George Sanders en Zaragoza

Hace unas semanas se cumplieron 50 años del suicidio de George Sanders en un hotel de Castelldefels. De su nota de despedida hay distintas versiones o traducciones, como se contaba en mi novela Cartago Cinema: «Querido mundo: He vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura, y vuestra mierda fertilizante. O, según otra versión (ni siquiera hay acuerdo en este mundo de hoy a la hora de certificar las últimas palabras de un cristiano pasaportado, aunque –y esto es lo más grave– las haya consignado por escrito, una diferencia de traducción e interpretación solo explicable en caso de que el sujeto en cuestión se hubiera dedicado en vida al ejercicio de la medicina y hubiera anotado el postrero mensaje en una receta): Querido mundo: me marcho porque estoy aburrido. Os dejo con vuestras preocupaciones en esta dulce letrina. Buena suerte«.

En su autobiografía, Memorias de un sinvergüenza profesional, hasta ahora no traducidas al español, suelta perlas como las que siguen:

“En pantalla soy usualmente un cínico de modales exquisitos, cruel con las mujeres e inmune a sus insinuaciones y caprichos. Esa es mi máscara, y me ha servido bien durante 25 años. Pero en realidad soy un sentimental, sobre todo en lo que respecta a mí mismo; siempre al borde de las lágrimas por las emociones más ridículas e invariablemente víctima de la inhumanidad que despliegan a veces las mujeres con los hombres. Es comprensible que haya adoptado esta máscara para proteger mi naturaleza ultrasensible. Y por fortuna no solo me ha protegido sino que me ha dado de comer. Si te cuento todo esto es para que entiendas que aunque en el cine soy invariablemente un hijo de perra, en la vida real soy un chico encantador”.

O, en clave mucho más controvertida:

“Las mujeres son como las enfermedades infecciosas. Una recaída es siempre de enorme gravedad. Mi boda con la enloquecida bruja de Zsa Zsa fue un craso error. Me avergüenza decirlo, porque no se debe golpear a las mujeres, pero yo sí lo hice. En defensa propia, claro está…”.

A pesar de lo cual, la aludida no lo juzgaba con demasiada severidad:

“George fue para mí un hermano, un hijo, un amante, incluso un abuelo. Era irritante y encantador. Inteligente y educado. Un canalla y un caballero. Un hombre que sabía cómo tratar a las mujeres, y cómo torturarlas. Un príncipe desdeñoso, indiferente, remoto y elegantemente despectivo”.

En su libro de memorias, George Sanders habla también con profusión del rodaje en España de Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959), en particular del paso del equipo de la película por Zaragoza y por el hoy barrio de Valdespartera, trazado con calles cuyos nombres responden a títulos de películas, empezando por esta. Al menos, a diferencia de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), Sanders no menciona en referencia a Zaragoza ningún exotismo climático absurdo del tipo «estación de las lluvias», aunque sí habla de una especie de «venganza de Moctezuma» maña cuya generalización parece dudosa:

«Mi estancia en Londres estaba terminando. Ya era septiembre, y el día 15 del mes -el día en que debía comenzar a rodar Salomón y la Reina de Saba en España- se me venía encima, y me llevaron a Madrid y de ahí a Zaragoza, donde me ‘depositaron’ en el Gran Hotel y me acomodaron en una habitación agradable aunque pequeña cuyo cuarto de baño -el punto focal de mi interés- mostraba para mí el enorme e inmediato alivio de un inodoro de eficiencia ejemplar.

El lugar donde íbamos a rodar los exteriores de la película era el campamento militar español de Valdespartera, una vasta llanura abierta a unos quince minutos de camino de Zaragoza. Se decía que durante la guerra civil un total de 12.000 personas fueron asesinadas allí, supuestamente traídas de la ciudad y ametralladas después de serles incautados su dinero y sus propiedades. Los habitantes de Zaragoza todavía estaban resentidos por eso; en consecuencia, nos encontrábamos en una precaria situación, siendo que estábamos proponiendo pisotear lo que virtualmente se consideraba un camposanto.

