Persiguiendo a un fantasma: La mujer del lago (La donna del lago, Luigi Bazzoni y Francesco Rossellini, 1965)

The Bloody Pit of Horror: La donna del lago (1965)

Esta película de Luigi Bazzoni (primo del director de fotografía Vittorio Storaro) y Francesco Rossellini (sobrino del gran Roberto) puede definirse someramente como un thriller de arte y ensayo. Su argumento se resume de un modo que, en cuanto a película de intriga, puede suponer un antecedente del giallo, el célebre género italiano que combina policíaco, erotismo y truculencia criminal, si bien en una versión todavía suave en su exposición de la violencia y la sangre. Bernard (Peter Baldwin, yerno, por entonces, de Vittorio De Sica) es un escritor que para confeccionar sus libros se retira a una pequeña ciudad de montaña en la que solía pasar sus vacaciones en la infancia. En su último viaje, sin embargo, otro interés le anima, el de reencontrarse con Tilde (Virna Lisi), la joven camarera del hotel, sensual y misteriosa, con la que mantuvo una tórrida relación sexual-sentimental no mucho tiempo atrás, y que se rompió de manera abrupta. Sin embargo, ya no trabaja en el hotel, no hay evidencia de su actual paradero u ocupación, qué ha sido de su vida, si continúa en la ciudad o también se marchó, solo referencias veladas, miradas significativas y rostros cariacontecidos, dando por hecho que Bernard ya sabe algo que en realidad desconoce, alguna clase de secreto oscuro ligado a Tilde del que todos están al tanto menos él. En cuanto a la forma, sin embargo, la película no constituye un mero producto común de suspense policial, con el escritor ocupando el lugar del detective que debe averiguar qué ocurrió con determinado personaje y quién tiene la responsabilidad en la ocultación del enigma, sino más bien se articula alrededor de la búsqueda existencial, la del protagonista, que, desencantado de su vida urbana y de sus rutinas literarias, anhela en Tilde y en aquella ciudad de su infancia una armonía interior, un proceso íntimo de hallazgo de sí mismo que se ve interrumpido por el descubrimiento del horror, de una verdad traumática que le obliga a replantearse las mentiras de su vida. En este punto, la película está más próxima a las maneras del cine reflexivo de Alain Resnais y a las cuitas existencialistas francesas que al cine de intriga y suspense.

Bernard se aloja en la habitación que antaño compartió con Tilde, descubre sus ropas en los armarios y las perchas, deambula por los pasillos persiguiendo su esencia fantasmal, su ansiado recuerdo, escucha pasos que identifica como los suyos, aguarda su inesperada aparición en cualquier momento, pasa el tiempo hablando con el personal del hotel, particular y repetidamente con Enrico (Salvo Randone), propietario y recepcionista del negocio familiar, en el que también trabaja su hija Irma (Valentina Cortese), aunque su hijo, Mario (Philippe Leroy), que acaba de casarse con la enfermiza Adriana (Pia Lindström) se ha independizado y regenta un matadero y una carnicería justo enfrente del hotel. La desesperada persecución de las sombras de Tilde que emprende Bernard le lleva también las calles heladas de la ciudad invernal, a seguir los pasos de aquellas mujeres con las que se confunden sus recuerdos, y a descubrir la lejana silueta de una mujer que, como Tilde, sale a pasear por la orilla del lago envuelta en un abrigo que le trae a un tiempo gratos y tormentosos recuerdos. No obstante, una revelación hace estallar su mundo de sombras: Francesco (Giovanni Anchisi), un fotógrafo jorobado que también conoce a Tilde, le cuenta a Bernard que no podrá encontrarla porque la joven se suicidó, y su cuerpo fue hallado, precisamente, flotando en el lago. Bernard entiende de súbito las reservas, las alusiones, las caras largas, las miradas de inteligencia de Enrico e Irma, y la tierra se abre bajo sus pies. El deseo soñado de encontrar a Tilde se convierte en pesadilla inconclusa, y a medida que en la terrible certeza se va imponiendo la sombra de la duda (¿por qué se habría suicidado Tilde? ¿Por qué la policía da por buena la versión del suicidio si la muerte parece producto de un asesinato?) el anhelo de Tilde se convierte en recuerdo, reconstrucción onírica y alucinación, en un torbellino de emociones y frustraciones que amenazan su integridad física y mental, en particular cuando empieza a sospechar que quizá la imagen que tenía de Tilde estaba deformada, que la realidad de la muchacha era mucho más sórdida de lo que evidenciaba su luminosa belleza, y que Enrico y su hijo Mario, cuya esposa, Adriana, parece saber mucho más de lo que su aparente estado catatónico refleja, mantenían relaciones mucho más estrechas con ella de lo que a Bernard le hubiera gustado.

