George Sanders en Zaragoza

Hace unas semanas se cumplieron 50 años del suicidio de George Sanders en un hotel de Castelldefels. De su nota de despedida hay distintas versiones o traducciones, como se contaba en mi novela Cartago Cinema: «Querido mundo: He vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura, y vuestra mierda fertilizante. O, según otra versión (ni siquiera hay acuerdo en este mundo de hoy a la hora de certificar las últimas palabras de un cristiano pasaportado, aunque –y esto es lo más grave– las haya consignado por escrito, una diferencia de traducción e interpretación solo explicable en caso de que el sujeto en cuestión se hubiera dedicado en vida al ejercicio de la medicina y hubiera anotado el postrero mensaje en una receta): Querido mundo: me marcho porque estoy aburrido. Os dejo con vuestras preocupaciones en esta dulce letrina. Buena suerte«.

En su autobiografía, Memorias de un sinvergüenza profesional, hasta ahora no traducidas al español, suelta perlas como las que siguen:

“En pantalla soy usualmente un cínico de modales exquisitos, cruel con las mujeres e inmune a sus insinuaciones y caprichos. Esa es mi máscara, y me ha servido bien durante 25 años. Pero en realidad soy un sentimental, sobre todo en lo que respecta a mí mismo; siempre al borde de las lágrimas por las emociones más ridículas e invariablemente víctima de la inhumanidad que despliegan a veces las mujeres con los hombres. Es comprensible que haya adoptado esta máscara para proteger mi naturaleza ultrasensible. Y por fortuna no solo me ha protegido sino que me ha dado de comer. Si te cuento todo esto es para que entiendas que aunque en el cine soy invariablemente un hijo de perra, en la vida real soy un chico encantador”.

O, en clave mucho más controvertida:

“Las mujeres son como las enfermedades infecciosas. Una recaída es siempre de enorme gravedad. Mi boda con la enloquecida bruja de Zsa Zsa fue un craso error. Me avergüenza decirlo, porque no se debe golpear a las mujeres, pero yo sí lo hice. En defensa propia, claro está…”.

A pesar de lo cual, la aludida no lo juzgaba con demasiada severidad:

“George fue para mí un hermano, un hijo, un amante, incluso un abuelo. Era irritante y encantador. Inteligente y educado. Un canalla y un caballero. Un hombre que sabía cómo tratar a las mujeres, y cómo torturarlas. Un príncipe desdeñoso, indiferente, remoto y elegantemente despectivo”.

En su libro de memorias, George Sanders habla también con profusión del rodaje en España de Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959), en particular del paso del equipo de la película por Zaragoza y por el hoy barrio de Valdespartera, trazado con calles cuyos nombres responden a títulos de películas, empezando por esta. Al menos, a diferencia de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), Sanders no menciona en referencia a Zaragoza ningún exotismo climático absurdo del tipo «estación de las lluvias», aunque sí habla de una especie de «venganza de Moctezuma» maña cuya generalización parece dudosa:

«Mi estancia en Londres estaba terminando. Ya era septiembre, y el día 15 del mes -el día en que debía comenzar a rodar Salomón y la Reina de Saba en España- se me venía encima, y me llevaron a Madrid y de ahí a Zaragoza, donde me ‘depositaron’ en el Gran Hotel y me acomodaron en una habitación agradable aunque pequeña cuyo cuarto de baño -el punto focal de mi interés- mostraba para mí el enorme e inmediato alivio de un inodoro de eficiencia ejemplar.

El lugar donde íbamos a rodar los exteriores de la película era el campamento militar español de Valdespartera, una vasta llanura abierta a unos quince minutos de camino de Zaragoza. Se decía que durante la guerra civil un total de 12.000 personas fueron asesinadas allí, supuestamente traídas de la ciudad y ametralladas después de serles incautados su dinero y sus propiedades. Los habitantes de Zaragoza todavía estaban resentidos por eso; en consecuencia, nos encontrábamos en una precaria situación, siendo que estábamos proponiendo pisotear lo que virtualmente se consideraba un camposanto.

Pero el campamento nos venía a la perfección, y era definitivamente la ubicación más cómoda y mejor organizada en la que jamás he estado. Los varios edificios militares que rodeaban la llanura fueron invadidos por la compañía y transformados en departamentos de maquillaje, vestuario, almacén y comedor. Este último no sólo era una sala amplia, cómoda, con blancas paredes encaladas, sino que la comida era sin ninguna duda la mejor jamás servida en el lugar, un hecho que pronto fue conocido en la ciudad, y consecuentemente, una invitación para comer en la cafetería se convirtió en un privilegio muy apreciado.

