Nuevo tratado sobre el odio: Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953)

La etapa de esplendor del drama de tribunales en el cine estadounidense tuvo lugar entre 1957 y 1962, periodo durante el que se produjeron los grandes clásicos del género. Espléndidas películas que, además de ser dramas magníficamente construidos, dirigidos e interpretados, suscitaban, en plena digestión del retroceso democrático que supuso el macartismo, cuestiones sociopolíticas de enjundia que profundizaban en materias candentes para la sociedad norteamericana del momento: la libertad, la democracia, la sexualidad y los derechos de las mujeres, el racismo y los derechos civiles, la corrupción política e institucional, la confusión moral entre el sentido de la justicia y el deseo de venganza… Antes de todo ello, sin embargo, estuvo Fritz Lang. Llegado a Estados Unidos a mediados de la década de los treinta, se aplicó en el cine de Hollywood, con idéntico ímpetu y el mismo espíritu incisivo que había empleado en Alemania, en destapar las agudas contradicciones y desvelar las llamativas incoherencias e imperfecciones del sistema de ideales de su país de adopción. Consagrado a ello con total dedicación y volcando en la tarea todas sus virtudes como cineasta, su presencia, aunque trabajara dentro del sistema de estudios y muy a menudo con grandes estrellas y equipos técnicos a sus órdenes, y a pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial suavizara sus posturas para contribuir al esfuerzo propagandístico, siempre fue incómoda, discutida, controvertida, con frecuencia incluso conflictiva, algo a lo que también contribuía, y no poco, su carácter y su fuerte personalidad. Sin embargo, Lang fue, quizá por eso mismo, el gran diseccionador de las debilidades estructurales de la democracia estadounidense, y encontró en el cine negro, que ayudó a instituir y popularizar como casi ningún otro director, un vehículo de expresión y de denuncia, retratando sin más recato que el obligado por la censura los vicios y perversiones de estructuras como la política, la administración de justicia, las fuerzas del orden o la prensa. Precisamente, una de sus líneas de interés es la identificación entre justicia y venganza como manifestación casi instintiva de una cultura del odio que sobrevive bajo el barniz de la educación y la conducta sujeta a los valores democráticos, y que late en sus trabajos estadounidenses desde Furia (Fury, 1936) al western Encubridora (Rancho Notorious, 1952). En cierto modo como continuación o cara B de esta última, filma al año siguiente, el mismo de Gardenia azul (The Blue Gardenia, 1953), Los sobornados, todo un tratado sobre el odio, la muerte y la venganza en la que un sargento de homicidios, Bannion (Glenn Ford) abandona el imperio de la ley y cruza la línea hacia el lado tenebroso de sus propios instintos cuando su mujer (Jocelyn Brando) se convierte en víctima indirecta de los peligros derivados del trabajo policial.

El metraje de apenas hora y media transcurre de forma vertiginosa. Se abre con una pistola en primer plano, la que utiliza el policía corrupto Tom Duncan para quitarse la vida. Su esposa (Jeanette Nolan) toma el voluminoso sobre que ha dejado como reveladora nota explicativa de los motivos de su suicidio y, antes de llamar a la policía, informa al gánster Mike Lagana (Alexander Scourby), con el que su marido se entendía en sus negocios sucios y que tiene en nómina a buena parte del departamento de policía, incluidos algunos de los altos mandos, de la ficticia ciudad de Kenport en la que transcurre la acción. Es así como Bertha Duncan prende la chispa del drama: mientras se dedica a chantajear a Lagana a cambio de ocultar la larga carta de su esposo, siembra pistas falsas en la labor de Bannion. No obstante, cuando la amante de Duncan (Dorothy Green), que revela a Bannion que todo lo declarado por la viuda es un burdo montaje, aparece muerta, torturada y desfigurada, él se toma el caso como el resultado de una trama de corrupción, presiona a la viuda, se encuentra con la hostilidad de los mandos, que le ordenan detener la investigación y, finalmente, ve cómo su esposa sufre las consecuencias de la lucha que se entabla entre los villanos y el único policía honesto que parece haber en el cuerpo. La película se zambulle en un acelerado proceso de transformación de los personajes: Bannion, hasta entonces honrado hombre de familia, se convierte en una bestia cruel e irreflexiva que solo busca venganza; por su parte, Debby (Gloria Grahame), la chica de Vince (Lee Marvin), secuaz y principal matón de Lagana, una joven descarada y mordaz que acepta las humillaciones, los desprecios y maltratos de su novio como pago de la vida cómoda y cara que disfruta gracias a él, se siente de inmediato atraída por el policía cuando, durante una refriega en un club y como represalia por haber agredido a una mujer, Bannion pone en su sitio a Vince. El proceso de cambio de Debby, de mera party girl a agente de venganza cuando Vince, celoso y temeroso de sus tratos con el policía, le arroja una cafetera hirviendo a la cara y la desfigura, la convierte en elemento capital del argumento, en ángel de venganza que, más en respuesta a Vince, al que devuelve la moneda sin el menor escrúpulo y sin muestra alguna de debilidad, que en busca de algún tipo de redención personal, comete el acto que la, a pesar de todo, integridad moral que Bannion todavía conserva, le impide realizar por sí mismo para cerrar el drama.

Nacida de una novela de William P. McGivern convertida en guion por Sydney Boehm, la dirección de Lang, quien ubica la acción prácticamente al completo en interiores concretos y repetidos, conserva ecos de su etapa expresionista por medio de la caracterización que hace de los personajes a través de los escenarios en los que se desenvuelven cotidianamente: el lujo clásico con toques horteras de la mansión de Lagana, sus grandes salones, las alfombras, las chimeneas, los anaqueles de libros encuadernados en piel y el lúgubre retrato de su madre fallecida; el ambiente frío y coqueto de la casa de los Duncan, con esos toques de decoración de nuevo rico pagados con dinero manchado de sangre; el confort moderno y algo chabacano del ático que comparten Vince y Debby, en el que se organizan partidas de póquer en las que el comisario de policía puede compartir mesa con los esbirros a los que debería perseguir; el modesto hogar, angosto y repleto de objetos y mobiliario, de los Bannion; la habitación de hotel donde este se refugia, amplia y limpia pero solo a un paso de las oscuras y tétricas que ocupara Edward G. Robinson en algunas de las cintas previas de Lang… En cuanto a las interpretaciones, nunca Glenn Ford sonrió tan a menudo (en el primer tramo de la película) ni con tanta amplitud en la pantalla, Marvin compensa con su incipiente carisma la falta de pegada de la que adolece Scourby como villano, y Gloria Grahame está espléndida en la composición de esa chica alegre y frívola, de ingenio veloz y lengua vivaracha, que sufre un tremendo shock traumático que la instala en la amargura y que encuentra en hacer lo moralmente correcto la forma de sanar las heridas de su rostro, que no son más que expresión de las que ha arrastrado en su interior todo el tiempo que ha permanecido cerca de personajes como Lagana, Vince o Larry (Adam Williams), otro de los colegas de su novio, que también la pretende. La película mantiene una tensión creciente que se retroalimenta en momentos concretos hasta la eclosión final: el estallido del coche-bomba, la cafetera arrojada a la cara de Debby y su respuesta a Vince, el encuentro de Debby y Bertha Duncan, la pelea entre Bannion y Vince y su conclusión, cuando el policía no puede finalmente traspasar la línea (más por las limitaciones censoras, probablemente, que por voluntad de Lang).

