Nuevo tratado sobre el odio: Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953)

La etapa de esplendor del drama de tribunales en el cine estadounidense tuvo lugar entre 1957 y 1962, periodo durante el que se produjeron los grandes clásicos del género. Espléndidas películas que, además de ser dramas magníficamente construidos, dirigidos e interpretados, suscitaban, en plena digestión del retroceso democrático que supuso el macartismo, cuestiones sociopolíticas de enjundia que profundizaban en materias candentes para la sociedad norteamericana del momento: la libertad, la democracia, la sexualidad y los derechos de las mujeres, el racismo y los derechos civiles, la corrupción política e institucional, la confusión moral entre el sentido de la justicia y el deseo de venganza… Antes de todo ello, sin embargo, estuvo Fritz Lang. Llegado a Estados Unidos a mediados de la década de los treinta, se aplicó en el cine de Hollywood, con idéntico ímpetu y el mismo espíritu incisivo que había empleado en Alemania, en destapar las agudas contradicciones y desvelar las llamativas incoherencias e imperfecciones del sistema de ideales de su país de adopción. Consagrado a ello con total dedicación y volcando en la tarea todas sus virtudes como cineasta, su presencia, aunque trabajara dentro del sistema de estudios y muy a menudo con grandes estrellas y equipos técnicos a sus órdenes, y a pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial suavizara sus posturas para contribuir al esfuerzo propagandístico, siempre fue incómoda, discutida, controvertida, con frecuencia incluso conflictiva, algo a lo que también contribuía, y no poco, su carácter y su fuerte personalidad. Sin embargo, Lang fue, quizá por eso mismo, el gran diseccionador de las debilidades estructurales de la democracia estadounidense, y encontró en el cine negro, que ayudó a instituir y popularizar como casi ningún otro director, un vehículo de expresión y de denuncia, retratando sin más recato que el obligado por la censura los vicios y perversiones de estructuras como la política, la administración de justicia, las fuerzas del orden o la prensa. Precisamente, una de sus líneas de interés es la identificación entre justicia y venganza como manifestación casi instintiva de una cultura del odio que sobrevive bajo el barniz de la educación y la conducta sujeta a los valores democráticos, y que late en sus trabajos estadounidenses desde Furia (Fury, 1936) al western Encubridora (Rancho Notorious, 1952). En cierto modo como continuación o cara B de esta última, filma al año siguiente, el mismo de Gardenia azul (The Blue Gardenia, 1953), Los sobornados, todo un tratado sobre el odio, la muerte y la venganza en la que un sargento de homicidios, Bannion (Glenn Ford) abandona el imperio de la ley y cruza la línea hacia el lado tenebroso de sus propios instintos cuando su mujer (Jocelyn Brando) se convierte en víctima indirecta de los peligros derivados del trabajo policial.

