Antibelicismo de época: Waterloo (Sergei Bondarchuk, 1970)

La fama de esta superproducción histórica de Dino de Laurentiis se debe a razones en su mayoría colaterales. La contratación de figuras importantes del momento para los papeles principales (Rod Steiger y Christopher Plummer), la participación de actores veteranos en roles secundarios (Orson Welles, Jack Hawkins y Michael Wilding), la dirección a cargo de quien poco tiempo antes había recibido el primer Oscar a la mejor película extranjera para el cine soviético por su versión de más de seis horas de Guerra y Paz, el ucraniano Sergei Bondarchuk, la música compuesta por Nino Rota y el enorme despliegue material y humano para las secuencias de batalla en los exteriores escogidos en Ucrania, con miles y miles de soldados del Ejército Rojo, gran cantidad de ellos completamente pertrechados con uniformes, armas y equipo de principios del siglo XIX, como extras interpretando a las tropas contendientes, no fueron suficientes para compensar en taquilla la enorme suma invertida y obtener beneficios, lo que hizo que Metro-Goldwyn-Mayer primero, y United Artists después, temerosas de emular el gran fiasco económico sufrido por los productores italianos, obligaran a cancelar el gran proyecto que sobre la figura de Napoleón Bonaparte llevaba años preparando Stanley Kubrick, y parte de cuya ingente cantidad de materiales, convenientemente reciclados y readaptados, pudo utilizarse para algunos pasajes de su adaptación de Barry Lyndon (1975). Los acuerdos comerciales italo-soviéticos puestos en marcha entre finales de los sesenta y mediados de los ochenta (entre otros, los de la Fiat italiana con la compañía soviética AvtoVAZ para lanzar al mercado los Lada), que posibilitaron, en su apartado cinematográfico, el trasiego entre un país y otro de directores como el propio Bondarchuk, Mikhalkov, Tarkovski o De Sica, entre otros, tienen en esta película ambientada en las guerras napoleónicas uno de sus mayores y más catastróficos exponentes, en lo económico y, no tanto, en lo artístico. Y es que la voluntad de colosalismo, el intento de emular las grandes superproducciones historicistas de Hollywood, tanto en formato panorámico como en riqueza de medios para llenar cada fotograma, pasaron una copiosa factura en ambos aspectos a un proyecto al que el tiempo, sin llegar a recuperarlo del todo, le ha ido sentando algo mejor.

La película se inicia con un prólogo que ya muestra a las claras parte de las intenciones y del tono del filme. En un suntuoso palacio parisino, Napoleón Bonaparte (Rod Steiger) se ve forzado a claudicar ante los aliados europeos que poco tiempo atrás le han derrotado en Leipzig y que ahora se encuentran a las puertas de París. A pesar de su fuerza interior, de su optimismo, de su confianza en sí mismo, de sus aires mesiánicos, Bonaparte es abandonado por sus generales, que defienden la inutilidad de toda resistencia, alegan el agotamiento de Francia y de las tropas y la inexistencia de relevos adecuados y la imposibilidad de nuevas levas para continuar la guerra. Este comienzo marca también el modo de interpretar el personaje por parte de Steiger, un recital de sobreactuaciones, muecas, ademanes, desvanecimientos y estallidos febriles casi operístico, por momentos hasta caricaturesco e involuntariamente cómico, alternados con instantes de concentración reflexiva, tormento interior, pomposos monólogos dirigidos a sí mismo y miradas al vacío, en ocasiones (en la secuencia de la comida previa a la batalla definitiva) con los ojos abiertos como huevos. Tras los créditos comienza la acción en sí misma, que se divide en dos partes: una, puede decirse que «de interiores», en la que, por un lado, Napoleón, recién evadido de Elba y apoyado por apenas un millar de soldados de la Guardia Imperial, amenaza París y las tropas enviadas por Luis XVIII (Orson Welles) para interceptarlo, comandadas por el mariscal Ney (Dan O’Herlihy), se unen a él, y por otro, transcurre entre los primeros preparativos de Napoleón durante los llamados Cien Días para rehabilitar su Gobierno y preparar un ejército para atacar a los aliados en Bélgica; una segunda, situada en Bruselas, en el baile de gala durante el que Wellington (Plummer) tiene noticia de la irrupción de los franceses por Charleroi y se da cuenta de que las tropas británicas y prusianas, que poco antes se han dividido, han sido sorprendidas y copadas aun antes de que puedan presentar batalla. Esta fase termina en una pequeña sala del palacio supuestamente bruselense, en la que Wellington, tras observar el mapa de situación de las tropas y constatar que los prusianos están siendo perseguidos por un ala del ejército francés, traza un círculo alrededor de la localidad cerca de la que las tropas británicas pueden reagruparse, girar y encontrarse de frente a frente con las fuerzas de Napoleón: Waterloo.

