A cuarenta años largos de su rodaje y su modesto estreno (apenas cuatro salas, en las que se mantuvo solo una semana en cartel antes de ser apartada por indicación del estudio), llama la atención el gran revuelo y el clima de sobresalto, bronca y complicaciones que rodeó a esta modesta producción de estética de telefilme y mensaje simple y diáfano. Basada en una novela de Romain Gary cuyos derechos adquirió Paramount Pictures con idea de que la película fuera dirigida por Roman Polanski, el proyecto fue temporalmente archivado cuando el cineasta franco-polaco huyó de Estados Unidos como resultado de los problemas legales derivados de su acusación de violación en la persona de Samantha Geimer. Años después, se convirtió en la inesperada última película estadounidense de Samuel Fuller, uno de los grandes rebeldes de Hollywood, que tuvo que ajustarse a un presupuesto mínimo y a un escueto plan de rodaje de cuarenta y cinco días. Coescrita por Fuller y Curtis Hanson, a la producción se incorporaron nombres importantes como los del director de fotografía Bruce Surtees y el compositor Ennio Morricone, además de intérpretes característicos como Paul Winfield y el gran Burl Ives. No obstante, la rumorología y las polémicas sobre el supuesto contenido racista de la película y la presunta violencia de sus imágenes llevaron al estudio a replantearse la difusión del filme, a su paralización momentánea y, finalmente, a su tardío y casi clandestino estreno. La oposición de Fuller durante aquellos acontecimientos y su rechazo de las maniobras barriobajeras y de la actitud censora del estudio le granjearon la enemistad de los ejecutivos y la hostilidad del establishment, lo que la postre supuso que las dos últimas películas de su filmografía las realizara en una especie de exilio profesional en Francia.

Hoy, sin embargo, cuesta entender tanto accidente en torno a una película de estas características, de argumento tan plano y mensaje tan directo, de estética tan sencilla y de tan indudables intenciones. Mientras circula por una carretera ya entrada la noche, una joven actriz (Kristy McNichol, que años más tarde haría fortuna en la televisión) atropella a un perro, un pastor alemán de infrecuente pelaje blanco. De inmediato, lo carga en su coche y lo traslada al veterinario. Aunque intenta localizar al dueño, este no aparece, y ante el riesgo de que el perro sea sacrificado, decide quedárselo. En su nuevo amigo encuentra compañía y protección, hasta que un día descubre con horror, cuando lo lleva a un plató de rodaje, que se trata de un perro adiestrado para atacar a personas de raza negra. Lo más fácil sería sacrificarlo pero, apiadada del animal, decide averiguar si existe la posibilidad de reeducar perros adiestrados para el ataque. Así, entra en contacto con unos adiestradores que se dedican a preparar animales para el rodaje de películas, uno de los cuales (Winfield, de raza negra) tiene ya experiencia acumulada, y siempre terminada en fracaso, reeducando lo que se llama «perros blancos», fieros animales entrenados por elementos racistas para atacar a los negros.

Fuller potencia el meridiano sentido de la película a través de la desnudez. Al grano, sin artificios ni distracciones, sin grandes destellos dramáticos (McNichol o su partenaire masculino, Jameson Parker, limitadísimos, dan poco juego) ni elaboradas situaciones de guion, al director le interesa, en particular, contagiar al espectador la emoción y la intensidad de la historia mediante la planificación y el montaje. Es el diseño y la ejecución de las secuencias lo que debe conmover, irritar, escandalizar o repeler, y en ellas se vuelca el interés del guion y el mayor empeño de realización. Particularmente, resultan especialmente brillantes, aunque hoy aparezcan virtualmente superadas por las modernas técnicas de filmación, lo momentos de los ataques, tres, que no ahorran en detalles escabrosos y en sangre mostrada: el conductor de la máquina de limpieza, la actriz atacada en pleno rodaje y el transeúnte que se refugia en la iglesia. Además, hay que añadir el momento del desenlace, cuando se trata de comprobar si, finalmente, el perro está curado, y la ambivalencia que el pulso narrativo de Fuller mantiene prácticamente hasta el final, un vaivén en el que se muestran los pensamientos del perro como los de un animal plenamente consciente e inteligente, con conceptos humanos asimilados como el de la venganza más allá del acto reflejo. De igual modo, el clímax dramático se alcanza en la secuencia en la que la joven rescatadora del perro encuentra por fin a su dueño, que se revela, aparentemente, como todo lo opuesto a lo que cualquiera podría considerar a primera vista como un peligroso y violento militante de una organización racista.