El metraje de apenas hora y media transcurre de forma vertiginosa. Se abre con una pistola en primer plano, la que utiliza el policía corrupto Tom Duncan para quitarse la vida. Su esposa (Jeanette Nolan) toma el voluminoso sobre que ha dejado como reveladora nota explicativa de los motivos de su suicidio y, antes de llamar a la policía, informa al gánster Mike Lagana (Alexander Scourby), con el que su marido se entendía en sus negocios sucios y que tiene en nómina a buena parte del departamento de policía, incluidos algunos de los altos mandos, de la ficticia ciudad de Kenport en la que transcurre la acción. Es así como Bertha Duncan prende la chispa del drama: mientras se dedica a chantajear a Lagana a cambio de ocultar la larga carta de su esposo, siembra pistas falsas en la labor de Bannion. No obstante, cuando la amante de Duncan (Dorothy Green), que revela a Bannion que todo lo declarado por la viuda es un burdo montaje, aparece muerta, torturada y desfigurada, él se toma el caso como el resultado de una trama de corrupción, presiona a la viuda, se encuentra con la hostilidad de los mandos, que le ordenan detener la investigación y, finalmente, ve cómo su esposa sufre las consecuencias de la lucha que se entabla entre los villanos y el único policía honesto que parece haber en el cuerpo. La película se zambulle en un acelerado proceso de transformación de los personajes: Bannion, hasta entonces honrado hombre de familia, se convierte en una bestia cruel e irreflexiva que solo busca venganza; por su parte, Debby (Gloria Grahame), la chica de Vince (Lee Marvin), secuaz y principal matón de Lagana, una joven descarada y mordaz que acepta las humillaciones, los desprecios y maltratos de su novio como pago de la vida cómoda y cara que disfruta gracias a él, se siente de inmediato atraída por el policía cuando, durante una refriega en un club y como represalia por haber agredido a una mujer, Bannion pone en su sitio a Vince. El proceso de cambio de Debby, de mera party girl a agente de venganza cuando Vince, celoso y temeroso de sus tratos con el policía, le arroja una cafetera hirviendo a la cara y la desfigura, la convierte en elemento capital del argumento, en ángel de venganza que, más en respuesta a Vince, al que devuelve la moneda sin el menor escrúpulo y sin muestra alguna de debilidad, que en busca de algún tipo de redención personal, comete el acto que la, a pesar de todo, integridad moral que Bannion todavía conserva, le impide realizar por sí mismo para cerrar el drama.

Nacida de una novela de William P. McGivern convertida en guion por Sydney Boehm, la dirección de Lang, quien ubica la acción prácticamente al completo en interiores concretos y repetidos, conserva ecos de su etapa expresionista por medio de la caracterización que hace de los personajes a través de los escenarios en los que se desenvuelven cotidianamente: el lujo clásico con toques horteras de la mansión de Lagana, sus grandes salones, las alfombras, las chimeneas, los anaqueles de libros encuadernados en piel y el lúgubre retrato de su madre fallecida; el ambiente frío y coqueto de la casa de los Duncan, con esos toques de decoración de nuevo rico pagados con dinero manchado de sangre; el confort moderno y algo chabacano del ático que comparten Vince y Debby, en el que se organizan partidas de póquer en las que el comisario de policía puede compartir mesa con los esbirros a los que debería perseguir; el modesto hogar, angosto y repleto de objetos y mobiliario, de los Bannion; la habitación de hotel donde este se refugia, amplia y limpia pero solo a un paso de las oscuras y tétricas que ocupara Edward G. Robinson en algunas de las cintas previas de Lang… En cuanto a las interpretaciones, nunca Glenn Ford sonrió tan a menudo (en el primer tramo de la película) ni con tanta amplitud en la pantalla, Marvin compensa con su incipiente carisma la falta de pegada de la que adolece Scourby como villano, y Gloria Grahame está espléndida en la composición de esa chica alegre y frívola, de ingenio veloz y lengua vivaracha, que sufre un tremendo shock traumático que la instala en la amargura y que encuentra en hacer lo moralmente correcto la forma de sanar las heridas de su rostro, que no son más que expresión de las que ha arrastrado en su interior todo el tiempo que ha permanecido cerca de personajes como Lagana, Vince o Larry (Adam Williams), otro de los colegas de su novio, que también la pretende. La película mantiene una tensión creciente que se retroalimenta en momentos concretos hasta la eclosión final: el estallido del coche-bomba, la cafetera arrojada a la cara de Debby y su respuesta a Vince, el encuentro de Debby y Bertha Duncan, la pelea entre Bannion y Vince y su conclusión, cuando el policía no puede finalmente traspasar la línea (más por las limitaciones censoras, probablemente, que por voluntad de Lang).

