Tragicomedia de la libertad: La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976)

Lo que más llama la atención de este evocador y tragicómico acercamiento a los efectos que la «caza de brujas» -la persecución sistemática de elementos de ideología comunista en todos los ámbitos de la esfera pública estadounidense, surgida antes de la Segunda Guerra Mundial pero impulsada especialmente a comienzos de la Guerra Fría por el Comité de Actividades Antiamericanas presidido por el senador Joseph McCarthy- tuvo en el mundo del arte, la cultura y el entretenimiento norteamericanos es su frialdad, su cierto distanciamiento y su escasa voluntad de profundizar en la raíz de las cruciales cuestiones democráticas que plantea. A pesar de que buena parte de quienes intervienen en la película (su director, Martin Ritt, su guionista, Walter Bernstein; algunos de sus intérpretes, como Zero Mostel, Herschel Bernardi, Lloyd Gough…) fueron en su momento incluidos en las listas negras y sufrieron las represalias políticas en forma de ostracismo profesional, el conjunto se ve alterado en su tono y sus objetivos por la discutible elección como protagonista de Woody Allen, cuya presencia, sin desviar conscientemente las intenciones del argumento, sí lo condiciona, en particular aquel Allen de los setenta, previo a su redescubrimiento como cineasta con Annie Hall, que busca transformar su imagen ante el público y arrastra tras de sí a algunos de sus colaboradores habituales: Juliet Taylor para el casting y Jack Rollins y Charles H. Joffe en la producción (junto al propio Martin Ritt y a la compañía Persky-Bright).

No se trata de negar la capacidad como actor de Allen al interpretar a Howard Prince, el hombre de paja utilizado por varios guionistas de programas dramáticos de la televisión que se ven obligados a trabajar en la sombra debido a su pública condena por parte de los esbirros de McCarthy y la subsiguiente negativa de la industria a contar con ellos. Como intérprete, incluso en su bisoñez dramática, resulta adecuado a la figura de un personaje que de humilde cajero en una cafetería neoyorquina asciende pública y socialmente gracias a su nueva faceta como «guionista», lo que a su vez despierta dentro de sí una nueva forma de ser que le cambia la vida pero que se cimenta sobre una falsedad. De ahí que, junto al personaje que, por amistad y por convicción, accede a ayudar a un amigo, se superponga el individuo que, de repente habituado a otro tren de vida gracias al diez por ciento por cada guion que cobra por poner su firma y su cara durante las entrevistas, intenta por todos los medios mantener su nuevo estatus y las relaciones personales que este le ha proporcionado, sobre todo su historia de amor con la productora Florence Barrett (Andrea Marcovicci). Frente a los ideales de solidaridad y amistad que al principio le impulsan, compartidos por simpatizantes comunistas como Alfred Miller (Michael Murphy, íntimo amigo de Allen), el colega de toda la vida que da el primer paso para usar a Howard como fachada pública para su labor creativa en la sombra, poco a poco se abre paso el hombre débil e interesado que, por encima de su voluntad de ayudar y de luchar contra una injusticia, desarrolla sus propias aspiraciones personales y profesionales. El conflicto, sin embargo, no estalla hasta el tramo final, cuando el propio Howard, que atrae la atención de los esbirros del Comité, se ve sometido a escrutinio y es colocado en una encrucijada de difícil solución. Solo entonces ocupa el lugar que en la realidad les sobrevino a Ritt, Mostel y compañía. Por otra parte, en compensación, Woody Allen, en una réplica algo rebajada de su personaje-tipo habitual (menos intelectual, ya que tiene que ponerse al día de literatura americana contemporánea y de clásicos rusos para estar a la altura de Florence y del «postureo» que se espera de él en los nuevos círculos culturales que va a tener que frecuentar), proporciona a la historia algunos de sus ingredientes dramáticos más apreciables, que coinciden en buena medida con los que despliega en su labor como escritor, director e intérprete de comedias (eso sí, con las aristas algo recortadas para no derivar en «otra película de Woody Allen»): réplicas agudas, símiles ocurrentes, alusiones humorísticas, comentarios estrafalarios…, en particular en su relación con Florence.