Las comidas eran de cuatro platos servidas con vinos y acabadas con brandy, y eran de una calidad inigualable en la historia filmográfica. Las escenas de batallas dieron empleo a un total de unos tres mil soldados españoles y requerían una organización suprema. Todos necesitaban ser provistos de lanzas, escudos, vestidos, carros, arcos y flechas, y comida. Cuando nos juntábamos de pleno en la batalla era una escena aterradora. Aunque sólo eran batallas ficticias, casi se las podía considerar reales, dada la cantidad de daños y víctimas que se registraron en el rodaje. No menos de doce caballos murieron e innumerables extras fueron llevados al hospital con tobillos rotos, clavículas rotas, o simplemente exhaustos y en shock. Se puede considerar un milagro que no muriera nadie, y en algunos momentos dudé seriamente que yo fuera a sobrevivir la experiencia.

No puedo decir que me comportara con nobleza en el campo de batalla. Mi espada era de goma, mi escudo de fibra de vidrio, mi armadura de ligero papel maché. Todo lo que tenía que hacer era mostrar una cara valiente, y no caerme del carro. Ambas cosas resultaban igualmente difíciles. Poner una cara valiente cuando uno está aterrorizado no es tarea fácil. Si me hubiera caído de espaldas del carro me hubieran pisoteado hasta matarme los caballos que tiraban del carro que nos seguía. Iban galopando a un ritmo de locos sobre un terreno arisco y sólo tenía una correa de cuero a la que disimuladamente sujetarme con la mano izquierda mientras agitaba la espada con la mano derecha. Cómo los protagonistas conseguían hacerlo en su día, con el peso de una auténtica armadura de metal, es algo que está más allá de los poderes de mi limitada imaginación. Tal era la situación que terminaba cada día con una colección de arañazos y moraduras simplemente de rozarme con los laterales y la parte delantera del carro, a pesar de que todas las superficies habían sido recubiertas con espuma de goma para brindarme la máxima protección posible.

Para añadir a mi malestar, por supuesto, sufrí de las molestias estomacales que afectan a la mayoría de los extranjeros que llegan a España, y ciertamente, todos aquellos que se aventuran cerca de Zaragoza, donde las aguas están permanentemente contaminadas.

Una combinación de absoluto terror y estómago revuelto, generalmente, no contribuye mucho a la clase de estado anímico que un actor necesita para representar un actitud heroica.

La explanada de Valdespartera estaba cubierta de polvo fino como la ceniza. Subía tras nuestras ruedas como una columna de humo.

Una de las tomas requería que los soldados de infantería cruzaran diagonalmente el camino de los carros que se acercaban. A causa del polvo que levantábamos no podían vernos muy bien, ni nosotros a ellos. Arrollamos a un hombre joven que no se dio cuenta de cuán cerca estábamos, y por lo tanto, no pudo apartarse a tiempo. Nuestros caballos lo golpearon con las pezuñas y nuestro carro terminó la faena. El conductor de mi carro ni siquiera lo vio, tan concentrado estaba en controlar a los asustados caballos en nuestro desenfreno. Me volví horrorizado y forcé mis ojos para ver a través de la polvareda que se levantaba a nuestro paso la figura inerte que habíamos dejado atrás. Oí la voz de un oficial español, gritándole que se levantara y corriera porque iba a fastidiar la toma. Era tan sólo un muchacho de unos diecinueve años, cumpliendo con lo que se suponía era su servicio militar, e hizo lo que pudo por cumplir la orden. Lo vi levantarse débilmente, dar unos pasos vacilantes, y caer del todo. Una ambulancia lo recogió poco después y se lo llevó al hospital. Dijeron que iba a salir bien de aquello, así que debía estar hecho de buen material.

La cooperación de las autoridades españolas, así como la buena voluntad de los hombres a exponerse al peligro y la dificultad fue auténticamente ejemplar. Si la producción se había alejado de Hollywood, se estaba viendo claramente por qué. La clase de escenas que rodamos en Zaragoza ya no se pueden rodar en Hollywood porque, aparte de la colosal diferencia en coste, los extras no estarían dispuestos a soportar la disciplina y la dureza presentes en las condiciones de rodaje. Era más fácil para ellos hacer cola para cobrar el paro.

El hombre que se quejó menos de las dificultades fue Tyrone Power, quien parecía estar disfrutando del mejor momento de su vida y dio ejemplo a todos con su actitud de fortaleza positiva.

