George Sanders en Zaragoza

Hace unas semanas se cumplieron 50 años del suicidio de George Sanders en un hotel de Castelldefels. De su nota de despedida hay distintas versiones o traducciones, como se contaba en mi novela Cartago Cinema: «Querido mundo: He vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura, y vuestra mierda fertilizante. O, según otra versión (ni siquiera hay acuerdo en este mundo de hoy a la hora de certificar las últimas palabras de un cristiano pasaportado, aunque –y esto es lo más grave– las haya consignado por escrito, una diferencia de traducción e interpretación solo explicable en caso de que el sujeto en cuestión se hubiera dedicado en vida al ejercicio de la medicina y hubiera anotado el postrero mensaje en una receta): Querido mundo: me marcho porque estoy aburrido. Os dejo con vuestras preocupaciones en esta dulce letrina. Buena suerte«.

En su autobiografía, Memorias de un sinvergüenza profesional, hasta ahora no traducidas al español, suelta perlas como las que siguen:

“En pantalla soy usualmente un cínico de modales exquisitos, cruel con las mujeres e inmune a sus insinuaciones y caprichos. Esa es mi máscara, y me ha servido bien durante 25 años. Pero en realidad soy un sentimental, sobre todo en lo que respecta a mí mismo; siempre al borde de las lágrimas por las emociones más ridículas e invariablemente víctima de la inhumanidad que despliegan a veces las mujeres con los hombres. Es comprensible que haya adoptado esta máscara para proteger mi naturaleza ultrasensible. Y por fortuna no solo me ha protegido sino que me ha dado de comer. Si te cuento todo esto es para que entiendas que aunque en el cine soy invariablemente un hijo de perra, en la vida real soy un chico encantador”.

O, en clave mucho más controvertida:

“Las mujeres son como las enfermedades infecciosas. Una recaída es siempre de enorme gravedad. Mi boda con la enloquecida bruja de Zsa Zsa fue un craso error. Me avergüenza decirlo, porque no se debe golpear a las mujeres, pero yo sí lo hice. En defensa propia, claro está…”.

A pesar de lo cual, la aludida no lo juzgaba con demasiada severidad:

“George fue para mí un hermano, un hijo, un amante, incluso un abuelo. Era irritante y encantador. Inteligente y educado. Un canalla y un caballero. Un hombre que sabía cómo tratar a las mujeres, y cómo torturarlas. Un príncipe desdeñoso, indiferente, remoto y elegantemente despectivo”.

En su libro de memorias, George Sanders habla también con profusión del rodaje en España de Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959), en particular del paso del equipo de la película por Zaragoza y por el hoy barrio de Valdespartera, trazado con calles cuyos nombres responden a títulos de películas, empezando por esta. Al menos, a diferencia de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), Sanders no menciona en referencia a Zaragoza ningún exotismo climático absurdo del tipo «estación de las lluvias», aunque sí habla de una especie de «venganza de Moctezuma» maña cuya generalización parece dudosa:

«Mi estancia en Londres estaba terminando. Ya era septiembre, y el día 15 del mes -el día en que debía comenzar a rodar Salomón y la Reina de Saba en España- se me venía encima, y me llevaron a Madrid y de ahí a Zaragoza, donde me ‘depositaron’ en el Gran Hotel y me acomodaron en una habitación agradable aunque pequeña cuyo cuarto de baño -el punto focal de mi interés- mostraba para mí el enorme e inmediato alivio de un inodoro de eficiencia ejemplar.

El lugar donde íbamos a rodar los exteriores de la película era el campamento militar español de Valdespartera, una vasta llanura abierta a unos quince minutos de camino de Zaragoza. Se decía que durante la guerra civil un total de 12.000 personas fueron asesinadas allí, supuestamente traídas de la ciudad y ametralladas después de serles incautados su dinero y sus propiedades. Los habitantes de Zaragoza todavía estaban resentidos por eso; en consecuencia, nos encontrábamos en una precaria situación, siendo que estábamos proponiendo pisotear lo que virtualmente se consideraba un camposanto.

Pero el campamento nos venía a la perfección, y era definitivamente la ubicación más cómoda y mejor organizada en la que jamás he estado. Los varios edificios militares que rodeaban la llanura fueron invadidos por la compañía y transformados en departamentos de maquillaje, vestuario, almacén y comedor. Este último no sólo era una sala amplia, cómoda, con blancas paredes encaladas, sino que la comida era sin ninguna duda la mejor jamás servida en el lugar, un hecho que pronto fue conocido en la ciudad, y consecuentemente, una invitación para comer en la cafetería se convirtió en un privilegio muy apreciado.

