Mis escenas favoritas: Luis II de Baviera, el rey loco (Ludwig II, Luchino Visconti, 1972)

Luchino Visconti es el gran cineasta de los mundos en extinción, el que con mayor magnificencia, lucidez y mirada poética ha sabido reflejar en la pantalla la desaparición del Antiguo Régimen, la decadencia de la aristocracia de la sangre y su progresiva sustitución por la aristocracia del dinero. En esta monumental superproducción de más de cuatro horas de duración, Visconti aborda la biografía de Luis II de Baviera (Helmut Berger) que, ascendido al trono antes de cumplir los veinte años, gran mecenas artístico (entre otras cosas fue protector y patrón de Richard Wagner, interpretado por Trevor Howard) e imbuido del carácter romántico, cayó en desgracia ante la nobleza y el pueblo al arrastrar a su país a una guerra que lo puso en manos de Bismarck y su empeño de construir un gran Imperio alemán con hegemonía prusiana a costa de los estados alemanes más pequeños y débiles.

La secuencia de la coronación muestra toda la suntuosidad, la pompa y la opulencia del estado bávaro, y, por analogía, de los viejos regímenes imperiales y monárquicos europeos que la Primera Guerra Mundial iba a extinguir para siempre, con la notable excepción del Reino Unido con todo su boato y ceremonial. En el ritual Visconti reproduce una liturgia agonizante, fuera de época y de lugar, incompatible con los vientos de igualdad y modernidad que recorrían Europa desde las revoluciones de 1848 y, por tanto, a punto de ser historia.

Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje, pero que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)»

Odio incubado: El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, Ingmar Bergman, 1977)

Resultado de imagen de Das Schlangenei, 1977

Ciertos problemas con la hacienda sueca (que generaron un gran revuelo mediático a nivel internacional, pero que finalmente no supusieron más que un problema contable que se resolvió abonando la diferencia) llevaron una vez más a Ingmar Bergman a la depresión, al ingreso en un psiquiátrico y, finalmente, al exilio voluntario en Alemania. Acuciado por sus problemas personales, su recién adquirida condición de extranjero y su habitual inestabilidad emocional, Bergman concibió el primer proyecto de su ciclo alemán, El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, 1977), que propone un particular análisis del estado de la sociedad alemana que propició la aparición y el ascenso del nazismo. Coproducida con Dino de Laurentiis, la participación norteamericana y alemana en la financiación implica, además de la intervención de un, por entonces, popular actor de Hollywood (David Carradine), el empleo de mayores medios y un esfuerzo de ambientación superior a la austera, aunque efectiva, concepción de la puesta en escena en la anterior filmografía de Bergman. Con todo, la película transita por una atmósfera tenebrista, pesadillesca, de ecos kafkianos, en su sombrío retrato del caldo de cultivo del mayor de los horrores concebibles.

En la Alemania de 1923, un paquete de tabaco cuesta cuarenta billones de marcos. La moneda alemana está tan devaluada que el valor de un billete es menor que el del papel en que está impreso. El tráfico de dólares y de bienes de primera necesidad alimenta el mercado negro. A la incertidumbre política se unen las enormes compensaciones económicas que Alemania tiene que pagar como resultado de su capitulación en la Gran Guerra, la ocupación por parte de las fuerzas francesas de la región industrial del Ruhr, el antisemitismo, la amenaza interna del comunismo y el inminente golpe de mano que un nuevo partido, dirigido por un tal Adolf Hitler, prepara en Munich. En este impreciso marco de futuribles, Abel Rosenberg (Carradine), un trapecista norteamericano de origen judío y con excesiva querencia por el alcohol (los bares, los garitos turbios e insalubres, los cabarets, son los únicos negocios prósperos en la noche berlinesa), descubre que su hermano y compañero de número circense se ha suicidado en el cuarto de la pensión que ambos comparten. Abel se siente responsable de su cuñada, Manuela (Liv Ullmann), que canta y baila en un cabaret y se prostituye ocasionalmente. Ambos inician una enrarecida relación de mutua dependencia enfermiza, en un entorno hostil de ruina, crisis y violencia, en el que los judíos son hostigados, apaleados e incluso asesinados impunemente. El panorama se complica cuando una serie de muertes se produce en el vecindario, de las que el inspector Bauer (Gert Fröbe, aquí Froebe) considera inicialmente sospechoso a Abel. Gracias a uno de los clientes esporádicos de Manuela, el doctor Hans Vergerus (Heinz Bennent), antiguo conocido de la familia de Abel de cuando esta veraneaba en Baviera, Manuela y Abel consiguen un nuevo alojamiento y sendos empleos en el hospital, ella como lavandera, él en los archivos, un recóndito laberinto de dependencias, pasillos, estanterías, carpetas y documentos que encierran un misterio atroz y advierten de un futuro desolador.

