Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)

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Basada en una pieza teatral de John Wilson, de la que la película hereda la limitación de escenarios y cierto estatismo (al menos aparente) en la acción, esta obra de Joseph Losey, realizada en su forzado exilio británico, queda emparentada de inicio con el argumento de otro pilar del antibelicismo cinematográfico, Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957), ya que, como esta, comparte la premisa de representar al ejército en tanto que institución, y a sus mandos en tanto que valedores de su permanencia y omnipotencia, con los atributos de una maquinaria en continuo funcionamiento desprovista de toda humanidad, sensibilidad o compasión, estrictos mecanismos de la burocracia del horror que, con las más altas palabras como coartada moral, sirven al humo de las grandes proclamas de las que se alimenta como colectividad y organismo compuesto (honor, gloria, patria, valor, moral, servicio, sacrificio), mientras que muestra poca o nula preocupación, al menos en tiempos de combate, por las inquietudes, necesidades, temores y debilidades de quienes lo conforman, sobre todo si ocupan los lugares inferiores de la cadena de mando, los más bajos del escalafón o son simplemente carne de cañón. Pero la película, ya desde su título, añade dos matices interesantes, uno de ellos propio del contexto temporal de la cinta, la Corona (la Primera Guerra Mundial enfrentó, entre muchos otros, a cuatro antiguos imperios cuyos soberanos mantenían estrechas relaciones de parentesco), pero también un valor típicamente británico (God Save the King, o the Queen, según el caso) en el pasado y el presente, y otro más a priori mundano pero igualmente condicionante, la influencia del pueblo, el Country, el país, no solo entendido como ente abstracto de carácter histórico, político, jurídico, social o cultural, sino como masa de gente concreta (parientes, amigos, compañeros de trabajo, novias, la sociedad civil que ennoblece el hecho de alistarse y condena como acto de cobardía a quien elude tomar las armas) que, llena la cabeza del aire de las proclamas antes citadas e imbuida de ese nacionalismo por oposición (una redundancia, puesto que no hay otro nacionalismo que el que se afirma creando un enemigo ante el que erigirse) que tanto ayuda a lavar el cerebro del pueblo, empuja a sus miembros a servir de materia prima imprescindible en los distintos teatros de operaciones, a merced de intereses, ambiciones y problemas que no son los suyos, que son creados por otros, pero que los utilizan como moneda de cambio de carne y sangre para solventar sus ocasionales desencuentros. Así, una vez sucias y cuarteadas las banderas, apagados los himnos, las fanfarrias y los discursos, llenos de cadáveres los campos de batalla, con el hundimiento de la economía y el racionamiento, el hambre, la carestía y las privaciones, ese mismo pueblo que empujaba a los hombres a luchar al servicio de principios e ideales que no eran los suyos vuelca su ira y su resentimiento, precisamente, en aquellos a los que arrastró a ir a la guerra, olvidando su existencia, marginándolos a su regreso, culpándolos de sus años de vida perdidos. Pero el protagonista de la cinta, el soldado Arthur James Hamp (Tom Courtenay) no llegará a sufrir y padecer este postrero desencanto, puesto que su doble condición de víctima, de la guerra y de la propia naturaleza del ejército, lo sentencia precisamente por aquello que todavía conserva de ser humano: la capidad de horrorizarse, de racionalizar el terror, de reaccionar como un ser humano sensible ante la carnicería continua en la que vive.

Porque Hamp reacciona por instinto como cualquier ser humano cuando llega a su límite de lo soportable, y en plena batalla ha echado a caminar en dirección distinta a la marcada por sus mandos hacia las trincheras enemigas, y desde el terrible campo de batalla de Passchendaele (uno de los más tremendos de toda la guerra, con centenares de miles de muertos), tal como los británicos conocen la tercera batalla de Ypres, en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, comienza a andar provisto de su arma y de sus pertrechos, sin que nadie lo detenga, le pregunte nada o cuestione sus actos, hasta que la Policía Militar lo arresta en Calais, ya en el Canal de la Mancha. Razón por la que Hamp está prisionero en un repugnante calabozo improvisado (la puerta de barrotes está hecha con el cabecero metálico de una cama) en la inmunda trinchera en la que su unidad, bajo una lluvia torrencial que deja todo embarrado y lleno de charcos de agua putrefacta en un ambiente de insana y podrida humedad, con cadáveres de hombres y bestias sepultados por el lodo y descubiertos por las bombas y los corrimientos de tierras, esperando que se celebre el consejo de guerra que debe dar respuesta jurídico-militar a la insubordinación, cobardía y falta de patriotismo que supone su acto de deserción. La primera gran virtud de la película de Losey y del guion de Evan Jones en que nada de esto nos es mostrado (la película alcanza un breve metraje de ochenta y seis minutos), sino que el público es informado de ello a través de sucintas menciones y de lacónicas exposiciones de hechos durante el proceso. El espectador conoce a Hamp ya recluido en su prisión privada, custodiado por sus compañeros de unidad, estos ya plenamente deshumanizados, que lo mismo tratan con odio e indiferencia a los mandos que reprochan, callada o violentamente, la actitud de su compañero traidor, pero que también son capaces, en un irreflexivo acto de piedad, de convocar una juerga nocturna de alcohol y desenfreno, humillando incluso a la víctima, la noche anterior al cumplimiento de la pena máxima. Es ahí, en la debilidad mostrada por Hamp y en el redescubrimiento por parte del oficial designado para su defensa, el capitán Hargreaves (Dirk Bogarde), de la verdadera esencia del ejército como maquinaria ajena a sentimientos y emociones humanos que no sirvan para la retroalimentación de su familiaridad con el horror y la violencia, donde reside la esencia de la película. Continuar leyendo «Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)»