Las comidas eran de cuatro platos servidas con vinos y acabadas con brandy, y eran de una calidad inigualable en la historia filmográfica. Las escenas de batallas dieron empleo a un total de unos tres mil soldados españoles y requerían una organización suprema. Todos necesitaban ser provistos de lanzas, escudos, vestidos, carros, arcos y flechas, y comida. Cuando nos juntábamos de pleno en la batalla era una escena aterradora. Aunque sólo eran batallas ficticias, casi se las podía considerar reales, dada la cantidad de daños y víctimas que se registraron en el rodaje. No menos de doce caballos murieron e innumerables extras fueron llevados al hospital con tobillos rotos, clavículas rotas, o simplemente exhaustos y en shock. Se puede considerar un milagro que no muriera nadie, y en algunos momentos dudé seriamente que yo fuera a sobrevivir la experiencia.

No puedo decir que me comportara con nobleza en el campo de batalla. Mi espada era de goma, mi escudo de fibra de vidrio, mi armadura de ligero papel maché. Todo lo que tenía que hacer era mostrar una cara valiente, y no caerme del carro. Ambas cosas resultaban igualmente difíciles. Poner una cara valiente cuando uno está aterrorizado no es tarea fácil. Si me hubiera caído de espaldas del carro me hubieran pisoteado hasta matarme los caballos que tiraban del carro que nos seguía. Iban galopando a un ritmo de locos sobre un terreno arisco y sólo tenía una correa de cuero a la que disimuladamente sujetarme con la mano izquierda mientras agitaba la espada con la mano derecha. Cómo los protagonistas conseguían hacerlo en su día, con el peso de una auténtica armadura de metal, es algo que está más allá de los poderes de mi limitada imaginación. Tal era la situación que terminaba cada día con una colección de arañazos y moraduras simplemente de rozarme con los laterales y la parte delantera del carro, a pesar de que todas las superficies habían sido recubiertas con espuma de goma para brindarme la máxima protección posible.

Para añadir a mi malestar, por supuesto, sufrí de las molestias estomacales que afectan a la mayoría de los extranjeros que llegan a España, y ciertamente, todos aquellos que se aventuran cerca de Zaragoza, donde las aguas están permanentemente contaminadas.

Una combinación de absoluto terror y estómago revuelto, generalmente, no contribuye mucho a la clase de estado anímico que un actor necesita para representar un actitud heroica.

La explanada de Valdespartera estaba cubierta de polvo fino como la ceniza. Subía tras nuestras ruedas como una columna de humo.

Una de las tomas requería que los soldados de infantería cruzaran diagonalmente el camino de los carros que se acercaban. A causa del polvo que levantábamos no podían vernos muy bien, ni nosotros a ellos. Arrollamos a un hombre joven que no se dio cuenta de cuán cerca estábamos, y por lo tanto, no pudo apartarse a tiempo. Nuestros caballos lo golpearon con las pezuñas y nuestro carro terminó la faena. El conductor de mi carro ni siquiera lo vio, tan concentrado estaba en controlar a los asustados caballos en nuestro desenfreno. Me volví horrorizado y forcé mis ojos para ver a través de la polvareda que se levantaba a nuestro paso la figura inerte que habíamos dejado atrás. Oí la voz de un oficial español, gritándole que se levantara y corriera porque iba a fastidiar la toma. Era tan sólo un muchacho de unos diecinueve años, cumpliendo con lo que se suponía era su servicio militar, e hizo lo que pudo por cumplir la orden. Lo vi levantarse débilmente, dar unos pasos vacilantes, y caer del todo. Una ambulancia lo recogió poco después y se lo llevó al hospital. Dijeron que iba a salir bien de aquello, así que debía estar hecho de buen material.

La cooperación de las autoridades españolas, así como la buena voluntad de los hombres a exponerse al peligro y la dificultad fue auténticamente ejemplar. Si la producción se había alejado de Hollywood, se estaba viendo claramente por qué. La clase de escenas que rodamos en Zaragoza ya no se pueden rodar en Hollywood porque, aparte de la colosal diferencia en coste, los extras no estarían dispuestos a soportar la disciplina y la dureza presentes en las condiciones de rodaje. Era más fácil para ellos hacer cola para cobrar el paro.

El hombre que se quejó menos de las dificultades fue Tyrone Power, quien parecía estar disfrutando del mejor momento de su vida y dio ejemplo a todos con su actitud de fortaleza positiva.

Aún así, a pesar de toda su popularidad, la presencia de Tyrone en Zaragoza no causó el revuelo que provocó la llegada de Gina Lollobrigida.

Es costumbre en Zaragoza, como en todas las ciudades y pueblos de España, que toda la gente salga a dar una vuelta entre las siete y las nueve de la noche por el paseo principal. Es una idea muy práctica porque les da a los hombres la oportunidad de echarles el ojo a las muchachas sin que los asalte la idea de que en alguna cocina o ático recóndito se esconda una Cenicienta a la que nunca llegarán a conocer.