Pese a que la película cumple con los cánones morales impuestos por el código Hays, en particular en lo referente al destino de los personajes que han tenido comportamientos o han cometido actos inmorales, incluida Debby, su desenlace no es precisamente complaciente. Bannion solo puede aspirar a recuperar su vida truncada, su puesto de sargento, su escritorio en la comisaría y un trabajo que le exige mezclarse con lo peor de la sociedad, discutir con sus superiores y recibir incomprensión y una pingüe recompensa salarial. Un perpetuum mobile, una sensación de continuidad que se subraya con el teléfono que suena para comunicar un atropello con fuga, y a los agentes saliendo por la puerta en busca de una nueva misión mientras las palabras «The End» aparecen en pantalla. Pero ha tenido que pagar un alto precio, la destrucción de su familia y un futuro que ya no podrá ser como debía o, al menos, apuntaba. Ahí radica la importancia de esa duplicidad y turbiedad del universo languiano, y a su vez la contestación a las limitaciones del código, que sobrepasa por las costuras del relato: los villanos, los seres moralmente corrompidos, se ven arrastrados a la más contundente de las sanciones; los inocentes, como Bannion, su hija y, sobre todo, su esposa, también. Porque no son la ley ni la moral las que distinguen como en un juicio final los buenos y los malos comportamientos y, en consecuencia, otorgan necesariamente las recompensas o aplican los castigos; no son ellas las que rigen los destinos, sino que son la fuerza y el azar los que dictan las sentencias. Y en ese entorno, en el reconocimiento de esa verdad tremenda, oscura y cruel que es saber perder, es donde descansa el mérito de, aun así, decidirse a hacer lo correcto, abogar por el mantenimiento de una ética personal y de una moral colectiva para toda la sociedad.

Buñuel agasajado en Hollywood, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Con motivo de la presencia de Luis Buñuel en Hollywood para promocionar el estreno americano de El discreto encanto de la burguesía (1972), George Cukor le ofreció una comida en su casa de Beverly Hills. Entre la asistencia, los presentes en la foto: Robert Mulligan, William Wyler, el anfitrión George Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière, Serge Silberman, Billy Wilder, George Stevens, el invitado de honor, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian. Fuera de la foto de grupo, John Ford. Fuera de la comida por motivos de salud, pero visitado por Buñuel al día siguiente, Fritz Lang. De todo ello hablamos en La Torre de Babel de Aragón Radio, la radio pública de Aragón.

Carta de Max OpHüls

No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.

Stefan Zweig

El catálogo de títulos míticos que vieron la luz en 1948 es impresionante: Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclete) de Vittorio de Sica, Hamlet de Laurence Olivier, Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door) de Fritz Lang, La ciudad desnuda (The Naked City) de Jules Dassin, Río Rojo (Red River) de Howard Hawks, La soga (Rope) de Alfred Hitchcock, Jennie (Portrait of Jennie) de William Dieterle, Las zapatillas rojas (The Red Shoes) de Michael Powell y Emeric Pressburger, El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre) o Cayo Largo (Key Largo) de John Huston… De entre todas las joyas cinematográficas de aquel año ha destacado con el tiempo de forma inevitable Carta de una desconocida (Letter From an Unknown Woman), adaptación de Max Ophüls y Howard Koch del breve relato de Stefan Zweig publicado en 1927, protagonizada por Joan Fontaine y Louis Jourdan. Reconocida como un clásico instantáneo desde el momento de su estreno, sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte cinematográfico de todos los tiempos. Afectada por la costumbre de los remakes, cuenta con una versión china de 2004 dirigida por Xu Jinglei que fue premiada en el Festival de San Sebastián.

Esta gran obra maestra, excelente en cuanto a concepción, desarrollo y acabado final, encierra además la notable cualidad de que probablemente se trate de una de las mejores adaptaciones de una obra literaria jamás filmadas, valor incrementado si cabe por el hecho de que Koch y Ophüls (que firma la película como Opüls) consiguen elevar el tono, profundizar en su nivel de dramatismo y sensibilidad. En definitiva, logran redondear la intención del autor, ahondar en la idea central del relato inicial, lo que convierte Carta de una desconocida en un caso realmente excepcional. Conviene recordar brevemente lo fundamental del relato y repasar las aportaciones que Koch y Ophüls realizaron al texto original para percibir esa vuelta de tuerca que el director consigue dar a la historia tal como la concibió Zweig.

El cuento empieza con el regreso a su casa de R., famoso novelista de la Viena de 1900, tras una excursión de varios días por la montaña. Su vuelta tiene lugar precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños, aunque R., que se deja llevar por la vida de manera algo inconsciente, ni se ha percatado de ello hasta que ha visto la fecha en el periódico. Su asistente le espera con el té preparado y la correspondencia dispuesta en una bandeja. Examina el correo sin demasiado interés y deja de lado una voluminosa carta cuya letra desconoce y que carece de firma y remite. Finalmente, dado que el resto del correo no llama su atención, retoma la carta y lee su encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Intrigado, atrapado por el enigmático inicio, continúa la lectura no muy convencido de ser él el auténtico destinatario, pero lo que lee le sobrecoge.

Se trata nada menos que de un desgraciado relato de vida, una carta enviada tras el fallecimiento de su autora que se abre además con el anuncio de otra muerte, la de un niño, su hijo, debida a una epidemia de gripe. R. sigue sin entender, pero a medida que lee se da cuenta de que la carta habla también de él. Lo que ella narra en una docena de cuartillas no es más que la historia de su amor apasionado, obsesivo, enfermizo por R., iniciado cuando ella apenas tenía trece años y vivía junto a su madre en la misma casa que vive el novelista, en el cuarto al otro lado del rellano de la escalera. La mujer relata de manera minuciosa, emocionada la historia de su súbito enamoramiento al descubrir la llegada de un nuevo inquilino al edificio, un amor originado incluso antes de verse en persona, nacido únicamente de la contemplación de los utensilios, muebles y libros que el nuevo vecino estaba haciendo trasladar a su recién estrenado hogar, y confirmado la primera vez que escuchó su voz y vio su aspecto. Cuenta la importancia que él tuvo en su joven vida de niña, cómo ella estaba pendiente de sus entradas y salidas, de los ruidos en el pasillo, de su silueta tras la ventana, de sus costumbres y hábitos diarios, cómo moría de rabia cuando asistía impotente a la disoluta vida del novelista, cómo lloraba al verlo acompañado cada noche por una mujer distinta, todas bellísimas, o cuando las descubría abandonando furtivamente el edificio a primera hora de la mañana. Cómo para ella había supuesto casi la muerte el traslado a Innsbruck y la inevitable separación de él por causa del nuevo matrimonio de su madre, cómo había querido darle a conocer su amor el día anterior a su partida y cómo había fracasado en el intento. Cómo se había mantenido alejada de los hombres esperando la ocasión de volver a él para entregarle su pureza. Relata, entre lágrimas que se adivinan, cómo había conseguido regresar a Viena para trabajar en un negocio de confección y, precisamente en otro cumpleaños de R., convertirse por fin en una de tantas mujeres en acompañarle en sus noches de placer sin lograr, como las demás, otra cosa que ser un objeto de disfrute que olvidar a la mañana siguiente, llevándose a cambio unas pocas rosas blancas, flores que desde entonces ella le enviaba sin remite cada día de su cumpleaños como forma íntima de comunicarse con él sin darse a conocer, sin llegar a suscitar nunca en el despreocupado, superficial R. la curiosidad de saber la autoría del envío.

