Palabra de Marcello Mastroianni

 

«Desde que me dedico a este oficio raras veces he ido al cine. ¡Pero de niño…! Me alimentaba de cine, y al igual que yo toda mi generación. ¡Esa sala mágica, oscura, misteriosa! El haz de luz del proyector, que se mezclaba con el humo de los pitilllos. Aquello era también una cosa fascinante que ya no existe. Era un lugar de evasión…, no, aquello era algo más que evasión: en el cine se soñaba.

Íbamos al cine casi todas las tardes, y nos llevábamos el bocadillo, la merienda. Entonces se proyectaban dos películas, además del Giornale-Luce y Topolino (Mickey Mouse): entrábamos a las tres y salíamos a la hora de la cena.

Gary Cooper, Errol Flynn, Clark Gable, Tyrone Power. ¡Cuántos ídolos! Sentíamos pasión por estos actores. Al salir del cine, imitábamos sus gestos. La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), John Wayne con la pistola, y nosotros tratando de imitar sus andares.

¡Y las actrices! Busca alguna parecida hoy. Greta Garbo, Marlene Dietrich… Aunque, a decir verdad, estas dos no es que me gustasen mucho. Sí, apreciábamos su valía, pero a esa edad —quince o dieciséis años— uno prefería a la vecina. Aquellas eran reinas inaccesibles.

Pero estaban también nuestros divos. ¡Amadeo Nazzari! Sentíamos gran estima por Amadeo Nazzari. Una gran personalidad. Alguien decía que era el Errol Flynn italiano, pero no era cierto. Yo he trabajado con él; era un hombre muy generoso. Y Anna Magnani, Aldo Frabrizi…, eran extraordinarios. ¡Y Totò…, magnífico, grandioso!

Sentíamos pasión por Jean Gabin y Louis Jouvet. Era extraño, porque a esa edad los héroes más fascinantes eran precisamente Gary Cooper o Clark Gable. El cine francés requería más esfuerzo, y sin embargo a nosotros nos gustaba igualmente. E incluso algún actor alemán, ya que por entonces existía el Eje y, por tanto, las coproducciones con Alemania. Pero de los nombres no me acuerdo.

Ah, y no hay que olvidar a Ginger Rogers y Fred Astaire: con ellos entramos en la mitología. ¡Fred Astaire era un bailarín tan excepcional que viéndolo hasta podías llorar!

Pero ¿cómo describir la belleza de aquel cine de entonces? ¿O quizá éramos nosotros más ingenuos, y bastaba con poca cosa para encandilarnos, para entusiasmarnos?

Cuando pienso en lo que el cine, la gran pantalla, supuso para mi generación, me pregunto si hoy en día el cine ejerce efectos comparables en las nuevas generaciones, o si los ejerce más bien ese cine empequeñecido que soy incapaz de amar y que es la televisión.

Fellini me dijo un día:

—Fíjate, a Marilyn Monroe antes la veíamos así, gigantesca, ahora la vemos ahí abajo, diminuta.

Umm. No es lo mismo».

(Marcello Mastroianni en Sí, ya me acuerdo… (Mi ricordo, sì, io mi ricordo, Anna Maria Tatò, 1997), documental paralelo a su libro de memorias, de mismo título y fecha).

Mis escenas favoritas: Noches de sol (White Nights, Taylor Hackford, 1985)

Mikhail Baryshnikov, quien en su día alabó y reconoció a Fred Astaire como mejor y más popular bailarín del mundo, fue invitado a hablar en el homenaje que el American Film Institute celebró en honor del actor en 1981. El astro del ballet clásico, para sorpresa de todos, arrancó así su discurso: «No es un secreto. Todos le odiamos». Baryshnikov prosiguió desvelando palabras tan sinceras, como sorprendentes. «Nos crea complejos porque es demasiado perfecto; su problema es que siempre se está moviendo. Tú terminas tu función, recibes los aplausos y piensas que quizás, sólo quizás, fue un éxito, y te vas a casa… Enciendes la televisión para relajarte y ahí está él, perfecto». «Recordad lo que dijo Ilie Nastase sobre Bjorn Borg», añadió el fenómeno ruso-americano, «nosotros jugamos al tenis; él juega a otra cosa… pues lo mismo sucede con Fred Astaire, nosotros bailamos, pero él hace otra cosa». En otra ocasión, añadió: «Ningún bailarín puede ver a Fred Astaire y no saber que todos deberíamos haber estado en otro negocio».

