La mala salud de hierro del western: Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, David Miller, 1962)

Lonely are the Brave: Dalton Trumbo y el origen de Rambo - Espectador  Errante

1962 era, en apariencia, el año del enterramiento definitivo del western, ese género consustancial al nacimiento de Hollywood que, casi siempre en precario y como complemento de serie B hasta que fuera sublimado por John Ford a finales de los años treinta, gozó de una inconmensurable edad de oro hasta comienzos de los sesenta, cuando parecía ya totalmente agotado y exprimido, demasiado prisionero de las limitaciones de sus tópicos y sus clichés, sin un horizonte posible de renovación. Aquel año, no solo John Ford estrenó la película-testamento del género, El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), que retrataba la muerte de una época, la de las praderas abiertas, la de la ley del más fuerte, la de la accidentada, laboriosa y violenta construcción de la nación hacia el Pacífico y su sustitución por la civilización urbana de la ley, la política, la prosperidad comercial y la explotación organizada de los recursos naturales, sino que un casi debutante Sam Peckinpah (su primera película, también un western, la filmó el año anterior) estrenaba su primera obra maestra dentro de los mismos cánones crepusculares, Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962), reflejando en el mismo tono elegíaco del maestro Ford la desaparición de esos hombres duros de la frontera, del mundo que los vio nacer y morir, súbitamente desprovistos de su papel en la sociedad, sin tiempo ni sitio. La tercera película que venía a expedir el certificado de defunción de las películas del Oeste es este magnífico western contemporáneo dirigido por David Miller y escrito por Dalton Trumbo a partir de la novela de Edward Abbey, en la que el último cowboy se da de bruces con la realidad norteamericana de los años cincuenta del siglo XX como si de un Quijote wellesiano se tratara.

El escenario es una ciudad de Nuevo México bautizada significativamente como Duke (el famoso apodo de John Wayne, uno de los pilares interpretativos del género), a la que llega, por supuesto cabalgando, Jack Burns (Kirk Douglas), el último superviviente de una concepción romántica del Oeste, del amor por las praderas interminables y los grandes horizontes a través de los que cabalgar libre y errante. Sus intenciones parecen tan desfasadas como él. Sabedor de que su amigo Paul Bondi (Michael Kane) ha sido procesado y condenado a dos años por acoger y ayudar a unos inmigrantes mexicanos ilegales, se propone nada menos que aplicar una solución también más propia del siglo anterior: liberarlo de la cárcel local antes de que lo trasladen a la prisión estatal. Con este fin visita a la esposa de Paul, Jerry (Gena Rowlands), por la que «compitieron» en el pasado, siempre dentro de los márgenes de la lealtad y fidelidad entre buenos amigos, y cuyo compromiso final con Paul apartó a este de la vida aventurera y amante de la libertad que Jack todavía mantiene. A pesar de que Jerry intenta disuadir a Jack de que cometa tamaño despropósito, este provoca una pelea en un bar cercano para obligar a la policía a que lo detenga y lo introduzca en el mismo calabozo que Paul, y así arreglar la fuga de ambos. Allí descubre que no es el único que vive en el siglo cambiado. Uno de los guardias (George Kennedy) gusta de aplicar los métodos brutales y violentos de algunos supuestos defensores de la ley del siglo anterior… Paul conserva la sensatez, mientras que Jack logra huir. En este punto empieza el segundo bloque de la película: la persecución. El sheriff Morey Johnson (Walter Mathau) reúne un dispositivo de hombres y medios (vehículos todo terreno, incluso un helicóptero) para perseguir a Jack a través de las praderas en su huida hacia México. Unas millas de terreno agreste y accidentado que culminan en la cumbre montañosa que separa ambos lados de la frontera, y tras la cual Jack se pondrá a salvo de la ley. Paralelamente, la película ofrece pequeños apuntes del viaje de Hinton (Carroll O’Connor), un camionero que transporta sanitarios W. C. (detalle no menos significativo que la elección del nombre del pueblo) por una carretera que discurre próxima a la frontera, y cuyo encuentro con Jack resultará tan crucial como fatal, hasta hacer esa muerte del western algo literal.