En este punto de inicio el objeto central de la película, la narración de la batalla, espectacular en sus tomas aéreas y en los movimientos de masas, entre banderas, formaciones milimétricas de la infantería, columnas de caballería, puestos de artillería y coloridos uniformes por doquier, marchas militares, tambores de guerra y gaitas escocesas. El guion centraliza la acción en unos pocos personajes, los protagonistas principales, los generales de cada bando y sus respectivos estados mayores, por una parte, y la consabida en estos casos atención parcial a personajes anónimos, sargentos y soldados, a los que seguir sobre el terreno. En cuanto a las operaciones militares en sí mismas, el único sector diferenciado y con protagonismo propio, sobre le que se hace recaer todo el peso visual significativo del combate (el alzado y arriado de banderas), es la granja de Hougoumont, asaltada durante horas por los franceses y por fin tomada a media tarde, y posteriormente recuperada por los británicos horas después, justo antes del giro sorpresivo final, cuando Napoleón creía tener la batalla ganada pero las tropas que irrumpen en el campo de batalla al final de la jornada no son las que él envió en persecución de los prusianos, sino estos, al mando de Blücher (Serghej Zakhariazde), lo cual decide el combate en contra de Francia. Aquí se abre el epílogo, a un tiempo demorado y acelerado. En primer lugar se muestra el heroísmo de la Guardia Imperial de Napoleón, que prefiere morir a rendirse, y que marca la derrota definitiva, la pérdida total de las fuerzas del emperador y la inevitabilidad de su captura, su exilio y su muerte. En segundo término, el discurso antibelicista se sustenta en el detenido paseo a caballo de Wellington por el escenario de la batalla poblado de cadáveres, sangre y destrucción, y en sus frases de guion sobre la desolación de la victoria y su proximidad a la derrota. Como colofón, un tanto abrupto y narrado por encima, en contraposición a la atención que el personaje ha recibido en todo el extenso metraje anterior, el emperador derrotado huye del campo camino de su adivinado destino.

El tiempo ha dado a la película una patina de superproducción de la que probablemente en su vida comercial se vio privada debido a las imperfecciones en la construcción. No se explora en profundidad la psicología de los personajes ni la interacción entre ellos, las tramas secundarias (los romances de algunos combatientes, sus historias personales, las relaciones entre algunos de ellos) quedan apenas esbozadas pero sin desarrollo, o este se limita a lo tópico y superficial, las grandes secuencias «emocionales» de Bonaparte quedan sometidas al imperio gesticulante, vociferante y gestual de Steiger, y todo se fía a las grandes secuencias de desplazamiento de masas y de combate, pero su efectividad queda muy mermada. Primero, porque el despliegue humano no siempre es presentado con sentido, es más una acumulación de hipotética carne de cañón que un personaje colectivo con un sentido narrativo concreto. Grandes tomas aéreas recorren el campo, tomas cenitales muestras la perfecta formación en hileras de ataque o en cuadros de defensa de la caballería francesa o de la infantería británica, pero, exceptuando el caso de la granja, ningún escenario particular de la batalla tiene adquiere protagonismo propio o merece minutos en el metraje. La batalla no se cuenta apenas visualmente, solo se enseña, y la confusión que podría resultar realista al espectador en tanto que experiencia inmersiva (que se dice ahora) acerca de lo que podía significar sentirse perdido en una batalla del siglo XIX, entre explosiones, humo de incendios y de pólvora, cargas y movimientos imposibles de descrifrar en conjunto para quien marcha a pie o cambia continuamente de dirección a caballo, se diluye en la falta de una narrativa clara, en la pérdida de rumbo de algo que se quiera contar a corto plazo, más allá del sabido resultado de la contienda. De modo que son los personajes los que, bien dirigiéndose a otros, bien proclamándose cosas a sí mismos, tienen que ilustrar de viva voz lo que la cámara debería mostrar, comentando los avatares favorables o desfavorables de los distintos estadios de la lucha. Tampoco está construido el suspense relativo a si las tropas que se dirigen al final hacia el campo de batalla y van a inclinar decisivamente la balanza son las francesas o las prusianas, desembocando en un final que, a pesar de lo que dice la historia, puede considerarse dramáticamente caprichoso (por lo que la película cuenta, tanto podrían ser unas como otras, porque sí).