Ella describe nostálgica el nacimiento de un niño tras aquel encuentro, pero también narra cómo no había vacilado en entregarse a otros hombres a fin de adquirir un tren de vida que le permitiera mantener al pequeño y frecuentar el ambiente en que se movía R., cómo hubo otros encuentros amorosos en los que él no la reconoció y volvió a disfrutar de su cuerpo con la misma distancia emocional. Cómo ella había enfermado de desesperación al comprobar que él no había reconocido en ella, no ya a la niña de trece años, sino a la amante ocasional y repetida, cómo se había ofendido al recibir dinero de él a cambio de su amor, cómo había enfermado y muerto su hijo y cómo ella misma se estaba preparando para seguir su suerte contando su vida a quien precisamente había sido su centro, alguien que nunca había reparado en ella pese a haber compartido dulces momentos y haberle dado un hijo, su bien más preciado.

El relato finaliza con R., terminada la carta, buscando en las nebulosas de su memoria alguna impresión fragmentaria de aquella mujer, una efigie o un olor, un fantasma del pasado que no pasa de ser un perfil difuso, borroso, mientras su mirada se posa en el jarrón azul por primera vez vacío de rosas blancas el día de su cumpleaños y siente un escalofrío de muerte al intentar evocar la imagen de la amante que se le escapa como una música lejana, olvidada.

El cuento de Zweig se inscribe en el contexto de un romanticismo alemán tardío llevado al límite. El particular planteamiento viene además condicionado por la compleja mentalidad del escritor, popularísimo en los años veinte y treinta pero atormentado principalmente a causa de los fenómenos políticos que le tocó vivir, angustia que finalmente le conduciría al suicidio en 1942. En cambio, este exceso melodramático de corte folletinesco no resultaba a juicio de Ophüls demasiado apropiado para los gustos del público de 1948 y por ello optó por realizar algunos cambios que, respetando la idea original, dotan a la historia de una mayor riqueza de matices e introduce algunas novedades en función de la diferencia de código narrativo que supone el cine respecto a la literatura.

El más evidente es la presencia de los nombres de los protagonistas. En el relato conocemos al novelista R., pero nada sabemos, ni tampoco él, de la identidad de la mujer de la carta; sin embargo, en la película se dotó a los personajes de nombre y apellidos (Stefan Brand y Lisa Berndle). Esta decisión busca en primer lugar una mayor cercanía e implicación del espectador en el drama al que asiste, y también un empeño por conseguir que el público no se limite, como en el relato, a ser mero testigo de las revelaciones de la mujer y de las emociones de R. a medida que las va conociendo, obligándole a participar en el desenlace de la historia según la más elemental regla del suspense, esto es, informar al público de circunstancias o datos que ignoran alguno o todos los personajes a fin de convertir al espectador en elemento de engranaje para el guión. Así el público, necesariamente conocedor de la existencia de Stefan y de la mujer por separado y del fino hilo amoroso que los une, es igualmente sabedor de la identidad y existencia de Lisa y de su amor por Brand, con lo que su facilidad para simpatizar con su dramática situación es mayor. Para el público ella no es una desconocida sino Lisa, la niña de trece años luego mujer. Sólo resulta un enigma para Brand, y por tanto el interés por lo que pueda ocurrir finalmente, si la recordará, si habrá dejado huella en él, servirá como vehículo de intriga para el espectador a diferencia del relato, en el que personaje y lector se limitan a compartir su sorpresa y consternación en el momento de la lectura de la carta.

Este mecanismo también se extiende al personaje de Brand. En el relato, el novelista aparece únicamente en las primeras y las últimas líneas, de modo que el lector no es informado de los sentimientos de R. hasta el final, cuando abandona la lectura con manos temblorosas y se esfuerza por recordar a la autora de la carta. Sin embargo, Ophüls y Koch introducen al público en los sentimientos de Brand durante la lectura mediante el uso del flashback. La estructura consiste en continuos saltos en el tiempo que permiten seguir la historia de forma fiel al relato escrito por Lisa mientras unos paréntesis marcados a través de fundidos en negro encadenados nos muestran las reacciones de Brand, leyendo ávidamente, acomodándose en el asiento sin poder quitar la vista del papel, sin distraerse ni cuando le sirven su café, escrutando las fotografías de Lisa y el niño que acompañan la carta…

Ophüls consigue que el foco emocional para el espectador sea doble, añadiendo a la arrebatadora historia de la mujer el efecto de sus palabras en el ánimo de Brand. Pero el giro magistral, el truco definitivo, lo constituye la idea de Koch de introducir un duelo de honor en la trama. Brand ha regresado a casa la madrugada de su cumpleaños dispuesto a huir, a escapar forzosamente a causa del duelo al que ha sido retado, presuntamente por un marido burlado, como consecuencia de sus continuas correrías amorosas. La vuelta a casa, la urgente preparación del equipaje, el cierre de asuntos pendientes antes de una larga ausencia obligada se rompe con la lectura absorbente e intranquila de la carta de Lisa, que irá poco a poco hollando el ánimo de Brand hasta que, consciente de sus propios actos, de su vida disoluta y del dolor causado durante años indiscriminadamente a jóvenes como Lisa, el perturbador efecto de la narración de la mujer le hace abandonar su furtivo proyecto y presentarse al duelo en el que ha de perder la vida, asumiendo un castigo por sus pecados que considera justo e inevitable.

Esta deformación del relato original convierte la carta en el detonante para Brand del nacimiento de un sentimiento de culpa y de su correspondiente deseo de perdón y redención, proporcionando a la historia un final más redondo, efectivo y concluyente para el público, que observa en las últimas tomas cómo Brand acude a la cita junto a su criado, con la imaginada y fantasmal silueta de Lisa abriéndole la puerta de su destino como lo había hecho, en sentido inverso, en la secuencia de la mudanza al inicio de la película. Ella adquiere así un papel más profundo, por fin, en la vida de Brand, estableciendo una doble dirección de influencia mutua de la que carece el relato, y consiguiendo que en la percepción del público Lisa pase de ser una mujer que ha violado todas las convenciones sociales de comienzos del siglo XX a una heroína romántica que ha redimido a un hombre perdido, aspecto que hace ganar al guión en complejidad.

