Buñuel en Venecia

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Buñuel me ha citado en las profundidades de terciopelo del antiguo café Florian. Fundado a mediados del siglo XVIII, el Florian es una placenta acojinada, y si sus pequeñísimas salas de mármol y madera, oros y rojos han acogido en el pasado a Casanova y a Stendhal, a Byron y a Wagner, Buñuel se acomoda en las mullidas butacas con aire ligeramente sadista. Viajar para encerrarse. Da la espalda al tumulto veraniego de la plaza de San Marcos con sus siniestras palomas, sus siniestros turistas alemanes y sus siniestras orquestas tocando popurrís de Lerner and Loewe. Los compartimentos del Florian son como los de un tren de lujo del siglo pasado. Buñuel, viajero inmóvil, se refugia en la sordera. Su rostro, esculpido a hachazos, es reproducido al infinito en los prismas de espejo manchado del café. Desde una mesa cercana, Pierre Cardin observa con asombro la espléndida indiferencia sartorial de Buñuel: camisa de manga corta, pantalones abultados, anchos, sin planchar, boina vasca y huaraches de indio mexicano. Cuando llego, está en el tercer Negroni. Anoche subió al estrado del Palazzo del Cinema en el Lido a recoger el León de San Marcos, primer premio del Festival de Venecia otorgado a Belle de jour. Era divertido ver a este solitario en medio de la panoplia fulgurante de Venecia, fotografiado como una vedette, acosado por cazadores de autógrafos. Y aún más divertido asistir al baile que la contessa Cicogna ofreció a Buñuel en Ca’ Vendramin. Desde luego, Buñuel no asistió. Pero una enorme fotografía suya presidía la magnífica fiesta, y bajo la mirada ausente de Buñuel bailaban el frug Gina Lollobrigida y Aristóteles Onassis; Richard Burton bebía como un cosaco y Elizabeth Taylor besaba las mejillas de Claudia Cardinale; Marcello Mastroianni se aburría en un rincón y Luchino Visconti se paseaba arrastrado por tres galgos rusos con cadenas de plata.

BUÑUEL: La sordera se me agrava con los años.

C. F. : ¿No es usted sordo de conveniencia?

BUÑUEL: ¿Cómo? ¿Una conferencia?

C. F.: Que si no finge usted un poco la sordera para aislarse más fácilmente.

BUÑUEL: No, no, puedo conversar perfectamente en español y en francés. En inglés ya no escucho nada. Y en cuanto hay más de cinco personas en una pieza, sordo como una tapia. El mundo es un rumor angustioso.

 

(Carlos Fuentes. Luis Buñuel o la mirada de la Medusa, Madrid, Fundación Banco de Santander, 2017)

Vidas de película – Sam Jaffe

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Sam Jaffe forma parte de la abultada nómina de personalidades del Hollywood clásico que vieron truncada su vida y su carrera a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta por obra y gracia de la llamada «caza de brujas» instaurada en los Estados Unidos por el senador Joseph McCarthy y sus acólitos. Nacido en 1891 en Nueva York, en el seno de una familia judía (su nombre auténtico era Sam Shalom Jaffe), estudió ciencias y trabajó como profesor de matemáticas hasta que le picó el gusanillo de la interpretación. Su físico característico le abrió las puertas al film noir y al cine de aventuras y a la encarnación de personajes exóticos y ambiguos.

Trabajó para Joseph von Sternberg en Capricho imperial (The scarlett Empress, 1934), como el zar Pedro I el Grande (nada menos que Marlene Dietrich encarnaba a la famosa Catalina la ídem…), y a las órdenes de Frank Capra interpretando al Gran Lama en Horizontes perdidos (Lost horizon, 1932) antes de protagonizar Gunga Din (George Stevens, 1939), en la que daba vida al célebre aguador hindú que ansía convertirse en corneta del ejército británico. Antes de su defenestración, otro papel importante, y muy comprometido contra la discriminación racial de los judíos, fue para Elia Kazan en la oscarizada La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947).

