Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971)

 

Cuando en los años setenta, como resultado de la convulsa década anterior y ante la catástrofe de la guerra de Vietnam, la contracultura estadounidense cantó el fin del sueño americano, pocos veían venir la resurrección neoconservadora que se avecinaba a finales del decenio y que reinstauró con fuerza su trono inamovible en los ochenta (hasta hoy), recuperando los tradicionales valores de la era Eisenhower y ofreciéndolos esta vez bajo el fácil y atractivo envoltorio del sentimentalismo hueco y el entretenimiento infantilizador, exitosamente exportados al resto de Occidente. Antes de que el llamado Nuevo Hollywood muriera a manos del blockbuster, sin embargo, hubo algo más de diez años de un cine inusitado, ambicioso, complejo, adulto, repleto del desencanto y la autocrítica propios de su tiempo de crisis política, institucional, económica y social, pero sobre todo moral, y que, lejos de dar respuestas, se ejercitaba en el sano propósito de formular preguntas. El agotamiento del mito americano, la búsqueda de un nuevo sentido, de una común filosofía renovadora, tuvo una de sus puestas en escena más recurrentes, tal vez por influencia de la generación beat, en la idea de viaje, en el relato de una singladura que permitiese recorrer distintas geografías del país y, por tanto, servir para mostrar un estado de situación, un contraste, un mosaico del pasado y el presente que alentara la reflexión acerca de cómo debía construirse el futuro. Simbólicamente, ante la sensación de camino sin salida, el cine se volcó en reflejar ese tránsito en la dirección contraria a lo que en Hollywood siempre había sido moneda común: si la épica norteamericana se había construido sobre la conquista del oeste, la exploración de las praderas, la lucha contra los indios, las caravanas de los pioneros, la fundación de pueblos y ciudades, la llegada del telégrafo y del ferrocarril, y, como resultado de todo ello, la implantación de la ley y el orden, es decir, de la política, en un viaje desde el Atlántico al Pacífico, este cine de los años setenta se esforzaba por replantear las cosas desde el origen, y por tanto, su plantilla, en una especie de vuelta a las esencias, a la pureza de la nación, era la inversa, el viaje a las fuentes, al este, a Washington, Nueva York o Filadelfia, a los lugares fundadores, al origen de los Estados Unidos. Así, Walt Coogan (Clint Eastwood), un sheriff del estado de Arizona, se desplazaba a Nueva York para hacerse cargo de un detenido en La jungla humana (Coogan’s Bluff, Don Siegel, 1968); en Easy Rider (Buscando mi destino) (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), la pareja de moteros protagonista viajaba de Los Ángeles a Nueva Orleans para asistir al Mardi Gras; en Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969), Joe Buck (Jon Voight) intentaba mudarse también a Nueva York desde Texas; en Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), se planteaba una carrera de coches que desde el Medio Oeste tenía que finalizar de nuevo en la ciudad de los rascacielos… Punto límite: Cero, no obstante, no juega en esa línea, no contempla la posibilidad de reencontrar un nuevo sentido volviendo a los orígenes, buscando ideas, pretextos, sentidos y esperanzas para una nueva refundación. El guion de Guillermo Cabrera Infante es mucho más pesimista: no hay salida alguna; el único sentido es el camino, el viaje en sí mismo. La única libertad real que cabe es la que uno mismo se proporciona, la conquista personal de la propia vida.