Pese a que la película cumple con los cánones morales impuestos por el código Hays, en particular en lo referente al destino de los personajes que han tenido comportamientos o han cometido actos inmorales, incluida Debby, su desenlace no es precisamente complaciente. Bannion solo puede aspirar a recuperar su vida truncada, su puesto de sargento, su escritorio en la comisaría y un trabajo que le exige mezclarse con lo peor de la sociedad, discutir con sus superiores y recibir incomprensión y una pingüe recompensa salarial. Un perpetuum mobile, una sensación de continuidad que se subraya con el teléfono que suena para comunicar un atropello con fuga, y a los agentes saliendo por la puerta en busca de una nueva misión mientras las palabras «The End» aparecen en pantalla. Pero ha tenido que pagar un alto precio, la destrucción de su familia y un futuro que ya no podrá ser como debía o, al menos, apuntaba. Ahí radica la importancia de esa duplicidad y turbiedad del universo languiano, y a su vez la contestación a las limitaciones del código, que sobrepasa por las costuras del relato: los villanos, los seres moralmente corrompidos, se ven arrastrados a la más contundente de las sanciones; los inocentes, como Bannion, su hija y, sobre todo, su esposa, también. Porque no son la ley ni la moral las que distinguen como en un juicio final los buenos y los malos comportamientos y, en consecuencia, otorgan necesariamente las recompensas o aplican los castigos; no son ellas las que rigen los destinos, sino que son la fuerza y el azar los que dictan las sentencias. Y en ese entorno, en el reconocimiento de esa verdad tremenda, oscura y cruel que es saber perder, es donde descansa el mérito de, aun así, decidirse a hacer lo correcto, abogar por el mantenimiento de una ética personal y de una moral colectiva para toda la sociedad.

Palabra de Fritz Lang

-La historia y el estilo empleado para contarla son los que hacen que una película sea buena o mala, no el procedimiento técnico de la misma.

-Hoy en día, califico al cine de industria. Y pensar que podría haber sido un arte, pero lo han convertido en una industria. Han matado al arte.

-He hecho todas mis películas como un sonámbulo. He hecho todo lo que creía correcto, nunca he preguntado a nadie si lo que hacía estaba bien o mal.

-Hubo un tiempo en que todo lo que buscaba era una buena historia. Pero, ahora, todo tiene que parecer del tamaño del Monte Rushmore y con los actores en primer plano.

-Ese instante que se nos escapa. Ésa es mi obsesión. Para cada uno de nosotros ese instante existe, un momento de debilidad en el que uno puede equivocarse. Es una ley inevitable en la vida.

-A los productores les interesan los beneficios, quieren saber cuántas personas han ido a ver la película. Pero ese no es mi objetivo. A mí me interesa saber a cuántas de esas personas les han llegado mis ideas.

-Estaba cansado de las grandes películas. De hecho, no quería hacer ninguna película más y había decidido trabajar en el campo de la química. Me agobiaban los estudios y quería ser independiente. Sólo ante un encargo muy insistente accedí, le dije al productor: de acuerdo, haré la película pero tú no vas a abrir la boca, no tendrás derechos sobre la edición y te limitarás a poner el dinero. Entonces hice «Metrópolis».

-Es cierto que soy más difícil que otros directores. Me siento decepcionado o engañado muy a menudo, y ocurre porque sé con toda precisión por adelantado cómo debe ser cada línea del guión, la interpretación de los actores, la calidad arquitectónica de la película, cada movimiento de cámara. Durante semanas, trabajo, establezco los planos y tomo notas sobre todo lo que quiero hacer. Si, por cualquier motivo, no puedo realizar un movimiento de cámara como lo deseo, es un verdadero sufrimiento físico.