Pero el campamento nos venía a la perfección, y era definitivamente la ubicación más cómoda y mejor organizada en la que jamás he estado. Los varios edificios militares que rodeaban la llanura fueron invadidos por la compañía y transformados en departamentos de maquillaje, vestuario, almacén y comedor. Este último no sólo era una sala amplia, cómoda, con blancas paredes encaladas, sino que la comida era sin ninguna duda la mejor jamás servida en el lugar, un hecho que pronto fue conocido en la ciudad, y consecuentemente, una invitación para comer en la cafetería se convirtió en un privilegio muy apreciado.

Las comidas eran de cuatro platos servidas con vinos y acabadas con brandy, y eran de una calidad inigualable en la historia filmográfica. Las escenas de batallas dieron empleo a un total de unos tres mil soldados españoles y requerían una organización suprema. Todos necesitaban ser provistos de lanzas, escudos, vestidos, carros, arcos y flechas, y comida. Cuando nos juntábamos de pleno en la batalla era una escena aterradora. Aunque sólo eran batallas ficticias, casi se las podía considerar reales, dada la cantidad de daños y víctimas que se registraron en el rodaje. No menos de doce caballos murieron e innumerables extras fueron llevados al hospital con tobillos rotos, clavículas rotas, o simplemente exhaustos y en shock. Se puede considerar un milagro que no muriera nadie, y en algunos momentos dudé seriamente que yo fuera a sobrevivir la experiencia.

No puedo decir que me comportara con nobleza en el campo de batalla. Mi espada era de goma, mi escudo de fibra de vidrio, mi armadura de ligero papel maché. Todo lo que tenía que hacer era mostrar una cara valiente, y no caerme del carro. Ambas cosas resultaban igualmente difíciles. Poner una cara valiente cuando uno está aterrorizado no es tarea fácil. Si me hubiera caído de espaldas del carro me hubieran pisoteado hasta matarme los caballos que tiraban del carro que nos seguía. Iban galopando a un ritmo de locos sobre un terreno arisco y sólo tenía una correa de cuero a la que disimuladamente sujetarme con la mano izquierda mientras agitaba la espada con la mano derecha. Cómo los protagonistas conseguían hacerlo en su día, con el peso de una auténtica armadura de metal, es algo que está más allá de los poderes de mi limitada imaginación. Tal era la situación que terminaba cada día con una colección de arañazos y moraduras simplemente de rozarme con los laterales y la parte delantera del carro, a pesar de que todas las superficies habían sido recubiertas con espuma de goma para brindarme la máxima protección posible.

Para añadir a mi malestar, por supuesto, sufrí de las molestias estomacales que afectan a la mayoría de los extranjeros que llegan a España, y ciertamente, todos aquellos que se aventuran cerca de Zaragoza, donde las aguas están permanentemente contaminadas.

Una combinación de absoluto terror y estómago revuelto, generalmente, no contribuye mucho a la clase de estado anímico que un actor necesita para representar un actitud heroica.

La explanada de Valdespartera estaba cubierta de polvo fino como la ceniza. Subía tras nuestras ruedas como una columna de humo.

Una de las tomas requería que los soldados de infantería cruzaran diagonalmente el camino de los carros que se acercaban. A causa del polvo que levantábamos no podían vernos muy bien, ni nosotros a ellos. Arrollamos a un hombre joven que no se dio cuenta de cuán cerca estábamos, y por lo tanto, no pudo apartarse a tiempo. Nuestros caballos lo golpearon con las pezuñas y nuestro carro terminó la faena. El conductor de mi carro ni siquiera lo vio, tan concentrado estaba en controlar a los asustados caballos en nuestro desenfreno. Me volví horrorizado y forcé mis ojos para ver a través de la polvareda que se levantaba a nuestro paso la figura inerte que habíamos dejado atrás. Oí la voz de un oficial español, gritándole que se levantara y corriera porque iba a fastidiar la toma. Era tan sólo un muchacho de unos diecinueve años, cumpliendo con lo que se suponía era su servicio militar, e hizo lo que pudo por cumplir la orden. Lo vi levantarse débilmente, dar unos pasos vacilantes, y caer del todo. Una ambulancia lo recogió poco después y se lo llevó al hospital. Dijeron que iba a salir bien de aquello, así que debía estar hecho de buen material.