Kowalski (Barry Newman), un empleado dedicado al negocio del alquiler de coches, apuesta a que es capaz de conducir un Dodge Challenger de 1970 desde Colorado para entregarlo en la ciudad de San Francisco en menos de dos días. Eso implica conducir sin detenerse, sin dormir, sin descansar, a toda velocidad, por las carreteras y desolados parajes que desde el oeste miran hacia el océano Pacífico, con ayuda de estimulantes, si hace falta, y sorteando como puede el variopinto grupo de personajes que en tan breve tiempo irán salpicando su travesía y, en ocasiones, dificultándola, retrasándola: pilotos competidores, una sexi autoestopista (Charlotte Rampling, cuyas escenas se suprimieron del montaje final), un cazador de serpientes (Dean Jagger) destinadas a las ceremonias de una estrafalaria comuna religiosa, dos atracadores homosexuales (Anthony James y Arthur Malet), unos hippies admiradores… Y, por supuesto, la policía de Colorado, Nevada y California, que irá tras él para detenerle. Su única compañía constante, la voz de Super Soul (Cleavon Little), el disc-jockey ciego de una de las emisoras de radio más populares y escuchadas del territorio, que primero ilustra el viaje musicalmente con un buen puñado de clásicos del momento y que, a medida que la pretendida hazaña de Kowalski gana repercusión, popularidad y simpatías, en particular de los jóvenes y los hippies, se va convirtiendo en su guía, su conciencia, su confesor, su aliento, lo que a su vez acarreará al locutor, y también a su productor, ambos de raza negra, los previsibles e inevitables problemas, esta vez no con la ley sino con los elementos más ultramontanos de la localidad. El director, Richard C. Sarafian, que tras dos largometrajes en Inglaterra estrenó ese mismo año El hombre de una tierra salvaje (Man in the Wilderness, 1971), con Richard Harris y John Huston, extraño western que es la versión original de El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), imprime a la película el ritmo acelerado, vertiginoso, pero, en sus plásticas composiciones del coche rompiendo el horizonte, también de un acentuado lirismo, que encuentra sus respiros en cada uno de los encuentros del protagonista y también en los flashbacks, incrustados con mayor o menor fortuna y, en general, no demasiado pertinentes ni muy bien resueltos, con los que se ilustra la historia del personaje: de su pasado como veterano de Vietnam y policía de San Diego, expulsado del cuerpo tras un episodio poco claro, a su éxito como piloto de carreras de motos y coches, abandonada tras un traumático accidente; de su prometedora relación con una mujer a su soledad casi propia de los héroes errantes del western… Estos insertos, aunque avanzan algunos aspectos de la personalidad del lacónico Kowalski que luego engarzarán con los datos que sobre él proporciona la policía, ralentizan y dispersan la acción y la sacan del tono general y de la finalidad última del argumento, que sirve a la idea de contraponer esa ansia de libertad, esa aspiración de autorrealización propia de los setenta, frente a las fuerzas que compulsiva y obsesivamente obstaculizan e impiden la consecución de esas aspiraciones. Esas fuerzas pueden ser oficiales (la policía de distintos estados o el FBI) o bien expresión del ala más conservadora de la sociedad americana, que es la que se revuelve contra Super Soul y su emisora, dejando traslucir el racismo latente en la vida pública a pesar y más allá del reconocimiento de los derechos civiles y la teórica igualdad legal. La metáfora más expresa al respecto que plasma la película es la de las excavadoras que la policía coloca en mitad del camino, en el pueblo que Kowalski debe atravesar en su entrada desde Nevada a California, para impedir el paso del Dodge Challenger y capturar al escurridizo conductor. Una barrera infranqueable ante la que solo cabe dar la vuelta o estrellarse. La policía no sale especialmente bien parada en la película, en ninguna de las distintas vertientes que se muestran de su trabajo: incompetente, torpe, represora, arbitraria, cruel y abusiva. Así, mientras Kowalski, su coche y quienes le ayudan, Super Soul o los hippies que le proporcionan sus estimulantes, son la sociedad libre y colaboradora, desinteresada, profundamente humana, la policía es la represión, las ataduras, la constricción, la oficialidad, el Gobierno al margen de los deseos y los intereses pueblo, si no contra ellos.

(Lamentablemente, observo que wordpress me ha hecho una pirula informática y me ha escamoteado un último párrafo que conectaba de nuevo la película con el western a través de un paralelismo entre Kowalski y Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y con el final de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969). Venía a decir que, sabedor Kowalski de que su naturaleza era similar al primero, su destino no podía ser otro que el mismo que buscan los segundos, a partir de esa lacónica pregunta que se hacen antes de desfilar, armados hasta los dientes, hacia el último muro ante el que van a vender cara su piel. «¿Por qué no?».)