Otro de los cambios introducidos resulta igualmente inspirado. Ophüls y Koch transforman al novelista R. en el pianista Brand. A partir de la referencia musical del final del relato, los guionistas creyeron oportuno utilizar el piano y las sensaciones sonoras como vehículo para mostrar el tejido emocional de la historia de manera más efectiva y constante acompañando las imágenes y las palabras de Lisa con la música compuesta por Daniele Amphiteatrof, en lo que es una hermosa fórmula metafórica indicativa de la presencia constante de los sentimientos de la joven en un primer plano. En este aspecto, son magistrales las escenas en las que Lisa, niña aún, se balancea en el columpio del patio mientras escucha emocionada y lejana el piano de Stefan, o los momentos de ensoñación nocturna con la música amortiguada desde el estudio de su enamorado. El papel que representan los libros en el relato, vehículo a través del que Zweig recrea la fascinación de la muchacha por quien es capaz de leer en otros idiomas a autores de los que ella jamás ha oído hablar, se transforma en la película en un recordatorio continuo en forma de música: cada melodía, cada nota, nos muestran los sentimientos de Lisa hacia Brand antes de su primer encuentro. Al mismo tiempo, la música expresa la distancia inabarcable entre ambos, la idea de que el amor de Lisa no puede obtener otra correspondencia que la de las notas del piano escuchadas de manera clandestina pero nunca disfrutadas plenamente junto a él, de modo que, igual que cuando de niña sólo puede escuchar ese piano, ya mujer no puede conseguir otra cosa que las superficiales caricias y atenciones de Brand. Asimismo, el piano se utiliza también como instrumento de suspense, ya que supone un elemento indicador o dilatador, según se escucha de forma más clara o más vaga y lejana, del esperado encuentro entre ambos.

El papel evocador del sonido del piano se extiende igualmente al habla de Brand. Lo primero que Lisa percibe directamente de él es su voz: ella le oye hablar y corre apresurada al lugar por donde va a pasar para abrirle la puerta del edificio. Igualmente señala el clímax final, cuando, habiendo sido su amante en dos ocasiones, y mientras él habla fuera de plano acerca del champán, ella se encuentra de pie junto al piano y comprende al borde de las lágrimas que sigue sin reconocerla, que para Brand la niña de trece años, la amante que dio luz a su hijo y la mujer apetecible que le acompaña esa noche son tres caras distintas e irrelevantes.

Preocupado por la dificultad de adaptar a la pantalla un texto narrado en primera persona, Ophüls optó por conservar los dos narradores del texto de Zweig, el omnisciente, que nos sitúa a Brand de regreso en casa, y la mujer que relata su historia. Así evita recurrir en exceso a la voz en off y consigue un equilibrio entre las impresiones de Lisa por lo que ella cuenta por sí misma, referidas a sensaciones y momentos que no se ven en pantalla (como la despedida en la estación y el drama de su último encuentro), y lo que el espectador contempla directamente.

Especialmente resulta magnífica la colocación de la cámara en diferentes secuencias de la película. Al principio Lisa observa o evoca a Brand desde una posición de inferioridad (el plano desde el columpio a las altas ventanas cuando Lisa escucha su música, o desde la parte baja de la escalera al rellano cuando Brand entra en casa con una mujer); sin embargo, a medida que Lisa crece y evoluciona, se convierte en mujer y va enfrentándose a las distintas dificultades que impiden la realización de su amor, se va colocando a la misma altura que él (maravillosa la escena de su primer encuentro en plena calle, cuando él parece pasar de largo y vuelve a entrar en cuadro visiblemente interesado por ella, mientras el espectador ve en el primer plano de Lisa todo su nerviosismo y su emoción, o la escena del restaurante, cuando, sentados juntos, el travelling que nos los muestra se corta súbitamente y retrocede, de forma que anuncia ya la imposibilidad de un amor plenamente correspondido), para concluir finalmente en un plano superior (cuando ella le observa desde su palco en el teatro mientras él dirige la mirada perdida hacia arriba).

Fruto de su experiencia teatral, Ophüls logra una puesta en escena a medio camino entre el expresionismo alemán y el impresionismo francés, el lirismo, el romanticismo y la nostalgia con cierto aire de decadencia melancólica, de igual manera que la película contiene a un mismo tiempo ternura, fantasía, vitalidad, humor, amargura en un marco preciosista y lujoso en el que queda de manifiesto el gusto del director alemán por los decorados elaborados y minuciosos, grandes construcciones ornamentales llenas de mobiliario, objetos y complementos por los que la cámara evoluciona con una soltura y ligereza ingeniosas, con portentosos movimientos y angulaciones, logrando una estética entre teatral y cinematográfica de una enorme y efectiva belleza plástica.

Este melodrama romántico constituye la suprema adaptación de una obra literaria que consagra de manera apoteósica el tema del amor trágico, el cual Ophüls encumbra y critica despiadadamente con la contraposición de un músico de vida alegre y una joven pura y obsesivamente enamorada tomada erróneamente por una mujer fácil, extremo que le permite además reflexionar acerca de los valores imperantes en la sociedad de su tiempo (la permisividad hacia las disolutas conductas masculinas y la crítica del mismo comportamiento en el caso de las mujeres) y de las desigualdades sociales a través de la recreación del ambiente de la aristocracia y la alta burguesía vienesas en el que se mueven los personajes. El ritmo lento e hipnótico de la película va destapando poco a poco las ilusiones de cuento de hadas de la joven Lisa, haciéndole olvidar paulatinamente sus fantasías, dándole a conocer lo tangible, la trágica realidad de la vida, el mal que subyace bajo las capas de lujo, música y vida disipada y ociosa. Todo ello lo consigue Ophüls concentrando una historia desarrollada en varias décadas (con el paso del tiempo magníficamente sugerido a través de recursos visuales como letreros o tomas exteriores y también con indicativos en los diálogos) en apenas hora y media de metraje, logrando una obra superlativa a pesar de la concesión romántica del fantasmal final de sacrificio y redención.

Inagotable, riquísima en matices, lecturas y planos de interpretación, repleta de códigos, mensajes, temas y modelos, por encima de cualquier otra sensación o pensamiento planea la irresistible emoción que provoca el visionado de Carta de una desconocida.

Palabra de Fritz Lang

-La historia y el estilo empleado para contarla son los que hacen que una película sea buena o mala, no el procedimiento técnico de la misma.

-Hoy en día, califico al cine de industria. Y pensar que podría haber sido un arte, pero lo han convertido en una industria. Han matado al arte.

-He hecho todas mis películas como un sonámbulo. He hecho todo lo que creía correcto, nunca he preguntado a nadie si lo que hacía estaba bien o mal.

-Hubo un tiempo en que todo lo que buscaba era una buena historia. Pero, ahora, todo tiene que parecer del tamaño del Monte Rushmore y con los actores en primer plano.