Aún así, a pesar de toda su popularidad, la presencia de Tyrone en Zaragoza no causó el revuelo que provocó la llegada de Gina Lollobrigida.

Es costumbre en Zaragoza, como en todas las ciudades y pueblos de España, que toda la gente salga a dar una vuelta entre las siete y las nueve de la noche por el paseo principal. Es una idea muy práctica porque les da a los hombres la oportunidad de echarles el ojo a las muchachas sin que los asalte la idea de que en alguna cocina o ático recóndito se esconda una Cenicienta a la que nunca llegarán a conocer.

La tarde que llegaba Gina Lollobrigida hubo un cambio sin precedentes en esta costumbre ancestral. La ruta entera de mirones paseantes se dio cita en torno al Gran Hotel, que quedaba como a dos manzanas del paseo principal. La multitud nunca llegó a ver a Gina Lollobrigida excepto por un breve instante o dos mientras se apresuraba a salir del coche y entrar al hotel. El griterío que se escuchó fue ensordecedor. Resonó como la voz de cien mil leones hambrientos de mal humor, y me dieron ganas de esconderme bajo la colcha de la cama, castañeteando los dientes como un mono congelado.

A unas 12 millas de Zaragoza (16 km) hay una base de las Fuerzas Aéreas Americanas a la que fuimos invitados de vez en cuando por el comandante de la base, el coronel Preston, y donde dimos un concierto la noche del último sábado que estuvimos en Zaragoza.

Fue un concierto improvisado en el cual Tyrone fue la atracción principal del espectáculo. Leyó diez minutos un texto de Thomas Wolfe. Fue muy efectivo y después le persuadí de que memorizara el texto completo para que lo pudiera repetir en la base de Torrejón, cerca de Madrid. Efectivo fue, pero yo pensé que lo sería cien veces más si lo pudiera recitar sin el libro delante. Él estuvo de acuerdo, y se puso a memorizar el capítulo completo de la difícil prosa, no era tarea fácil. Era una cosa que jamás hubiera tenido yo las agallas de intentar. Tres días después apareció en la base en circunstancias un tanto diferentes a las que teníamos planeadas.

El concierto de Zaragoza fue un gran éxito no tanto por lo que hicimos sino por la atmósfera relajada que habíamos conseguido de antemano».

Batiburrillo de la guerra Fría: La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, John Huston, 1970)

The Kremlin Letter – film-authority.com

John Huston y Gladys Hill parten de una novela de espías de Noel Behn para crear un cóctel algo indigesto que bien pudiera servirse en el bar de un parque temático que tuviera como objeto recrear la Guerra Fría. Se toma un planteamiento próximo a las novelas y películas de James Bond: un agente norteamericano, Rone, «expulsado» de la Armada, es reclutado para una peligrosa misión dentro de la Unión Soviética, pero, además de recibir los pormenores de la encomienda y los gadgets que podrá utilizar para su desarrollo, antes debe, cual capítulo de Misión imposible, recorrer algunos lugares «paradisíacos» (México, San Francisco, Chicago…) para reclutar al equipo que debe trabajar con él tras el Telón de Acero (ninguno brilla especialmente por sus capacidades particulares, aparte de la experta en cajas fuertes (que resulta que a fin de cuentas no tiene que abrir ninguna…), salvo por lo que son, un proxeneta y entendido en drogas y adicciones de todo tipo, y un gay viejo verde). Se añaden unas gotas de John Le Carré, abandonando la espectacularidad y la acción de las historias de 007 para enfocar un relato más intimista, más preocupado por las emociones de los personajes y por los recovecos, apariencias, dobles juegos, traiciones y, finalmente, soledades, amarguras y decepciones de los espías implicados. Para darle cuerpo y amalgamarlo todo junto, se utiliza la fórmula de Alfred Hitchcock, el MacGuffin: la recuperación de un documento que, expedido irresponsablemente por el jefe máximo de una agencia de seguridad norteamericana, garantiza el apoyo de Estados Unidos a la Unión Soviética en cualquier operación que esta emprenda para neutralizar el programa nuclear chino (aparece un chino en la película, chivato y traficante de drogas, pero no se sabe cómo o por qué la carta termina en Pekín, o como dicen ahora los finolis y pijos idiomáticos, Beijing). Por último, el remate tomado de Graham Greene: uno de los misterios de la trama reside en el paradero de un antiguo agente, un mito llamado Sturdeman, cabeza de los espías de Occidente en el bloque comunista tras la Segunda Guerra Mundial, que todos dan por muerto pero sobre cuya desaparición planea la sombra de la duda y la incoherencia. Para camuflarlo todo y que parezca que lo que se cuenta tiene algún sentido, que los personajes están bien construidos, que la trama posee fluidez y consistencia, se añade el ingrediente maestro, el toque definitivo, un reparto de campanillas que haga que todo parezca más y mejor de lo que es: Richard Boone, Patrick O’Neal, Bibi Andersson, Max von Sydow, George Sanders, Orson Welles, Nigel Green, Dean Jagger, Lila Kedrova, Raf Vallone, Micheál MacLiammóir o el propio John Huston, entre otros.