La película concentra su atención en el perro como pilar aglutinante de la acción, haciendo de él, como ya ocurriera con el tiburón de Steven Spielberg, una temible bestia con trazas de inteligencia humana y comportamientos directamente malignos, mientras que deja las subtramas secundarias apenas esbozadas y prisioneras del lugar común. En primer lugar, la soledad voluntaria del personaje de la actriz, cuya situación no viene explicada ni desarrollada, y que tampoco tiene colofón; en segundo término, la lucha continuada y fracasada del criador de raza negra por reeducar los perros blancos, por conseguir que su cerebro mute definitivamente, como metáfora de la necesaria transformación del país, nunca concluida, hacia la igualdad racial real y también como meta en su realización personal. Por otra parte, el personaje de Ives encarna la voz de la razón, la cordura y la sensatez, y también la inocencia y la candidez de una sociedad que, en su conjunto, es víctima de las situaciones de discriminación. Todo este plano dramático, tratado muy a la ligera, contagia en parte, o más bien es contagiada, por cierto descuido en la forma (errores de raccord, algún aspecto de guion poco tratado o abandonado de manera ilógica -la falta de consecuencias tras los ataques del animal-, secuencias de tensión mal concebidas que les hacen perder fuerza y fuelle…). Da la impresión de que Fuller ha concentrado su interés en momentos muy concretos, meticulosamente más preparados y filmados, donde se vuelca la gran contundencia visual que el guion contiene en potencia. Estas son, naturalmente, las de los ataques, en particular el que sufre el transeúnte que corre a refugiarse en la iglesia, y el paralelismo entre la extrema violencia canina y la vidriera de San Francisco de Asís rodeado de pacíficos animales, entre ellos varios perros y, uno en particular, de pelaje blanco.

Una parábola social narrada con buen pulso y ritmo, sin relleno ni esteticismo alguno, en la que no se ahorran episodios desagradables, y cuya lectura última puede resumirse en la adaptación al caso de ese viejo axioma relativo a la energía. En lo que respecta a los perros blancos, o a los blancos racistas, el odio, una vez creado, nunca se destruye; solo se transforma.

Diálogos de celuloide: ¡Agáchate, maldito! (Giù la testa, Sergio Leone, 1971)

La revolución, la revolución… Hazme el favor de no hablarme nunca más de revoluciones. Yo sé muy bien lo que es eso y cómo empieza. Llega un tío que sabe leer libros y va donde están los que no saben leer libros, que son los pobres, y les dice: Ha llegado el momento de cambiar todo. ¡Narices! Sé muy bien lo que digo, que me he criado en medio de revoluciones. Los que leen libros les dicen a los que no saben leer libros, que son los pobres: Aquí hay que hacer un cambio. Y los pobres diablos van y hacen el cambio. Luego los más vivos de los que leen libros se sientan alrededor de una mesa y hablan, hablan y hablan y comen, hablan y comen… y mientras ¿qué fue de los pobres diablos? ¡Todos muertos! Esa es tu revolución. Por favor, no me hables más de revoluciones… ¡Puerca mentira! ¿Sabes qué pasa luego? Nada.