Junto a la historia principal a tres bandas que se centra en Howard y deriva por un lado hacia Florence y por otro hacia Alfred y sus compañeros guionistas denostados, corre en paralelo el retrato de cómo es el trabajo en los programas dramáticos de televisión durante la «caza de brujas», a nivel corporativo y en sus relaciones con Hennessey, el omnipresente y todopoderoso delegado del Comité por la Libertad (Remak Ramsay), y también de la vida personal de quienes se encuentran bajo su vigilancia o los efectos tiránicos de su presión. Esta vertiente del guion se focaliza en el personaje de Hecky Brown (Zero Mostel), entrañable cómico televisivo que tras sufrir en sus propias carnes los interrogatorios y las amenazas del Comité (por su asistencia a algunas manifestaciones y su suscripción temporal a una publicación de izquierdas, según él, porque estaba interesado en una chica idealista y liberal), y consumido por el temor a perder su trabajo en la televisión y quedar marcado, se debate en la duda moral entre someterse o rebelarse y accede a espiar a Howard para que este ocupe su lugar como objetivo de Hennessey. El retrato desesperado de Brown que presenta la película se beneficia de la entregada y conmovedora interpretación de Mostel, rubricada con las magníficas secuencias en las que se narra su declive definitivo y, posteriormente, la conclusión del personaje. El devastador drama que afecta a Hecky Brown tiene su contraste con la ironía inteligente que domina el segmento que protagoniza Howard Price, pero no encuentra el equilibrio que podría vertebrar por completo el filme y proporcionarle algo más de metraje (la película ronda los noventa minutos; un ejercicio de brevedad con contenido sustancioso que hoy se echa de menos en muchas películas comerciales) al renunciar en la profundización en los aspectos políticos que son el detonante de la trama y constituyen su subtexto. El prólogo, construido con imágenes reales en blanco y negro que reflejan distintos aspectos de la vida americana de los años cincuenta, de la Guerra Fría a algunos de los principales y más memorables personajes y acontecimientos públicos del periodo, y el epílogo, con la coda final al desenlace de la historia de Howard, ambos remarcados con Young at Heart, una de las más conocidas canciones románticas de Frank Sinatra, son los únicos momentos en los que lo político se impone a las consideraciones dramáticas del filme.

Esta es la única carencia de una película narrada al modo clásico, con un adecuado contraste entre el tratamiento de la figura trágica de Hecky Brown y la ambivalencia moral que rodea el ascenso personal de Howard Prince, que recrea con autenticidad el Nueva York de los años cincuenta y, sobre todo, las interioridades de la incipiente televisión norteamericana (desde su tecnología audiovisual hasta el tipo de programas que se emitían, de sus políticas de despacho a los tipos humanos que le eran propios), muy bien interpretada (incluido Allen en la línea que el guion le marca y que no es del todo ajena a sus características y al contexto de lo que entonces era su carrera), pero que no termina de funcionar como representación de lo que la «caza de brujas» supuso realmente para la sociedad y la democracia estadounidenses (una mala semilla que cristalizaría dos décadas después, durante la administración Nixon, cuyos primeros pasos relevantes en política tuvieron lugar al calor del «macartismo» y cuyos últimos coletazos aún se dejaban sentir en el momento del rodaje), optando por un discurso moralizante y, en parte, sentimentalizado y apolítico en lo que a las relaciones de los personajes se refiere. Los créditos finales, cuando los nombres de quienes, de entre el equipo de la película, sufrieron en su día la condena extrajudicial y antidemocrática de los sucesivos comités anticomunistas van acompañados de su condición (Blacklisted) y de la fecha en que fueron apartados de sus empleos, de sus vidas, y públicamente estigmatizados, son el dardo más demoledor que la película, distribuida por Columbia en una de las primeras expresiones de autocrítica que un estudio de Hollywood llegó a hacer sobre su propio papel en aquel desgraciado periodo, dirige contra uno de los episodios más tristes y oscuros de los muchos que arrastra la siempre contradictoria democracia estadounidense.

Mis escenas favoritas: Levando anclas (Anchors Aweigh, George Sidney, 1945)

Musical «dulcificador» del tema del retorno a casa de los soldados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial, frente al abismo de la reintegración que era terreno abonado para el cine negro, esta colorista obra de George Sidney narra las peripecias en la ciudad de Los Ángeles de dos marineros de caracteres opuestos, uno extrovertido y arrogante (Gene Kelly) y otro tímido y algo cándido (Frank Sinatra). I Begged Her es uno de los números más recordados de la cinta.

