Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

Mis escenas favoritas: El padrino. Parte 2 (The Godfather: Part II, Francis Ford Coppola, 1974)

Algunos acusan a Coppola de haber glorificado a la mafia a través de su trilogía de El padrino, en particular en sus dos primeras entregas, sin reparar que lo que Coppola hace realmente es glorificar el cine. Si la primera parte parecía insuperable, Coppola se destapó, el mismo año que estrenó la magistral La conversación, con esta nueva visión, corregida y aumentada, hacia delante y hacia atrás, de las aventuras de la familia Corleone en Sicilia y Estados Unidos. Esta secuencia da una idea bastante aproximada del sentido último de la magna obra de Coppola, la de un padre de familia (tanto Vito como Michael Corleone) que desesperadamente, contra el tiempo y contra todas las formidables fuerzas en su contra, intenta reconducir a los suyos hacia la legalidad para convertirse en una familia respetable. Esfuerzos que, sin embargo, tanto desde su llegada a América como varias décadas después, se ven imposibilitados porque el ambiente que les rodea es tan putrefacto, corrupto y malévolo como ellos mismos, e igualmente indignos de respeto. El crimen no ya es una opción, sino el único medio del que disponen para garantizarse el paraíso americano, que a su vez se nutre de ellos. Probablemente, eso es lo que no gusta a los críticos con el tratamiento que Coppola hace de la mafia (que nunca se nombra como tal en la trilogía), que ligue su vigencia y su destino al del propio bienestar estadounidense, idea básica que esta escena pone sobre la mesa con brillantez e inteligencia.

Música para una banda sonora vital: Cotton Club (The Cotton Club, Francis F. Coppola, 1984)

The Mooche, célebre tema de John Barry para esta película de Francis Ford Coppola, especie de biografía de los tiempos álgidos del más populoso club de jazz del Harlem neoyorquino durante los años veinte del pasado siglo.

El 40º aniversario de Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979) en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 40º aniversario de Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979), que se cumplió el pasado 19 de agosto, fecha de su presentación en Cannes.

(desde 11:20)

Diálogos de celuloide: Patton (Franklin J. Shaffner, 1970)

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Ningún soldado ganó nunca ninguna guerra muriendo por su patria: la ganó haciendo que otros pobres estúpidos bastardos murieran por ella. Los que escribieron esa majadería sobre el individualismo no conocen una verdadera batalla más de lo que saben sobre fornicación. Compadezco a esos pobres contra los que vamos a luchar: porque no solo vamos a disparar contra ellos. Nuestra intención es arrancarles las entrañas y usarlas después para engrasar las ruedas de nuestros tanques. Vamos a matar a esos miserables teutones por millares. Algunos de vosotros estáis dudando sobre si tendréis miedo bajo el fuego. Eso no debe preocuparos. Los nazis son el enemigo: derramad su sangre, disparadles en el vientre. Cuando pongáis vuestra mano sobre una masa informe que antes era el rostro de vuestro mejor amigo, entonces no dudaréis.

(guion de Francis Ford Coppola y Edmund H. North)

Diálogos de celuloide: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)

 

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Me acuerdo cuando estaba en la fuerza especial. Fuimos a un campamento a vacunar a unos niños. Cuando estaban todos vacunados contra la polio, un viejo vino a nosotros. Ellos habían vuelto y cortado los brazos vacunados. Yo lloré como un niño. Quería arrancarme los dientes. Entonces vi claro, como si me hubieran disparado una bala en mitad de la frente. ¡Qué genialidad! Me di cuenta de que eran más fuertes porque lo soportaban. No eran monstruos. Eran hombres que luchaban con corazón, que han tenido la fuerza de hacer eso. Si contara con diez divisiones de estos hombres, nuestros problemas quedarían resueltos en el acto. Se necesitan hombres con moral y que sepan utilizar sus instintos primordiales para matar, sin compasión, sin juicio, porque es el jucio lo que nos derrota.