Pero, a pesar de la macedonia de referencias, la película se construye a trozos, haciendo mejores algunas de sus partes separadas que el disparatado conjunto. Porque la labor fundamental, la localización del dirigente soviético que está en posesión de la carta y el pago de un soborno para su recuperación antes de que pueda hacerse pública y generar una crisis de imprevisibles consecuencias, se diluye en una considerablemente marciana espiral de maniobras e investigaciones absurdas, relatadas con todo lujo de detalles y una pomposidad supuestamente repleta de tensión, emoción y suspense que rara vez llega a algún sitio. En un primer momento, no queda claro cuáles son los graves hechos que se le imputan a Rone (Patrick O’Neal) para que el almirante que le comunica su expulsión de la Armada (John Huston) le eche semejante bronca. Tampoco se sabe qué agencia lo recluta, ni a quién sirven sus cabecillas (Dean Jagger y Richard Boone, con el cabello extrañamente teñido de rubio), los cuales parecen adjudicarle la misión pero que finalmente son los jefes del equipo que se desplaza a la Unión Soviética, quedando Rone, aparentemente imprescindible y cerebro del asunto, como simple secundario del montón. Los seudónimos de los agentes y del responsable de la agencia son más bien ridículos (Sweet Alice, «El salteador», etc.). No se sabe a qué viene la pelea de mujeres a la que Huston dedica tanta atención cuando Rone va a captar a The Whore (nombre muy significativo el del personaje de Nigel Green) a México; el ambiente gay de San Francisco en el que vive Warlock (George Sanders, presentado de manera impactante en su primera secuencia como travestido) es retratado de manera involuntariamente paródica (tanto como sucederá con el de Moscú más adelante en el metraje); el episodio de Chicago, cuando la chica experta en apertura de cajas fuertes (Barbara Parkins) debe sustituir a un padre ya acabado porque sufre de artritis en las manos (luego, repetimos, en ningún momento, ni la chica ni nadie, se verá en la tesitura de tener que abrir una caja fuerte), no tiene tres ni revés, pero además, cuando Rone debe «iniciarla» en el amor físico porque ella ha vivido siempre bajo el velo protector de su padre, no sabe lo que es el sexo y es posible que deba utilizarlo como herramienta en su labor de camuflaje, la historia alcanza cotas de imbecilidad realmente ofensivas para el espectador. Cosa que ocurre también cuando, para introducirse en la URSS y vivir en Moscú sin llamar la atención, no se les ocurre otra cosa que secuestrar a la familia del jefe del espionaje ruso en Estados Unidos, Protkin (Ronald Radd), y chantajearle para que este les ceda su vivienda moscovita del centro para utilizarlo como piso franco. Tampoco se entiende cómo infiltrándose en los ambientes de la prostitución, en el mundo gay y en el de los rateros y carteristas de Moscú van a localizar al alto cargo que posee la carta. No se sabe cómo ni por qué, si todos han entrado juntos en la URSS y comienzan a alojarse en el mismo piso, el de Protkin, al final terminan viviendo allí solo Ward (Boone) y Rone, mientras que los demás, sujetos a identidades falsas, deben buscarse el techo por su cuenta y volver al piso solo para comunicar el resultado de sus averiguaciones a «El gran mudo» (otro sobrenombre absurdo), un misterioso encapuchado (que no es otro que Rone, con el que han empezado su misión desde el principio y al que deben reconocer sin duda bajo la capucha), con el que deberán emplear una encriptada clave de chasquidos de dedos (en algún caso, hasta con guantes) antes de poder informar de viva voz. En el lado ruso, donde las luchas de poder entre agencias y sus responsables son tan encarnizadas como en la parte estadounidense, no se aclaran muy bien las implicaciones de la rivalidad entre Bresnavitch (Orson Welles) y el coronel Kosnov (Von Sydow) ni el papel de su esposa (Bibi Andersson), el contacto de Rone (que para ello se hace pasar por un prostituto georgiano…), en el asesinato del espía ruso, para el que también interpretó el papel de esposa, que llevó la carta desde Washington a Moscú y que pedía un millón de dólares para devolverla a los americanos.