15º ANIVERSARIO

39escalones cumple 15 años

2555 entradas

30635 comentarios

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Tres libros (y uno en marcha) y participación en otros cuatro

Media docena de apariciones en televisión

Un centenar largo de intervenciones en radio

Un par de decenas de apariciones en prensa digital

¡Muchas gracias a todos!

Para celebrarlo, Louis Armstrong y su banda interpretan un calypso en la apertura de Alta Sociedad (High Society, Charles Walters, 1956)

Música para una banda sonora vital: Un día en Nueva York (On the Town, Stanley Donen y Gene Kelly, 1949)

Escrita por Adolph Green y Betty Comden, con música y canciones de Leonard Bernstein, Roger Edens y Lennie Hayton, dirigida por Stanley Donen y Gene Kelly dentro de la unidad de producción de Arthur Freed en Metro-Goldwyn-Mayer, esta película es un icono tan potente para la ciudad de Nueva York como las películas de Woody Allen, y su tema principal, el himno oficioso de la Gran Manzana, al menos hasta que llegó a las pantallas el inicio de Manhattan (1979) acompañado de la música de George Gershwin.

Felices Fiestas, con las ratas de Las Vegas

En este año de celebraciones restringidas, nada mejor que buscar compañía en estos geniales golfos de Las Vegas. Un poco de acompañamiento extra para un tiempo que, este año más que nunca, debe ser optimista y servir de acopio de fuerzas y ánimos para lo que viene, que todavía va a ser necesariamente duro, sin olvidar a los que han sufrido y sufren y a los que se han marchado. En nuestra emoción y en nuestro recuerdo, siempre.

¡Feliz Navidad, a todos los escalones!

Música para una banda sonora vital: The Way You Look Tonight

The Way You Look Tonight es una canción de Dorothy Fields y Jerome Kern compuesta para la película En alas de la danza (Swing Time, George Stevens, 1936), en la que era interpretada por Fred Astaire. Desde entonces ha aparecido en decenas de películas (de Alfred Hitchcock, Woody Allen o Kenneth Branagh, entre otros), y sin duda es uno de los más importantes clásicos de la música popular americana y ha sido grabada por Frank Sinatra, Tony Bennett, Michael Bublé, Rod Stewart y muchos otros.

 

De cine y literatura, de elefantes y de surf

GRANDES AMORES, GRANDES PASIONES: DEBORAH KERR Y PETER VIERTEL

Las de su salón eran, en expresión de Billy Wilder, las mejores butacas de California. John Huston, citado por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la época macarthista para ser interrogado, entre otras cosas, respecto a lo que allí ocurría, declaró que se trataba de una de las personas más hospitalarias y generosas que había conocido.

El hogar de Salomea Steuermann, Salka Viertel, en el 165 de Mabery Road, Santa Mónica, fue centro de acogida y encuentro de exiliados europeos, gente del cine e intelectuales de paso por Hollywood durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo que la mansión de Charles Chaplin (The House of Spain, en palabras de Scott Fitzgerald) supuso para los españoles que acudieron a la llamada de los grandes estudios para rodar talkies (las versiones de las películas en otros idiomas, práctica previa a la instauración del doblaje). Greta Garbo, Marlene Dietrich, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, André Malraux, Sergei M. Eisenstein, Billy Wilder, Sam Spiegel, Christopher Isherwood, Irwin Shaw, John Huston, James Agee, Katharine Hepburn, Norman Mailer… Todos ellos frecuentaron las tertulias dominicales en casa de los Viertel y se deshicieron en elogios cantando las alabanzas de su anfitriona, auténtica alma máter de aquella burbuja cultural surgida junto a las soleadas playas californianas.