Justo antes de su caída en desgracia llegó su personaje más memorable, el atracador de La jungla de asfalto (The asphalt jungle, John Huston, 1950) que organiza meticulosamente el robo, papel por el que obtuvo una nominación al Óscar y ganó la copa Volpi en el Festival de Venecia. Al año siguiente todavía participaría en el clásico de la ciencia ficción Ultimátum a la Tierra (The day the Earth stood still, Robert Wise, 1951).

Desterrado de Hollywood, y tras algunas películas fuera de los Estados Unidos -la más significativa es Los espías (Les espions, Henri George Clouzot, 1957), junto a Curd Jürgens y Peter Ustinov-, regresó al cine americano una vez disipados los temores al maccarthysmo, y de nuevo en entornos exóticos, con la infumable El bárbaro y la geisha (The barbarian and the geisha, 1958), protagonizada por John Wayne (y de hecho una de las peores películas de John Huston), y culminó por todo lo alto la etapa más relevante de su carrera  formando parte del reparto de la superproducción Ben-Hur (William Wyler, 1959). En la década de los sesenta, no obstante, sus apariciones en cine decayeron notablemente, y se centró en el teatro y la televisión.

Falleció en 1984, a los 93 años.

Cine en serie – Aparajito (El invencible)

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EL AUTÉNTICO CINE INDIO (III)

Segunda parte de la llamada trilogía de Apu de Satyajit Ray, Aparajito (El invencible), proporcionó a su director el León de Oro en el Festival de Venecia de 1957. Si en la primera parte, vencedora en Cannes, Ray presentaba la desigual lucha por la supervivencia entre campo y ciudad, e incluso dentro de ésta, en esta segunda entrega la lucha continúa, aunque esta vez Ray nos ofrece la solución: no hay vencedor, no puede haberlo. El joven Apu (Pinaki Sengupta) y su familia viven en la ciudad sagrada de Benarés, enorme urbe que ha crecido demográficamente durante siglos gracias a la atracción espiritual y, como consecuencia también económica, que supone el obligatorio baño en las aguas del Ganges a su paso por las escalinatas de los templos de la ciudad y la afluencia masiva de ciudadanos hindúes para cumplir con los preceptos religiosos. Así, cientos de personas sin formación alguna ni tendencia real hacia lo religioso sobreviven fingiendo una santidad o una dedicación a lo espiritual que no es más que una forma de ganarse la vida. El padre de Apu (Kanu Bannerjee) es uno de ellos, un sacerdote ordenado por sí mismo que oficia y da consuelo a los visitantes del río y que sobrevive junto a su familia gracias a las dádivas de éstos.

Apu, en cambio, es de otra pasta. Una vez desaparecida su nostalgia por la derruida aldea y con el recuerdo de su hermana y la tía fallecidas enterrado en las profundidades de su dolor, se deja imbuir por el color, los olores y los sonidos de la gran ciudad. Mientras su padre pasa horas junto al río, Apu transita por mercados, plazas, callejones, puestos ambulantes, templos, murallas, descampados. Apu queda fascinado por lo que encuentra, por el mundo que hay más allá de los muros del ghetto en que vive. La aldea no es más que un espejismo del pasado, un origen incierto que poco a poco va borrándose de su memoria. Sin embargo, la repentina muerte del padre a causa de unas fiebres contraídas por la suciedad de las aguas, la imposibilidad de seguir viviendo en la ciudad obliga a la madre de Apu (Karuna Bannerjee) a hacer volver a la familia a un pueblo que ya no es el suyo. Apu se rebela, la aldea se le queda pequeña tras haber conocido las tentaciones de la gran ciudad, y el maestro local, que malvive enseñando a los pocos jóvenes que no han emigrado o han muerto de hambre, anima al joven a estudiar y a labrarse un futuro mejor. Apu conseguirá una beca para trasladarse a estudiar a Calcuta, y allí olvida a su familia, su casa y su pueblo. Su madre, enferma de muerte, no avisa de su situación al joven por no dispersar su atención de sus estudios, y muere sola, abandonada. Cuando Apu regresa al pueblo advertido de ello por un tío suyo, rompe definitivamente con la tradición y apuesta por la modernidad: renuncia a seguir la carrera de su padre como sacerdote y vuelve a Calcuta a proseguir sus estudios.
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