La película vuelve al pasado al tiempo que proyecta el presente hacia el futuro. En una huida clásica del western, Jack enfrenta la situación con ingenio y audacia hasta el momento en que se ve acorralado y atacado y encuentra la violencia como única salida. Por el contrario, el sheriff le persigue con medios e intenciones propios de su tiempo, hasta que la deriva de Jack no le deja otra opción que aceptar su código y tratar la violencia con la violencia. El símbolo es la larga escalada hacia la cima tras la cual se encuentra el descenso a la frontera salvadora; la larga cabalgada pendiente arriba mientras se ve acosado por hombres, perros, vehículos y helicópteros coloca a Jack en una dura encrucijada: con la salvación a un paso, debe decidir entre abandonar su caballo, el símbolo de la vida que ama y que defiende, y marchar a pie por un camino sencillo directo a la libertad y a la búsqueda de una nueva vida en México, lejos de las praderas que son su sustento espiritual, o bien no separarse de él y transitar por unas rampas arriesgadas y difíciles que le hagan viajar más lento e inseguro, y más al alcance de sus captores. La simpatía que siente por él el sheriff Johnson no impide que le persiga implacablemente y hasta las últimas consecuencias en la noche desapacible y de lluvias torrenciales que acaba desencadenando la tragedia final. Encadenado a un destino del que no puede desprenderse y que, como el propio western, no es otro que el verse desplazado por el cambio en las formas de vida y, sobre todo, en las mentes de sus semejantes, Jack cabalga libre más allá del último crepúsculo hacia una conclusión inevitable.

Esta conclusión termina, no obstante, siendo privativa de Jack Burns, porque solo un año después, en Europa, particularmente en Italia y España, se fraguaba la más inesperada de las resurrecciones, de la mano de directores como José Luis Borau, Mario Caiano o, sobre todo, Sergio Leone, que no solo iba a insuflar nuevos temas, prismas, formas y horizontes al western, sino que iba a influir a toda una serie de directores norteamericanos, anteriores y posteriores a él (Howard Hawks, Richard Brooks, Sam Peckinpah, Clint Eastwood, el propio David Miller…), para lograr la pervivencia de un género que ya no volvió a ser solo consustancial a Hollywood, sino que se hizo universal, y que produjo nuevos hitos imprescindibles que terminaron por convertirlo en inmortal.

 

The show must go on: Noche de estreno (Opening night, John Cassavetes, 1977)

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Pedro Almodóvar utilizó al comienzo de Todo sobre mi madre (1999) la premisa inicial de esta obra mayor de John Cassavetes: a la salida de un teatro, una de las más fieles seguidoras de la gran actriz Myrtle Gordon (excepcional Gena Rowlands, premiada en Berlín por su interpretación), que se suma al grupo de decenas de personas agolpadas bajo la lluvia a la caza de autógrafos y fotos, es mortalmente atropellada. Este desgraciado hecho fortuito marca profundamente a la actriz, una mujer que vive intensamente la profesión, que se mete hasta la médula en la psicología de sus personajes, lo cual destapa una crisis personal en la que la vida privada y el presente y el futuro en el oficio se confunden en una encrucijada de difícil salida. El papel que interpreta en la obra que tiene en cartel, el de una mujer que se rebela ante las consecuencias del paso del tiempo, viene a agravar su delicado equilibrio emocional y el estado de sus relaciones con los responsables de la obra y sus compañeros de reparto. Este sobrevenido caos vital se traslada a su manera de entender la profesión, a su relación con el texto que interpreta y, finalmente, a su actitud, tanto sobre las tablas del teatro donde ensaya y representa su papel en la gira de provincias previa al desembarco en Broadway, como en su propia vida personal.

Noche de estreno es, además, tal vez ante todo, un sentido homenaje al teatro y al papel capital que la ficción ocupa en nuestras vidas. Magníficamente interpretada, la gran virtud de Cassavetes, que escribe, produce y dirige el filme, además de reservarse uno de los principales papeles, está en relatar una historia de trasfondo puramente teatral con mecanismos narrativos exclusivamente cinematográficos, en los que prima la mirada, la imagen, sobre el texto. Como es costumbre en su cine, su marca de fábrica, las secuencias transitan entre una elaborada construcción visual, aparentemente azarosa o casual, a menudo con cámara en mano y personajes fuera de cuadro, y un contenido que, delimitado en líneas generales en el argumento esbozado en el guion, es rellenado, construido, «escrito» sobre la marcha por los intérpretes sobre la base de la improvisación y de la interacción dramática entre ellos. Ben Gazzara y el propio Cassavetes son los contrapuntos masculinos al protagonismo central de Rowlands, mientras que dos viejas glorias del Hollywood en blanco y negro, Joan Blondell y Paul Stewart, en excelentes interpretaciones, completan con breves pero sustanciosos papeles las relaciones a varias bandas que se producen entre los distintos agentes que intervienen en la puesta en pie de una producción teatral con pretensiones (autora, productor, director y reparto). Con todo, es Gena Rowlands la que ofrece un auténtico recital, primero como célebre actriz de carácter que se convierte súbitamente en una criatura frágil y vulnerable, y más adelante, en el tramo final, en su magistral labor de reconstrucción, en especial, en la larga secuencia final, la del estreno, uno de los más importantes retratos del Ave Fénix que ha dado el cine, en el que Myrtle recupera, a través de su personaje, la integridad y la fuerza, el verdadero carácter que ha hecho de ella una de las más reconocidas actrices de las tablas estadounidenses. Por otro lado, las secuencias que comparte con su pareja, Cassavetes (o con otros miembros de su familia, como su hermano David o su suegra, Katherine), destilan una química especial, pero, en particular aquellas de gran tensión, denotan una capacidad interpretativa superior, conmueven al tiempo que sorprenden por el grado de tensión emocional que alcanzan y dan una idea de la complejidad y la gran labor de introspección personal o, en este caso, de pareja, que puede conllevar el trabajo del actor. Continuar leyendo «The show must go on: Noche de estreno (Opening night, John Cassavetes, 1977)»