La tarde que llegaba Gina Lollobrigida hubo un cambio sin precedentes en esta costumbre ancestral. La ruta entera de mirones paseantes se dio cita en torno al Gran Hotel, que quedaba como a dos manzanas del paseo principal. La multitud nunca llegó a ver a Gina Lollobrigida excepto por un breve instante o dos mientras se apresuraba a salir del coche y entrar al hotel. El griterío que se escuchó fue ensordecedor. Resonó como la voz de cien mil leones hambrientos de mal humor, y me dieron ganas de esconderme bajo la colcha de la cama, castañeteando los dientes como un mono congelado.

A unas 12 millas de Zaragoza (16 km) hay una base de las Fuerzas Aéreas Americanas a la que fuimos invitados de vez en cuando por el comandante de la base, el coronel Preston, y donde dimos un concierto la noche del último sábado que estuvimos en Zaragoza.

Fue un concierto improvisado en el cual Tyrone fue la atracción principal del espectáculo. Leyó diez minutos un texto de Thomas Wolfe. Fue muy efectivo y después le persuadí de que memorizara el texto completo para que lo pudiera repetir en la base de Torrejón, cerca de Madrid. Efectivo fue, pero yo pensé que lo sería cien veces más si lo pudiera recitar sin el libro delante. Él estuvo de acuerdo, y se puso a memorizar el capítulo completo de la difícil prosa, no era tarea fácil. Era una cosa que jamás hubiera tenido yo las agallas de intentar. Tres días después apareció en la base en circunstancias un tanto diferentes a las que teníamos planeadas.

El concierto de Zaragoza fue un gran éxito no tanto por lo que hicimos sino por la atmósfera relajada que habíamos conseguido de antemano».

Una de John Le Carré: Llamada para un muerto (The deadly affair, Sidney Lumet, 1966)

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A mediados de los años sesenta el Reino Unido vivía bajo el estado de psicosis colectiva generado por el caso de los «Cinco de Cambridge», altos funcionarios de los servicios secretos y la diplomacia británicos (el más conocido, sin duda, Kim Philby, y también el que más estragos causó) que en realidad actuaban como dobles agentes al servicio del KGB soviético. Partiendo de la novela de John Le Carré escrita a partir de aquellos fenómenos, el cineasta americano Sidney Lumet dirigió bajo producción de la filial británica de Columbia esta película imbuida de todo el clima de juego del ratón y el gato que presidió la Guerra Fría, pero prestando atención a los rincones más oscuros, a sus participantes más grises y anónimos, nada que ver con el glamour y el espionaje espectáculo de James Bond. Lumet construye una película de estética, estilo y tono muy británicos (escoge como localizaciones lugares tan característicos como Chelsea, St. James’s Park, Pimlico o Twickenham, entre otros), con un guion que acentúa la ironía y el pragmático cinismo típicos del humor inglés, y a la que, además de una mayoría de actores locales (James Mason o Harry Andrews como personajes principales, además de secundarios como Lynn y Corin Redgrave o Roy Kinnear), se ajusta una buena nómina de intérpretes extranjeros (Simone Signoret, Maximiliam Schell o Harriet Andersson).

El punto de partida es un anónimo que revela la antigua militancia comunista, en tiempos de la universidad, de un alto funcionario del Departamento de Extranjeros de los servicios secretos. Charles Dobbs (James Mason), encargado de investigar la importancia de esta revelación, se entrevista con el interesado y no lo encuentra un peligro para la seguridad británica, achacando sus devaneos marxistas a una locura de juventud y a un carácter bondadoso y afable: en el fondo sigue creyendo ingenuamente en la posibilidad de una vida mejor y más justa, en altos ideales de igualdad y hermandad. Sin embargo, el funcionario, a pesar de saberse tratado con indulgencia, se suicida esa misma noche. La incoherencia de este hecho, y la aparición de ciertos indicios inquietantes que hacen dudar de la autenticidad de esta muerte por la propia mano (en particular, que encargara al servicio telefónico que le despertaran a la mañana siguiente), hacen que Dobbs sea encargado de esclarecer todo el asunto junto al inspector retirado Mendel (Harry Andrews, uno de los rostros clásicos del cine historicista y bélico británico), en unas pesquisas doblemente difíciles: además de la posibilidad de toparse con un complot del espionaje soviético al que parece no ser ajena la esposa del fallecido (Signoret) entran en juego los recelos y las luchas jurisdiccionales de distintos estamentos de seguridad británicos. Paralelamente, Dobbs vive una situación personal difícil. Desencantado de su trabajo, vive una complicada relación con sistemáticamente infiel esposa (Andersson), que le engaña repetidamente con amigos y compañeros de profesión cuya identidad él desea no conocer. La visita imprevista de Dieter, un antiguo camarada de armas en la Segunda Guerra Mundial (Schell), junto al que cumplió varias misiones secretas contra los nazis, siembra la duda en Dobbs sobre la identidad del nuevo amante de su esposa…