Baryshnikov se aproximó algo al ídolo americano en esta secuencia junto a Gregory Hines, perteneciente a una película en la que se narra una historia muy similiar a la suya, de disidencia política y amor al arte de la danza.

Mis escenas favoritas: Ziegfield Follies (1945)

En este musical surgido de la unidad de Arthur Freed en la Metro-Goldwyn-Mayer y construido a base de fragmentos dirigidos por Vincente Minnelli, Lemuel Ayers, Roy Del Ruth, Robert Lewis, George Sidney, Merrill Pye y Charles Walters, con la participación de estrellas del estudio como William Powell, Judy Garland, Lucille Ball, Esther Williams, Hume Cronyn o Keenan Wynn, tiene lugar el memorable momento de ver a Fred Astaire y Gene Kelly compartiendo por primera y única vez coreografía en la pantalla. Impagable instante protagonizado por los dos grandes colosos del musical americano.

 

Cine en fotos: Fred Astaire es un efecto óptico

Fred Astaire es un efecto óptico

Embutido en el frac

Ceñido por la faja de sable

Acollarado por el albo lazo

No baila

No vuela como parece a simple vista

No gira sobre sí mismo

Ni parpadea

Tan solo mueve una briza de aire/

De el asalto al palacio de invierno, de José María de Montells (Libros del Innombrable. Zaragoza. 2003. 97 p.).

 

 

Música para una banda sonora vital: The Way You Look Tonight

The Way You Look Tonight es una canción de Dorothy Fields y Jerome Kern compuesta para la película En alas de la danza (Swing Time, George Stevens, 1936), en la que era interpretada por Fred Astaire. Desde entonces ha aparecido en decenas de películas (de Alfred Hitchcock, Woody Allen o Kenneth Branagh, entre otros), y sin duda es uno de los más importantes clásicos de la música popular americana y ha sido grabada por Frank Sinatra, Tony Bennett, Michael Bublé, Rod Stewart y muchos otros.

 

Un extracto de Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018)

«El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta en general en las películas. Autores, realizadores y productores tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad, cerrando la ventana de la pantalla al mundo de la poesía. Prefieren proponer argumentos que son una continuación de nuestra vida cotidiana, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del diario trabajo. Todo eso sazonado por la moral habitual, por la censura gubernamental, la religión, el buen gusto y el humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad. Al cine le falta misterio.»

Luis Buñuel

(…) No es hasta el final de su famoso libro-entrevista cuando Alfred Hitchcock y François Truffaut abordan, paradójicamente, el problema del principio, de la primera escena, el por dónde, cómo y con qué empezar una película. A la pregunta del francés, el británico responde a la gallega, con un “depende”, antes de citar de forma somera algunos de los trucos empleados a lo largo de su filmografía y de concluir con una de sus maravillosas ironías: “En realidad, no hay ningún problema en “vender” París con la torre Eiffel en el plano de fondo o Londres con el Big Ben en profundidad”.

Ni el verbo, “vender”, ni el entrecomillado que le adjudica Truffaut en la transcripción son en modo alguno inocentes. Escoger esos monumentos por delante de otras opciones, si bien no comporta un problema, sí importa, y no poco. Implica elección y descarte, la toma de una decisión que obedece a una postura ética y estética, a una intencionalidad que marca y condiciona el contenido íntegro de lo que siga después. Lo que en su respuesta hace Hitchcock, gran publicista de sí mismo, es avalar una práctica particular desde la autoridad de su posición de aclamado cineasta y empresario multimillonario, justificar una opción personal ante un director de la nouvelle vague poco proclive a hacer de su ciudad natal materia de postal visual para turistas del cinematógrafo. No en vano, la filmografía hitchcockiana está repleta de lugares señeros utilizados como elemento de fondo de sus tramas (pistas de esquí suizas, molinos de viento holandeses, el Corcovado de Río de Janeiro, el quebequés castillo de Frontenac, la plaza Yamaa el Fna de Marrakech, el Golden Gate, el Bridge Tower londinense…) o, a la manera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y el Empire State, escenario determinante en su resolución (el Museo Británico, la Estatua de la Libertad, el Royal Albert Hall, el monte Rushmore…).