-Siempre intento poner algo en cada película sobre lo que la gente pueda hablar en casa. No tengo nada en contra del cine de entretenimiento. Si usted es un trabajador cansado al final de la jornada, que quiere pasar un rato sin pensar en nada, supongo que tiene todo el derecho. Pero yo aspiro a entretener y además dejar algo sembrado en el público. Quiero hacer películas de las que ese trabajador pueda hablar después con su mujer, durante la cena, y el máximo reto es que tengan ideas diferentes sobre por qué la película ha transcurrido así, de forma que terminen acudiendo una segunda vez a verla juntos…

100 años del Nosferatu de F. W. Murnau en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al centenario de Nosferatu (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, F. W. Murnau, 1922), que se ha cumplido hace pocas fechas.

Cine de verano: Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt, Walter Ruttmann, 1927)

Inspirado en un filme anterior del soviético Dziga Vertov, Walter Ruttmann compone un excelente documental sobre un día en la ciudad de Berlín. Filmado en colaboración con algunos de los más importantes directores de fotografía del expresionismo alemán (Robert Baberske, Karl Freund, Reimar Kuntze y László Schäffer), la película sorprende por su capacidad para retratar como un ser vivo y autónomo una de las más importantes capitales de Europa, tanto como sobrecoge por lo que no contiene pero que sí proyecta en el futuro, el inminente devenir de la sociedad berlinesa y alemana hacia la más oscura de las pesadillas, y el hecho de que gran parte de las personas y de los edificios que la película refleja dejarán de existir dentro de no demasiado tiempo.

Cine de verano: El castillo encantado (Schloß Vogeloed, F. W. Murnau, 1921)

Continuamos con el cine de verano en otoño con una de las obras menos citadas y revisadas del maestro alemán F. W. Murnau, una película que hoy denominarían «menor» dentro de su filmografía, previa a sus grandes clásicos, que gira en torno al esclarecimiento de un asesinato en el marco del castillo donde se reúne un grupo de aristócratas. Perfección en la composición de los encuadres, algún momento onírico casi terrorífico, y todos los rasgos, algo diluidos quizá, del expresionismo alemán, movimiento del que Murnau es principal exponente.

 

Diálogos de celuloide: M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931)

Foto de Peter Lorre - M, El vampiro de Düsseldorf : Foto Peter ...

HANS BECKERT: ¡Qué queréis que haga…! ¿Qué puedo hacer yo…? ¿Es que no creéis que es terrible lo que llevo dentro…? ¡Este fuego, esa voz, esta tortura…! Tengo que circular por las calles huyendo constantemente… Hay alguien que me persigue… ¡Y soy yo mismo…! ¡Me persigo… en silencio! Pero yo le oigo.. ¡¡Sí!! A veces me parece… que yo mismo corro detrás de mí y quiero escapar de mí mismo… ¡pero no puedo… no puedo escapar! He de continuar mi camino porque si no me alcanzará… ¡Tengo que correr… correr por las calles sin fin…! ¡Y quiero… quiero escapar…! Y detrás de mí corren los fantasmas de las criaturas… nunca se apartan de mí… nunca… Siempre están ahí… ¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre! Solo tengo una solución: ¡¡¡matar!!!… Y ya no me doy cuenta de nada más… Luego sale la noticia en todos los periódicos… y leo, y leo el suceso… y me pregunto al leerlo: ¿He hecho yo eso? ¡Y no puedo recordarlo…! ¡Vosotros no podéis comprender lo que significa llevar en el interior dos voces como yo llevo, gritando… gritándome constantemente. ¡No lo hagas! ¡Mata! ¡No lo hagas! ¡Mata! Y las voces siguen enloqueciéndome… ¡Y no quiero impedirlo… pero no puedo evitarlo…! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!!