Lumet, con guion de Paul Dehn a partir de la novela de Le Carré, presenta una doble intriga que, como es de esperar, después de complicarse y retorcerse añadiendo a cada paso enigmas, sospechas y apariciones inquietantes, termina entrelazándose en una sola. A la virtud de reunir un reparto tan ilustre y eficiente (aunque con importantes nombres relegados a papeles pequeños, poco explotados, en ningún modo, eso sí, insignificantes), se une una puesta en escena sobria y de tintes misteriosos y enigmáticos (ahí entra en juego la fotografía de Freddie Young, otro clásico de la cinematografía británica), como corresponde a una intriga que combina exteriores nocturnos e interiores desasosegantes, que no hace ascos, sin embargo, a colocarse en su contexto temporal, los años sesenta y el nacimiento de la cultura pop (la música de la película es de Quincy Jones, y la canción que Andersson escucha repetidamente es una bossa nova de Astrud Gilberto), ni tampoco a dejar espacio para el humor, los diálogos chispeantes y los sarcasmos que el humor británico exige (réplicas agudas, observaciones oportunas, o ese pobre Mendel que descansa mal por las noches y luego se queda dormido en cualquier parte). Pero la película, aunque modesta en sus pretensiones y poco espectacular en su factura final, también contiene secuencias de mérito, Continuar leyendo «Una de John Le Carré: Llamada para un muerto (The deadly affair, Sidney Lumet, 1966)»

Llora Irlanda: La hija de Ryan (Ryan’s daughter, David Lean, 1970)

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A menudo se dice del gran maestro británico David Lean que pocos directores han logrado como él conjugar poéticamente la majestuosidad de los amplios y hermosos exteriores de muchas de sus superproducciones con la introspección, la sensibilidad y el lenguaje emocional de los rostros y, sobre todo, de los silencios de sus protagonistas. Es decir, su mágica fórmula para combinar lo épico y lo íntimo. Esto, que es una verdad incuestionable, y que conforma uno de los rasgos distintivos, y también más apreciables, de su cine, no hace menos cierta otra cualidad fundamental de las películas de Lean: la capacidad de sus historias para, partiendo de una clave particular, del drama de unos personajes concretos, erigirse en altavoz, en símbolo, en metáfora, prácticamente en resumen, de una situación (política, social, económica, cultural, etc.) de conjunto directamente relacionada con el contexto histórico en el que sitúa sus narraciones. Una vez más sucede así en La hija de Ryan (Ryan’s daughter, 1970), la bellísima y triste historia del matrimonio Shaughnessy, que no deja de ser en cierto modo una traslación melodramática de la bellísima y triste idiosincrasia de Irlanda.

Durante la Primera Guerra Mundial, los ecos de los recientes acontecimientos derivados del alzamiento de Pascua de 1916 sacuden la isla. Charles Shaughnessy (Robert Mitchum, impecable como acostumbra), un maduro maestro de escuela que ha enviudado hace ya algunos años, retorna a su aldea desde Dublín y Rosy (Sarah Miles, nominada al Óscar por su interpretación), antigua alumna suya, una joven impulsiva, caprichosa, algo ilusa y extravagante, enamorada de él, logra seducirle y casarse con él. La vida matrimonial, no obstante, no parece traerle todo el romanticismo que ella suponía a la situación, y Rosy encuentra en Randolph Doryan (Christopher Jones), nuevo comandante de la guarnición británica, la pasión que Charles no le proporciona. Quieren las circunstancias que Rosy sea hija del tabernero del pueblo, el Ryan que da nombre a la película (Leo McKern), patriota irlandés que presume de contactos y vivencias en la lucha contra los británicos que, sin embargo, actúa como confidente de estos en los días que uno de los sublevados más activos y buscados por los ocupantes, Tim O’Leary (Barry Foster), anda por la zona preparando el desembarco de armas y pertrechos enviados por Alemania para conseguir que estalle una rebelión en Irlanda y forzar a los británicos a luchar en un segundo frente. El panorama vital del lugar lo completan el padre Collins (inmenso Trevor Howard) y el pobre Michael (John Mills, premiado con el Óscar), que padece un retraso mental además de varias malformaciones que despiertan el rechazo, cuando no las burlas, de los vecinos, y del que el padre Collins se erige en protector.