“Vender” París a través de un plano de la torre Eiffel puede suponer un problema si todo el mundo lo hace o aspira a hacerlo. Ahí están el culebrón para millonarios titulado Le divorce (James Ivory, 2003), presuntos musicales de qualité como Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o el comienzo de Midnight in Paris (Woody Allen, 2011), publirreportaje que refleja un día entero a la manera de Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Symphonie der Großstadt, 1927) o de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), concentrado en los tres minutos de Si tu vois ma mère de Sidney Bechet. Si del París hollywoodiense se habla es ineludible acudir al hermoso rostro de Audrey Hepburn, en solitario (Sabrina, Billy Wilder, 1954) o junto a Fred Astaire en Una cara con ángel (Funny Face, Stanley Donen, 1957), Gary Cooper en Ariane (Love in the afternoon, 1957), Cary Grant en Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o William Holden en Encuentro en París (Paris-When it sizzles, Richard Quine, 1964).

Hollywood toma conciencia de su entrega al estereotipo y contraataca con una respuesta no menos tópica: la caricatura. El cineasta, con permiso de George Cukor, más ligado al planeta glamour, Blake Edwards, se ríe del París de postal acumulando las torpezas de Peter Sellers en El nuevo caso del inspector Clouseau (A shot in the dark, 1964); Billy Wilder blanquea de romanticismo frívolo el tráfico de sexo llevándose a decorados de estudio los hotelitos y cafés del barrio de Les Halles (batería de clichés: Hotel Casanova de la calle Casanova, cerca del mercado central, seguramente, donde Marlon Brando compraba la mantequilla para sus juegos con Maria Schneider…); el 007 más paródico, Roger Moore, corre tras la asesina Grace Jones en los exteriores de la torre Eiffel al inicio de Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), en una larga secuencia que lo mismo sirve para el videoclip de Duran Duran que como spot publicitario del modelo de Renault del taxi que Bond destroza en la persecución. La irreverencia con los símbolos puede surgir de la comedia involuntaria: los extraterrestres invasores, pésimos estrategas, revelan una absurda preferencia por desintegrar monumentos inofensivos y carentes de valor táctico como la torre Eiffel o el Big Ben antes que las instalaciones militares terrícolas.

En su huida del lugar común, otros se fijan en cómo ruedan los autóctonos. París se ennegrece cuando Louis Malle encierra los pecados de Francia (la codicia, la traición, la lujuria, el adulterio, el asesinato, su desastrosa política colonial) en un ascensor en blanco y negro con hilo musical de Miles Davis. Ese jazz de tugurios, cuevas y garitos nocturnos que, en versión Duke Ellington y Louis Armstrong, alimenta a Paul Newman y Sidney Poitier en Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961). Jean-Pierre Melville traslada a El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) la estética del noir clásico americano de los años cuarenta. En Frenético (Frantic, Roman Polanksi, 1988), dos réplicas de la Estatua de la Libertad roban el protagonismo a la omnipresente torre Eiffel: mientras esta aparece fragmentada en algunas tomas de fondo, la reproducción a escala de Liberty erigida en la angosta Isla de los Cisnes preside el desenlace, y otra mucho más pequeña, el típico souvenir para turistas, esconde el MacGuffin que desencadena la trama (alegoría pobretona, tratando la cosa de un secuestro). Más sombría y hermética es la fantasía de El sueño del mono loco (Fernando Trueba, 1989). El guionista Dan Gillis –heredero por línea divina del Joe Gillis (William Holden) de Billy Wilder– queda atrapado en una tenebrosa trampa durante el rodaje de la película maldita que él mismo ha escrito: París como escenario de un siniestro cuento infantil que desemboca en delirante pesadilla gótica.