(guión de Thea von Harbou y Fritz Lang)

Cine en fotos: Fritz Lang

Los mil ojos de Fritz Lang |

«El título [M en alemán, sin el subtítulo El vampiro de Düsseldorf] procedía de cuando ponen marca de tiza en el hombro de Lorre; y, por supuesto, en toda mano hay una M natural. Pero en cierto momento íbamos a titular el filme Mörder unter uns: un título que fue robado más tarde, y usado para la primera película alemana que se hizo después [de la Segunda Guerra Mundial: Die Mörder sin unter uns, Wolfgang Staudte, 1946]. De cualquier forma, yo quería rodarla en los hangares Zeppelin: había rodado ya allí, y conocía al hombre que los dirigía. Se llamaba Wehner, pero tenía las cejas muy espesas, así que yo lo llamaba Uhoo, que en alemán significa búho grande. Éramos muy amigos. Fui y le dije: «Mira, me gustaría alquilar otra vez el lugar». Él dijo: «No, no queremos alquilártelo». Dije: «¿Por qué no?». Dijo: «Tú sabes». Le dije: «¿Qué quieres decir con «tú sabes»? No seas estúpido, Uhoo, tengo mucho que hacer». Dijo: «No, no. Y, de paso, creo que no deberías hacer esta película». «¿Qué?», le dije. Dijo: «Sí, creo que no deberías hacer esta película. Tú sabes por qué. Herirás los sentimientos de muchos que son importantes. Será my malo para ti». Dije: «Dime, ¿por qué una historia sobre un asesino de niños heriría los sentimientos de nadie? No hay historia de amor, te lo garantizo». Él dijo: «¿Qué? ¿Sobre qué trata esta historia?». Dije: «¡Sobre un asesino de niños!». Y en ese momento le agarré de la solapa y noté algo, le di la vuelta y allí estaba una esvástica; era miembro del partizo nazi. Y creían -ciegamente- que el título Asesino entre nosotros quería decir una película contra los nazis».

Fritz Lang en BOGDANOVICH, Peter, Fritz Lang en América (ed. Fundamentos, 1991).

M” (1931), de Fritz Lang

Retorno a un clásico: M (Joseph Losey, 1951)

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En relación con la ingente cantidad de remakes a lo largo de la historia del cine, pocas veces uno de ellos aguanta la comparación con su cinta inspiradora, menos todavía cuando esta es unánimemente reconocida como una obra maestra. M, de Joseph Losey (1951), sin llegar tal vez a las cotas de excelencia de la obra de Fritz Lang, no solo es un magnífico thriller de suspense que conserva buena parte de los logros visuales de su original, además de aportar elementos nuevos, sino que, como su antecesora, una de las cimas del llamado expresionismo alemán, consigue trascenderse a sí misma, elevarse por encima de su género e incluso del medio cinematográfico para captar el espíritu de su época, para reflejar el estado de psicosis colectiva resultante de la era de la «caza de brujas», tan amarga para su director. La trama es conocida: un criminal, asesino de niñas, desconcierta tanto a la policía que esta, carente de indicios claros, no tiene otra forma de aproximarse a él que realizando una serie de continuas redadas indiscriminadas contra todo tipo de malhechores y sospechosos, lo que multiplica la cantidad de detenidos y procesados y el desmantelamiento de redes delincuenciales a todos los niveles; el crimen organizado acusa el golpe y, deseoso por quitarse de encima el aliento de la policía, desarrolla su propio plan para capturar al villano, de manera que se relaje la presión pública y policial sobre ellos y puedan seguir dedicándose a sus chanchullos dentro de los parámetros normales de su lucha del ratón y el gato con la ley y la policía.