Con estos parámetros, David Lean dibuja, en un pueblo de una calle construido para la ocasión, un pequeño mosaico de lo que implica el conflicto irlandés, su dualidad frente al fenómeno de la ocupación británica y también de sus dobleces morales, religiosas, identitarias, pero sobre todo de su ansia por lograr la independencia, de conseguir que los británicos se marchen a casa (a este respecto, se trata, recordamos, de una superproducción británica). Rosy constituye así el centro de un cuadrado cuyos lados son la educación, el progreso y la cultura (Charles), la secular ocupación británica (Doryan), la tradición católica (el padre Collins) y una figura paternal que se mueve entre dos aguas, que encarna la fidelidad y la traición (Ryan), en lo que parece ser una lectura simbólica de la historia irlandesa. Continuar leyendo «Llora Irlanda: La hija de Ryan (Ryan’s daughter, David Lean, 1970)»

Esfuerzo de guerra: Los invasores (The 49th parallel, Michael Powell, 1941)

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No, la cosa no va de OVNIS, sino de nazis. Como parte del esfuerzo de guerra británico, Michael Powell, con su camarada Emeric Presburger en el guion (premiado con el Óscar), dirigió en 1941 esta curiosa y atípica cinta situada en plena Segunda Guerra Mundial; atípica, porque transcurre en el Canadá alejado del frente; curiosa, por su premisa y su estructura: un destacamento de tripulantes de un submarino alemán, enviado en busca de víveres, queda aislado cerca de la bahía de Hudson cuando su nave es descubierta y hundida por la aviación canadiense. El oficial y su tropa de cinco hombres inician una desesperada aventura que tiene como objeto alcanzar la frontera con los Estados Unidos -todavía entonces país neutral-, y lograr así retornar a Alemania. Sus peripecias a lo largo y ancho de Canadá -las distintas dificultades que encuentran les obligan a alejarse hacia el Oeste y retornar hacia el Este a lo largo del paralelo 49, que marca la línea prácticamente recta de frontera entre ambos países y que da el título original al film- y los avatares de sus relaciones con la gente con la que entran en contacto están presentados de manera episódica, es decir, que la película se construye dramáticamente sobre capítulos que muestran momentos concretos de la inesperada y audaz huida de los seis fugitivos. Eso hace que buena parte de las estrellas anunciadas en el reparto (como Laurence Olivier, Raymond Massey o Leslie Howard) no estén presentes a lo largo de todo el metraje, solo en algunas de las historias particulares que lo conforman, dando vida a personajes cuya aparición está relacionada con el episodio en cuestión y sin que vuelvan a aparecer, recayendo el protagonismo en actores de perfil más bajo.

De este modo, el teniente Hirth (Eric Portman), un nazi de lo más fanático, y sus cinco hombres (Raymond Lovell, Niall MacGinnis, Peter Moore, John Chandos y Basil Appleby), asaltan un puesto comercial de la bahía de Hudson, reteniendo a sus ocupantes (el gran Finlay Currie y Laurence Olivier, que, curiosamente, da vida a un ordinario, vulgar y dicharachero trampero del Canadá francoparlante) para hacerse con provisiones, más armas, municiones e incluso robar una avioneta asesinando a sus tripulantes; van a parar a una comuna religiosa cuyos habitantes comparten su origen alemán; viajan hacia Winnipeg con el fin de cruzar la frontera estadounidense por un lugar discreto; se topan con un estudioso de la vida y la cultura de los indios de América (Leslie Howard), o, en un vagón del tren que hace la ruta entre los dos lados de las cataratas del Niágara, se topan con un desertor del ejército británico (Raymond Massey). La película narra tanto el deterioro de los infiltrados alemanes, su agotamiento y las bajas que van sufriendo, como expone una serie de puntos de vista sobre la ideología nazi y el comportamiento y la reacción ante ella de los sencillos habitantes de Canadá que en última instancia pretenden empatizar con el espectador (preferentemente norteamericano, en un momento en que las dinámicas intervencionistas y aislacionistas estaban en lo más alto de su pugna por hacerse con la opinión pública americana) y obligarle a tomar una postura activa, de carácter político y moral, ante lo que ve, y cuyo fin parece ser la suscripción de bonos de guerra o el apoyo de las tesis intervencionistas. Continuar leyendo «Esfuerzo de guerra: Los invasores (The 49th parallel, Michael Powell, 1941)»

Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)

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Cada situación tiene su propia moral; la cuestión es encontrársela. Con una cita de Alicia en el país de las maravillas que viene a decir más o menos esto mismo, en clara advertencia más para los censores, para que no se sorprendieran demasiado ni juzgaran erróneamente y, por tanto, con severidad, las intenciones del film, que para el espectador, al que todo se le presenta de manera blanca y aparentemente inocua, comienza esta rareza del habitualmente serio y trascendente Mark Robson, una pequeña comedia de 84 minutos que, basada en la forzosa convivencia de tres personajes en una isla desierta, asombra por su abierto y osado tratamiento en pantalla y para todos los públicos de cuestiones como las necesidades sexuales, el adulterio, la infidelidad y, sobre todo, el apetito sexual.