La tienda de los horrores – El diario de Noa

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Es cierto, quien escribe no tiene más remedio que confesarlo: uno, que, como en todo lo demás, cuando ama, ama en exceso (lo que vulgarmente se llama «hasta las trancas»), no es en cambio de puertas para fuera un tipo especialmente romántico. Al menos no hasta que se pone (o se ponía) a ello con algo de esfuerzo. Quizá, a lo Bogart (ya quisiera uno ser como Bogart… en eso), tras su espíritu cenizo, su sarcasmo sin descanso y su cinismo abierto las veinticuatro horas, se oculta un sentimental (como le decía Claude Rains en Casablanca). Pero romántico, en términos almibarados, lo que comúnmente conocemos como «moñas», lo que se dice romántico, uno no es. Así que volvemos a ir contracorriente en esta sección al recoger la apología de la moñez que supone El diario de Noa, azucaradas dos horas de mermelada de grosella dirigidas por Nick Cassavetes (ilustre apellido mancillado en esta ocasión) en 2004 y que para un amplio espectro de público se ha colocado junto a Ghost o Dirty Dancing (puaj, me crujen los dedos al escribir este título) como una de las referencias habituales a la hora de rescatar algún producto digno dentro de ese endemoniado género de pastiches sentimentaloides que ha dado en llamarse «comedia romántica» y que tantos pestiños incluye, entre los cuales, para este enfant terrible de la cosa del cuore, figura ésta en un puesto de honor.

Vaya por delante que se trata de una película no especialmente mal filmada sino que, al contrario, como toda cinta a caballo entre épocas distintas, supone un notable esfuerzo de producción y ambientación, sobre todo a la hora de componer los distintos escenarios que contiene la historia, desde un pueblecito de los años treinta y cuarenta hasta las breves escenas que tienen la guerra como marco, en la que Cassavetes no se mueve mal, consiguiendo una factura visual y técnica sin alardes pero eficaz. El problema, como tantas veces, no es la forma, sino el fondo, empezando por la previsibilidad del guión. Construida como una acumulación de flashbacks o una retrospectiva fragmentada, la película usurpa en buena parte la estética y la atmósfera del cine mal llamado independiente para contarnos una historia a partir del relato que Duke (James Garner), un anciano que vive en una residencia, lee continuamente y siempre que hay ocasión a Allie (Gena Rowlands), otra residente que arrastra acuciantes problemas de memoria. La historia, claro, trata de dos jóvenes que se conocen durante los años treinta y que viven un amor que es la pera: Noah (Ryan Gosling, otro actor de una sola cara) y, atención, Allie Hamilton (Rachel McAdams). Los mocetes se encuentran en un verano en Carolina del Norte y se encandilan a pesar de que son de extracciones sociales muy opuestas, ella de familia bien y él hijo de un peón (Sam Sephard). Y, cómo no, la cosa empieza con azúcar: el chico se queda tan prendado de la chica que, habiendo subido ésta a la noria de una feria con otro mozo, el joven Noah trepa hasta arriba y amenaza con arrojarse desde lo alto si ella no acepta salir con él. La chica lo toma por un lunático pero, en el fondo halagada y empezando a segregar sustancias corporales varias, por supuesto, acepta.