Dos de espías berlineses (II): Funeral en Berlín (1966)

El mes pasado se cumplieron cincuenta años del nacimiento del James Bond cinematográfico en la piel de Sean Connery combatiendo contra el Dr. No. El grado de calidad y el éxito en taquilla de las tres primeras entregas de la saga propició un femonenal efecto de emulación, que consistió tanto en la adaptación de obras literarias en la estela de Ian Fleming con grandes presupuestos y estrellas como en una paralela y sorprendente corriente paródica que terminó impregnando a James Bond de su tono ligero y su banalidad durante el periodo protagonizado por Roger Moore. A la repercusión del pimer Casino Royale, codirigido, entre otros, por John Huston, de accidentado rodaje y estelar reparto, cinta en la que, partiendo del mismo Ian Fleming (cuyo hermano Peter, por cierto, estaba casado con Celia Johnson, la protagonista del Breve encuentro de David Lean), se parodiaba al Bond más canónico, hay que sumar la serie de películas del agente Matt Helm, protagonizadas por un Dean Martin cuya carrera en los sesenta consistió básicamente en reírse de sí mismo, e incluso una chorrada italiana protagonizada por el agente James Tont, cuyo Fiat 500 (como un 600 pero aún más pequeño) estaba lleno de gadgets. Entre las películas «serias» que consiguieron cierto grado de repercusión y apreciable calidad técnica y artística durante aquellos años destaca la saga del agente Harry Palmer (Michael Caine), prolongada durante 30 años, aunque solo a través de cinco películas (la última de ellas de 1996), que destaca porque su protagonista siempre está interpretado por el mismo actor, con lo que, a diferencia de Bond, el tiempo sí pasa por él. Una de las mejores entregas de las películas de Harry Palmer es la segunda de ellas, Funeral en Berlín (1966), que funciona como un negativo de James Bond, como un espejo de sus contrarios, y que resulta más «realista» y menos «superheroica» que las adaptaciones de 007. Parte fundamental del buen hacer de estas primeras entregas es que a los mandos se encontraran los productores de la propia saga Bond, Albert Broccoli y Harry Saltzman, y también el director Guy Hamilton, que participó nada menos que en cuatro películas de James Bond (James Bond contra Goldfinger, Diamantes para la eternidad, Vive y deja morir y El hombre de la pistola de oro).

Nacida de una novela de Len Deighton, el agente Palmer y sus avatares personales y profesionales están desprovistos de todas las notas características que acompañan a James Bond. En primer lugar, su nombre (en la novela el agente permanece anónimo); cuenta la leyenda que el nombre de Harry Palmer surgió de una conversación entre Saltzman y Caine, en la que éste eligió el nombre más soso en inglés y el apellido del compañero de escuela más anodino y aburrido que podía recordar. Por otro lado, su aspecto y su forma de vida: las únicas veleidades que se permite Palmer son su gusto por la música clásica y su afición a ser un cocinillas. Por lo demás, es un tipo reclutado a la fuerza en los servicios secretos británicos (cogido en una falta que debe compensar sirviendo a las autoridades de Su Majestad), que viste vulgarmente (trajes idénticos unos con otros y una gabardina de lo más corriente), vive en un apartamento pequeño y desastrado, trabaja fichando de nueve a cinco y usa unas enormes y antiestéticas gafas de pasta. Su físico tampoco es para tirar cohetes, y no posee habilidades especiales, ni buena puntería, ni fuerza física, ni conocimientos o capacidades destacables, excepto su instinto y su brillante ingenio, el cual suele servirle sobre todo para contemplar la vida desde un punto de vista escéptico y cínico, y para emitir réplicas sardónicas a los comentarios de jefes y compañeros. Pero, lo más importante: Harry Palmer, un reconocido don nadie, es perfectamente prescindible. Por eso se le envía a las misiones más arriesgadas y peligrosas, las que más sospechas pueden despertar en cuanto a posibilidades de ambigüedad, traición, desaparición o muerte. Por eso cuando el servicio secreto británico tiene conocimiento de que el veterano coronel Stock (el gran Oscar Homolka), jefe del espionaje soviético en Berlín Este, tiene intención de desertar, es Palmer el enviado a la capital alemana para ponerse en contacto con él y establecer el plan de fuga. La única ayuda con la que cuenta es con la de su amigo Johnny (Paul Husbschmid), otro agente británico, un alemán de origen que ha prestado excelentes servicios al MI5. Sin embargo, surgen dos complicaciones: por un lado, un experto en fugas de Alemania del Este, cuya actuación y relaciones con Palmer resultan ser más turbias de lo que parecen; por otro, una atractiva joven (Eva Renzi) entra en contacto con Harry, empeñada en seducirlo. Como él no es Bond, se da cuenta de que tan repentina atracción no puede ser «natural», y por tanto le sigue el juego hasta descubrir que es una agente israelí. El caso se complica, y lo que al principio no es más que la complicada deserción de un importante militar soviético se convierte en una espiral de muertes, persecuciones, mentiras y dobles juegos en torno a la figura de un antiguo nazi desaparecido y de los documentos que pueden confirmar su identidad actual.

Alejado de escenarios exóticos, de locales ‘glamourosos’, de localizaciones naturales apabullantes, la película se acerca más a las truculencias y a los lúgubres y sombríos ambientes que deben servir de escenario a la auténtica labor de espionaje. Igualmente, los personajes que transitan por la trama son oscuros, ambivalentes, tramposos, siempre movidos por mecanismos ocultos que alteran sus lealtades o flexibilizan su moral. Continuar leyendo «Dos de espías berlineses (II): Funeral en Berlín (1966)»