Magos del shock latente (fragmento del libro Méliès, Libros del Innombrable, 2017)

(de Alfredo Moreno)

Él[*] sólo suministraba la ilusión. Ahí es donde el cine se pone divertido. Utilizas espejos, eres como un mago sacando conejos de chisteras.

Billy Wilder.

 

Georges Méliès no inventó el cinematógrafo; hizo mucho más que eso: inventó el cine.

La figura de Méliès emergió, como el héroe de un antiguo serial de aventuras, en el instante justo, en el momento crucial para salvar al cine de una muerte prematura, de una desaparición en exceso temprana. Consumido el efecto sorpresa, acostumbrada la masa que durante los primeros tiempos había abarrotado las proyecciones a la continuada observación de insulsas escenas de la vida cotidiana o de impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento, los hermanos Lumière, convencidos de las nulas posibilidades comerciales del cinematógrafo, pretendieron emplearlo como instrumento puramente técnico al servicio exclusivo del conocimiento científico y de los avances tecnológicos. En la otra orilla del Atlántico, la implacable avaricia de Thomas A. Edison había sembrado de férreos y costosísimos derechos económicos la explotación del cine en la Costa Este (propiciando así el inminente descubrimiento de Hollywood) y reducido su condición a la de mera atracción de feria, objeto de clandestino y casi onanista disfrute para todo espectador que, siempre de uno en uno, se introdujera en una barraca de madera, tras una manta que oficiara de precario biombo o en la trastienda de un colmado o de una farmacia para escrutar a través de un agujerito cual Norman Bates espiando a Marion Crane en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) un puñado de anodinos fragmentos de película de escasa trascendencia.

En este contexto precozmente decadente, George Méliès irrumpió con el entusiasmo de un visionario, con la clarividencia de un iluminado, para inventar el cine. No el cinematógrafo sino el cine, el ritual, la liturgia de ir al cine. El cine como concepto, el pacto silencioso entre cineasta y público, ese contrato implícito que une al creador con el destinatario de sus fantasías en cuyas cláusulas se acuerda que el autor construirá de la nada todo un universo ficticio de hermosas mentiras que jugará a hacer pasar por reales, que el espectador aceptará creer mientras dure la proyección sin preguntarse cómo o por qué, renunciando a resolver el misterio, a dejarse revelar el truco. A partir de una inagotable imaginación y de un inmenso bagaje de conocimientos técnicos y artísticos sobre el mundo del teatro, las variedades, la magia y el ilusionismo, con espíritu pionero, pleno del candor y de la ingenuidad que también le son propios, con el hambre del descubridor de nuevos horizontes, con la convicción absoluta de que el cine era precisamente la más importante de las artes al comprenderlas todas, Méliès dotó al nuevo medio de uno de sus ingredientes primordiales, de su componente definitivo, hoy más que nunca en cuestión: la ilusión. En su cine, la sorpresa agotada en sí misma y progresivamente diluida por efecto de la repetición se vio arrinconada por la magia, por el hechizo del juego, de la combinación de imágenes, por la ansiedad de saber qué vendría después, en cada plano, tras cada secuencia. La sorpresa cedió su sitio al asombro. Méliès dio a luz eso que Cabrera Infante denominó shock latente, y que de sus películas pasó a Buster Keaton y a Un perro andaluz (1929) o La edad de oro (1930) de Luis Buñuel, que moldeó la personalidad artística de Orson Welles, que impregnó la filmografía de Alfred Hitchcock, quien le raspó el elemento maravilloso para racionalizarlo, estructurarlo según cierta lógica (convenientemente eludida cuando le convenía) y hacerlo su estilo bautizándolo como suspense, que influyó en Ingmar Bergman y en Andrei Tarkovski, en el neorrealismo italiano, en Federico Fellini, en la nouvelle vague y, a través de todos ellos, en su producto natural, Woody Allen (aunque su fórmula se adereza con no pocas gotas de esencia de Billy Wilder, Bob Hope y Groucho Marx).