Desde ese momento, salpicada por continuas vueltas a la residencia en la que la pareja de ancianos comenta la historia, la narración se construye sobre todos los tópicos habidos y por haber sobre lo cursi, tanto en los diálogos como en las situaciones, para mostrarnos el gran amor que viven estos muchachotes: comparten algodón de azúcar, pasean de la mano, contemplan puestas de sol en el campo y, tras haberse mojado con un repentino chaparrón veraniego en mitad del campo se dedican a fornicar, de modo muy romántico, eso sí, en una habitación iluminada con velas de la que el día de mañana ha de ser la casa de sus sueños… Pero claro, los papás de la nena, como el chaval no tiene dónde caerse muerto, lo toman como algo pasajero y no aceptan que, cuando la cosa se pone chunga y la niñata pijotera consentida se empeña en continuar con su novio, su hija se comprometa con semejante mangurrián. Así que, de manera igualmente tópica, la cosa deriva en el drama de un amor imposible por oposición paterna, correo postal inteceptado y Segunda Guerra Mundial incluidos, y en cómo los chicos se separan para reencontrarse años después, cuando él es un tipo de éxito y ella está comprometida con otro (otro tópico), un hijo de papá forrado y de futuro económico asegurado. El drama oscila pues entre ese amor renacido y las comodidades materiales de un matrimonio económicamente próspero entre gente guapa (más tópicos, es la guerra…), y claro, el triunfo del amor es inevitable: no hace falta ser un hacha para que, a través de la coincidencia de nombres mal disimulada averigüemos quién es la pareja de ancianos de la residencia y por qué él le cuenta a ella una vez tras otra la historia.

Además de esta sorpresa que de tan telegrafiada resulta de lo más previsible, es precisamente la tremenda cursilería la que arruina el ingenio que todo esto pudiera tener, sobre todo el juego entre los ancianos desmemoriados y su interés en una historia que presuntamente trata de dos jóvenes desconocidos (y, con perdón, un poco gilipollas). Bien contada pero sin mordiente, sin garra, fuerza ni pasión, la película no deja de ser un drama ajeno en el que el espectador entrará o no según su propio grado de azucaramiento, en el que cuesta encontrar humor, ironía, inteligencia, brillantez en los diálogos u originalidad en las situaciones y en la que sobran clichés y pasteleo. Tanta glucosa se atraganta tanto que uno casi llega a desear que tanto amor se vaya por el sumidero, y el único condimento que podría salvar este monumento al tedio gelatinado, la mala baba, brilla por su ausencia. Será que uno no es un romántico o que la vida no le ha dejado serlo…

Acusados: todos
Atenuantes: la dirección artística
Agravantes: azúcar, mermelada, miel, gelatina, merengue y todos los dulces que el lector sea capaz de imaginar
Sentencia: culpables
Condena: supositorios de sal a tutiplén

Cortometraje: Faubourg – Saint Denis

Película de Tom Tykwer que forma parte del macroproyecto Paris, Je t’aime, homenaje a la ciudad de la luz por parte del cine que consiste en minipelículas encadenadas de apenas unos minutos, dirigidas por cineastas de todo el mundo: Olivier Assayas, Frédéric Auburtin, Gérard Depardieu, Gurinder Chadha, Sylvain Chomet, Joel Coen, Ethan Coen, Isabel Coixet, Wes Craven, Alfonso Cuarón, Christopher Doyle, Richard LaGravenese, Vincenzo Natali, Alexander Payne, Bruno Podalydès, Walter Salles, Daniela Thomas, Oliver Schmitz, Nobuhiro Suwa, Tom Tykwer y Gus Van Sant, y con una extensa y variopinta nómina de intérpretes: Natalie Portman, Fanny Ardant, Elijah Wood, Nick Nolte, Juliette Binoche, Willem Dafoe, Bob Hoskins, Gena Rowlands, Ben Gazzara, Gérard Depardieu, Steve Buscemi, Rufus Sewell, Emily Mortimer, Maggie Gyllenhaal, Leonor Watling, Miranda Richardson, Sergio Castellito Juliette Binoche, Sergio Castellitto, Olga Kurylenko, Li Xin, Javier Cámara, Margo Martindale, Yolande Moreau, Catalina Sandino Moreno, Ludivine Sagnier, Barbet Schroeder, Gaspard Ulliel… (duración: 7 minutos, aproximadamente).

Cortometraje – ‘Roma’, fragmento de ‘Noche en La Tierra’, de Jim Jarmusch

Noche en La Tierra (1991) es otra de esas historias corales del gran cineasta Jim Jarmusch. Esta vez, con un elenco de actores que incluye a Winona Ryder, Giancarlo Esposito, Gena Rowlands, Armin Mueller-Stahl, Rosie Pérez, Roberto Benigni, Béatrice Dalle, Matti Pellonpaa o Isaach De Bankole se centra en contarnos qué ocurre en la noche de cinco ciudades del mundo, Los Ángeles, Nueva York, París, Roma y Helsinki, vistas desde el interior de un taxi.

Nos quedamos con el fragmento de Roma, original en italiano con subtítulos en francés (duración total aproximada, unos 25 minutos).