El misterio que rodea a Tilde posee, por tanto, varias aristas. En primer lugar, dilucidar su verdadera personalidad. ¿Era la joven amorosa y sensual que amaba Bernard, o bien una criatura mezquina, manipuladora e interesada que maniobraba utilizando su cuerpo para adquirir medios con los que huir de aquella ciudad monótona, asfixiante y cerril? ¿Puso fin a su vida por su propia mano o bien la ayudaron Enrico, Mario o ambos? ¿Qué sabe Adriana de todo eso? ¿Que la hace permanecer como una silenciosa prisionera de su propia familia que busca comunicarse furtivamente con quienes puedan ayudarla? ¿Qué atormenta a Irma? ¿Cómo es que tanta gente en la ciudad tiene algo que decir sobre Tilde que Bernard desconoce? ¿De quién es la misteriosa silueta que transita por las noches cerca de la orilla del lago? ¿Es tal vez el espectro de Tilde, que vaga eternamente hasta el día en que alguien esclarezca la verdad sobre su muerte? Así, la película se introduce, desde una intriga más o menos convencional en torno al esclarecimiento de un caso criminal, en un plano extraño, enrarecido, hipnótico, en una indagación alucinatoria, onírica, espiritual, por momentos casi psicodélica, en la que Bernard se ve amenazado de forma múltiple: por los sospechosos de un supuesto crimen que todo el mundo cree que ha sido un suicidio, por el espectro de una mujer que ya duda de si era la mujer que él creyó y sintió que era, o si alguna vez llegó a ser realmente una mujer y no un producto de su imaginación perturbada, y por sí mismo, porque Bernard ha perdido el equilibrio, la estabilidad, y puede perder además la cordura.

La puesta en escena marca visualmente al espectador esta deriva de la trama. La película empieza y finaliza del mismo modo, con un vehículo llegando y marchándose de la ciudad invernal, pero estas tomas formalmente similares cobran significados diametralmente opuestos. La primera mitad de la película la domina el misterio, el suspense. Charlas banales con sentidos ocultos en la recepción o en el salón restaurante, habitaciones tranquilas y pasillos despoblados en los que resalta el vacío de la asuencia de Tilde, el ajetreo de las calles en contraste con el silencio de la habitación, del hotel, del paisaje. Y, de repente, tanta paz se torna en una atmósfera opresiva, siniestra y amenazante, en la que los crujidos de las puertas o las pisadas en el pasillo y la presencia de Enrico y su familia son fuente de inquietud y desasosiego. En el exterior, las calles ya no son las apacibles superficies nevadas por las que transitan los vecinos y los turistas, sino desolados espacios vacíos gobernados por el frío helador, el viento, la tormenta y el silencio, por los que de vez en cuando cruza una figura misteriosa que abre toda clase de interrogantes sobre su naturaleza humana o sobrenatural, o sobre su mera realidad misma. El matadero de Mario igualmente es motivo de preocupación, cuando Bernard, intrigado por el estado de Adriana, contempla al hijo de Enrico como doble sospechoso acerca de lo sucedido con Tilde: ¿fue su asesino? ¿Su amante? ¿Tal vez ambas cosas? La magnífica fotografía de Leonida Barboni logra aunar en un estilo visual uniforme el contraste entre los claroscuros propios de una historia de misterio con los blancos saturados de la nieve en las calles y de los alucinados sueños de Bernard con Tilde, las apariciones sincopadas o en forma de flashback que arrojan tanta luz como tinieblas sobre las incertidumbres del escritor. Una narración fluida da paso a una contención estática (y extática) que combina lo intelectual con lo experimental, sin abandonar nunca la belleza formal, y subrayada por la estupenda partitura de Renzo Rossellini. De este modo, la película no termina de ser del todo una obra sobre un romance frustrado por el desengaño, ni un thriller criminal, ni un drama personal sobre el hundimiento y la redención de un escritor, ni una cinta de terror ni de cine negro, pero de algún modo atesora cualidades y dejes de todo ello a la vez. Auténtica carne de film de culto.

