Excepcional partitura de Carter Burwell, frecuente colaborador de los hermanos Coen, para esta excelente película de gánsteres que adapta más o menos libremente a Dashiell Hammett, y en la que la corrupción política, la traición, la violencia y la guerra de bandas son el inevitable aderezo de la crisis económica de 1929.
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Buscando a Debra Winger (Searching for Debra Winger, Rosanna Arquette, 2002)
No ocurre siempre ni en todas partes, o al menos no del mismo modo, pero el cine tiene una irritante insistencia por amortizar actrices a medida que van cumpliendo años (por más que haya un buen puñado de casos en que sucede justamente al revés; son los años cumplidos los que traen el éxito cinematográfico a grandes actrices hasta entonces ignoradas o dedicadas al teatro o la televisión) y dejan de representar la imagen idealizada de juventud y atractivo sexual que se supone que atrae el interés del público (masculino y femenino) y la taquilla.
Con el pretexto de encontrar respuesta a la pregunta de por qué la exitosa Debra Winger abandonó su profesión de actriz cuando se encontraba en la cima de su carrera, Rosanna Arquette indaga en este documental por las razones por las que el cine abandona a tantas de sus actrices, por qué rechaza aprovechar su experiencia y su talento creando historias profundas y complejas que puedan estar protagonizadas por mujeres interesantes e inteligentes, por qué se desestiman tan a menudo perspectivas tan enriquecedoras y necesarias en aras de la infantilización masiva y de los clichés de la eterna juventud. El testimonio de actrices como Jane Fonda, Holly Hunter, Whoopi Golberg, Sharon Stone o Melanie Griffith, entre muchas otras, arroja luz sobre esta cuestión, así como acerca de lo difícil que resulta a menudo compaginar la vida familiar con la vorágine de la industria del cine, de los costes personales y profesionales que puede implicar la lucha por mantenerse a flote en ambos frentes.
Domesticación a la americana: Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys, Curtis Hanson, 2000)
De esta película de Curtis Hanson apenas se recuerda únicamente Times Have Changed, el tema de Bob Dylan que incluye la banda sonora y que en clave subterránea parece dialogar con su célebre éxito The Times They Are a-Changin’, uno de los más vigentes símbolos de la «contestataria contracultura» norteamericana de la década de los sesenta. Y en cierto modo es así, puesto que la película, como el hecho de que una canción del antaño «rebelde» Dylan terminara adornando una producción de un gran estudio de Hollywood (Paramount, en este caso), trata en realidad, aunque cabe pensar que involuntariamente, sobre ese proceso de domesticación generalizada que de la América de la cultura undergound, la revolución sexual, el antimilitarismo, el feminismo, el ecologismo y la profundización en los derechos civiles derivó en los ochenta hacia el neoliberalismo más salvaje, la liberalización económica total, la mercadotecnica absoluta, la publicidad omnipresente, la consideración de todos y cada uno de los aspectos de la vida como bienes mercantiles, el éxito y la popularidad como máxima cima de la realización individual y la proclamación de los valores de la América de los años cincuenta como la mejor de las Américas posibles, dinámica en la que continuamos y que se ha ido filtrando al resto de Occidente a través de las obras de ficción más comerciales. Y la película llega a coincidir en este punto, decimos, involuntariamente, porque, como tan a menudo sucede, juega a simular el discurso contrario, la vuelta a la independencia de pensamiento, a la libertad creativa, a la búsqueda de la originalidad, de una mirada concreta y personal del mundo ajena a condicionantes socioeconómicos y modas recaudatorias, a través de una perspectiva tan intelectual como sentimental y de un tono de drama ligero y comedia negra y agridulce, pero cuya conclusión no deja lugar a engaños ni espejismos.