Basada en una obra de André Roussin convertida en guión por Nancy Mitford y F. Hugh Herbert, Mark Robson nos presenta una historia que en sus coordenadas iniciales se inscribe dentro de la comedia británica de situación: un pastor protestante (el gran Finlay Currie) y su esposa (Jean Cadell) llegan de Australia para visitar a su hijo Henry (David Niven), funcionario del Foreing Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) británico, en su complicada sede de Londres (tan enorme y llena de pasillos, dependencias, despachos, alas, bloques, anexos, recovecos y sótanos que hasta los conserjes se pierden en él) para descubrir que, en contra de lo que él les había dicho, sigue enamorado de Susan (Ava Gardner), una antigua novia que terminó casándose, seis años atrás, con su mejor amigo, sir Philip Ashlow (Stewart Granger). No sólo lamentan que su hijo siga anclado en el pasado, sino que se escandalizan cuando se dan cuenta de que durante las largas ausencias y desatenciones de Philip por razón de sus múltiples negocios, Henry se convierte en soporte, acompañante, compañero, confidente, casi se diría que también en mascota, que palía la soledad de Susan en la vida social londinense, si bien la cosa nunca va más allá de las infructuosas esperanzas de Henry en revertir el hecho consumado de que está felizmente casada y muy enamorada de su marido. Susan, por una vez, logra que Philip renuncie a un viaje comercial a Brasil para escaparse con ella en un romántico crucero en su yate privado, pero Philip, más proclive al sentido práctico que a las cosas románticas, lo convierte en un viaje en grupo en compañía de algunos buenos amigos, entre ellos, Henry. Cuando, a causa de una tormenta, el yate zozobra, sus pasajeros abandonan el barco, y Philip, Susan y Henry comparten (también con el perro de Philip, un pastor alemán) bote de salvamento hasta una isla desierta en la que, forzosamente, van a tener que convivir. Y ahí empieza la verdadera película.

Porque, huyendo de las connotaciones dramáticas y aventureras de la situación, la película pronto plantea su dilema central. Philip, además de un aristócrata y hombre de negocios, es un fenómeno en la lucha por la supervivencia, y no tarda en organizar un perfecto sistema que les permite vivir con cierta holgura y comodidad, sin siquiera perder la compostura de su clase (hasta para cenar visten la ropa de gala con que les sorprendió la tormenta en el yate), en dos cabañas, una de dos plazas para el matrimonio, una más pequeña para Henry. Philip, además, soluciona la cuestión de la alimentación, ocupándose de la caza, la pesca, y la selección de los vegetales que se pueden comer. Philip, que también se ocupa de la exploración de la isla y diseña una torre de vigilancia desde la que observar la posible aparición de buques en el horizonte, tiene planes y respuestas para todo, a diferencia de Henry, que es un pato mareado que ni siquiera conserva los zapatos (para no herirse los pies tiene que pedirle prestados los suyos a Philip, sin acordarse de devolvérselos demasiado a menudo, estupenda metáfora argumental de la base narrativa del film), hasta el punto de que se hace difícilmente soportable su actitud razonable, práctica, casi se diría que satisfecha con las oportunidades que la solitaria vida en la isla le brinda como estímulo para su ingenio. Esto, hasta que Henry plantea la cuestión crucial: dos hombres y una mujer en una isla, y uno de los dos hombres, que también siente la llamada de la naturaleza, también necesita por eso mismo una mujer para sofocar sus instintos. Solución propuesta: compartir a Susan. Así, tal cual. Continuar leyendo «Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)»

John Ford se divierte: Un crimen por hora (Gideon’s day, 1958)

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Esta modesta comedia británica de temática policial constituye una de las anomalías más estimables de la filmografía del gran John Ford. También es uno de sus films menos conocidos, debido principalmente a los accidentados avatares de su distribución: estrenada en Inglaterra en 1958 aunque filmada un año antes, la Columbia, estudio a la que pertenecía la filial británica -Columbia British- que coprodujo la cinta junto a la John Ford Productions, impidió su estreno comercial en Estados Unidos, y sólo un año más tarde permitió un montaje recortado en un tercio de su duración final y en una versión en blanco y negro (retitulada Gideon of Scotland Yard) para programarla como título de relleno en las salas de programa doble. El hecho de que su versión íntegra y en color no se recuperara por un museo californiano hasta bien entrados los años noventa ha dificultado enormemente la difusión de esta pequeña y encantadora comedia de intriga.