La película es, por tanto, una confusa sucesión de sinsentidos y gratuidades contruida en forma de viñetas que, si bien por separado, en buena medida captan la atención de espectador a través de las puertas de intriga que abren a un desarrollo futuro (otras, sin embargo, como la pelea de las mexicanas, la del dormitorio entre Rone y la chica o la absurda pelea de Ward y Rone, que entre ellos se llaman, de forma bastante irritante, «sobrino» y «tío», respectivamente), no terminan de encajarse en un todo coherente y bien trabado. Solo la película engancha y parece coger tono y cuerpo cuando la misión es descubierta y sus miembros empiezan a ser perseguidos y capturados. Entonces cobra algo de vida, de tensión y de suspense, centrando el asunto en cómo los miembros del grupo lograrán escapar, si lo hacen, pero este prometedor giro se ven pronto arruinado cuando empiezan a ocurrir cosas fuera de cuadro que solo se cuentan de pasada en voz de alguno/s de los personajes, y también con la marcha de Ward a París, que no se sabe a qué viene, y su posterior regreso, momento en el que, por fin, se proporcionan todas las claves ocultas de los distintos misterios, de nuevo de oídas y confusa y desordenadamente, y que, a la postre, resultan no ser tan misteriosos, ni siquiera interesantes ni justificados.

En suma, se trata de una película poseedora de cierto brío narrativo, de una apariencia (presupuesto, puesta en escena, acción) que puede dar el pego, de una afmósfera general bien recreada y construida, que cuenta con algunas interpretaciones aceptables e incluso brillantes (Von Sydow, Welles, Boone, Kedrova…), con algunas secuencias de mérito (siempre y cuando se desconecten del resto del desarrollo dramático), bastante osada en sus continuas alusiones sexuales (no solo una espía en ciernes pide a uno más experimentado que la inicie sexualmente; no solo parte del argumento requiere aproximarse a los ambientes gays de San Francisco y de Moscú: el personaje de Bibi Andersson manifiesta un interés claro y apremiante por el sadomasoquismo, mientras que la hija de Protkin es secuestrada gracias a que es seducida por una agente americana, lo que incluye encuentros sexuales que son grabados clandestinamente y proyectados a su padre para lograr que les permita ocupar su piso moscovita) pero que falla estrepitosamente en la construcción del guion, en su coherencia y en la exposición clara, ordenada y coherente de la absurdamente retorcida trama, que termina siendo un guirigay estridente, caricaturesco, inverosímil e involuntariamente cómico, un absoluto desmadre no sujeto a ningún control dramático o narrativo que solo revela el profundo aburrimiento de John Huston por un proyecto que, a priori, con ese reparto, y producido por la 20th Century Fox, debía de haber sido, a todos los niveles, mucho más estimulante.

Pelea por un hombre: Pesadilla (The Strange Affair of Uncle Harry, Robert Siodmak, 1945)

LimerWrecks: September 2020

Dos cosas llaman la atención de este drama con tintes noir de Robert Siodmak, un director de entre los alemanes afincados en Hollywood y reputados como «artesanos» que atesora una producción durante los años cuarenta que ya querrían para sí muchos de sus contemporáneos, no digamos ya de los directores de hoy. En primer lugar, el título original, la referencia a un uncle Harry, tío Harry, que, sin embargo, carece de sobrino alguno. Y, por supuesto, la conclusión, un final muy atrevido para la época; tanto que el guion, adaptación de la novela de Thomas Job, quizá en el ansia de recular lo máximo posible ante la contingencia de que la película pudiera ser cortada o maltratada por la censura, incluso prohibida, deriva como mínimo en el desconcierto, tal vez en el absurdo o, probablemente, en una maniobra maestra del director que bordea todo obstáculo mediante una sugerencia onírica que salva cualquier eventual inconveniente letal.