La clave está en utilizar como protagonista a un personaje caótico, desastrado, inadaptado, sociópata, y reconducirlo al redil de la corrección, aunque los vericuetos que deba recorrer incidan momentáneamente en el desorden y la anarquía. Tocar fondo para tomar impulso, hundirse para renacer, sobrevivir, reaccionar, o mejor dicho, rectificar. Un profesor de literatura en una universidad del Este, Grady Tripp (Michael Douglas) es, además de un adicto a la marihuana, una vieja promesa literaria (su novela, La hija del pirómano, fue todo un bombazo editorial en su día) que siete años después de su debut se ve inmerso en una especie de bloqueo inverso: no es que se vea impedido a la hora de afrontar la escritura sino lo contrario, lo hace obsesiva, enfermiza, compulsivamente, prolongando hasta la extenuación y creando interminables ramificaciones de un borrador que supera ya holgadamente el millar de páginas y cuya finalidad, desarrollo y conclusión ni siquiera se atisba. Coincidiendo con el «Festival de las Palabras» organizado por su facultad, una especie de simposio literario en el que novelistas de éxito (como quien se hace llamar Q, interpretado por Rip Torn) conviven con estudiantes y jóvenes promesas, su editor (Robert Downey Jr.), que también anda en horas bajas y a punto de perder su empleo, le visita para interesarse por el estado del manuscrito, al tiempo que uno de los estudiantes de Grady, James (Tobey Maguire), un muchacho igualmente inadaptado, casi autista, que apenas se mezcla con sus compañeros, del que se mofan y se ríen, se revela asimismo como sorprendente escritor de una magnífica primera novela, todavía sin publicar. El rechazo al joven, unido a su talento, despierta en Grady sentimientos paternales, el deseo de tutelar las tribulaciones de James, de encauzar sus pasos, incluso cuando estos adquieren tintes más que grotescos: la muerte casi accidental del perro del decano de la facultad, un estudioso del matrimonio entre Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, y la «desaparición» de la colección particular de este de una prenda que Marilyn lució precisamente el día de su boda con la estrella del béisbol. Pero la gran complicación vital que sacude la vida de Grady son las mujeres: recién abandonado por su tercera esposa (como las anteriores, una antigua estudiante mucho más joven que él), mantiene una relación adúltera, súbitamente aún más retorcida, con la mujer del decano (Frances McDormand), mientras recibe las atenciones de una joven y atractiva alumna que se aloja en la habitación de alquiler que oferta en su casa (Katie Holmes).
A pesar de basarse en el libro con tintes autobiográficos de Michael Chabon, Chicos prodigiosos, quien abordaba su propia experiencia durante la escritura de una novela de más de mil quinientas páginas que nunca llegó a publicarse, la película sirve a ese propósito de reconciliación con el mundo por parte de un personaje marginal descarriado que resume todos los tópicos en su caracterización: desastrado (viste ropa vieja y arrugada), mal afeitado y peor peinado, fumador de marihuana, bebedor sin límite y mal comedor, frustrado y desencantado de su profesión y atascado en su vocación, y pésimo a la hora de relacionarse con sus colegas y, sobre todo, con sus amantes. Haciendo suyo, en cambio, uno de los principios más conservadores de la sociedad americana, sus problemas empiezan a removerse, para resolverse, cuando adopta un punto de vista paternal, cuando ejerce de padre virtual y, a la postre, de esposo y padre real. Es decir, cuando se hace agente responsable. La vida Grady encuentra así su orden y su sitio, esto es, su realización, su lugar en el mundo, su armonía vital. La pose intelectual, cultural (filtrada a través del empleo de citas célebres, anécdotas de personajes famosos del cine y la literatura, referencias a obras y autores, o incluso sugeridas mediante la música, por no hablar del recurso a la marihuana o del hecho de que en el país del automóvil la esposa del decano posea un Citroën y una joven aspirante a escritora con voz propia conduzca un Renault 5), humorística y «alternativa» o «independiente» se ve una vez más así domesticada, retornada a la seguridad del rebaño y de los lugares conocidos y aceptados como deseables: el amor, la pareja, la familia, el éxito personal y la superación de los traumas propios a través del cumplimiento de un rol predeterminado en la sociedad. Todos los personajes, de alguna manera, sufren alteraciones en ese proceso que, mediante la desnaturalización de su ser previo, considerado a priori como tóxico o disfuncional, incompleto, improductivo, los convierte en seres sociales y, sobre todo, en solventes agentes económicos. De este modo, la película, con un sólido guión de Steve Kloves bien estructurado, con no pocos logros dramáticos y humorísticos (un humor negro que siempre esquiva el mal gusto) y un buen puñado de diálogos brillantes, una puesta en escena centrada en reproducir ese ambiente académico e intelectual ligado al mito de la «gran novela americana» y unas interpretaciones solventes, en particular Douglas, Maguire y McDormand, procura un entretenimiento inteligente y a ratos reflexivo que, salpicado de comicidad, paradójicamente renuncia a explotar su inteligencia hasta el último extremo en aras de conservar un principio moral que se considera superior, y que poco o nada tiene que ver con la independencia, la rebeldía y el hallazgo de una voz y un pensamiento propios, sino con la sumisión acomodaticia, el plegamiento al mercado y a los mandatos sociales, el utilitarismo y la asunción de los valores socioeconómicos predominantes como vehículo para el éxito y la realización personales. La domesticación, en suma, el gran éxito del sistema capitalista a través de la cultura enlatada.
Música para una banda sonora vital: Lone Star (John Sayles, 1996)
Todo es magnífico en esta excepcional película de John Sayles. En especial, su música, que, como defiende la película, representa el carácter mestizo de Texas y, en particular, de la zona fronteriza con México. Como muestra, dos ejemplos: en primer lugar, My love is, de Billy Myles; a continuación, Mi único camino, del Conjunto Bernal.
