¿Qué cineasta, aparte de Luis Buñuel, puede ser capaz de hacer una comedia acerca de un anacoreta cuyo único escenario es una columna solitaria en medio de un desierto? Ante la negativa de Buñuel a terminarla después de que la película fuera llevada al Festival de Venecia en su versión inicial de apenas cuarenta y dos minutos (por falta de presupuesto, lo que no impidió que cosechara cinco premios pero provocó de todos modos la salida de Buñuel del cine mexicano y su retorno definitivo a Francia), todos los directores tanteados por el productor Gustavo Alatriste para rodar un mediometraje de cuarenta y cinco minutos que sirviera de continuación y facilitara su distribución comercial -François Truffaut, Glauber Rocha, Marco Bellocchio, Michelangelo Antonioni, John Huston, Stanley Kubrick, Elia Kazan, Jercy Kawalerowicz, Vittorio De Sica, Orson Welles o Federico Fellini (el único al que Buñuel veía apropiado)- rechazaron el proyecto, aunque, retrasado su estreno, la película se exhibiera finalmente en muchos lugares junto a Una historia inmortal (Histoire immortelle, Orson Welles, 1968).
En todo caso, humor y teología, combinación explosiva para un mediometraje absolutamente imprescindible, burdo técnicamente a causa de la falta de medios (a pesar de contar en la fotografía con el gran Gabriel Figueroa) pero de una lucidez, profundidad y socarronería incomparables, coescrito por Buñuel junto al también aragonés Julio Alejandro. Ese grupo de monjes que se desconciertan al no saber si deben gritar «¡Viva Jesucristo!» o «¡Muera Jesucristo!» es una de las claves más «somardonas» del riquísimo y complejísimo universo del cineasta de Calanda.
Uno de los muchos atractivos de esta cinta bélica con toques de comedia (además de un buen puñado de secuencias de acción, del amplio y estupendo reparto, de la excelente fotografía de Gabriel Figueroa, de la música de Lalo Schifrin, de los cabreos del general…) es el choque de actitudes y caracteres de Oddball (Donald Sutherland), oficial al mando de un carro de combate Sherman norteamericano, y su segundo a de a bordo, Moriarty (Gavin MacLeod). Ellos ponen algunos de los más celebrados instantes de comedia de este clásico de aventuras bélicas durante la Segunda Guerra Mundial, con mucha más miga de la que parece.
Para dar vida a la criatura de La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1957) se echó mano de dos actores: Ben Chapman, veterano de la guerra de Corea herido en las piernas, de metro noventa y ocho de altura y que debía contonear el tronco para disimular su cojera, era el idóneo para encarnar al monstruo en tierra firme, ayudado por un lastre de cinco kilos en cada pierna. Bajo el agua, en cambio, era Ricou Browning quien se enfundaba el traje de escamas. Este, una malla sobre la que se adherían las placas escamosas, tenía una perilla de goma conectada a un tubo que permitía insulflar aire para que se movieran las falsas branquias. Colocárselo costaba unas tres horas.
Se cuenta que el origen de la historia está en una leyenda que el productor William Alland escuchó de boca del célebre director de fotografía mexicano Gabriel Figueroa: en algún lugar perdido del Amazonas habitaba una siniestra criatura acuática a la que las tribus de la zona sacrificaban cada año una doncella para lograr así que les dejara vivir en paz. Fantasías aparte, lo que sí es seguro que fueron los muslos de Julie Adams en su bañador blanco los primeros que la censura franquista permitió que se vieran en las pantallas españolas.
El gran Ennio Morricone pensó más en las mulas que en la mujer para componer el tema principal de Dos mulas y una mujer (Two mules for sister Sara, Don Siegel, 1970), en el que Clint Eastwood trasplanta a Hollywood su personaje de antihéroe desaseado, lacónico y fumador de sus westerns con Sergio Leone, y Shirley MacLaine le da oportunamente la réplica como monja desvalida en tierras mexicanas durante la ocupación de las tropas francesas de Napoleón III y la rebelión de los juaristas.
El 15 de octubre millones de blogs en todo el mundo celebran el Blog Action Day, con el cual se pretende que gentes de todo el planeta utilicen sus bitácoras como altavoces para reclamar atención y soluciones sobre algunos de los múltiples y acuciantes problemas que acechan a la mayor parte, a la gran mayoría a decir verdad, de la Humanidad. Si en la edición de 2007 el tema era el medio ambiente, en 2008 las miradas se dirigen a la erradicación de la pobreza.