Berthold y Salka Viertel se instalaron en Hollywood atraídos nada menos que por B. P. Schulberg, entonces dueño de la Paramount, padre de Budd Schulberg, periodista y escritor célebre por ser autor del reportaje y la novela que dieron origen a La ley del silencio (Elia Kazan, 1954) y por ser la última persona que estuvo a solas con Robert Kennedy antes de su asesinato en 1968, y cuñado del agente de actores e intérprete Sam Jaffe, conocido por sus personajes en Gunga Din (George Stevens, 1939) o La jungla de asfalto (John Huston, 1950). Los Viertel formaron parte aquella oleada de profesionales y de intelectuales centroeuropeos que irrumpió en Hollywood en aquellos años, que tanto harían por el cine americano y que tan decisivos resultarían en el tránsito del mudo al sonoro. Ambos eran oriundos del Imperio austrohúngaro y pertenecientes al mundo de la cultura, la literatura, el teatro y el cine, Berthold como poeta y director cinematográfico y teatral, y Salka como actriz y guionista. Hija de un abogado judío, crecida en un ambiente acomodado, políglota y culto, Salka Steuermann comenzó su carrera de actriz a los 21 años, en 1910, y en Berlín, Viena, Dresde o Praga se codeó con Max Reinhardt, Bertolt Brecht, Oskar Kokoschka, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka o su futuro marido, Berthold Viertel. Tras su llegada a Hollywood en 1928, Berthold trabajó para Paramount, Fox y Warner Bros. adaptando para el público alemán películas en lengua inglesa y colaborando con el maestro F. W. Murnau en los guiones de algunos de sus proyectos en América, como Los cuatro diablos (1928) y El pan nuestro de cada día (1930), antes de iniciar su propia carrera en Hollywood como director con un puñado de películas de las que la más estimables son las últimas, producidas en el Reino Unido, en especial Rhodes el conquistador (1936), epopeya protagonizada por Walter Huston (padre del guionista y director John Huston) sobre el famoso colonizador de África del Sur. Por su parte, Salka Viertel coescribió varios guiones y actuó en algunas películas (en general, talkies para el público alemán) como Anna Christie, adaptación de la obra de Eugene O’Neill en la que intervino junto a Greta Garbo. Precisamente, en 1931 fue Salka Viertel quien le presentó a Garbo a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga y accidentada relación sentimental. Continuar leyendo «De cine y literatura, de elefantes y de surf»

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Mis escenas favoritas: La silla de Fernando (David Trueba y Luis Alegre, 2006)

Impagable momento de este documental-entrevista a una de las más importantes figuras de la cultura española del siglo XX, el relato de una anécdota que Fernán Gómez ya contaba en su imprescindible libro de memorias, El tiempo amarillo. El fragmento forma parte de este estupendo trabajo que repasa la vida, la trayectoria como escritor, actor y director y la visión de España y del mundo de Fernando Fernán Gómez con sus propias palabras, en un fascinante monólogo lleno de encanto, sabiduría, diversión y humor, en el que se dedica un buen espacio a hablar de cosas mucho más serias.

Mis escenas favoritas: El último de la lista (The List of Adrian Messenger, John Huston, 1963)

No era, ni mucho menos, la película favorita de John Huston de entre las suyas; más bien al contrario. Como intriga, tampoco es que sea el colmo de la imaginación ni de la originalidad, es más bien un suspense convencional, escrito por Anthony Veiller a partir de la novela de Philip MacDonald, que, con aires a lo Agatha Christie, gira en torno a la averiguación de la identidad de un misterioso asesino en serie cuyas víctimas, siempre fallecidas en aparentes accidentes, no parecen tener ningún vínculo entre sí. Su nota distintiva es su vocación de adscribirse a ese género no oficial que son las películas-juego, esas que traban su argumento con la complicidad del público, que proponen un divertimento que debe completarse con la aceptación de este.

El juego se basa en este caso en la conformación de un reparto de estrellas (además de George C. Scott y Kirk Douglas, nada menos que Tony Curtis, Burt Lancaster, Robert Mitchum, Frank Sinatra, viejas glorias como Clive Brook, Herbert Marshall, Marcel Dalio o Gladys Cooper, e incluso un cameo del propio John Huston) cuya participación en la trama es mínima, casi testimonial, y que va salpicando el metraje con «sorpresa» final incluida (poca, con franqueza, y menos todavía si se ve la película hoy). De hecho, una voz advierte al final del metraje: «¡NO SE VAYAN! LA HISTORIA HA TERMINADO, LA PELÍCULA TODAVÍA NO…», antes de pasar a la coda final. Se recomienda no ver el vídeo si nunca antes se ha visto la película, por eso de no estropear el primer visionado…