La cooperación de las autoridades españolas, así como la buena voluntad de los hombres a exponerse al peligro y la dificultad fue auténticamente ejemplar. Si la producción se había alejado de Hollywood, se estaba viendo claramente por qué. La clase de escenas que rodamos en Zaragoza ya no se pueden rodar en Hollywood porque, aparte de la colosal diferencia en coste, los extras no estarían dispuestos a soportar la disciplina y la dureza presentes en las condiciones de rodaje. Era más fácil para ellos hacer cola para cobrar el paro.

El hombre que se quejó menos de las dificultades fue Tyrone Power, quien parecía estar disfrutando del mejor momento de su vida y dio ejemplo a todos con su actitud de fortaleza positiva.

Aún así, a pesar de toda su popularidad, la presencia de Tyrone en Zaragoza no causó el revuelo que provocó la llegada de Gina Lollobrigida.

Es costumbre en Zaragoza, como en todas las ciudades y pueblos de España, que toda la gente salga a dar una vuelta entre las siete y las nueve de la noche por el paseo principal. Es una idea muy práctica porque les da a los hombres la oportunidad de echarles el ojo a las muchachas sin que los asalte la idea de que en alguna cocina o ático recóndito se esconda una Cenicienta a la que nunca llegarán a conocer.

La tarde que llegaba Gina Lollobrigida hubo un cambio sin precedentes en esta costumbre ancestral. La ruta entera de mirones paseantes se dio cita en torno al Gran Hotel, que quedaba como a dos manzanas del paseo principal. La multitud nunca llegó a ver a Gina Lollobrigida excepto por un breve instante o dos mientras se apresuraba a salir del coche y entrar al hotel. El griterío que se escuchó fue ensordecedor. Resonó como la voz de cien mil leones hambrientos de mal humor, y me dieron ganas de esconderme bajo la colcha de la cama, castañeteando los dientes como un mono congelado.

A unas 12 millas de Zaragoza (16 km) hay una base de las Fuerzas Aéreas Americanas a la que fuimos invitados de vez en cuando por el comandante de la base, el coronel Preston, y donde dimos un concierto la noche del último sábado que estuvimos en Zaragoza.

Fue un concierto improvisado en el cual Tyrone fue la atracción principal del espectáculo. Leyó diez minutos un texto de Thomas Wolfe. Fue muy efectivo y después le persuadí de que memorizara el texto completo para que lo pudiera repetir en la base de Torrejón, cerca de Madrid. Efectivo fue, pero yo pensé que lo sería cien veces más si lo pudiera recitar sin el libro delante. Él estuvo de acuerdo, y se puso a memorizar el capítulo completo de la difícil prosa, no era tarea fácil. Era una cosa que jamás hubiera tenido yo las agallas de intentar. Tres días después apareció en la base en circunstancias un tanto diferentes a las que teníamos planeadas.

El concierto de Zaragoza fue un gran éxito no tanto por lo que hicimos sino por la atmósfera relajada que habíamos conseguido de antemano».

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)

El melodrama criminal de raíz teatral en el que amores, crimen, grandes fortunas, herencias y luchas por el poder constituyen los mayores alicientes argumentales, camino del siempre presente giro sorpresivo final, es todo un subgénero en sí mismo. De gran proliferación en el cine durante los últimos años 50 y primeros 60, en los 70 y 80 saltó a la televisión para convertirse en esos culebrones tremebundos de tramas retorcidísimas a lo largo de miles de capítulos de millonarias audiencias. No obstante, todos los elementos aparecían ya en estas películas de consumo fácil y olvido vertiginoso, pero con algunas virtudes dignas de ser destacadas. Para muestra, dos botones.