Virna Lisi in the film La donna del lago 1965 - Photographic print for sale

Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)

En 1970, la mítica productora británica Hammer, célebre sobre todo por sus películas de terror, en especial por sus cintas de Drácula protagonizadas por Christopher Lee y sus horrores de toda condición con Peter Cushing en el reparto, había iniciado ya su imparable decadencia. Los nuevos aires del género, consistentes en rebozar de descarado erotismo y sangre a chorros las evoluciones de vampiros, brujos, monstruos y demás criaturas de la noche, insuflaron un último estertor de vida a un género que iba a renovarse casi por completo en el nuevo Hollywood de los años setenta. Mientras tanto en Europa, al hilo del giallo italiano de Mario Bava y Darío Argento y del cine de Jesús Franco, terror, vampirismo y sexo, desde siempre relacionados, actuaban en explícita conjunción para despertar el miedo y el deseo a partes iguales, y conformar un puzle de sensaciones opuestas pero íntimamente conectadas con las que compensar la falta de garra (aunque no de mordiente, valga el chiste malo…) de una manera de producir películas de terror que se anunciaba ya agotada.

The vampire lovers, cuya traducción en España ha ido variando en función de los temores de la censura (Las amantes del vampiro es el título más extendido y aceptado, aunque por el argumento y el tipo de sensualidad imperante cabe más bien hablar de Las amantes vampiras) está protagonizada por Ingrid Pitt, musa del erotismo terrorífico, o del terror erótico, que interpreta a una apetitosa jovencita descendiente de una vieja familia, los Karnstein, que en el Ducado de Estiria, en Austria, se dedica a seducir, amar y después desangrar a las no menos jóvenes y apetitosas hijas de los ricos hacendados de los contornos. En sus maniobras erótico-vampirizantes no vacila, si sirve a sus intereses, en encamarse con la institutriz de una de ellas o con el mayordomo, al que también exprime como un gorrino. La cuestión es poder seguir con sus tejemanejes vampírico-sexuales sin mayores contratiempos, y sacándole todo el jugo, del tipo que sea, a sus ocasionales amantes.