Música para una banda sonora vital: Fargo (Joel Coen, 1996)
Espléndido tema de Carter Burwell para esta excepcional obra de los hermanos Coen, Joel y Ethan, tan minimalista y majestuosa como el omnipresente blanco del invierno de Dakota.
Infierno Hollywood – Barton Fink (Joel Coen, 1991)
Brillante y sarcástica, surrealista y tenebrosa, mordaz y descacharrante, tan crítica e irreverente con el Hollywood dorado como perdidamente enamorada de él, Barton Fink (1991) es otra de las joyas cinematográficas de ese par de hermanos llamados Joel y Ethan Coen: todo en la película respira cine, en el fondo y en la forma; su argumento late al ritmo de una impagable galería de personajes surgidos de su excéntrica y sugerente factoría creativa.
La acción transcurre en 1941. Barton Fink (John Turturro, premiado en Cannes por su interpretación), la nueva promesa del teatro americano, un autor que busca conectar el teatro con la realidad social de América, es contratado después de las excelentes críticas de su última obra neoyorquina para escribir películas en los estudios Capitol, dirigidos por el magnate Jack Lipnick (Michael Lerner, nominado al Óscar a la mejor interpretación de reparto), hombre enérgico, priosionero de su hiperactividad tanto como de su verborrea y su retórica. Recién aterrizado en Hollywood, se aloja en el hotel Earle, un edificio antiguo y decadente que lo mantiene alejado de los lujos y las tentaciones de la vida social del cine y en el que espera encontrar la concentración necesaria para trabajar. El poco interesante panorama laboral (el objeto de su contrato es la escritura de películas del subgénero de lucha libre para el actor Wallace Beery) y su desencanto vital (no tardamos en descubrir que es un hombre volcado en su profesión, esto es, apartado de las mujeres y con las únicas amistades que le procura su actividad teatral) le provocan un bloqueo creativo y una agobiante soledad sólo rota por las efusiones románticas de sus vecinos de habitación, las manchas de humedad de paredes y techo, el retrato de una mujer en traje de baño observando el mar que cuelga de su habitación y, sobre todo, el ruido proveniente de la habitación de al lado. Sus quejas le permiten conocer a Charlie (John Goodman, inmenso en todos los sentidos), un vendedor de seguros que resulta ser la única compañía cálida que Barton encuentra en su aventura californiana.
Los Coen reflejan esa edad dorada de Hollywood a través de su prisma distorsionado, del continuo cruce entre el asombro, el humor y el patetismo. De entrada, tenemos al celebrado autor del Este reclutado por los grandes estudios, personificado tanto en el propio Fink, digamos el «antes» (con una estética próxima a la estrella del cine mudo Harold Lloyd), y en el escritor W. P. Mayhew (John Mahoney), el «después», una de esas glorias de las letras americanas consumidas por el alcohol y la demencia y que atesoran una personalidad al tiempo fascinante, frágil e irritante, en la línea de los Faulkner, Scott Fitzgerald y compañía, un tipo cuyas últimas y exitosas obras las ha terminado escribiendo su mujer (Judy Davis). Por otro lado, Lipnick ejerce de productor total a lo Thalberg, Selznick, Zanuck o Goldwyn, Continuar leyendo «Infierno Hollywood – Barton Fink (Joel Coen, 1991)»
Música para una banda sonora vital – Sangre fácil (Blood simple, Joel & Ethan Coen, 1984)
El debut de los hermanos Coen todavía constituye una de sus películas más celebradas hasta la fecha. En realidad, resulta un compendio que apunta todas las grandes virtudes y los chirriantes defectos que luego han desarrollado a lo largo de su ya amplia filmografía.
Pero esto va de música. Y en su primera película, It’s the same old song, de los Four tops (1966), es el tema que palpita bajo la rocambolesca y enrevesada historia neo-noir de celos, pasiones, mentiras, traiciones y desesperación que ganó dos Independent Spirit Awards cuando, a mediados de los años ochenta, estos premios todavía tenían algo de independientes.
Nos quedamos con la interpretación de los Four tops, no así con el bailecito ni el numerito televisivo, que se las traen…
Las mujeres y el cine: Buscando a Debra Winger
La obra maestra de Michael Powell y Emeric Pressburger Las zapatillas rojas (1948) es el pretexto que la actriz Rosanna Arquette utilizó como motivo de su película documental Searching for Debra Winger (2001), además de su experiencia vital y las propias reflexiones acerca de qué puede mover a una actriz de éxito en la cúspide de su carrera a abandonar el cine de forma definitiva. El documental, que por España había pasado de largo, como casi todos, fue recuperado por La2 de Televisión Española en la madrugada del pasado domingo 16 de diciembre, y su importante e impactante contenido, unido al aluvión de despiadados ataques y críticas vertidos contra Jodie Foster por el sector más reaccionario de Hollywood tras haber proclamado públicamente su condición de lesbiana, nos ha oligado a dedicarle un apartado inaplazable a esta película.
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