Un crimen por hora (Gideon’s day) es un divertimento fordiano concebido en clave privada, una forma de satisfacer su gusto personal por las novelas del inspector Gideon de Scotland Yard escritas por John Creasey bajo el pseudónimo de J.J. Marric. Protagonizada por el británico emigrado a Hollywood Jack Hawkins, acompañado por la gran amiga del director y miembro de la famosa «compañía estable John Ford», Anna Lee, recuperada para la gran pantalla tras su paso por las listas negras del maccarhysmo, la película refleja lo que el propio policía define, de manera un tanto zumbona, como «un mediocre día de mi vida». Durante esa jornada, Gideon y sus muchachos se enfrentan a una serie de casos que, por azar, van a coincidir o incluso a relacionarse entre sí durante esas veinticuatro horas: la muerte de un policía corrupto, la investigación de un caso con oscuras connotaciones sexuales, un robo de joyas en grado de tentativa y la no menos importante complicación que surge en relación a su propia hija (el debut en la pantalla de Anna Massey, la hija del actor Raymond Massey, célebre algunos años más tarde por formar parte del elenco de los frenesíes hitchcockianos -cuyo policía no queda muy lejos de la caótica vida familiar de Gideon- y convertirse en una actriz de culto del género policiaco-terrorífico), que va a enamorarse e iniciar una relación con el concienzudo y reglamentista nuevo guardia en prácticas que le pone una multa nada más salir de casa por la mañana y con el que tendrá algún que otro encuentro durante el día debido al buen hacer producido por los excesos de celo del joven. Este episodio familiar, además de alimentar algunos de los instantes de comedia y diálogos más gratos del film, sirve para plantear la historia desde otra perspectiva, la doméstica, para reflejar en un tono a veces amable y otras dramático lo que supone la vida de un policía para sus familiares, y que se ejemplifica en el compromiso de Gideon de asistir al concierto en el que su hija va a participar esa noche, promesa continuamente puesta en riesgo por las urgencias del trabajo, y, sobre todo, en el consejo que la madre da a su hija, «nunca te cases con un policía», advertencia que ella, de entrada, no piensa seguir…

Los distintos casos permiten acercarse a la labor de Gideon desde un triple punto de vista: el de la práctica del trabajo policial (inspección ocular del lugar de los hechos, indagaciones sobre los sospechosos, detenciones, interrogatorios, recopilación de pruebas…), el de la deducción detectivesca propiamente dicha, más cercana a la novela, y el de las relaciones entre Gideon y sus compañeros y subordinados, plagados de diálogos impagables en los que sale a la luz la típica socarronería británica, esa ironía y sarcasmo impagables propios de lo que se conoce como humor inglés, pasados esta vez por una retranca irlandesa desde la óptica fordiana de un adversario amable (Ford financió toda su vida al IRA) que se traduce en una mirada simpática y divertida, más de guiños cómplices levemente críticos que de animadversión (ejemplar en este aspecto es el personaje del sargento Gully, un pozo de sabiduría y lugar común de todo el catálogo de tradiciones británicas, observadas con divertida perplejidad por el americano Ford). Los aspectos cómicos se entemezclan así con otros más trágicos, conformando un conjunto heterogéneo que funciona no obstante gracias a su sencillez formal -magnífica fotografía de Freddie Young y Charles Lawton Jr. que en la versión cortada y en blanco y negro resultaba inapreciable- y a la falta de pretensiones. Continuar leyendo «John Ford se divierte: Un crimen por hora (Gideon’s day, 1958)»

Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)

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Aquí tenemos al gran Cary Grant dejándose las articulaciones en plena efervescencia danzarina al estilo escocés en la deliciosa Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958), magnífica comedia romántica, coprotagonizada por la no menos grande Ingrid Bergman, que responde adecuadamente a lo que constituye la esencia del género, esto es, el choque amoroso de dos personalidades antagónicas, a priori con objetivos e intereses contrapuestos, y que se enfrentan, a través de situaciones agridulces que combinan humor y drama, al triunfo de sus mutuos sentimientos. En este caso, todo ocurre bajo la batuta del gran maestro del musical Stanley Donen, y ese amor del director por el musical impregna de algún modo todo el metraje en cuanto a estilo, composición de planos y secuencias, ritmo y, obviamente, el magistral tratamiento de la descacharrante escena en la que Grant se deja llevar, de manera un tanto incoherente respecto a lo que su personaje ha reflejado en los minutos previos, por los alegres acordes de la tradicional música de las Highlands.

Anna Kalman (Bergman) es una célebre actriz ya madura que está viviendo una crisis personal. El desencanto que le produce su soledad le priva del estímulo y de la pasión de la interpretación, por lo que vive sus días entre Mallorca y su casa de Londres. Sus últimos intentos por entablar una relación sentimental han fracasado, y se encuentra ante una desoladora perspectiva de envejecimiento en soledad, sin que la compañía de sus grandes amigos, los Munson, Alfred (gran Cecil Parker) y Margaret (Phyllis Calvert), le sirvan de consuelo. Ellos se empeñan en lograr que haga vida social, que no pierda la esperanza ni la alegría, pero cada vez lo tienen más difícil. Eso, hasta que una noche Alfred acude al piso de Anna junto a Philip Adams (Cary Grant), toda una personalidad de los negocios internacionales que Alfred, empleado del Gobierno británico, quiere reclutar para la OTAN, y al que pretende agasajar durante el breve tiempo que pasa en Londres. Lo cual incluye la impartición de una conferencia y una cena institucional para la que Anna, que en seguida se ha encandilado del buen mozo, resulta la acompañante más adecuada… Desde ese instante, la atracción mutua se convierte en amor, y las barreras entre ambos, sin embargo, no dejan de crecer: Philip vive en París y Anna en Londres; él no tiene ninguna intención de aceptar ese empleo en la OTAN, y ella, que ha vuelto a actuar, debe salir de gira; o, el más importante: él está casado y, aunque está tramitando el divorcio, los trámites en Estados Unidos se están alargando demasiado…

