La música de aires bretones de Philippe Sarde adorna esta austera adaptación de Robert Bresson de la leyenda de la Tabla Redonda, la búsqueda del Grial y el triángulo conformado por Arturo, Ginebra y Lancelot, a la que tanto debe, por ejemplo, la célebre Excalibur (1981) de John Boorman.
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La Edad Media en el cine en La Torre de Babel de Aragón Radio
Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a cuatro películas que se encuentran entre lo mejor a la hora de reflejar la Edad Media en el cine, su espiritualidad, su orden social, sus conflictos bélicos o sus mitos y leyendas.
Mis escenas favoritas: Excalibur (John Boorman, 1981)
Momento cumbre de esta célebre fantasía medieval de John Boorman -que tanto debe, al menos en su puesta en escena, al Lancelot du Lac de Robert Bresson (1974)- sobre el Ciclo Artúrico, y que recoge el pasaje en que el famoso monarca de Camelot es nombrado caballero, precisamente, por sus enemigos.
Cine en serie – Excalibur
MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (XI)
Los inmortales y majestuosos acordes de Carmina Burana, de Carl Orff, acompañan la última salida al combate de Arturo, el legendario rey de Camelot, a la vez que sus dominios van librándose de la oscuridad, recuperando la primavera que disfrutaron tiempo atrás a cada paso que acerca al monarca y a los caballeros que todavía le son fieles a la batalla contra su -involuntariamente- incestuoso hijo, Sir Mordred, habido a raíz de un sortilegio de su hermanastra Morgana. La última batalla, la muerte segura de un rey que sabe cuál es el precio a pagar por recuperar su país y su legado. El cierre de un ciclo con la vuelta de Excalibur, su legendaria y poderosa espada, a manos de la Dama del Lago, y que se inició cuando el rey Uther, enloquecido por el deseo, convenció a Merlín de que, a cambio de entregarle el producto de su amor, creara un conjuro que le permitiera yacer con la esposa de su nuevo aliado, el rey de Cornualles, la posterior muerte de Uther y la mítica espada clavada en la roca de la que, dieciocho años después, sólo podría retomarla un caballero de su estirpe.
Así, con unas riquísimas y bellísimas imágenes más cercanas a lo operístico que a lo cinematográfico, recrea John Boorman una de las leyendas más presentes en la cultura europea occidental y una de las más importantes, si no la que más, de la etapa medieval, repasando cada uno de los episodios conocidos con meticulosidad y, por qué no decirlo, con algo de lentitud y densidad: el asalto por Uther del castillo de Tintagel, la elección de Arturo como soberano, la guerra frente a sus enemigos, la creación de la Tabla Redonda, la búsqueda del Grial, y en enfrentamiento postrero con Mordred para salvar al reino de las tinieblas y la maldad. Y cómo no, la amistad de Arturo y Lanzarote y el affaire de éste con Ginebra, la esposa del rey, custodia y guardiana de la espada durante todos sus años de retiro en un monasterio, que coinciden con la decadencia física de Arturo (extensible a su reino) y el destierro de Lanzarote. Continuar leyendo «Cine en serie – Excalibur»
CineCuentos – La rabia
Deseo es la fortaleza inexpugnable, el ejército invencible, la más formidable e incontenible fuerza de la naturaleza, más poderoso que una inundación, más devastador que una erupción volcánica. Cuando sus huestes atacan, no hay defensa posible, no existen muros lo suficientemente gruesos para resistir su acometida, tropas que no den cobardemente la espalda a fuerza tan avasalladora para huir atropelladamente sin rumbo, sin capacidad ni intención alguna de reagruparse y contraatacar. Todos, de cualquier origen o condición, somos víctimas culpables de una guerra de la que siempre sale victorioso, en la que somos meros títeres de un destino marcado a fuego en una lengua que no es la nuestra, que no podemos comprender. Así, sucumbimos perdidos, desorientados, tan ansiosos de entregarnos a ese vértigo irracional que nos consume como temerosos de caer por el abismo que vemos abrirse bajo nuestros pies, por más que sepamos que nuestra precipitación es tan segura como inútil. Intentar resistirse, reprimirse, es absurdo. ¿Acaso pueden detenerse la salida del sol o de la luna, las mareas o los terremotos? Racionalizarlo, asimilarlo, incorporarlo a nuestro intelecto en una categoría, en un rincón descifrable, convertirlo en una estimación o en un sentimiento reconocible que etiquetar y guardar en un arcón o presentar en sociedad a nuestra voluntad, es tarea vana. ¿Puede quizá aprisionarse el viento, inducirlo o deducirlo? No queda otra solución que entregarse al ojo de su huracán, y como el viejo precepto dice, unirse a un adversario al que no se puede derrotar, aceptar sus reglas, someterse y resignarse al destino que nos quiera deparar esperando en última instancia la impredecible clemencia del azar.