Además de Ingrid Pitt, caras conocidas y reconocidas del cine británico de la época y también algunas de sus inminentes promesas tienen mayor o menor protagonismo en el relato. A las sinuosas chicas de la partida (Kate O’Mara, Madeline Smith, Pippa Steel, Dawn Addams y Janet Key) se unen los veteranos Peter Cushing (en un pequeño aunque significativo papel), George Cole o el clásico Douglas Wilmer (recientemente fallecido y que diera vida también a otro clásico, Sherlock Holmes) en una breve pero decisiva intervención, el carismático Ferdy Mayne, que pocos años antes había interpretado justamente a un trasunto del conde Drácula a las órdenes de Roman Polanksi en El baile de los vampiros, y Jon Finch, que después iba a protagonizar la versión de Macbeth del propio Polanski o Frenesí para Alfred Hitchcock. Todos ellos participan de una trama en la que, como es costumbre en la Hammer (en coproducción en esta ocasión con la American International Pictures), la labor de ambientación constituye su mejor baza. Con una meticulosa construcción de decorados y una adecuada atmósfera de tinieblas, peligros y amenazas (antiguos cementerios, oscuras criptas, bosques hostiles, corredores en penumbra, dormitorios de ventanas abiertas, noches neblinosas…) se crea el necesario clima para una historia en la que también adquieren importancia los vaporosos y semitransparentes vestidos de las actrices, adecuadamente cortos o largos según la parte del cuerpo que adornen, cubran o deban descubrir. En esta ocasión, sin embargo, y dado el agotamiento de la fórmula narrativa habitual en este tipo de películas, el guion está presidido por el tópico, el lugar común, la falta de frescura y de renovación en las ideas: de nuevo una herencia diabólica entre los descendientes de una antigua familia, otra vez la alarma renacida entre los habitantes de la zona, los ajos, los crucifijos y los colmillos, y de nuevo un grupo de intrépidos hombres de bien dispuestos a acabar de una vez por todas con las demoníacas criaturas clavándoles la estaca (con más connotaciones sexuales que nunca) en pleno escote. Continuar leyendo «Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)»

Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)

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Conviene no tomarse demasiado en serio el giallo (en italiano ‘amarillo’, nombre tomado de las cubiertas de unas populares novelas de bolsillo de los años treinta), ese subgénero italiano del cine de terror que combina thriller, erotismo, violencia morbosa y psicoanálisis de baratillo. Su única oportunidad de disfrute depende de la capacidad del espectador para abstraerse de las inconsistencias narrativas y las caprichosas incoherencias argumentales que suelen contener esta clase de películas, y de su voluntad para centrarse en la vocación de autoparodia que preside las más celebradas de ellas. Así, la ironía, el humor negro, la celebración del absurdo más retorcido, de la recreación en el sensacionalismo más bochornoso y delirante, constituyen los mayores alicientes (junto con las carcajadas más o menos intencionadamente buscadas) para el visionado voluntario de esta familia de filmes de la factoría de Mario Bava, Dario Argento o sus derivados ibéricos del egomaníaco Paul Naschy o del infatigable Jesús Franco.

La trama (es un decir) de Tenebre, uno de los máximos clásicos del subgénero, presenta a Peter Neal (Anthony Franciosa), un famoso escritor americano de novelas de intriga y asesinatos, que vuela a Roma desde Nueva York (acude al aeropuerto… ¡¡¡en bicicleta!!!, siguiendo al coche que porta su equipaje) para la promoción de su última novela (su título coincide con el de la película). Una vez allí, comienzan a cometerse sangrientos crímenes inspirados directamente en las páginas escritas por Paul, quien en su hotel no deja de recibir anónimos con extractos de frases y párrafos de su libro. Los detectives Germani (Giuliano Gemma) y Altieri (Carola Stagnaro) andan de inmediato tras la pista del asesino, pero las muertes sucesivas hacen que Paul se encargue personalmente de desenmascararle con ayuda de un becario de su editorial italiana (Christian Borromeo), un misterio en el que se ven involucrados el editor (John Saxon), un famoso presentador televisivo (John Steiner) y un montón de mujeres macizas (Mirella D’Angelo, Veronica Lario, Ania Perioni, Lara Wendel…).

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Porque una de las señas de identidad del giallo es la inclusión en el reparto de actrices de buen ver que, oportunamente ligeras de ropa, sean víctimas preferentes para criminales y psicópatas de todo pelaje. El erotismo, uno de los motores principales de este tipo de películas, a menudo próximas en cuanto a estética, atmósferas y precariedades presupuestarias al cine erótico o directamente pornográfico (de hecho, directores como Jesús Franco saltaron indistintamente de uno a otro), salpica constantemente Tenebre hasta el punto de que el denominador común a todos los crímenes cometidos en la persona de mujeres no es otro que su estado de semidesnudez, su disposición a tener sexo o el hecho de haberlo tenido recientemente. Continuar leyendo «Esos locos maravillosos (I): Tenebre (Dario Argento, 1982)»