-Ese instante que se nos escapa. Ésa es mi obsesión. Para cada uno de nosotros ese instante existe, un momento de debilidad en el que uno puede equivocarse. Es una ley inevitable en la vida.

-A los productores les interesan los beneficios, quieren saber cuántas personas han ido a ver la película. Pero ese no es mi objetivo. A mí me interesa saber a cuántas de esas personas les han llegado mis ideas.

-Estaba cansado de las grandes películas. De hecho, no quería hacer ninguna película más y había decidido trabajar en el campo de la química. Me agobiaban los estudios y quería ser independiente. Sólo ante un encargo muy insistente accedí, le dije al productor: de acuerdo, haré la película pero tú no vas a abrir la boca, no tendrás derechos sobre la edición y te limitarás a poner el dinero. Entonces hice «Metrópolis».

-Es cierto que soy más difícil que otros directores. Me siento decepcionado o engañado muy a menudo, y ocurre porque sé con toda precisión por adelantado cómo debe ser cada línea del guión, la interpretación de los actores, la calidad arquitectónica de la película, cada movimiento de cámara. Durante semanas, trabajo, establezco los planos y tomo notas sobre todo lo que quiero hacer. Si, por cualquier motivo, no puedo realizar un movimiento de cámara como lo deseo, es un verdadero sufrimiento físico.

-Siempre intento poner algo en cada película sobre lo que la gente pueda hablar en casa. No tengo nada en contra del cine de entretenimiento. Si usted es un trabajador cansado al final de la jornada, que quiere pasar un rato sin pensar en nada, supongo que tiene todo el derecho. Pero yo aspiro a entretener y además dejar algo sembrado en el público. Quiero hacer películas de las que ese trabajador pueda hablar después con su mujer, durante la cena, y el máximo reto es que tengan ideas diferentes sobre por qué la película ha transcurrido así, de forma que terminen acudiendo una segunda vez a verla juntos…

El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)

Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.

Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.

La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.

La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.

Entrevista española a Billy Wilder

El pasado mes de agosto, el diario ABC recuperaba una entrevista a Billy Wilder realizada en 1966, durante un breve paso por España del cineasta, y publicada en su día en Blanco y Negro.

Billy Wilder, probablemente, el mejor director de cine. - LOFF.IT  Biografía, citas, frases.

El director de cine Samuel Wilder, ‘Billy’, nació a principios del siglo XX en un imperio en demolición, el Austro-Húngaro, y murió a principios del siguiente en otro, el de Hollywood, que contribuyó decisivamente a edificar. Este escultor de historias aportó al cine norteamericano nada menos que la sutileza, la mezcla de lo corrosivo con lo sensiblero, de las paradojas con los giros sorprendentes, de los villanos que resultaban ser íntegros con los héroes que al final eran unos farsantes…

Esta visión tan inteligente de la realidad le valió veintiuna candidaturas a los Oscar y seis estatuillas al director de films como Sabrina, El crepúsculo de los dioses, El apartamento o Con faldas y a lo loco. Hacia 1966, Wilder había ganado todos los oscars de su carrera y había filmado sus obras más destacadas, pero aún le quedaban muchos conejos bajo la chistera.

Miguel Pérez Ferrero, un periodista de ABC que acostumbraba a firmar sus artículos como Donald, logró entrevistar ese año para Blanco y Negro en su brevísima parada por España al «más afortunado coleccionista de Oscars del cinematógrafo», un hombre sencillo, de trato amable. «Ahora estoy de vacaciones. ¡Lástima! Me hubiera gustado quedarme en España, en Madrid, más tiempo. Esto ha sido una escala, breve, demasiado breve. Pero me propongo volver. He visto museos, Toledo, toros y fútbol. Jugué en mis tiempos. Voy a Suiza. Empieza la temporada de nieve. Montaña, aire puro, descansar», aseguró el director.

Donald conversó en francés largo y tendido con el austrohúngaro, nacido en una región que hoy pertenece a Polonia, aunque, a decir verdad, aquello fue más bien un monólogo con «un hombre enjuto, de estatura no menguada, poco pelo, sonrosado de tez, o quizá el rosa de la camisa se le sube a las mejillas. Tiene en la mano un vaso con un poco de whisky».

–¿Cuál es tu película predilecta? Es una pregunta tópica, lo sabemos.

—Yo elegiría más bien cinco o seis minutos de unas cuantas de esas películas. Cinco o seis minutos solamente de cada una de las que repasase. Y, fíjense, tengo la sospecha de que precisamente esos pocos minutos de ésta o aquélla, a pesar de haberse proyectado los películas en España, no los han visto los espectadores españoles…

—Alguna, como ‘Irma la dulce’, la desconocen entera. No se ha proyectado aquí nunca.

—¿Inmoral acaso? No lo veo yo así. En esa historia, a fin de cuentas, se exalta el amor puro. Sucede que la pureza, como el oro, hay que buscarla y encontrarla no siempre bajo capas sin mácula.

—Veamos si recuerda cuál ha sido el momento, digamos, más emocionante de su carrera.

—Entiendo de mi carrera de realizador. Pues, sí. Uno sobre todos. El día que empecé a dirigir a Eric von Stroheim en Cinco tumbas a El Cairo, donde él encarnaba a Rommel. Luego le dirigí en Sunset Boulevard.

—Sentía una gran admiración por él, ¿verdad?

—Una inmensa admiración como creador de cine. De Stroheim sí que puede decirse que se adelantó genialmente, por lo menos, más de diez años a su tiempo.

—Y ya en ese cauce, ¿cuáles han sido sus otras grandes admiraciones?

—Griffith, Fritz Lang, Murnau, Lubitsch, Rene Clair y uno de ustedes, Luis Buñuel. Lo han hecho todo.

—¿Cómo todo? ¿No se puede hacer más? ¿No cabe ya innovar?

—Sí, sí, siempre se puede hacer… Pero todo eso que se afirma de que hay un cambio, todo eso de las nuevas olas y de lo nuevo que venga, a lo que pondrán otro rótulo, el que sea, me parece falso. Lo que cambia es el público. El grueso del público, más joven, conoce lo de hoy e ignora lo de ayer. Y no sabe que lo que juzga nuevo se hizo ya. Los grandes innovadores son los que he nombrado y algún que otro más, que quizá se ha escapado de momento de la pequeña lista. ¿No están ustedes de acuerdo conmigo?

—Nosotros, sí, por supuesto. Pero es que pertenecemos a aquella ola; nuestra edad es la misma que la suya. Y asistimos, y hasta participamos, un poco en todo aquello.

—Sí, ya lo sabía.