El resultado es una película extrañamente fría y distante, que se limita a pintar un gigantesco cuadro historicista de la batalla de Waterloo, fabricado a trazos gruesos, alejado de toda intimidad y de una mirada detallista y particularizada, y cuyo retrato más próximo a los personajes, bastante acertado en cuanto al elitista y aristocrático Wellington (aunque le dedique menos tiempo de metraje y apenas unas puntadas en su caracterización, o tal vez gracias a eso) pero que en lo que atañe a Napoleón se ve lastrado por la afectación constante de Steiger, no llega a elevarse por encima del tono funcional que maneja todo el conjunto. Vibrante por momentos, épica casi nunca, la película no logra elevarse como obra cinematográfica por encima de la historia que pretende contar y que, de algún modo, resulta fragmentaria, incompleta, tan a vuelapluma como las tomas aéras sobre el campo de Waterloo.

Mis escenas favoritas: La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, Woody Allen, 1975)

En la Rusia de principios del siglo XIX, Boris Grushenko vive obsesionado con la muerte y con su prima Sonia, aunque ella prefiere a Iván, uno de los hermanos de Boris. Pero Iván se casa, y Sonia, por despecho, contrae matrimonio con un rico comerciante de pescado. Obligado por su familia, Boris se alista en el ejército para luchar contra Napoleón e, inexplicablemente, se convierte en un héroe de guerra. A pesar de ser un pacifista convencido, la casualidad querrá que llegue a tener en sus manos el destino de Europa. Woody Allen parodia su propio gusto por la novela rusa decimonónica, en particular a Tolstói y Dostoyevski, en esta ácida comedia ambientada en los tiempos de las guerras napoleónicas y la invasión de Rusia por la Grande Armée.

Música para una banda sonora vital: Master and Commander: al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, Peter Weir, 2003)

Uno de los grandes aciertos de la, por otra parte, irregular propuesta de Peter Weir para la adaptación a la pantalla del universo de Patrick O’Brien y su serie de novelas sobre las aventuras del capitán naval Jack Aubrey es la elección de la música. En particular, el empleo de La Musica Notturna Delle Strade di Madrid de Luigi Boccherini, compositor italiano afincado por más de cuarenta años en la corte española. En el primer vídeo, se incluye la versión incluida en la banda sonora de la cinta. En el segundo, la partitura completa de Boccherini dirigida por Jordi Savall.

Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)

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La invasión napoleónica de Rusia y el proceso paralelo de crecimiento y maduración de una muchacha de buena familia, la dulce y generosa Nathasa Rostova. Resulta más fácil resumir en una frase el esqueleto argumental de la monumental obra de Tolstoi que trasladarla a la pantalla, aun utilizando para ello tres horas y cuarto de metraje. Aunque King Vidor salió más que airoso de un desafío artístico y técnico harto complicado, no obtuvo el favor del público en la taquilla, lo cual, unido a los inmensos costes de producción, supuso un fuerte contratiempo en la carrera de un director que venía de la edad de los pioneros y que sólo rodaría una película más. Producida por Dino de Laurentiis y concebida como una de las más grandes superproducciones cinematográficas de la era de las superproducciones cinematográficas que trataba de imponerse por aplastamiento al incipiente reinado doméstico de la televisión, la película pretendía atesorarlo todo: una fuente literaria de prestigio, un guión en el que intervinieron más de media docena de escritores (entre ellos Irwin Shaw, Mario Camerini o el propio Vidor), un director consagrado cuya carrera hundía sus raíces en la etapa muda del cine, un operador de fotografía de primer nivel (Jack Cardiff), un compositor reputadísimo (Nino Rota), y un reparto de grandes figuras del cine norteamericano y europeo que pudiera atraer al público a las pantallas, con Audrey Hepburn, Henry Fonda, Mel Ferrer, Vittorio Gassman, Herbert Lom, Anita Ekberg, Oskar Homolka, Jeremy Brett o John Mills. Hoy en día, el paciente visionado de la película tiene premio, descubrir un catálogo de exquisitas interpretaciones enmarcadas por una fotografía excepcional.