Reina del melodrama, Lana Turner (quién si no) protagoniza Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon, 1960). Da vida a Sheila, la segunda esposa del magnate Matthew S. Cabot (Lloyd Nolan), cuyos problemas de salud lo han convertido en un marido déspota, irritable e intransigente, en particular en lo referente a su hermosa mujer. Poco escrupuloso asímismo en cuanto a la dirección de su gran empresa naviera, se hace ayudar de Howard Mason (Richard Basehart), un abogado que también se las trae, que a su vez desea en silencio a la esposa del ricachón, la cual se ha enrollado con David Rivera (Anthony Quinn), el solícito médico y cirujano que atiende a los cuidados de Cabot. Para embrollarlo todo más, la hija de Cabot, Cathy (Sandra Dee), fruto de su anterior matrimonio, se ha enamorado de Blake Richards (John Saxon), pequeño empresario del ramo cuyo negocio los Cabot hundieron en el pasado, pero al que a pesar de todo el millonario ha adjudicado una importante contrata. Y todo esto ocurre bajo la atenta mirada de los empleados del servicio, el chófer (Ray Walston) y el ama de llaves (Anna May Wong).

La trama gira en torno a la conveniente muerte del viejo Cabot, que parece convenir tanto a los amores de Sheila y Rivera como a los intereses amatorios y económicos del abogado Mason, y de la que se verá acusado el inoportuno novio de Cathy, aunque la actitud sospechosa del chófer, demasiado amigo de apostar y de pedir adelantos de su sueldo a su patrona, y del ama de llaves, contribuye a aumentar la confusión del público. El encubrimiento de un crimen, el chantaje y la necesidad de cometer un asesinato para librarse de él van enredando una madeja en la que los personajes empiezan a hundirse y desnaturalizarse, revelar una cara oculta muy distinta a su habitual superficialidad, hasta que al final las piezas encajan y se hace justicia, no legal sino la que más importa a Hollywood, moral. Dirigida con rutinaria efectividad por Gordon, como buen melodrama retratado en Color by De Luxe (del que depende en buena medida la atribución visual de emociones y perfiles a los personajes) posee sus buenas dosis de decorados de cartón piedra, sus interminables secuencias de grandes pasiones sentimentales verbalizadas (que no sentidas, al menos no transmitidas como tales al público), sus gotas de acción y de intriga y su conclusión desorbitada. Entre sus aciertos, la secuencia en la que el personaje de Quinn da el giro definitivo hacia el abismo, de los colores vivos y brillantes que presiden la película en la primera mitad, a su deambular de sombras y su rostro oculto en la oscuridad cuando asciende la escalera de los Cabot en la secuencia crucial. Igualmente, el manejo del suspense en la escena del chantaje. En cuanto a los errores, un final previsible y aparatoso y, especialmente, toda la secuencia en la que el personaje de Turner, que no sabe conducir, se ve obligada a hacer un largo trayecto al volante del cual depende el ocultamiento de una muerte; aunque Gordon maneja bien el suspense que acompaña a la escena, esta se cae por completo cuando pensamos en cómo alguien que no ha tocado un coche en su vida puede realizar ese desplazamiento conduciendo por primera vez, en su estado de agitación, atravesando un paso a nivel con barrera y bajo la oportuna mirada de la policía que pasaba por allí. Pero todo melodrama tiene su aportación de delirio disparatado, y en este título la secuencia en cuestión alcanza cotas de absurdo auténticamente risibles.

La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964) se beneficia de un texto más sólido, a pesar de no ser de origen estrictamente teatral, y de la experiencia y veteranía de Dearden, uno de los directores británicos más importantes y solventes del periodo. Continuar leyendo «Dos melodramas criminales: Retrato en negro (Portrait in black, Michael Gordon 1960) y La mujer de paja (Woman of straw, Basil Dearden, 1964)»

Triple salto: Trapecio (Trapeze, Carol Reed, 1956)

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Trapecio (Trapeze, Carol Reed, 1956) parece contener en su propio argumento la explicación de por qué constituye una película fallida. Pese a su reparto, a contar con un director prestigioso, y a escoger como escenario un circo instalado en el París más bohemio, de callejones y cafés, de artistas callejeros y de mercados al aire libre, la película naufraga, cae a la red como un trapecista que no logra conectar en pleno vuelo con los brazos de su compañero.