(guion de Francis F. Coppola y John Milius, a partir de la novela de Joseph Conrad)

 

Mis escenas favoritas: Apocalypse now (Francis F. Coppola, 1979)

Apoteósico momento, este del ataque de los helicópteros del coronel Kilgore a la aldea vietnamita con acompañamiento musical de Richard Wagner y su Cabalgata de las valquirias, forma popular con que se denomina al tercer acto de su ópera La valquiria, segunda parte de su tetralogía El anillo del nibelungo.

La secuencia dialoga a través de las décadas con otro momento clásico y memorable de la historia del cine: el episodio en que el Ku Klux Klan salva a los guardianes de las esencias del Sur asediados por los esclavos negros liberados después de la Guerra de Secesión en El nacimiento de una nación (The birth of a nation, David W. Griffith, 1915), en cuya partitura original se incluía, precisamente para ilustrar este instante, la misma composición de Wagner.

39escalones en Efecto Mariposa (Radio Uruguay, la radio pública uruguaya)

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Intervención de un servidor en el programa Efecto Mariposa de Radio Uruguay hablando de La conversación (The conversation, Francis Ford Coppola, 1974).

Desde aquí, mi agradecimiento a Daina Rodríguez, Alberto Gallo, Carolina Molla y Gabriela Giudice por su invitación.

Audio

(del minuto 13:20 a 41:40)

Página web del programa

http://radiouruguay.uy/la-conversacion/

 

Paseo cinematográfico y literario por Cartago…

El paseo de los generales Patton (George C. Scott) y Bradley (Karl Malden) por las ruinas de la ciudad romana, antes cartaginesa, de Cartago, perteneciente a la película Patton (Franklin J. Shaffner, 197o), resulta crucial el argumento de la novela Cartago Cinema (transcripción del diálogo de la secuencia justo detrás del vídeo), perpetrada por quien escribe.

Próximamente en sus pantallas. Quedan avisados.

Fue aquí. La batalla fue aquí. Los cartagineses defendían su ciudad del ataque de tres legiones romanas. Eran valientes pero no resistieron. Les masacraron. Las mujeres quitaron a los muertos túnicas, espadas y lanzas. Yacían desnudos al sol. Hace dos mil años…

Yo estaba aquí.

¿No me crees?

¿Sabes lo que decía el poeta?

«A través de los siglos, entre la pompa y la fatiga de la guerra, he batallado, me he esforzado y he perdido innumerables veces. Como a través de un vaso de cristal, veo la eterna contienda donde he luchado bajo muchos nombres y aspectos. Pero siempre era yo».

¿Sabes quién era ese poeta?

Yo.

Guion de Francis F. Coppola y Edmund H. North.

Crónica de horrores latentes: Reflejos en un ojo dorado (Reflections on a golden eye, John Huston, 1967)

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«Hay una fortaleza en el Sur, donde hace algunos años se cometió un asesinato». Esta es la cita, proveniente de la novela de Carson McCullers, que abre y cierra Reflejos en un ojo dorado (1967), una de las mejores obras de John Huston y, en particular, probablemente la más desasosegante, además de tratarse de un manual de dirección cinematográfica de primer nivel. Sólo así puede mantenerse un pulso narrativo de tamaña intensidad durante ciento ocho minutos en una historia en la que casi todo lo que sucede no es más que la punta de varios icebergs, apenas chispas de una serie de conflictos soterrados que emergen muy puntualmente pero cuyas eclosiones provocan la tragedia, y que son aludidos velada pero elocuentemente durante todo el metraje gracias a un inteligente y malicioso empleo de un lenguaje cinematográfico disfrazado de aparente intrascendencia.