La película de Donen, esquemática en cuanto a planteamiento, como corresponde al género, cuenta como mejor baza con unos intérpretes sublimes: Bergman está espectacular en su madurez, ya a punto de pasar a un segundo plano en cuanto a importancia y relevancia en Hollywood (desde entonces espaciaría mucho más sus apariciones cinematográficas, a veces con directores de poco renombre y en proyectos de escasa trascendencia, hasta volver por la puerta grande gracias al otro Bergman, Ingmar, en la producción alemana Sonata de otoño, de 1978), y Grant explota a fondo la cumbre de su mejor momento profesional (por decir algo, porque ese «mejor momento» llevaba prolongándose veinte años, y todavía duraría un lustro más), justo antes de alzarse definitivamente con la obra maestra Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), en un papel con ciertas similitudes al de Philip Adams de Indiscreta. Ambos despliegan un recital de humor y sensibilidad para componer dos personajes sólidos y creíbles, imperfectos seres humanos que atesoran múltiples defectos y debilidades, pero cuya fortaleza y determinación en momentos puntuales resulta imbatible. Junto a ellos, los Munson, funcionan como espejo y contrapunto: el matrimonio veterano que se las sabe todas, a la vez cómplices y antagonistas, que sobreviven con humor y sarcamos a los pequeños desencuentros diarios. Especialmente, las apostillas irónicas de Alfred a casi todo lo que ocurre resultan especialmente apreciables, muestra perenne del llamado «humor inglés». Continuar leyendo «Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)»

Crónica de un rodaje accidentado: La hija de Ryan, de David Lean (1970)

Gracias al indispensable blog irlandés-aragonés Innisfree, hemos llegado a este estupendo artículo de Marcos Ordóñez, publicado en el blog de El País Bulevares periféricos que recoge las impresiones de Perico Vidal, ayudande de dirección de David Lean durante el rodaje de La hija de Ryan, su incomprendida pero cautivadora epopeya irlandesa. La aventura no tiene desperdicio.

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En marzo de 1969 comenzó el rodaje de La hija de Ryan en la península de Dingle, en County Kerry, frente a la costa atlántica de Irlanda, y duró un año o más. Fui feliz con Susan, fui feliz por mi amistad con Lean y por la confianza que había depositado de nuevo en mí, y fui muy, muy feliz cuando nació Alana, mi hija, en noviembre de aquel año, pero no fue un rodaje feliz para mí. Con una excepción: conocí a Robert Mitchum, uno de los tipos más extraordinarios y maravillosos con los que he tenido la suerte de cruzarme.
Buena parte del equipo nos instalamos en County Kerry, en casas particulares o en los dos únicos hoteles que había entonces, el Skelling y el Mill House. Sarah Miles y Robert Bolt alquilaron una preciosa casa llamada Fermoyle House; Mitchum tenía otra, igualmente espléndida, cuyo nombre no recuerdo.

La gente de Dingle estaba encantadísima con nuestra llegada, porque significaba dinero por primera vez en mucho tiempo, y se desvivieron por nosotros. Roy Walker y Eddie Fowlie, al frente de una brigada de doscientos obreros, levantaron un pueblo imaginario, Kirrary, en una colina de la zona de Dunquin. Me recordó al trabajo de Doctor Zhivago, con la diferencia de que esta vez las tiendas, la iglesia, el pub o la escuela no eran de madera sino de piedra, construidas a la manera de principios del diecinueve. ¿Problemas en el rodaje? Todos los que quieras y veintisiete más de propina. Para empezar, Lean intentó filmar la historia cronológicamente, y el clima irlandés decidió no ajustarse al plan. Luego hubo incontables problemas actorales. Problemas de Lean con Christopher Jones, y de Sarah Miles con Christopher Jones, y de Christopher Jones con Christopher Jones. Problemas de John Mills con este y con el otro (el otro era yo). Problemas de Trevor Howard con todo el mundo. Problemas míos con buena parte del equipo inglés: ahora yo mandaba mucho, como jamás había mandado, y a unos cuantos no les hacía maldita gracia que les diera órdenes un español. Me recibieron de uñas y me montaron una guerra continua. Guerra de zapa, de decir que sí y que vale y hacer lo contrario o no hacerlo. Tuve la suerte de que allí tenía varios amigos fidelísimos, con Ernie Day, el gran operador, a la cabeza. Y Lean, por encima de todo, claro. Continuar leyendo «Crónica de un rodaje accidentado: La hija de Ryan, de David Lean (1970)»