Producida por United Artists y escrita a partir de una novela de Max Catto, el guión se asienta sobre una doble premisa. En primer término, el encuentro entre una vieja gloria del trapecismo ya retirada, Mike Ribble (Burt Lancaster, premiado en el Festival de Berlín por su interpretación), y un joven aspirante a máxima estrella, Tino (Tony Curtis), que desea completar su número aprendiendo la acrobacia más difícil, el triple salto mortal, de Ribble, uno de los pocos que llegaron a dominar la técnica lo suficiente como para incorporarlo a sus representaciones. La base de la trama se completa con el triángulo amoroso que Mike y Tino forman con Lola (Gina Lollobrigida), una equilibrista cuyo único empeño es alcanzar el estrellato y la celebridad, aunque para ello tenga que utilizar su belleza y sus encantos como mecanismo para el ascenso. Todo ello, en el marco de un circo que ensaya su próximo espectáculo parisino (malabaristas, payasos, domadores, músicos, hombres-bala…), que ha de servir de trampolín para que los agentes americanos oferten contratos de cara a las giras americanas, al circuito de Nueva York, Chicago o Los Ángeles.

Con un envidiable trío protagonista, un Lancaster que visiblemente se divierte retomando su antiguo oficio, un Curtis que demuestra que puede ser mucho más que una cara bonita y convertirse en actor de carácter, y una Lollobrigida que supera su característico acartonamiento y ofrece algunos momentos de brío interpretativo, plenos de emoción y gestualidad más o menos natural y espontánea, acompañados por espléndidos secundarios como Thomas Gomez (el propietario del circo) o Katy Jurado (domadora de caballos enamorada de Ribble), el problema del film es que no termina de conjungar adecuadamente sus distintos elementos, ni juntos ni por separado. El conjunto se ve lastrado por falta de incisión, de profundidad, de intensidad dramática, y se resiente de la inexistente química entre la chica y sus supuestos amantes.

En cuanto a la acción, la dirección de Reed carece de la fuerza y de la imaginación necesarios para explotar todas las posibilidades visuales de las acrobacias aéreas de los trapecistas: parece que el cineasta británico se ha limitado a escoger ángulos de cámara convencionales, aunque técnicamente meritorios (el plano cenital, el plano inferior, y el plano a la altura de los trapecistas), y a suplir los enfoques más arriesgados con los juegos de transparencias (lamentablemente encajados en las tomas generales) y con el obligado recurso a los especialistas que sustituyen a los actores, y a los que es necesario retratar a larga distancia o de espaldas para impedir la revelación al público del cambio de intérprete Continuar leyendo «Triple salto: Trapecio (Trapeze, Carol Reed, 1956)»

Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)

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Hay películas que se hacen míticas por las más variopintas razones: secuencias memorables, partituras eternas, interpretaciones soberbias, diálogos imperecederos, broncas fenomenales, fracasos estrepitosos, recaudaciones multimillonarias, quiebras abismales, odios viscerales, sucedidos inesperados, romances imprevistos, bromas pesadas… En pocas ocasiones sucede en cambio que una película se convierta en mito por motivos prácticamente ajenos a lo que muestra la pantalla; más bien por la gran cantidad de cosas que pueden llegar a suceder durante un rodaje, pero no exactamente tras la cámara sino paralelamente, fuera de horas de trabajo, aprovechando la existencia de la filmación, utilizándola como pretexto, aprovechando los momentos de descanso y las horas de la noche, las comidas, las cenas, los días de asueto y las visitas de los amigos. Es el caso de la increíble historia de La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953).