Bergman y su habitual colaborador en tareas de fotografía e iluminación, Sven Nykvist, diseñan un ambiente opresivo y asfixiante. Los interiores se dividen entre los abigarrados y recargados espacios de los hogares y cabarets, y la desnudez y austeridad de los tugurios, las oficinas y la comisaría de policía. Los interiores predominan sobre los exteriores, apenas secuencias de transición o insertos que, del mismo modo, combinan los atascos y la acumulación de gente en las calles con la soledad y el vacío de los descampados y las escombreras cubiertas de basura, de los callejones oscuros en los que las pandillas de violentos cometen a gusto sus fechorías contra los judíos, antes de que puedan hacerlo a plena luz del día ante la indiferencia de los agentes de la ley. El antisemitismo es moneda común en las conversaciones, incluso en el discurso de los representantes de la autoridad, se masca en el aire una animosidad y un desprecio generales, un abrumador abandono por parte del resto de la sociedad, un señalamiento mudo de su condición de chivos expiatorios para todos los pecados del país. Paralelamente, la Berlín de la opulencia para quienes pueden pagársela: hoteles de lujo, restaurantes caros, atenciones casi serviles de su personal para aquellos empresarios que, como el promotor del circo que se entrevista con Abel para ofrecerle un empleo en Suiza, dejan un buen rastro de marcos devaluados a su paso. Continuar leyendo «Odio incubado: El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, Ingmar Bergman, 1977)»

Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)

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«Teruel». «Madrid». Uno de los más apreciables detalles, al menos por parte del público español, del guión de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?, René Clément, 1966), coescrito por los norteamericanos Gore Vidal y Francis Ford Coppola (nada menos) a partir del best-seller de Dominique LaPierre y Larry Collins del mismo título, está en la conservación de los nombres con que los ex combatientes de la República Española bautizaron los blindados y demás vehículos de la 2ª división blindada del ejército francés, conocida como División Leclerc (por el nombre de su oficial al mando), las más célebres tropas de la Francia libre que combatieron en la Segunda Guerra Mundial por la liberación de su país del yugo nazi y del gobierno colaboracionista de Vichy, y que fueron las primeras, con los españoles por delante, en entrar en la capital cuando los alemanes iniciaron la retirada. Dentro de esta división, la novena compañía, conocida como La Nueve, estaba integrada por más de un centenar de españoles que combatían bajo la bandera republicana española, emblema de la unidad, aunque en otras compañías de las tropas de Leclerc, formadas en Chad y en campaña por toda el África Occidental Francesa primero, y por Europa, vía Normandía, después, desde el principio de la guerra abundaban los soldados españoles con uniforme francés en lucha contra el mismo fascismo que les había derrotado en España.