La trama es, en apariencia, un simple drama de costumbres: los Quincey, una aristocrática familia de glorioso pasado venida a menos, vive apaciblemente en la tranquila ciudad de Corinth, en la que el principal negocio es su fábrica de textil, en la que Harry Quincey (George Sanders, más sensible y emocionalmente frágil que en su registro habitual) trabaja como ilustrador. Harry vive en la gran casona familiar con sus dos hermanas, la viuda Hester (Moyna MacGill) y Lettie (Geraldine Fitzgerald), una joven y bonita muchacha de salud delicada que casi siempre está encerrada en casa, tumbada o al cuidado de sus plantas, al cuidado de sus hermanos, y con una criada quejica y cotilla (Sara Allgood). El tiempo discurre tranquilo, rutinario, mortecino en sus vidas hasta que a la fábrica llega Deborah (Ella Raines), una neoyorquina enviada por la central de la empresa que finalmente se instala en la localidad. El contacto con Harry es cada vez más estrecho, esa cómoda y monótona vida provinciana empieza a verse alterada, mínima, casi imperceptiblemente, pero lo suficiente para que afloren una serie de sentimientos y traumas subterráneos que hacen que la convivencia familiar se tambalee, que la vida apacible pierda poco a poco su punto de equilibrio. Si por lo común es el antagonismo entre las hermanas, o entre Hester y la criada, las que colocan a Harry en un punto de mediación, a veces airado y molesto pero siempre paciente y calmado, otras desinteresado y otras francamente divertido, la aparición de Deborah ha despertado la especial inclinación de Lettie hacia su hermano, una atracción casi antinatural, de caracteres incestuosos, que se expresa en unos celos patológicos, en una total ansia de posesión, de conservación de lo que ha sido la familia hasta la llegada de esa mujer extraña y ajena, y, por consiguiente, de los deseos y maniobras de Lettie para torpedear la relación entre Harry y Deborah. Cuando estos anuncian su compromiso y las hermanas se ven en la obligación de mudarse y de buscar otra casa, Lettie pone en marcha su labor de zapa y sabotaje para impedir la mudanza, retrasar indefinidamente la boda, y lograr así el desgaste progresivo de la relación entre Harry y la mujer que se lo ha robado.

Mientras la posición de Lettie se va enconando, la película va perdiendo poco a poco su luminosidad inicial y se va volviendo más sombría, va adquiriendo la estética expresionista del cine negro, con una música más chirriante, con más escenas nocturnas y atmósferas enrarecidas, de tensión, de enfrentamiento continuo, con movimientos de cámara menos elegantes, con mayor número de planos y más cortes en el montaje. Porque, una vez que Lettie ve cumplido su objetivo, empiezan a ceñirse sobre Harry los nubarrones del desencanto. Un desencanto acumulado, puesto que ya renunció a sus aspiraciones artísticas como pintor en Nueva York para quedarse en Corinth y trabajar en esa anodina fábrica textil, solo para que a sus hermanas no les faltara de nada, y en particular para costear los tratamientos y las necesarias atenciones de Lettie. Ahora, en cambio, su adorada Lettie, la desagradecida Lettie, había intentado todo para sabotear su compromiso con Deborah… Aquí empieza otra película en la que el desencanto se ha convertido en resentimiento, en deseos de venganza. Pequeñas sugerencias, veladas alusiones, ciertas palabras y algunos diálogos de la primera mitad de la cinta adquieren aquí nueva dimensión de significado. Un perfil más oscuro e inquietante surge en Harry a la vez que la psicopatía obsesiva de Lettie por su hermano llega a la máxima eclosión, y estalla del todo cuando, en un brutal giro de los acontecimientos, Hester muere y Lettie es culpada de su envenenamiento, procesada, juzgada y condenada a muerte. Toda la relación de dependencias emocionales, de rencores y desamores personales entre Harry y Lettie culminan en un intercambio de venganzas promovidas por un odio total y absoluto, en el que Lettie, una vez más, se termina saliendo con la suya.

O tal vez no. Eso quiere hacernos creer la conclusión feliz, en la que Harry, solo en la gran casona, tras vaciar la botella de veneno, ve entrar de nuevo a Deborah por la puerta, reconstruyen su relación al instante, justo antes de celebrar la salud recobrada de Hester. Naturalmente, el espectador se queda inicialmente noqueado al volver a ver a Hester pero… ¿es un absurdo, o tal vez la ilusión que vive Harry en el momento crucial, trascendental, del triunfo final de Lettie, cuando ella logra definitivamente que él sea suyo para siempre?

Una película que transcurre por la pantanosa zona del incesto, de la dominación, de la insana atracción (de la castración, dirían los psicoanalistas) dentro de esa corriente «psicologista» que dominó cierto cine de Hollywood de la posguerra mundial, en la que Robert Siodmak fue uno de los máximos exponentes.