Losey traslada la acción de la lúgubre Alemania expresionista de los treinta a la soleada California de principios de los cincuenta, y desarrolla la historia, como Lang, partiendo de la acreditada identidad del asesino y de los esfuerzos de delincuentes y policía por encontrarlo y capturarlo. Carente de la presencia y del carisma de Peter Lorre, pero igualmente siniestro, David Wayne da vida al criminal que, desde la depravación, poco a poco se verá metido en una espiral de desesperación por salvar la vida. Excelentes son las secuencias en las que, tras haberle echado el ojo, se frustran sus intentos por hacerse con una de las víctimas, igual que la introducción, en la que Losey presenta varios de los crímenes y la paranoia desatada entre la población, que invariablemente termina con inocentes, tomados erróneamente por el asesino, sufriendo en sus carnes la hostilidad de sus semejantes. Inevitable resulta establecer aquí el paralelismo entre esta situación y la psicosis social derivada de la «caza de brujas», hecho que se acentúa cuando los criminales habituales desplazan a la policía en su papel de principal protagonista de la persecución. La película posee así un doble discurso, el explícito, que sigue las líneas del original de Lang (el guión, completado con los diálogos adicionales de Waldo Salt, se estructura de igual manera y contiene alusiones directas, como el uso del silbido del asesino o la secuencia del ciego que lo reconoce, así como la elección de un subterráneo -un garaje, en este caso- como escenario para el desenlace), y el implícito, en el que, a través del valor simbólico otorgado al asesino, a los policías y a los delincuentes, Losey y sus guionistas aluden directamente a la paradójica realidad norteamericana del momento.

Donde obligatoriamente Losey se aparta de Lang es en la conclusión; en plena era del Código Hays la policía no puede representar valores negativos ni tampoco aparecer como negligente o incapaz, de manera que todo aquel responsable de acciones ilícitas o criminales debe ser arrestado y recibir su oportuno castigo. La contradicción se sustituye así por cierto maniqueísmo que, si bien no llega a empobrecer el conjunto, sí limita la controversia y el impacto derivado del cambio de papeles y del choque ético, del desplazamiento de la representación de la legitimidad moral. No obstante, son tantos y tan continuos los placeres visuales que ofrece la película que la planicie de la acción policial pasa prácticamente desapercibida: la excelente secuencia del seguimiento del sospechoso en el parque de atracciones, el acorralamiento y el registro del edificio Bradbury, las evoluciones del personaje encerrado en el depósito de maniquíes y, en particular, la conclusión en el garaje, con la cámara colocada frente a la rampa ascendente y el asesino, desesperado, intentando defenderse y escabullirse de la masa de malhechores que le acosa, son solo algunos de los puntos de ebullición de una película de impecable factura formal. Diluido el protagonismo en actores de perfil bajo (Howard Da Silva, Luther Adler, Steve Brodie…) para otorgar un papel central a la masa, al ser no identificado o reconocible, al grupo, a la tribu, es la acción y sus implicaciones en el momento de su estreno, su lectura política y social, lo que hace despuntar a este clásico de Losey sobre otras películas contemporáneas, y revitaliza este remake en paralelo a su original. Losey, uno de los grandes y reconocidos damnificados de ese negro periodo de la historia de Hollywood, no tardaría en verse sumido en una situación igualmente absorbente y desesperante, con las consecuencias de todos conocidas, aunque sin la contrapartida de un crimen horrendo; víctima de su libertad de pensamiento y de sus intereses como artista. Toda una lección de democracia.

Propaganda ejemplar: Los verdugos también mueren (Hangmen also die!, Fritz Lang, 1943)