De la filmografía mundial se extrae la ridícula conclusión de que la torre Eiffel es visible desde cualquier ventana, tras cualquier esquina, al fondo de cualquier calle, sobresaliendo de los tejados de todo edificio o entre los árboles de cualquier parque. En un tiempo en que las comunicaciones y la sociedad de la información han generado cambios sustanciales en la percepción del público, lo que antaño podía tomarse por un ingenioso y elocuente recurso narrativo hoy nos parece pobre, manido y facilón, pero ante todo innecesario. Así lo acredita Paris Je t’aime (2006), macedonia de cortometrajes rodados por directores de todo el mundo en distintos barrios de París, surgida en parte como reacción a ese cine de comienzos del siglo XXI que, en busca del abaratamiento de costes, se mudó a ciudades del Este de Europa como Belgrado, Budapest o Bucarest (en su día, “la París de los Balcanes”), donde se filmaron localizaciones que en pantalla pasaron sin apuros por auténticos exteriores de la ciudad del Sena.

En otras palabras, colocar un plano de la torre Eiffel en una película que transcurra en París ha terminado por convertirse en un cliché. En un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia”, tal como define el término, en su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

François Truffaut resume hermosamente su idea de lo que es el cine: “mitad verdad, mitad espectáculo”. Para el poeta John Keats “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. En sus filmes españoles, Alice Guy no solo rodó danzas gitanas y vistas de Sevilla que el espectador pudiera identificar con las guías de viajes y las revistas ilustradas, con los dibujos, las pinturas y los grabados, con las novelas por entregas o con el vodevil y las operetas populares. Su cámara retrató fábricas, almacenes y depósitos del puerto del Guadalquivir, igual que en Madrid no se limitó a registrar las multitudes agolpadas en el centro de la ciudad, los altos edificios, los transeúntes, los tranvías y los monumentos; también los humildes conglomerados de las afueras, el desorden urbano de casuchas insalubres y calles embarradas por las que transita un esforzado coche fúnebre.

Esta verdad de la que hablan Keats y Truffaut y que filmó Alice Guy no encaja en la vulgar subjetividad de las convicciones irrefutables, de las ideologías excluyentes, de las declaraciones de fe, los discursos partidistas o las soflamas interesadas. Su verdad es una realidad idealizada, la belleza entendida como el espectáculo de la vida. “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como el ojo en el corazón de un poeta”, dice Orson Welles. El ser humano, sin embargo, necesita certezas. Ansía saber que sus sentimientos son algo más que el producto de ciertas reacciones químicas en el interior de su cerebro. Que sus principios, valores y creencias son legítimos e indispensables, dignos de ser respetados y adoptados por el resto del mundo. Que su comunidad es diferente, que está tocada por la gracia superior de la razón y la justicia, que merece la posteridad, alcanzar la trascendencia. El ser humano ama proclamar verdades, son el cimiento de su construcción como civilización. En caso de que no las haya o no las encuentre, de que lo hallado no le guste o no le convenga, las inventa, porque el ser humano, ante todo, quiere creer lo que le aprovecha, lo que aumenta su autoestima y aquieta su conciencia. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”, dice el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).

Música para una banda sonora vital: That’s entertainment!

Clásico de los clásicos del musical de Hollywood, That’s entertainment, interpretada por Fred Astaire, Nanette Fabray, Jack Buchanan y Oscar Levant, es uno de los momentos más recordados de Melodías de Broadway (1955) (The band wagon, Vincente Minnelli, 1953), producida por la unidad que Arthur Freed dirigía dentro de MGM, y uno de los himnos inmortales de la edad dorada del cine asociado al gran espectáculo de entretenimiento, vitalista y colorista. El reparto de la película, además de los mencionados, contiene a ilustres como Cyd Charisse y Ava Gardner.

Mis escenas favoritas: La rosa púrpura de El Cairo (The purple rose of Cairo, Woody Allen, 1985)

Cine reconstituyente.