Vidor capta la esencia de la obra de Tolstoi contraponiendo acertadamente, a través de los personajes de Pierre Bezukhov (Fonda) y el príncipe Andrei Bolkonsky (Ferrer), la doble naturaleza del argumento: ambos mantienen una estrecha relación con Natasha y se ven involucrados, cada uno a su manera, en los excepcionales acontecimientos que sacuden la vida de su país: Pierre es un hombre pacifista e ilustrado, que ve en Napoleón el libertador democrático de Europa antes de desengañarse cuando contempla la batalla de Borodino y el comportamiento de las tropas francesas en las zonas ocupadas; Andrei, que ha perdido a su esposa en el parto de su hijo, es un militar y diplomático que, salvado de morir por los médicos de Napoleón, lucha en una guerra militarmente perdida con la abnegación de un país capaz de arrasar sus propias ciudades y cultivos para no dejar nada valioso en manos del enemigo. El polo alrededor del que gira todo es, por supuesto, Natasha (Audrey Hepburn), la muchacha que descubre al mismo tiempo el amor y la guerra, que abre la película asistiendo a un desfile con la ilusión y la traviesa impaciencia de una niña, y la termina como la mujer de la casa, tomando las primeras decisiones para la reconstrucción en ella de su vida familiar.

El amor y la guerra marchan en paralelo. Los desengaños románticos, de Pierre hacia su mujer (Anita Ekberg), de Natasha hacia Kuragin (Gassman), de Andrei hacia Natasha…, tienen su paralelo en lo político, con Pierre renegando de su antigua admiración por Napoleón (como sucediera igualmente con figuras históricas de la talla de Beethoven, por ejemplo), e incluso en lo militar, con un país avergonzado de un ejército que huye ante el avance francés, que no entiende la estrategia emprendida por el viejo mariscal Kutuzov (Oskar Homolka), paciencia y tiempo, que es la que finalmente conducirá a las armas rusas a la victoria. Continuar leyendo «Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)»

¿Qué habría pasado si…?: Mi Napoleón (The Emperor’s new clothes, Alan Taylor, 2001)

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Toda Historia es incompleta. La Historia, como ciencia del pasado, nos engaña. Cuando volvemos a ella, cuando la contamos, aplicamos consciente o inconscientemente las asumidas reglas de la ficción y de la lógica narrativa. De modo que siempre la exploramos en términos de relaciones de causa y efecto, de pregunta y respuesta, de escenario y personajes, de origen y consecuencias, como una sucesión lógica de acontecimientos que de un punto concreto fueron variando inevitablemente para llegar a otro. A menudo, este relato histórico no tiene en cuenta fenómenos puramente caprichosos (el azar, la casualidad, la suerte) o la influencia de momentos, personajes y situaciones que han quedado olvidados, borrados, desaparecidos, y que por afectar a la intimidad o al secreto, o por ser demasiado irrelevantes, aunque decisivos, en su momento, nunca han quedado registrados por escrito o han impregnado la memoria, y que jamás se sabrán. Estas lagunas, como si de un buen guionista se tratara, son cubiertas mediante reconstrucciones «lógicas», como un relato de ficción, de manera que la Historia, cualquier Historia, contenga un principio, un nudo y un desenlace aceptables para el público, aunque no necesariamente auténticos.