La película es, sobre todo, sus personajes. Pero Huston, haciendo honor al título, los presenta mediante una doble exposición: el espectador los conoce tanto por lo que ve de ellos como por su imagen, o mejor dicho, su reflejo, en el resto de caracteres. Así, el comandante Weldon Penderton (Marlon Brando, un torbellino interpretativo reconcentrado en su más minimalista expresividad), experto en tácticas militares que imparte clases en un cuartel sureño, es un hombre silencioso, apático, introspectivo, probablemente atormentado, que gusta de cultivar su cuerpo y de observarse largamente en el espejo para comprobar la evolución de los resultados. Indiferente a los encantos y a los apremiantes apetitos (de toda clase) de su mujer (Elizabeth Taylor, en esa madurez pasada de peso de mediados de los sesenta), y más hombre de teoría que de acción (ni siquiera es bueno montando en un emplazamiento militar de caballería) parece más interesado en uno de los soldados de la base, Williams (Robert Forster, en su debut cinematográfico), un enigmático joven que se mueve por el cuartel como un sonámbulo, que en sus clases o en su mujer. En cuanto a su esposa, ante la inapetencia del marido, busca consuelo en los brazos de Morris Langdon (Brian Keith), otro oficial, buen amigo de Weldon, que encuentra en Leonora aquello que su mujer, Allison (espléndida Julie Harris), no le da desde que perdieran a su hijo tres años atrás; en apariencia, Morris es sólo un marido aburrido y un hombre vulgar, un oficial mediocre sólo interesado por los caballos, pero vive amargado la enfermedad de su esposa y absorbido por la lujuria que en él despierta la esposa de Weldon. Allison, sumida en continuas crisis nerviosas y depresivas, y que es tomada por loca por toda la comunidad aunque no deja de tomar nota de cuanto ocurre a su alrededor, deja pasar los días y hace planes para el futuro en compañía de su criado y confidente filipino, Anacleto (Zorro David), un tipo irritante y excéntrico que saca de sus casillas a Morris con cada una de sus ideas de bombero, al tiempo que parece monopolizar el verdadero sentir de la mujer. Por último, el soldado Williams, encerrado en su propia persona, sin interrelacionarse con compañeros o mandos, y cuya única forma de expansión parece ser salir a montar a caballo desnudo, se deja fascinar por Leonora, a la que comienza a observar obsesivamente, hasta el punto de introducirse furtivamente en la casa para rebuscar entre su ropa interior…

La película se mueve continuamente en el terreno de la insinuación y el camuflaje. Leonora resulta ser el personaje más marcial de todos los que pueblan la base militar, es la que se conduce por el cuartel fusta en mano (sin vacilar en utilizarla cuando lo cree conveniente), da órdenes al personal de las caballerizas como si fueran criados más que soldados bajo el mando de su marido, e incluso controla del mismo modo, con una sutil diplomacia basada en las confidencias y la pulsión sexual, al bueno de Morris. Todos los personajes danzan a su alrededor, algunos por atracción (Morris, Williams) y otros por repulsión (Weldon, Allison). Brando, que, cómo no, goza de la ya habitual escena de maltrato personal (en este caso, un caballo desbocado lo arrastra por el bosque y recibe múltiples heridas, cortes, arañazos y magulladuras antes de verse lanzado al suelo; más tarde, será la propia Leonora la que le golpee violentamente con la fusta en el rostro), compone con una fenomenal interpretación al hombre atormentado por los secretos, dueño de una doble vida como homosexual latente que colecciona objetos de recuerdo de los hombres por los que se ha sentido atraído. En particular, Brando, en un personaje destinado en principio a Montgomery Clift (por mediación de Taylor, su gran amiga y valedora, aunque murió antes del rodaje; se pensó en Richard Burton y en Lee Marvin para el personaje, que finalmente recaló en un entusiasmado Brando), logra revelar la auténtica naturaleza de su personaje solamente con el lenguaje facial y corporal, sin apenas hablar, y merced a un sobresaliente trabajo de cámara de Huston, que a través de las perspectivas escogidas consigue fijar sin lugar a dudas la psicología del personaje y su adecuada traslación al espectador (el descubrimiento del soldado Williams tomando el sol desnudo y la airada reacción de Weldon ante Leonora y Morris; la forma en que Weldon sigue a Williams al salir de la cantina o al acabar el combate de boxeo, sus gestos, sus miradas, su forma de caminar…). Continuar leyendo «Crónica de horrores latentes: Reflejos en un ojo dorado (Reflections on a golden eye, John Huston, 1967)»