—Bien, ha terminado usted The Fortune Cookie (En bandeja de plata). Está presentada. Y ahora, de principio, un capítulo nuevo. El de los proyectos…

—¡Oh, de momento nada de proyectos! Estoy de vacaciones y he de disfrutarlas con mi mujer. Cuando empiezo a pensar en una nueva película, cuando empiezo a dar vueltas a lo que haré o no haré y me pongo a escribir una historia mía o a adaptar la de cualquier otro, se terminó todo: tomar copas cuando me apetece, perder el tiempo, disfrutar de países, de paisajes, de museos, de espectáculos. Se abre la etapa del encierro o, mejor dicho, se cierra la puerta del libre albedrío. ¡Menos de todo! Y entonces me da la impresión de que mi vida se va perdiendo metida en otras vidas, en las de los personajes que pueblan lo que tengo que contar. Y, en el fondo, eso me produce tristeza, pues a mí me gusta vivir la vida mía, la propia. Esa es la que me proporciona satisfacción. Por ello nada de pensar en proyectos, nada de acariciar ninguno, ¡y ni siquiera nombrar la palabra, que me parece un fantasma incómodo.

—En lo que respecta a su trabajo literario, a escribir sus historias, guiones y adaptaciones, siempre lo ha hecho en colaboración, ¿no es así?

—Es mi costumbre. Mi colaborador se sienta a la máquina y yo paseo y fumo mecánicamente, no conscientemente como cuando no ando metido en eso. Y la historia va saliendo. Cada cual tiene su sistema y éste no me da mal resultado.

Música para una banda sonora vital: Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, Fritz Lang, 1955)

Grandiosa (una más) partitura de Miklós Rózsa para este clásico del cine de aventuras, con toques de gótico y cine de terror, dirigido por el maestro Fritz Lang en 1955.

Cultura del linchamiento: Incidente en Ox-Bow (The Ox-Bow Incident, William A. Wellman, 1942)

Película crucial en la historia del western como género cinematográfico, esta magnífica obra de William A. Wellman recoge el testigo de La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939) y demuestra definitivamente que el western es una clave idónea, con su inherente carga de épica, lirismo y mitología, como contenedor que asume y resume todos los temas y tipos de la narrativa humana, desde la que abordar hondas cuestiones de valor universal, fuera del espacio y del tiempo. En este caso lo hace a partir una de las líneas temáticas básicas del género, la progresiva sustitución de la ley de la fuerza por el imperio de la ley como base de la convivencia en los nuevos territorios incorporados a la civilización, y lo hace en un momento, la Segunda Guerra Mundial, en que esta lucha entre principios opuestos tiene lugar de manera global, y en un país, los Estados Unidos, que ya desde mediados de los años treinta y hasta la década de los cincuenta, con el paréntesis de la guerra y la necesidad de congraciarse con el aliado soviético, venía interpretando de manera laxa y demasiado abierta la letra de la ley en su afán por destapar y expurgar elementos comunistas de ámbitos como el político y el artístico. Nacida como una película de bajo presupuesto, Wellman conseguirá hacer de la necesidad virtud, y crear una obra maestra de extraña atmósfera asfixiante y enrarecida, tanto en la puesta en escena de interiores como por la brevedad y concentración del metraje (apenas poco más de setenta minutos), pero de ritmo frenético y de gran riqueza y complejidad, tanto de personajes como de planteamientos.

El carácter alegórico de la historia no puede quedar más patente ya desde el inicio: en 1885, a un pueblo de Nevada cuyo sheriff, es decir, la ley, se encuentra ausente de la ciudad, llega la noticia de que uno de los más importantes rancheros de la zona ha sido asaltado y asesinado, y su ganado, robado. Ante la falta de una autoridad que pueda encauzar legalmente el asunto, el populacho toma las riendas de la situación y, azuzado por elementos discutibles de la sociedad civil como Tetley (Frank Conroy), antiguo mayor confederado, y Ma Grier (Jane Darwell), ganadera rencorosa y despiadada, jaleados por el grupo habitual de rufianes y borrachos de taberna y apoyados por vaqueros de paso como Gil Carter (Henry Fonda) y su compañero Art Croft (Harry Morgan), se disponen a perseguir y colgar a los asesinos. Solo dos voces se levantan en contra de la histeria colectiva y de los efluvios criminales de la turba; una, la de un humilde tendero (Harry Davenport), otra, la un predicador negro (Leigh Whipper) que quizá es quien mejor comprende lo que está sucediendo, dado que en el pasado presenció el linchamiento arbitrario de su propio hermano. Con todo, el grupo de persecución sale en busca de los supuestos asesinos y cree encontrarlos en las personas de tres forasteros acampados en los alrededores: Donald Martin (Dana Andrews), padre de familia que aspira a consolidar su propio rancho, y sus dos acompañantes, Juan Martínez (Anthony Quinn), un trotamundos mexicano que sobrevive en el Oeste haciendo de todo un poco (sin hacerle ascos al otro lado de la ley, si hay necesidad y ocasión), y un anciano débil y casi senil (Francis Ford, el ilustre hermano de John Ford) al que la súbita crisis amenaza con terminar de perturbar sin remedio. Aunque los tres proclaman a gritos su inocencia y aportan explicaciones y coartadas que a la chusma no le interesan ni está en disposición de comprobar, el tribunal sumario declara su culpabilidad y la pena que les corresponde, el ahorcamiento en el árbol más próximo. Es el momento en que Gil, que hasta entonces parecía otro camorrista más, tan aburrido por la falta de actividad y la rutina del peón que busca trabajo e indiferente por la suerte de los acusados, comprende lo que está pasando y se enfrenta a sus hasta ahora compañeros poniéndose del lado de los tres desgraciados, en un antecedente de lo que otro personaje de Fonda hará quince años más tarde, en otro contexto pero no muy alejado de este, en Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, Sidney Lumet, 1957).

Escrita por Lamar Trotti (nominado al Oscar al mejor guion) a partir de una novela de Walter Van Tilburg Clark, la película apunta así a uno a de los pilares fundamentales del western como género, la progresiva mutación en la concepción de la ley desde los primeros tiempos de la llegada a los territorios del Oeste a su paulatina integración en la vida civil y política de los Estados Unidos, desde los espacios abiertos a los colonos hasta la conformación de ciudades, condados y estados que debían garantizar la aplicación de la ley y la defensa de los derechos y libertades de los ciudadanos, y de cómo ciertas ideas de justicia, casi siempre equiparada a la de venganza, y los hombres que las encarnan debían apartarse, dejar paso a los nuevos tiempos o, simplemente, ser excluidos de la vida pública, bien por su retiro o bien por la aplicación de la ley a sus actos contrarios a esta. El dramatismo y la lección moral que, no obstante estar en pleno vigor el Código de Producción (o Código Hays), se extrae de la película, y que permitió un final pesimista en el que la ley pierde frente a la barbarie, proviene de la fuerza de las interpretaciones, de la angustia de una tensa y dura situación exprimida hasta el límite de lo aceptable, y de una decisión de producción (tomada por Darryl F. Zanuck, magnate de la 20th Century-Fox) que, en busca de rebajar costes lo máximo posible en un tiempo de crisis, obligó a rodar toda la película en el estudio, incluidas abundantes tomas de exteriores realizadas en interiores decorados a tal efecto, lo que, aunque privó a la cinta de los grandes paisajes típicos del western y de mayores posibilidades de acción (tiroteos, cabalgadas, cruces de ríos, persecuciones en promontorios, etc., etc.), la dotó, sin embargo, gracias a esos espacios limitados y casi fantasmales que le proporcionan cierto aire de producción de serie B, de una intensidad y concentración dramática mucho mayor, casi teatral, permitiendo que los diálogos y las brillantes interpretaciones dominen sobre los aspectos de acción y de violencia tan afines al género, y alcanzando su devastador doble clímax cuando Gil lee en voz alta delante de todos la carta que el personaje de Andrews ha escrito a su esposa y que genera gran conmoción y vergüenza en el grupo, al tiempo que este, por fin, conoce de viva voz por el sheriff, ya de vuelta, la verdad sobre lo acontecido a su vecino y la verdadera identidad de los asaltantes.