Este carácter difuso, interpretable, de la Historia es aprovechado de manera torticera y mentirosa por determinadas ideologías que la reconstruyen (mejor dicho, la reinventan) con la pretensión de justificar sus posiciones políticas en un momento posterior, o de conservar una parroquia social más o menos receptiva a sus desvaríos mesiánicos, como resultado de los cuales intentan crear de la nada una tradición ficticia que sirva de base a la modificación de la realidad, o del resultado histórico (una mera suma de azares) conforme a sus deseos y, por supuesto, en la que aspiran a gobernar como un club privado y a enriquecerse como si se tratara de un feudo propio. En España hemos sufrido, y sufrimos habitualmente, estas paranoias de la «Historia politizada». Si los nacionalcatolicistas españoles llegaban a vender la idea de que el primer legionario romano que pisó la Península Ibérica en Ampurias ya tenía en la mente la futura creación de algo llamado España, por no hablar de los Reyes Católicos, El Cid o Agustina de Aragón, hoy en día hay Comunidades Autónomas que reinventan su historia, se sacan naciones de la manga y tratan de contar su pasado con clichés actuales, sobre la base de conceptos, ideas o formas de pensar imposibles en las épocas que intentan utilizar como coartada. Todo ello con una finalidad puramente política, de tal manera que siguen, consciente o inconscientemente, merced a un sistema educativo corrupto (y si hablamos del público, en proceso de demolición intencionada) como imprescindible aliado y al monopolio de unos medios de comunicación convertidos en altavoces de la propaganda oficial, la famosa máxima de Goebbels (la mentira que, repetida mil veces, se convierte en verdad), al tiempo que realizan un ejercicio de programación mental que deja al Gran Hermano de Orwell a la altura del betún. El Romanticismo y el surgimiento de los nacionalismos en el siglo XIX (que no antes: por mucho que los políticos se empeñen, no había conciencias «nacionales» con anterioridad, ni en 1707 ni en 1714), formas exacerbadas, líricas, obsesivas e integristas de volver selectivamente sobre el pasado, derivaron casi unánimemente en planteamientos que, en esencia, pertenecen más al terreno de la fe que de la razón, se fundamentan más en la creencia que en el análisis riguroso de los acontecimientos, apelan más a las vísceras y al corazón (engañado o al menos disfrazado) que a la inteligencia y a la observación. De este modo, la nación ha sustituido en muchas mentes a la idea de Dios, o incluso se ha confundido con ella, mientras que en otras, de mentalidad presuntamente progresista, el nacionalismo ha inoculado en último término la semilla del racismo, del clasismo, de la distinción, de la diferencia, dicen que democrática, velo con el que a duras penas logran encubrir la esencia de todo pensamiento nacionalista, la autoadjudicación de la etiqueta de pueblo elegido por la posteridad, merecedor de trascendencia, supervivencia, reconocimiento y aceptación, de autenticidad, verdad y ser, del carácter de unidad de destino en lo universal, como decían -y dicen- los fachas.

De todos modos, bastante basura venden los políticos (sobre todo los españoles) en relación a esta cuestión; es mucho más interesante, inteligente y enriquecedor plantear el problema de los huecos en la Historia desde el punto de vista del juego, de la ucronia, del «¿qué habría pasado si…?». La literatura y el cine han producido una ingente cantidad de obras de «ficción histórica», o de «historia alternativa»: qué habría pasado si Jesucristo, de existir, no hubiera muerto en la cruz, si Colón no hubiera llegado a América, si los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial, si los soviéticos hubieran invadido EE.UU. durante la Guerra Fría… Si proyectamos esta tendencia hacia el futuro, el número de obras de ciencia ficción relacionadas con este punto de partida es inacabable. A título de ejemplo de este fenómeno, hay películas que han establecido interesantes hipótesis, como CSA (Kevin Willmott, 2004), falso documental que fantasea (aunque no deja de contar con cierta base histórica comprobada) sobre los efectos de una victoria confederada durante la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), mientras que otras se han quedado en la broma tonta, en el gag absurdo, y no han ido más allá en sus planteamientos, como por ejemplo la muerte de Hitler en Malditos bastardos (Inglorious basterds, Quentin Tarantino, 2009). De entre los ejercicios interesantes de ficción histórica cabe rescatar esta película de Alan Taylor, dirigida en 2001, Mi Napoleón, que, aludiendo por un lado en su título original a la célebre fábula de Hans Christian Andersen, y recogiendo por otro la leyenda del Hombre de la máscara de hierro que Alejandro Dumas plasmó en El vizconde de Bragelonne, conclusión de Los tres mosqueteros, parte de esta idea inicial: ¿y si Napoleón Bonaparte no hubiera muerto en su confinamiento de la atlántica isla de Santa Elena en 1821, tal y como nos ha contado siempre la Historia? ¿Y si hubiera vuelto a Francia, fugado al igual que hizo en su primer destierro en la isla de Elba?