Música para una banda sonora vital: Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, Fritz Lang, 1955)

Grandiosa (una más) partitura de Miklós Rózsa para este clásico del cine de aventuras, con toques de gótico y cine de terror, dirigido por el maestro Fritz Lang en 1955.

Mis escenas favoritas: Esta tierra es mía (This Land is Mine, Jean Renoir, 1943)

Contundente, hermoso y emotivo momento de esta gran obra de Jean Renoir, dueño de una filmografía llena de ellas, que debe recuperarse tanto por su calidad como por la vigencia de su discurso, en un tiempo en el que vuelven a abundar los desmemoriados, los ignorantes y los perversos.

Un Brexit duro…: Jack, el destripador (The Lodger, John Brahm, 1944)

The Lodger | 1944 - YouTube

Dos son los grandes momentos de esta película de John Brahm, adaptación de una novela de Marie Belloc Lowndes, sobre el más famoso asesino en serie de la historia y toda una institución en los anales de la criminalidad británica, Jack el destripador. En primer lugar, su inicio, el deambular de la cámara por los neblinosos rincones del barrio londinense de White Chapel, laberinto de insalubres callejuelas, tugurios, tabernuchos, burdeles e infraviviendas para la clase trabajadora más desfavorecida del este de Londres de finales del siglo XIX en el que el tuvieron lugar los crímenes del célebre asesino. El ojo del espectador se desliza entre unos magníficos y decorados de estudio que reproducen con minuciosidad la imagen icónica de unos callejones sepultados por la niebla, de los arcos amenazadores, de sus peligrosas esquinas, de las siluetas de las capas y los sombreros de los agentes de policía, sombras recortadas contra la espesa y blancuzca niebla nocturna… En segundo término, la conclusión, la vertiginosa persecución entre las bambalinas del teatro, el acorralamiento del sospechoso y las aguas del Támesis como supremo juez del caso… Entre ambos puntos, poco o nada tiene que ver la historia de Brahm con lo que se sabe a ciencia cierta del caso del Destripador. Aunque se habla de asesinatos «de mujeres», sin especificar número o condición, y varios de ellos son aludidos (nunca mostrados) en pantalla o someramente descritos por algunos personajes, elementos como la misoginia, los traumas de la infancia o unos rasgos psicopáticos muy concretos (la atracción por las víctimas relacionadas, en el presente o en el pasado, con el teatro y las variedades) ocupan un lugar central en el desarrollo dramático de la película apartándose de las circunstancias más truculentas y sensacionalistas del asunto, desde la tremenda virulencia de los crímenes hasta la preferencia del asesino por las prostitutas como víctimas.

El Gabinete de Kaligari: The Lodger. 1944

La película interpela a la gran obra de Hitchcock del mismo título original, con un misterioso solitario, Mr. Slade (Laird Cregar), que con solo la ropa que lleva puesta y un pequeño maletín de médico ocupa la habitación para huéspedes que ofrecen los Bonting (Cedric Hardwicke y Sarah Allgood), anunciando, además, que alquila igualmente un desván que necesita para realizar sus «experimentos». Las noticias sobre los sucesivos crímenes vienen a aumentar las sospechas de los Bonting sobre su nuevo inquilino, más si cabe cuando se atribuye al asesino la posesión de un maletín de los típicos que usan los doctores, y definitivamente cuando la prensa anuncia un posible patrón de conducta de las asesinadas, todas ellas actrices o antiguas actrices de variedades, lo mismo que su hija (Merle Oberon), que canta y baila en un teatro de Londres bajo el nombre de Kitty Langley. Las investigaciones de la policía y las sospechas de los Bonting atraen a la casa al inspector Warwick (George Sanders), que empieza a manifestar tanto interés en la captura del Destripador como en las atenciones de la joven y vivaracha cabaretera, aunque dejando patente su bisoñez en cuestiones de seducción (se la lleva a visitar el museo de la policía…). Continuar leyendo «Un Brexit duro…: Jack, el destripador (The Lodger, John Brahm, 1944)»

Seis destinos (Tales of Manhattan, Julien Duvivier, 1942)

Periodismo ‘noir’: Mientras Nueva York duerme (While the city sleeps, Fritz Lang, 1956)

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Lo primero que llama la atención de Mientras Nueva York duerme (While the city sleeps, Fritz Lang, 1956) es su excepcional reparto: Dana Andrews, Rhonda Fleming, George Sanders, Vincent Price, Thomas Mitchell, Ida Lupino y, entre los secundarios, Howard Duff, John Barrymore Jr., James Craig o Vladimir Sokoloff, entre otros. Lo segundo, es la estupenda combinación entre cine de intriga (con tintes negros), drama, romance y ambiente periodístico que desarrolla la historia a lo largo de sus 99 minutos de metraje.