Una película dura y sin concesiones que, lejos de perder vigencia, en la actualidad adquiere nuevos matices y lecturas a partir de la desfiguración de conceptos como democracia, justicia o imperio de la ley resultantes de la ligereza de criterio y de la falta de reflexión que preside la interacción a través de redes sociales, así como de la abundancia de apresurados juicios mediáticos de carácter sensacionalista y tanto o menos rigurosos que condicionan el tratamiento de cuestiones políticas o sociales a raíz de la desesperada búsqueda de audiencia por los medios de comunicación, y que, en ambos casos, son equiparables a linchamientos públicos y a carnaza para que el populacho sacie su ansia de morbo y de sangre justiciera. Si bien las formas son menos bárbaras, el fondo es idéntico, lo que permite a películas tan antiguas como esta o el clásico Furia (Fury, Fritz Lang, 1936) mantener intacto todo el poder de su mensaje de denuncia.

Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)

La principal debilidad de la democracia es su limitada capacidad de defenderse frente a quienes utilizan el marco de derechos y libertades que esta proporciona y garantiza para, precisamente, atacarla, socavarla, destruirla. En la actualidad, en distintos países, desde la izquierda y la derecha o incluso, como en España, desde ambas a la vez, se respira un clima de polarización total y de regresión democrática, no solo alimentada por aquellos de quienes podría esperarse casi cualquier cosa, los gurús del capitalismo salvaje y el neoliberalismo más atroz, sino también por parte de sectores de la derecha y de la izquierda que, teóricamente en la búsqueda del bien común, pervierten y se apropian de palabras como «libertad» o «democracia» para vaciarlas de contenido real y utilizarlas como eslóganes huecos a través de los que instituir sus concepciones parciales y, por supuesto, interesadas, de los principios y valores que deben regir la vida en convivencia democrática. Estos grupos, tanto de derecha como de izquierda, además de los nacionalistas de cualquier lugar y bajo cualquier apellido, promueven la desobediencia y el rechazo a la ley democrática y al sistema político democrático, llegando incluso a declarar unilateralmente «ilegítimos» los resultados electorales, cuando son incompatibles con sus programas y propuestas o van contra sus intereses, impulsando su sustitución, naturalmente solo cuando les conviene, por su «superior» cuerpo de «leyes y principios morales», según ellos, «de inspiración popular», que consideran, por supuesto, de mayor legtimidad que la expresión de la voluntad popular que surge de las urnas y de los parlamentos. De este modo, se intenta arrebatar a los parlamentos su condición de depositarios de la expresión de la voluntad popular a través del voto y trasladar la soberanía a un ente difuso, no elegido por nadie sino por quienes lo utilizan como grupo de presión, llamado «pueblo», «gente», «nación» o de cualquier otro modo que implique tomar una parte, propia, adscrita, cebada, adoctrinada y manejada por el sector político en cuestión, por el todo, a fin de imponer, invocando la «democracia» pero al margen de los mecanismos democráticos, utilizando las ventajas de la democracia para realizar maniobras profundamente antidemocráticas, sus criterios al sistema político y, por tanto, al resto de la población.

Dentro de esta dinámica de los últimos tiempos un caso llamativo es el de la censura moral, la reescritura de la historia o la reconstrucción del canon literario o artístico no según los hechos demostrados o la calidad de la escritura o de los méritos plásticos o artísticos, sino conforme al cumplimento del código moral de quienes, al estilo de la antigua Liga de la Decencia o del Comité por el Ruego del Cuerpo, del Alma y del Pensamiento, erigiéndose en autonombrados comisarios políticos depositarios de la supremacía moral, se apropian de esa «inspiración popular» que, en sustitución de los derechos, las libertades y las leyes garantizados por la democracia, intentan convertir en ley obligatoria para todos. Así, los programas de estudios se ven desprovistos de determinados contenidos; libros de historia, de historia del arte, de historia del cine, son «corregidos», «adaptados» o «purgados»; estatuas, selectivamente elegidas, son derribadas; pinturas y esculturas son parcialmente cubiertas o retiradas de las exposiciones; películas son censuradas, excluidas de las programaciones u obligatoriamente acompañadas de letreros «explicativos» que, desde los puntos de vista de la censura moral de que se trate, reinterpretan u ofrecen la lectura que exclusivamente «deben» tener para el público, mientras que otras que no pueden alcanzar son analizadas, criticadas y despreciadas, no sobre la base de su calidad artística y técnica, sino por la censura sistemática de su argumento conforme a criterios como raza, sexo y orientación política. Al mismo tiempo, y en sustitución de los contenidos perseguidos, desprestigiados o señalados, se publicitan otros, normalmente de importancia y calidad inferior, que cumplan las exigencias del sistema de «valores y principios» que se desea imponer, y que a menudo parten de la estricta aplicación de planteamientos racistas, sexistas o nacionalistas, presuntamente presentados en positivo, como discriminación positiva y ajuste de cuentas frente a la historia.

Aunque el fenómeno se ha acusado en los últimos tiempos y en países como España no hace sino crecer y hacerse más intenso, a lo que no es ajeno ese campo de expresión de la estupidez que son las redes sociales, sus picos y baches en la historia son cíclicos y el cine se ha ocupado profusamente de ellos. Uno de los más brillantes ejemplos es esta película de Daniel Taradash, guionista de filmes como De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1952), Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952), Désirée (Henry Koster, 1954), Picnic (Josha Logan, 1955), Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, Richard Quine, 1958), Morituri (Bernhard Wicki, 1965) o Hawaii (George Roy Hill, 1966), y también de esta, su única película como director, que se centra en uno de los episodios más oscuros de la democracia estadounidense, el macartismo, si bien para dibujar aquella época de persecuciones, censuras y purgas ideológicas de carácter anticomunista se vale de una parábola particular que tiene como centro el personaje de la bibliotecaria de una pequeña ciudad norteamericana.