Así lo entendieron, de buena gana o por la fuerza, mis antecesores en el cargo de Pontífice Mayor del Deseo. El impulsivo Uther no vaciló en perder su reino e incluso la vida a cambio de satisfacer su Deseo de yacer con la esposa de un rey aliado. No dudó tampoco en entregar al heredero fruto del forzoso adulterio como tributo exigido por Merlín por sus mágicos servicios, el encantamiento que permitió a Uther cabalgar sobre las aguas brumosas para burlar las defensas del castillo de su amigo y asaltar así la alcoba del objeto de su Deseo, a la que amó violentamente sin siquiera llegar a despojarse de la armadura. Artús. Arturo. Simple moneda de cambio de un efímero amor carnal. Uther satisfizo su Deseo a costa de sacrificar, sin duda con gusto, su país y su vida. Deseo no consiente otra cosa.
Si el dios Deseo perdió a Uther, al rey Claudio le valió, aunque también de forma pasajera, Elsinor. Su pasión por Gertrud le llevó a asesinar a su propio hermano, ocupar su puesto en su lecho y en su trono, conspirar en contra de su sobrino y arruinar su estirpe para siempre. Fue el mayor triunfo de Deseo: acabó con todos tan solo insuflando un breve soplo de sí mismo en el corazón del ambicioso y traidor Claudio. Cuentan que el eco de las demoníacas carcajadas de Deseo todavía puede sentirse en los acantilados de Dinamarca en los días de tormenta como en la noche sevillana cada víspera de difuntos evocando el triste final de Don Juan.
Ingenuamente, uno llega a creer que un día llega a triunfar sobre el Deseo, que éste le abandona vencido tras una intensa vida de combates, que huye de sí cuando el cuerpo se vuelve decrépito, cuando pierde la lozanía y la presteza, cuando no encuentra un lugar apto para aposentarse y transmitirnos sus obligados preceptos. Incluso puede asemejarse engañosamente a un estado de libertad o de alivio pensar que nos hemos librado para siempre de sus caprichosos dictados, de sus irrefrenables impulsos. Jamás sucede tal cosa. A día de hoy, anciano, encorvado, casi ciego, abandonado a solas con mis pensamientos y los recuerdos de aventuras pasadas en este castillo de Dux, ejerciendo un triste empleo de bibliotecario que me deja demasiadas horas libres para caer en ensoñaciones de una vida que me parece vivida por otro, abandonado como una ballena varada en la plaza de San Marcos de Venecia, incapaz de moverme por mí mismo, de cabalgar con urgencia por un prado, de asaltar un balcón o escalar un muro para conquistar o para huir como tantas veces hiciera antaño, no anhelo otra cosa que ser mordido por ese perro rabioso que es Deseo y someterme a su destino a costa de la propia vida, de mi integridad, de mi frágil moral o de cualquier idea de felicidad propia o ajena. Una vez más eres el vencido; igual que lo fuiste cuando Deseo te poseyó, lo eres ahora cuando tanto lo echas de menos dentro de ti, cuando firmarías con el Diablo el pacto por el que acortarías radicalmente tu vida, por el que entregarías sin pensarlo tu alma, con tal de saborear una última vez antes de morir lo que es la cruel y placentera punzada de Deseo en el vientre, la mordedura de esa fiera dentada de ojos desencajados.
De vez en cuando, en la duermevela de los fríos amaneceres de invierno aquí en Bohemia, sueño con Deseo. Le veo cruzar el puente levadizo de su castillo de La Coste, su paraíso en la Tierra, en la piel del Divino Marqués, precediendo una caravana de fieles, todos desnudos y dispuestos a satisfacer los placeres de la carne en las más inverosímiles formas, casi tan parecido a Jesucristo que bien podría confundirse uno con otro. Deseo-Jesucristo me mira y me tiende las manos y yo, Giacomo Casanova, con una sonrisa torcida en esta desdentada boca de anciano y la emoción convertida en lágrimas, me dejo llevar una vez más a su prisión, pero ya sin miedo, empeñado en sentirme vivo por última vez.
Música para una banda sonora vital – Excalibur
Esta épica película de 1981 en la que John Boorman logró plasmar como nadie el misterio, la magia y la mitología de la leyenda artúrica, con una escenografía muy particular pero alejada de los leotardos y los arcos y flechas de cartón de los años 50, contiene en uno de sus momentos álgidos nada menos que el fragmento más conocido de la monumental obra Carmina Burana del alemán Carl Orff. En particular, se trata de la escena de la batalla final, donde Arturo se recupera de su embrujo y acude con lo que queda de sus Caballeros de la Tabla Redonda a su último combate con Sir Mordred, mientras que los campos, sumidos en las tinieblas, la oscuridad y el hechizo sombrío del mal, recuperan la primavera. Una película mágica, mítica, en la que podemos descubrir, en papeles de mayor o menor relevancia, a actores y actrices como Helen Mirren, Liam Neeson o Gabriel Byrne.
Ofrecemos dos vídeos. El primero contiene la célebre pieza como ilustración musical de la recreación que en los llanos de Hastings tuvo lugar en 2006 para conmemorar el 940 aniversario de la conquista de Inglaterra por los normandos del rey Guillermo. El segundo muestra el fragmento de la película de Boorman con la pieza de Carl Orff. Épica y magia en estado puro.