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Como parte del esfuerzo propagandístico de guerra, el alemán Fritz Lang, a partir de un guión propio escrito en colaboración nada menos que con Bertolt Brecht, dirigió en 1943 esta película que toma como origen para la trama uno de los hechos que, para muchos, resultan más trascendentales para el devenir de la guerra mundial en Europa: el asesinato, el 27 de mayo de 1942, de Reinhard Heydrich a manos de la resistencia checa. Heydrich, segundo de Himmler en las SS, jefe de la Gestapo, director de la oficina de seguridad del Reich, máximo impulsor y organizador de la llamada Solución Final para el «problema» judío en la conferencia de Wannsee, y nombrado por los nazis Protector de Bohemia y Moravia tras la ocupación alemana de Checoslovaquia, es una de las figuras fundamentales del nazismo y de la primera etapa de la Segunda Guerra Mundial, el cerebro de buena parte de las operaciones políticas y militares de Alemania, persona de total confianza de Hitler (de las pocas, realmente, cuya opinión contaba para el canciller nazi) y, posiblemente, también hubiera sido su sucesor y continuador llegado el caso. La película parte de este hecho real para homenajear la labor de la resistencia antinazi en Europa y, en particular, alabar el comportamiento del pueblo checo frente al invasor, su integridad y su valor, recalcando que gracias a su determinación contra el enemigo, y a pesar de la presión de la Cancillería para esclarecer los detalles y hacer pagar a los culpables con toda la crueldad de la que eran capaces los nazis, el asesinato de Heydrich quedó sin resolver, los máximos responsables nunca fueron capturados o acusados del mismo, y el caso tuvo que ser cerrado en falso. Sabido es, además, que Lang, cuya esposa simpatizaba abiertamente con los nazis, huyó de Alemania a toda prisa cuando Goebbels le propuso hacerse cargo de la dirección de la cinematografía alemana, por lo que la película adquiere, en lo personal, una significación adicional que la completa y la enriquece.

La película se construye desde el asesinato: después de un prólogo en el que asistimos a toda la pompa, ridícula y bastante hortera, del ceremonial diplomático nazi con la presentación de Heydrich ante las autoridades alemanas y checas, rápidamente pasamos a los primeros momentos tras el  magnicidio, y a la persecución de una figura huidiza que intenta escapar de los soldados que buscan al responsable. Acosado por el toque de queda, que amenaza con dejarlo aislado en la calle a merced de las patrullas alemanas, Karel Vanek (Brian Donlevy), inventa un pretexto -además de esta falsa identidad- para poder pasar la noche en casa de la familia Novotny, cuya cabeza, el profesor Stephen Novotny (magnífico Walter Brennan en un papel muy diferente a los habituales en él, encarnación magistral de la dignidad y la integridad), es una de las figuras intelectuales más importantes de Praga. Su hija Nasha (Anna Lee) sospecha la verdad sobre la identidad del invitado, aunque su familia piensa que únicamente es un conocido suyo que se ha despistado con el toque de queda. Sin embargo, para la familia en general y para Nasha en particular, la situación se complica cuando su prometido (Dennis O’Keefe) la sorprende con el desconocido y lo toma por un rival amoroso, pero, sobre todo, cuando los nazis, que empiezan a orquestar la venganza contra la resistencia checa y tratan de acrecentar el terror entre la población para fomentar las delaciones, deciden fusilar como represalia a un gran número de civiles checos bajo la exigencia de que los responsables del asesinato se presenten voluntariamente o sean denunciados y, para desgracia de los Novotny, el profesor es seleccionado. Vanek deja la casa a la mañana siguiente y se esfuma, pero Nasha logra dar con él y su verdadera identidad, al tiempo que las autoridades nazis comienzan la sistemática labor de detención, interrogatorio, tortura y muerte de todos aquellos que rodean a los Novotny y al falso Vanek y van estrechando el cerco.

Se trata de una extraordinaria cinta que, como es habitual en Lang, combina una riqueza estética superlativa con una brillante exposición de los dilemas internos de toda una serie de personajes, una visión complementaria que construye un conjunto repleto de puntos de vista antitéticos pero igualmente legítimos, que introduce al espectador en el suspense derivado de las complicadas decisiones personales que los personajes han de tomar: ¿denunciará el profesor al extraño invitado nocturno para salvarse? ¿Lo hará Nasha? ¿O quizá el misterioso Vanek, una vez conocedor de las consecuencias de sus actos para los Novotny, asumirá el deber de sacrificarse para salvar a sus conciudadanos inocentes? ¿Aceptarán todos la muerte de compatriotas anónimos como contraprestación a la lucha por la libertad de su país? Continuar leyendo «Propaganda ejemplar: Los verdugos también mueren (Hangmen also die!, Fritz Lang, 1943)»