Y nada mejor que rememorar ese monumento cinematográfico rodado por el maestro aragonés Luis Buñuel en México en 1950 llamado Los olvidados, película declarada Patrimonio de la Humanidad – Memoria del Mundo, obra maestra indiscutible sobre las cloacas de la sociedad capitalista, sobre su profunda hipocresía, su podredumbre intrínseca y de cómo la suerte de nacer en el lado amable o mísero de esa sociedad condiciona, no sólo nuestra vida, sino también nuestros valores, necesidades, varas de medir, comportamientos, actitudes y grado de sociabilidad, nuestra capacidad de sentir rencor, odio o piedad, de asumir la violencia y la crueldad como hechos cotidianos a los que enfrentarse cada día, como azares de un combate por la subsistencia, síntomas de la lucha diaria por la supervivencia fuera de un sistema que mira para otro lado y que no sabe reconocer sus errores e intenta camuflar el producto de sus injusticias, sus crímenes diarios.
Porque mientras la democracia se mantenga dentro de los estrictos cánones del nacionalismo (es decir, derechos, bienes y desarrollo para quienes están dentro de mis fronteras -y a veces ni siquiera eso-, y no para los demás, a los cuales utilizo y exploto por las buenas o por las malas para mantener mi nivel de vida y mi sistema de «libertades») y supere ese artificio denominado fronteras políticas, económicas, étnicas, culturales, lingüísticas o sociológicas, es decir, mientras sigamos utilizando el nacionalismo como vehículo para maquillar nuestro racismo, no contra otras razas, etnias o religiones (pretextos, al que hay que añadir la idea de patria, siempre al servicio de la lucha continua del hombre por el control de los recursos, única verdad que hay tras cada guerra o cada lucha dialéctica entre ideologías), sino contra los (económicamente) pobres (dice el proverbio árabe, «al perro que tiene dinero se le llama Señor Perro»), sea cual sea su nacionalidad, etnia, raza o religión, la democracia, simplemente, no existe. Al igual que ocurre con ideologías ya fracasadas, la democracia sólo tiene sentido si es global, si es mundial, planetaria, si es completa y nos acoge a todos, en cualquier geografía, de cualquier condición.
Por ello, para superar este simulacro de democracia sobre el papel supeditada al dinero y a los valores sociales asociados a él (éxito y reconocimiento, ascenso y aceptación social) y llegar por fin a un estado de gobierno del pueblo que la Humanidad jamás ha podido disfrutar hasta la fecha, basta con cumplir una serie de mínimos fáciles de conseguir si se deja de gobernar para los consejos de administración y se empieza a gobernar para las personas. Si las gentes bien nacidas queremos que el sueño de Pedro deje de ser un sueño para miles de millones de seres humanos del planeta, si queremos que el final que Buñuel pensó para su obra maestra -Pedro víctima de una sociedad injusta que extermina a los excluidos sociales en un genocidio continuo desde la invención del dinero y con sus cadáveres arrojados a los vertederos para servir de alimentos a los chacales- se convierta en el final alternativo que Buñuel filmó para sortear, en su caso, una censura mexicana que no quería ver sus vergüenzas expuestas al mundo entero (y no por ser vergüenzas mexicanas en ningún caso, sino vergüenzas compartidas por todos aquellos que se asocian a un sistema que necesita pisotear a dos tercios de la Humanidad para sostener el consumismo, la obesidad y los gastos superfluos del tercio de privilegiados), dejando que esa parte inmensamente mayoritaria del planeta se incorpore a la raza humana como miembros de pleno derecho, simplemente hay que cumplir una serie de mínimos innegables por cualquier persona que se atribuya la condición de ser humano: acceso a los alimentos, acceso a una educación y escolarización primaria y a la cultura, acceso a atención sanitaria y clínica, posibilidad de desarrollo profesional y social, derecho a la democracia, a la paz y a la supeditación de cualquier otro criterio a la conservación de una vida digna como primer objetivo de cualquier gobierno.
Aunque dejaremos el comentario amplio y minucioso que la película merece para más adelante, valgan las dos escenas mencionadas como ilustración de un futuro deseable, de que esa frase tan manida otro mundo es posible, no es un eslógan para colocar en una valla publicitaria, sino una realidad que todos necesitamos para subsistir. La Humanidad sólo se salvará por entero, no compartimentada, dividida, categorizada, los elegidos por un lado y los olvidados por otro. Por el destierro de toda forma política de gobierno, de todo partido político, de toda ideología o sistema que no asuma como primer mandamiento la consecución de esa democracia global, de una justicia social para todos, y ya que la democracia liberal sólo nos concede la ficción del voto como instrumento para hacernos sentir miembros de un sistema que dice tenernos en cuenta, utilicémoslo siempre que tengamos ocasión en el único sentido que es útil. Cuando votemos, sencillamente, hagámoslo como lo harían las personas.