El hecho criminal, los asesinatos de mujeres jóvenes y apetitosas cometidos por un psicópata (Barrymore), no son otra cosa que el pretexto para lo que le interesa contar al guión de Casey Robinson (inspirado en una novela de Charles Einstein), los cruces de caminos sentimentales y profesionales entre distintos personajes alrededor de un poderoso grupo de comunicación que incluye un periódico, una emisora de televisión y una agencia de noticias. La muerte de Amos Kyne, el carismático dueño del grupo Kyne, tiene lugar súbitamente, pero no antes de que haya podido aleccionar a sus redactores sobre la manera de tratar adecuadamente el caso del asesinato de mujeres para explotarlo convenienvemente en sus periódicos: bautiza al criminal como «el asesino del pintalabios», ya que ha dejado un mensaje de lectura psicoanalítica (el texto alude a la figura materna) pintado en la pared del apartamento de una de las víctimas con un lápiz de labios. La toma de posesión del asiento del dueño por su díscolo, irresponsable y vividor hijo Walter (Vincent Price) viene acompañada por su ocurrencia para hacer competir a sus empleados y lograr así exprimir hasta el límite la noticia. Crea un puesto de director ejecutivo que ocupará quien resuelva el crimen. Mark Loving, responsable de la agencia de noticias (Sanders), Day Griffith (Mitchell), editor del periódico, y Harry Kritzer (James Craig), redactor y responsable de fotografía e ilustraciones, compiten desde entonces por esclarecer su comisión. Situado al margen, Ed Mobley (Andrews), que disfruta de su fama de escritor tras haber recibido el Pulitzer y del éxito de su programa de televisión, idea junto a su amigo el teniente Kaufman (Duff) un arriesgado plan para encontrar al culpable: usar como cebo a Nancy (Sally Forrest), la secretaria de Loving, con la que acaba de prometerse en matrimonio. No obstante, la lucha profesional viene condicionada por las relaciones personales: Ed se compromete con Nancy, pero desea a Mildred (Lupino), redactora y esposa de Loving; este, a su vez, acosa abiertamente a Nancy; por otro lado, Harry mantiene una relación adúltera con Dorothy (Rhonda Fleming), la esposa del nuevo propietario…

La película teje así una red de heterogéneos elementos que confluyen en un único clímax: un asesino psicópata con frustraciones sexuales y sometido a una madre dominante; una aproximación crítica a la estabilidad matrimonial y a las relaciones de pareja, en concreto de las infidelidades de distinto signo a la rutina y el aburrimiento que preside el anodino noviazgo de Nancy y Ed; el uso del erotismo y el sexo para la consecución del éxito personal, social y profesional (así se adivina en los personajes de Fleming y Lupino, carnal, sensual, absolutamente voluptuosa la primera, más sofisticada y glamurosa la segunda); la lucha de jerarquías, maquinaciones, envidias y enfrentamientos profesionales en torno a los medios de comunicación; la tentación de caer en el sensacionalismo en la continua búsqueda por vender más ejemplares u obtener más audiencia, aunque sea a costa de explotar los detalles morbosos por encima del rigor informativo o de la verdad periodística…

Situada en el despegue de la televisión como medio de masas a mitad de los años 50, uno de los elementos más curiosos es el retrato del trabajo «artesanal» en el ambiente televisivo de los primeros tiempos. No obstante, la gran fuerza de la historia descansa en el clima puramente periodístico, tanto en la redacción, los despachos, la sala de teletipos y, en especial en las relaciones de poder y ambición entre sus paredes, como en los bares y en las largas madrugadas de copas. Continuar leyendo «Periodismo ‘noir’: Mientras Nueva York duerme (While the city sleeps, Fritz Lang, 1956)»

Diálogos de celuloide – Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950)

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Para aquellos de ustedes que no leen, que no van al teatro, que no escuchan programas de radio, que, en definitiva, no saben nada del mundo en que viven, será necesario que me presente: mi nombre es Addison DeWitt, y puede decirse que vivo en el teatro, aunque no intervengo ni actúo en él.  Soy crítico comentarista, algo esencial para el teatro.

All about Eve. Joseph L. Mankiewicz (1950).