La entrada de Leclerc en París supone el punto culminante de esta superproducción europea dirigida por René Clément, cineasta encumbrado apenas años antes por su adaptación de Patricia Highsmith en A pleno sol (Plein soleil, 1960), que funciona como crónica de los hechos que rodearon la recuperación de París por los aliados, en especial del movimiento de Resistencia que en los últimos días de la ocupación alemana empezó a hostigar a los soldados nazis y a asaltar edificios emblemáticos de una ciudad de la que Hitler en persona había ordenado terminantemente no dejar piedra sobre piedra, incluidos monumentos, edificios históricos, lugares turísticos, etc… Es decir, todo aquello que los nazis no podrían llevarse con ellos (recuérdese El tren). Desde este punto de vista, la película pretende funcionar como otros grandes títulos bélicos del momento, caracterizados por la narración exhaustiva y con ritmo ágil y perspectiva múltiple de acontecimientos históricos mezclados con las historias particulares de los numerosos protagonistas que, con carácter episódico y de manera coral, salpican las tres horas de metraje y a los que da vida. En este sentido, como sus coetáneas, acapara un reparto de lujo entre actores franceses, alemanes y norteamericanos, a saber: Jean-Paul Belmondo, Charles Boyer, Leslie Caron, Jean-Pierre Cassel, George Chakiris, Claude Dauphin, Alain Delon, Kirk Douglas, Pierre Dux, Glenn Ford, Gert Fröbe, Daniel Gélin, Yves Montand, Anthony Perkins, Michel Piccoli, Simone Signoret, Robert Stack, Jean-Louis Trintignant, Pierre Vaneck y Orson Welles. Con el habitual desequilibrio de estas producciones en el tiempo e intensidad dedicados a cada segmento del poliedro que compone el conjunto (el diplomático sueco que interpreta Orson Welles y que ejerce de negociador humanitario entre los todavía ocupantes alemanes y los rebeldes franceses, por ejemplo, salpica sus apariciones a lo largo del filme, mientras que, por ejemplo, el general Patton que interpreta Kirk Douglas apenas aparece en una breve escena, al mismo tiempo que las apariciones de Belmondo, Delon o Signoret saben a muy poco), el valor de la cinta estriba en su condición de documento realista y veraz, aunque siempre desde el empalagoso sentimiento patriótico francés, de los sucesos acaecidos pocas semanas después del desembarco de Normandía, y en su mezcla de imágenes auténticas extraídas de filmaciones provenientes de las grabaciones efectuadas por ambos bandos durante la lucha callejera en París con la reconstrucción o la reinvención dramática de los hechos. De este modo, Clément, Vidal y Coppola transitan por los distintos escenarios que se dieron durante aquellos días, sumando piezas a un puzzle que pretende ser un compendio de estereotipos, tópicos y realidades: los comandos de Resistencia que ocupan tal o cual edificio, los oficiales alemanes deseosos de cumplir los destructivos mandatos de Hitler y el soldado dubitativo que lamenta profundamente tener que aniquilar una ciudad, los traidores que actúan como doble agente y venden a sus camaradas de armas, los soldados franceses ansiosos por entrar en su capital, los americanos y británicos que dudan sobre si la estrategia más conveniente no es evitar París y seguir adelante hacia el Rhin porque temen una fuerte oposición que retrace su avance, los combates callejeros, las pequeñas treguas, las carreras y las huidas bajo el toque de queda o la amenaza de los francotiradores, la alegría de la victoria, la euforia callejera, los bailes y el champán, los besos y las canciones, las risas y las borracheras, los noviazgos repentinos (y momentáneos) y la preocupación por lo que deparará el día de mañana… Continuar leyendo «Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)»

Música para una banda sonora vital – Goldfinger

Shirley Bassey es la voz por excelencia de las bandas sonoras de la serie de películas de James Bond. Hasta en tres ocasiones ha puesto su garganta al servicio de las canciones que han servido de fondo a los tradicionalmente estilizados créditos iniciales de cada película. Además de Diamantes para la eternidad y Moonraker, sobre todo es recordada por James Bond contra Goldfinger (1964). Chorro de voz, oigan, acompañando la música de John Barry, también autor del célebre tema clásico de James Bond

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»