Alicia Hull (Bette Davis) es la reconocida y apreciada responsable de la biblioteca municipal, y ha ido construyendo meticulosamente y siempre en lucha con las estrecheces presupuestarias (un denominador común a los poderes de toda tendencia es la desatención a la cultura y su sustitución por un sucedáneo domesticado conforme a sus propios principios políticos) un catálogo de fondos que intenta abarcar la mayor cantidad posible de conocimientos y que sea representativo de lo más destacado de la literatura universal. Esto hace que, por ejemplo, entre sus libros de ciencias políticas la biblioteca cuente con uno que detalla precisamente la historia y las doctrinas comunistas. Este detalle había pasado desapercibido, tanto como la existencia de cualquier otro libro que apenas se presta o se lee, hasta que es fortuitamente conocido por los responsables políticos de la ciudad, encabezados por el concejal Duncan (Brian Keith), que consideran que la presencia de ese libro en la biblioteca atenta contra la democracia americana y representa un riesgo para los lectores socios de la biblioteca, en esa despreciable tutela de la que se arrogan algunos para decidir, «por su bien», qué le conviene y no le conviene a su pueblo. Taradash presenta magníficamente estructurado el funcionamiento de esta clase de censura moral, entonces y ahora, con los pasos sucesivos que se producen para lograr la implantación de un único prisma de pensamiento: Alicia Hull es llamada al orden y se le pide la retirada del libro del catálogo bajo el pretexto de servir a la preservación de la libertad, la democracia y los derechos de los ciudadanos; sin embargo, Alicia rebate, precisamente a través de argumentos tanto legales como democráticos, además de prácticos (cómo va a haber alguien contra el comunismo si nadie lee libros para saber qué es el comunismo y decidir como una persona adulta si lo apoya o lo rechaza), de una manera tan brillante las objeciones partidistas de los concejales, invocando esos mismos derechos, leyes y principios, que deben pasar a la segunda parte del mecanismo de presión y extorsión, que no es otra que el soborno. Tras años de solicitar un ala nueva para el edificio, ya escaso de espacio y sin un lugar adecuado para los lectores infantiles, Alicia es tentada con la concesión del crédito necesario para las obras a cambio de que el libro sea retirado. Naturalmente, sus principios democráticos y la cultura que ha adquirido a lo largo de los años le impiden aceptar, aunque no a la primera (Alicia Hull es un ser humano, no una superheroína, y Taradash no evita presentar sus debilidades y contradicciones, o incluso el efecto de los perjuicios que su terquedad, por democrática que sea, le ocasiona). Continuar leyendo «Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)»

Misterio gótico-castizo: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)

Qué grande es el cine español - La torre de los siete jorobados - RTVE.es

Nacido el día de los Inocentes de 1899, hijo de ingeniero inglés y de aristócrata española, condesa de Berlanga de Duero para más señas, Edgar Neville es una de las personalidades más fascinantes de la cultura española del siglo XX, tales fueron la multiplicidad y diversidad de sus intereses y actividades, lo prolífico de su obra literaria y cinematográfica, la amplitud de temas y géneros por él explorados y la variedad de vivencias curiosas y de momentos compartidos con figuras relevantes que jalonan su biografía. De frágil salud –de niño alternaba su infancia madrileña con breves estancias en sanatorios suizos; más adelante, en 1921, una enfermedad le obligó a poner fin a su corta etapa de tres meses como corresponsal en la guerra de Marruecos para el diario La Época–, realizó sus estudios en el célebre Colegio del Pilar y, tras unos tímidos inicios como novelista y dramaturgo, ingresó en la carrera de Derecho. Era un Madrid todavía provinciano que Neville siempre representará con nostalgia en sus obras, en el que abundaban las salas de variedades y las tertulias de los cafés, y fue precisamente en el Café Pombo donde Neville trabó amistad con Ramón Gómez de la Serna y conoció a López Rubio, Tono y Jardiel Poncela –con los que años después iba a compartir experiencias hollywoodienses–, al joven poeta García Lorca –con el que mantendría una estrecha relación tras su asistencia al concurso de cante jondo organizado en Granada por Manuel de Falla en 1922–, al pintor Gutiérrez Solana y al filósofo Ortega y Gasset, amigo íntimo por más de treinta años. También se relacionó asiduamente con Valle-Inclán, Azaña, Pérez de Ayala, los Baroja y Carlos Arniches, con Buñuel, Dalí, Alberti, Max Aub y Pepín Bello.

El escritor Emilio Carrere (1881-1947) gozaba entonces de enorme popularidad. Se inició como poeta modernista y actor aficionado antes de empezar a publicar en las más importantes revistas de su tiempo sus relatos fantásticos y de aventuras de terror y policíacas situados en atmósferas tenebristas y macabras, repletos de humor negro, con tintes surrealistas (años antes del famoso Manifiesto de Breton) y de absurdo, surgidos con clara vocación comercial de entretenimiento popular (La calavera de Atahualpa, La casa de la cruz, La leyenda de San Plácido, Los ojos de la diablesa…). Además de su acentuado sentido de la ironía, otro de los más importantes rasgos estilísticos de Carrere como autor coincide con uno de los máximos intereses de la carrera artística de Edgar Neville, el reflejo del clima popular, del casticismo, el folclore y las costumbres locales de toda España, en particular de su Madrid natal, de modo que no era impensable que los caminos de uno y otro se cruzaran tarde o temprano.

La torre de los siete jorobados se publicó en 1924 gracias a Juan Palomeque, editor de la revista La Novela Corta, y fue un éxito instantáneo a pesar de su accidentada confección y de su naturaleza híbrida, mezcla de una obra previa de Carrere, Un crimen inverosímil, ya publicada en la misma revista en 1922, y de un puñado de escritos inconclusos, textos deslavazados y notas sueltas puestos en orden, completados y cohesionados por la pluma del negro literario Jesús Aragón, autor contratado por Palomeque para darle alguna salida al manuscrito, supuestamente inédito, que el bohemio y caótico Carrere le había endilgado para cumplir de un plumazo y sin demasiados esfuerzos con las continuas exigencias del editor ante la absorbente demanda de su obra por parte de los lectores y el consiguiente buen negocio.

En noviembre 1944, Edgar Neville, ya reconocido poeta, dramaturgo, novelista y cineasta, miembro, además, del Cuerpo Diplomático, estrenó su adaptación cinematográfica. Tras haberse codeado en Hollywood con Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Henry d’Abbadie d’Arrast, Greta Garbo, John Gilbert, Loretta Young, Joan Crawford, William Randolph Hearst, Marion Davies, Samuel Goldwyn o Max Schenk, había regresado a España e iniciado una importante y rentable carrera como director de películas, casi a título por año, cada uno más taquillero que el anterior. Pese a su originalidad al encarar ciertos temas infrecuentes en el cine español de entonces (fantásticos –El malvado Carabel–, policíacos –Domingo de carnaval, El crimen de la calle Bordadores–), el estilo cinematográfico de Neville, alejado de experimentaciones técnicas y de influencias vanguardistas, es eminentemente comercial, centrado en sencillas tramas aderezadas con elementos románticos y de humor blanco y el comentado casticismo popular, tendentes al final feliz, en el que lo más destacable es el uso fluido de la cámara, el desarrollo de los guiones y los apuntes de ironía y sarcasmo. En esta ocasión, sin embargo, no obtuvo el favor del público, y la película cayó en el olvido durante décadas incluso para el propio autor, que raramente se refirió a ella en sus escritos y entrevistas. Continuar leyendo «Misterio gótico-castizo: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)»