(guion de Sergio Donati, Luciano Vincenzoni y Sergio Leone)

Música para una banda sonora vital: Ghost Riders in the Sky (1961)

Al gran compositor italiano Ennio Morricone se le suelen adjudicar determinadas innovaciones musicales en el género del western a raíz de sus míticas partituras para las películas de Sergio Leone, tales como la introducción de los vientos, en particular de la trompeta, de la guitarra eléctrica o de los coros. Sin quitarle mérito al talento del italiano, Dimitri Tiomkin ya había introducido la trompeta como instrumento con personalidad propia en el western, tanto en Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) como en El Álamo (John Wyane, 1960). De igual modo, Neil LeVang aporta en su popularísimo tema Ghost Riders in the Sky guitarras y coros a melodías propias del western en una fecha anterior, 1961. Si bien este rasgo es compartido por las composiciones de Morricone, este ralentiza el ritmo y logra conferirle al western de Leone esa particular atmósfera épica que le resulta tan propia.

Música para una banda sonora vital: El profesional (Le professionnel, Georges Lautner, 1981)

Chi Mai, tema principal de Ennio Morricone para esta irregular película de acción, ha adquirido nueva dimensión tras servir como homenaje musical a Jean-Paul Belmondo en las honras fúnebres de estado celebradas en su memoria el pasado septiembre en París. Hasta entonces, era el tema pegadizo (y pegajoso) y machaconamente repetido, a veces sin ton ni son, cada vez que asomaba Belmondo en el tramo inicial de esta imperfecta y, por momentos, sonrojante historia de un agente francés abandonado a su suerte en un país africano al que ha sido enviado en misión secreta, y que retorna años después para vengarse de sus superiores.

Música para una banda sonora vital: Sacco y Vanzetti (Sacco e Vanzetti, Giuliano Montaldo, 1971)

El crudo relato de los hechos que llevaron a la ejecución de los inmigrantes italianos y militantes anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti por la justicia de Massachusets en 1920, acusados de atraco a mano armada y del asesinato de dos personas, se mantiene escalofriante, aunque con el paso del tiempo la película, premiada en Cannes con el galardón al mejor actor (Riccardo Cucciolla), ha ido perdiendo enteros (hoy resulta anticuada y demasiado maniquea) a medida que el tema Here’s to you, interpretado por Joan Baez, va ganando peso en la memoria, junto al resto de la partitura compuesta por Ennio Morricone.

Música para una banda sonora vital: Días del cielo (Days of Heaven, Terrence Malick, 1978)

Gran parte del crédito obtenido (la inmensa mayor parte, a decir verdad) por Terrence Malick como director se debe a esta película, y en particular a la labor de Néstor Almendros (del que daremos abundante cuenta aquí en breve) en la dirección de fotografía y a la partitura compuesta por Ennio Morricone. Es en la música y en la fotografía (premiada con un Oscar) donde reside la inconmensurable hermosura formal y la abrumadora carga de emotividad de la cautivadora historia de tres jóvenes que, huyendo de la miseria del Chicago de 1916, se hacen pasar por hermanos para emplearse como braceros en un rancho, y del drama sentimental que estalla cuando el patrón se enamora de Abby, la chica del grupo.

Mis escenas favoritas: La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, Sergio Leone, 1965)

Durante décadas, hasta la llegada del José Luis Torrente de Santiago Segura, esta coproducción italo-germano-española se mantuvo como la más taquillera del cine nacional. Segunda parte de la llamada «trilogía del dólar» de Sergio Leone, consolidó a este como director de talla internacional y a Ennio Morricone como compositor reconocido, y su recaudación posibilitó una conclusión ya enteramente de producción italiana y abrió la vía para que Alberto Grimaldi financiara las películas de grandes directores italianos como Fellini, Pasolini o Bertolucci. Su desenlace es la culminación del proceso de reinterpretación y reinvención del western que desde Italia insufló nuevas energías a un género considerado erróneamente amortizado, y que en las décadas siguientes todavía ha producido un buen puñado perlas imprescindibles.