Contada en forma de flashback, Ian Holm (espléndido en su doble papel) da vida al emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte, un hombre amargado que vive en Santa Elena, custodiado por los británicos, entre varios cortesanos y miembros de su gabinete militar, dictando sus memorias a un escribano y lamentándose de los errores pasados y, sobre todo, de la falta de casta de su hijo, que desaprovecha su tiempo en una vida disipada en la corte de Viena. Continuar leyendo «¿Qué habría pasado si…?: Mi Napoleón (The Emperor’s new clothes, Alan Taylor, 2001)»

Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)

El estrecho es, en este caso, el Canal de la Mancha. El tiempo es el año 1800. Y los gavilanes, en realidad, ni aparecen. Se trata más bien de contrabandistas, marinos expertos en la navegación sigilosa, inadvertida, en embarcaciones que transportan bienes y mercancías ilegales, especialmente coñac para surtir las tabernas de las costas de uno y otro lado, a través de un mar embravecido, helador, neblinoso, sin paso alguno por la aduana francesa o británica, o simples supervivientes de las circunstancias que buscan en el comercio irregular el sustento que se les niega en tierra. Una vez más, el título español de una película pervierte o adorna sin sentido alguno la mención original, Sea devils, algo así como «los demonios del mar», aunque éste solo sirva de tránsito, y la aventura, más bien poco demoníaca, transcurra en sus elementos esenciales prácticamente en su totalidad en secano.

¡Cuántas cosas caben en el cine del maestro Raoul Walsh! La película, de apenas 90 minutos de duración, ofrece un cóctel que contiene, sin apenas respiro, aventura, romance, carreras de barcos, humor (poquito esta vez), historia, espionaje, traición, intriga, suspense, acción, escaladas por las murallas, huidas nocturnas, tormentas, duelos y peleas, fugas de prisión, tiroteos, persecuciones, drama sentimental, crítica social… Todo, insistimos, en apenas 90 minutos que principian ya con un barco aduanero británico que persigue la embarcación de Gilliatt (Rock Hudson) por las costas de Guernsey, una de las islas de soberanía británica que existen en el Canal de la Mancha, y que sirven de paso obligado -y más en aquel entonces- entre Francia e Inglaterra. Gilliatt se verá envuelto en una intriga política de importantes implicaciones cuando reciba el encargo de llevar a una hermosa joven (Yvonne de Carlo) a Francia, una atractiva hembra que en realidad es una espía inglesa que se hará pasar por una condesa francesa encarcelada en la Torre de Londres para averiguar los detalles de la invasión que Napoleón, como antes Felipe II de Castilla y I de Aragón, y luego Hitler, pretende realizar de las Islas Británicas. La joven, que debe ocultar su verdadera misión para no implicar a Gilliatt, por el que se siente atraída, no puede evitar contrariarle en lo que él cree que es un comportamiento desleal por su parte. Cuando Gilliatt conozca la verdad, no dudará en poner su vida en peligro para rescatar a la muchacha de la difícil situación en la que se encontrará cuando Fouche (Jacques B. Brunius), el famoso jefe de policía de Napoleón (Gérard Oury), sospeche que se trata de una impostora.

Magnífico compendio de tantas cosas, no es una película que se encuentre quizá entre lo mejor del maestro Raoul Walsh, uno de los grandes genios del cine de aventuras, acción y entretenimiento del Hollywood clásico, cineasta norteamericano de ascendencia irlandesa y española, pero sí que sirve de ejemplo para percibir las virtudes narrativas de este genial director, especialmente en su manejo del tiempo narrativo, en el sostenimiento de un ritmo avasallador, trepidante, en el que los consabidos interludios románticos son los únicos descansos en una acción que avanza sin resuello, que ofrece datos, acciones y otras cosas relevantes en cada secuencia, en prácticamente cada fotograma y que, aunque transite por lugares comunes y resulte previsible en su desarrollo y conclusión, nunca resulta gratuito, banal o desgastado. Continuar leyendo «Aventuras en remojo: Los gavilanes del estrecho (1953)»