Pero la historia, como se ha dicho, al margen de la cámara y del trabajo tras ella. El argumento de la película, la existencia de la película misma, no parecen otra cosa que excusas para reunir en una pequeña población italiana de principios de los cincuenta uno de los más heterogéneos y talentosos grupos de estrellas de Hollywood concebibles. Allí se da cita, obviamente, el elenco técnico y artístico de la película, con John Huston a la cabeza, y Humphrey Bogart, Jennifer Jones, Robert Morley, Peter Lorre, Gina Lollobrigida, Edward Underdown, Bernard Lee, Ivor Barnard y Marco Tulli, además del guionista Truman Capote y unos cuantos amigos de Huston que andan por allí echando una mano en lo que se puede: el escritor Ray Bradbury, el escritor y guionista Peter Viertel, y el cineasta y también escritor Richard Brooks. Y por si fuera poco, no andan lejos la pareja de Bogart, Lauren Bacall, ni la de Jones, David O. Selznick, ni el productor (y también director) Jack Clayton, ni tampoco otra pareja de amigos con querencias euromediterráneas: Orson Welles y Rita Hayworth. Muchos de ellos contarán más adelante anécdotas y ocurrencias relacionadas con lo allí acontecido, más o menos fantasiosas, más o menos verídicas, pero siempre interesantes, con el sabor del viejo Hollywood de gente combativa y pendenciera: para los restos quedan las fenomenales borracheras del personal, las partidas de cartas hasta las tantas de la madrugada, las bochornosas explosiones de mal humor de Huston, el pulso que Capote le ganó a Bogart (que hasta entonces había ridiculizado al escritor por su aire afeminado), la cólera empapada en alcohol de Huston y la resistencia de Richard Brooks, el respeto que su actitud despertó en Capote (hasta el punto de que 14 años más tarde el autor, pudiendo vetar por contrato al director escogido para rodar la versión cinematográfica de su novela A sangre fría, no paró hasta conseguir que Brooks fuera el director), los conatos de peleas, romances, infidelidades y arrestos policiales…

Pero la película tampoco carece de virtudes, aunque el argumento es lo de menos: cuatro estafadores (Morley, Lorre, Tulli y Barnard) que van camino de las colonias británicas de África Oriental, donde pretenden hacer negocio con unas tierras ricas en uranio, utilizan como tapadera para sus acciones al matrimonio italoamericano formado por Billy y Maria (Bogart y Lollobrigida). Sin embargo, estos entablan amistad con Harry y Gwendolen Chelm, una pareja de la alta sociedad británica (Underdown y Jennifer Jones) que también van camino de África para hacerse cargo de una plantación de café heredada por él. Continuar leyendo «Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)»

Cine de papel – ‘Salomón y la reina de Saba’

El cine, el buen cine, es un acopio de sensaciones, de emociones, de épica, de ilusiones, y de muchas otras cosas, sugeridas por una historia narrada en imágenes a un ritmo de 24 fotogramas por segundo, aprovechándose así de una anomalía en el ojo humano, un espejismo que dota de continuidad de acción a lo que sólo son simples fotografías encadenadas. Pero el cine también es negocio, necesitado de los diversos instrumentos puestos a su alcance para vender las películas a un público necesitado de sueños. En los tiempos en los que la televisión, las radios, internet, nos bombardean y amenazan constantemente con vernos convertidos de la noche a la mañana en los paletos del barrio por no haber ido a ver aún tal o cual bodrio hollywoodiense, cuesta imaginar cómo se hacían llegar estas películas al público en la época dorada del cine. Sin embargo, hoy en día quedan vestigios de épocas pasadas en determinados cines que todavía reparten revistas, catálogos, programas de las películas que emiten o que están por estrenarse. Nada que ver con las pequeñas joyas impresas, verdaderas obras de artesanía, que eran los antiguos programas de mano.

En esta nueva sección, gracias a la enorme, inacabable, generosidad de Marta Navarro García, fenomenal poeta, co-mantenedora del mágico e imprescindible blog Entrenómadas, y mejor, muchísimo mejor persona, vamos a poder recoger algunas imágenes de aquellos viejos programas de mano, de cine clásico reconocido y de películas ya olvidadas, pero todas testimonios de toda una memoria cinematográfica, pero también sociológica de una época. En estas pequeñas y delicadas joyas de papel se entremezclan las imágenes de héroes y heroínas del celuloide con primitivos eslóganes comerciales, a veces grandilocuentes y apasionados, otras un tanto ridículos y pasados de moda, si no colocados entre anuncios de pastillas para la tos o de comercios de electrodomésticos donde conseguir entradas para el estreno del domingo. Joyas que nos traen la memoria de otros días en los que el cine no era tanto un bien de consumo cultural, sino una ventana a un bello mundo de fantasía que hiciera olvidar las penas de la vida diaria.

Esta sección que nace hoy está dedicada con emoción a los cinéfilos de otro tiempo, sin los cuales nosotros nunca hubiéramos sido los mismos.
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