Juicio final: Pura formalidad (Una pura formalità, Giuseppe Tornatore, 1994)

Una noche tormentosa, un hombre angustiado que a duras penas atraviesa un páramo, y un disparo. Un desconocido que se identifica como Onoff (Gérard Depardieu), famoso escritor que lleva años sin publicar, es arrestado por la policía y trasladado al ruinoso edificio de la comisaría, lleno de goteras, para un largo interrogatorio que se prolongará toda la noche, mientras sigue jarreando como si nunca más fuera a amanecer. A pesar de que el inspector (Roman Polanski) encargado del caso se confiesa un gran admirador de su obra, el ambiente es tenso y hostil, y las complicaciones se acrecientan al no portar el detenido identificación alguna (el célebre Onoff es conocido porque rehúye continuamente la atención de los focos y no se deja ver públicamente) y manifestar amplias lagunas de memoria, reales o fingidas, en el momento de responder las preguntas más comprometidas para sus intereses. Las preceptivas cortesías y cautelas iniciales, el primer intercambio de impresiones que debe descartar cualquier sombra de sospecha sobre el detenido, la pura formalidad contenida en el título, dan lugar a un duro juego del ratón y el gato durante el que el escurridizo Onoff mezcla su biografía, las tramas, los personajes y los sucedidos de algunas de sus novelas y la selectiva distorsión de la verdad, sembrando dudas o negándolas a su gusto sobre algunas de las cuestiones sobre las que es interrogado para desconcierto del policía, correcto en las formas pero extraordinariamente penetrante e inquisitivo, poco dado a dejarse engañar y aparente poseedor de varios ases bajo la manga, de informaciones insospechadas, de revelaciones obtenidas a través de recónditos medios. De igual manera, las indagaciones del inspector parecen versar no solo sobre los acontecimientos del día (horarios, movimientos, compañías, etc.), es decir, no van encaminadas a acreditar o desmontar posibles coartadas o a la búsqueda del móvil criminal; también, y sobre todo, parecen abrir una investigación integral sobre la vida de Onoff, el estado de su matrimonio, las posibles infidelidades de la pareja, su carrera literaria, su psicología, los acontecimientos cruciales a lo largo de su vida, sus amores, amistades y sus relaciones famliares, así como otros instantes relevantes de la vida del escritor que, en apariencia, van mucho más allá del hecho criminal y que pueden obedecer tanto a algún enigmático y retorcido proceso de deducción policial como a la condición de apasionado admirador literario. Poco a poco, el interrogatorio sobre el principal acusado del asesinato detonante de la detención da paso a algo que cobra la forma de una causa general sobre Onoff, un juicio determinante sobre su paso por el mundo, y lo que ha empezado siendo una pura formalidad, una mera cuestión de trámite, termina por adquirir un significado inesperado…

No es de extrañar que el cineasta Roman Polanski aceptara el papel del inspector (un policía sin nombre) en esta película de Giuseppe Tornatore. Porque el universo que recrea el director italiano, la puesta en escena (un edificio antiguo que se mantiene en precario, dependencias lúgubres y sucias, mobiliario viejo y desgastado, goteras por doquier, frío, corrientes y toda clase de incomodidades), está directamente emparentada con esas atmósferas cerradas y absorbentes, si no asfixiantes, que el director francopolaco gusta de utilizar en buena parte de su filmografía. Lo desapacible del entorno impregna el carácter de los protagonistas y, como consecuencia de ello, el tono dramático en que se desarrolla la acción durante la mayor parte de las casi dos horas de metraje, una desairada conversación de ida y vuelta en la que nada es lo que aparenta. La historia se sustenta en las interpretaciones del dúo protagonista, un Depardieu estupendo y un Polanski colosal, que se mueve a plena satisfacción en un escenario y con un material que podría ser propio y que ofrece una de las mejores interpretaciones de su paralela carrera como actor. Continuar leyendo «Juicio final: Pura formalidad (Una pura formalità, Giuseppe Tornatore, 1994)»

Clint Eastwood encuentra a Sergio Leone