La tienda de los horrores – Napoleón (1955)

Erich von Stroheim, tocado con peluca-fregona, juega a imitar a Ludwig van Beethoven aporreando al piano la sinfonía Heroica con gesto grave de circunstancias mientras un grupo de cortesanos vieneses «negocia» el futuro matrimonio de María Luisa de Austria con Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. En un momento dado, Stroheim, que no dice ni mu en todo este tiempo, deja de tocar, levanta la vista, y mira a quienes se encuentran ante él. Su careto de hastío, de aburrimiento, de humillación, de estar pensando «qué demonios hago yo aquí», resume muy bien las sensaciones que provoca el visionado de Napoleón, producción francesa dirigida por Sacha Guitry en 1955.

Guitry, ya casi al final de su carrera cinematográfica, crea un interminable truño de 182 minutos de duración (muy recortados en las versiones destinadas a otros países, afortunadamente: 105 minutos en Alemania, 118 minutos en España…) consagrado a presentar una hagiografía de la vida y milagros (políticos, militares y amatorios) del «Pequeño Cabo» (o «Le Petit Cabrón», en palabras de Arturo Pérez-Reverte), otro dictador bajito, con mala leche y un único testículo que sojuzgó a media Europa sometiéndola a sus designios durante un par de lustros. Contada en un enorme flashback por el ministro de exteriores Talleyrand (interpretado por el propio Guitry), la película recorre todos los episodios relevantes de la vida de Napoleón, desde su cuna en Ajaccio (Córcega) hasta su muerte en Santa Elena y el traslado de sus restos mortales a París.

Pero, ¿por qué Napoleón es una biografía merecedora de aparecer en esta sección, y no otros biopics, género aburrido y generalmente productor de películas infumables ya de por sí? Principalmente, por la voluntad de Guitry, llevada a cabo con perfección absoluta, de desprenderse de cualquier interés relacionado con contar una historia con principio, nudo, desenlace y personajes, y entregarse a la recapitulación, presentación y recreación de momentos «gloriosos» de la vida de Napoleón desde un punto de vista divulgativo-propagandístico al modo y manera de los documentales, y machacando cada episodio con su narración en voz en off por el propio Talleyrand-Guitry. Como puntos positivos de la cinta, hay que señalar la estupenda recreación atmosférica del periodo histórico, sus vestuarios, localizaciones y utensilios, también los armamentísticos, si bien la película anda justita cuando de trasladar la acción al campo de batalla se trata, no tanto por el número y esplendor de los extras que dan cuerpo a los distintos ejércitos en liza sino por la incapacidad y la insuficiencia de Guitry para narrar con brío, pulso y dramatismo los lances de las guerras napoleónicas. Concentrado en exaltar la figura del dictador, Guitry subordina cualquier otro aspecto de la película a la figura del emperador, haciendo alarde de una exposición nacionalista, imperialista, chauvinista y bananera de la figura de Bonaparte.

En este punto, Guitry parece haber sometido su proyecto a la corriente imperante en ciertos sectores de la derecha francesa militarista en un momento, 1954-55, en el que Francia se enfrentaba (una vez más, porque desde el Congreso de Viena de 1815, en el que por primera vez se le perdonó la vida al país, Francia no ha hecho sino el ridículo en cualquiera de sus actuaciones internacionales, especialmente las bélicas) a la derrota militar de sus tropas en Vietnam y se empezaba a hacer a la idea de que en Argelia también les iban a pintar la cara. Guitry construye así una película nacionalista, triunfalista, en la que, equiparando a Napoleón con Julio César, parece reivindicar, de manera panfletaria, burda y primitiva, como todo nacionalismo de pacotilla, cierta ejemplaridad ideal de los franceses, cierto heroísmo de raza (se recuerda que Bonaparte era corso; casi más italiano, por tanto, que francés), personificando en el dictador las supuestas cualidades superiores de la raza francesa, y consagrándose a la adoración del personaje fotograma tras fotograma, pero sin una verdadera construcción dramática, y olvidando en todo momento, algo muy francés, que apenas unas décadas antes Francia fue el paraíso, por ejemplo, del antisemitismo, que fue la cuna del fascismo, y que medio país se alió con Hitler. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Napoleón (1955)»