De niño, Georges Méliès ya mostraba innatas aptitudes para el dibujo, la pintura, la caricatura y la escultura, así como una acusada inclinación por el teatro, los decorados y la puesta en escena. Desde los siete años, cuando empezó a recibir una educación clásica y de base literaria en el parisino Liceo Michelet, alternó sus estudios con su pasión por los guiñoles y el diseño de escenas fantásticas (primigenios storyboards) que transcurrían en paisajes extraños, en palacios de ensueño o en atmósferas de pesadilla. Al regreso del servicio militar, durante el que persistió en el dibujo y se lanzó de lleno a la pintura, sus ansias artísticas se vieron momentáneamente frustradas: opuesto a que ingresara en la Academia de Bellas Artes, su padre le obligó a emplearse en el negocio familiar, una fábrica de zapatos de lujo. Con ello, papá Méliès proporcionó involuntariamente a su hijo la segunda vertiente de su poliédrica personalidad cinematográfica, el gusto, la atracción por la maquinaria. Interesado desde siempre por los engranajes y la utilería asociados al mundo del teatro, en la fábrica de zapatos Méliès, en el número 5 de la calle Taylor del distrito 10 de París, Georges se ejercitó en el mantenimiento y la reparación de las máquinas de la empresa, desarrollando una pericia que le permitió perfeccionar algunas de ellas, mejorar su rendimiento y alargar su vida útil, destreza que resultaría fundamental en su carrera como cineasta total.

[*] Se refiere a Alexander Trauner, director artístico de El apartamento (The apartment, 1960), también colaborador de Marcel Carné, Jean Grémillon u Orson Welles, entre otros.

Información sobre el libro.

Tras la pista de Georges Méliès

El pasado día 19 presentamos en Zaragoza Méliès, obra colectiva sobre uno de los padres del cine, probablemente el mayor y mejor pionero del arte cinematográfico en los orígenes del celuloide. Entre las espléndidas ilustraciones de Juan Luis Borra y los extraordinarios textos que incluye el volumen, obra de Raúl Herrero, Bruno Marcos, Alberto Ruiz de Samaniego, Jesús F. Pascual Molina, Silvia Rins, Carlos Barbarito, Aldo Alcota, Laia López Manrique, Antonio Fernández Molina, Iván Humanes, Tomás Fernández Valentí y Diego Civilotti García, se coló uno de quien escribe, titulado Magos del shock latente (en expresión de Guillermo Cabrera Infante), del que sigue un fragmento:

Georges Méliès no inventó el cinematógrafo; hizo mucho más que eso: inventó el cine.

La figura de Méliès emergió, como el héroe de un antiguo serial de aventuras, en el instante justo, en el momento crucial para salvar al cine de una muerte prematura, de una desaparición en exceso temprana. Consumido el efecto sorpresa, acostumbrada la masa que durante los primeros tiempos había abarrotado las proyecciones a la continuada observación de insulsas escenas de la vida cotidiana o de impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento, los hermanos Lumière, convencidos de las nulas posibilidades comerciales del cinematógrafo, pretendieron emplearlo como instrumento puramente técnico al servicio exclusivo del conocimiento científico y de los avances tecnológicos. En la otra orilla del Atlántico, la implacable avaricia de Thomas A. Edison había sembrado de férreos y costosísimos derechos económicos la explotación del cine en la Costa Este (propiciando así el inminente descubrimiento de Hollywood) y reducido su condición a la de mera atracción de feria, objeto de clandestino y casi onanista disfrute para todo espectador que, siempre de uno en uno, se introdujera en una barraca de madera, tras una manta que oficiara de precario biombo o en la trastienda de un colmado o de una farmacia para escrutar a través de un agujerito cual Norman Bates espiando a Marion Crane en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) un puñado de anodinos fragmentos de película de escasa trascendencia.

En este contexto precozmente decadente, Georges Méliès irrumpió con el entusiasmo de un visionario, con la clarividencia de un iluminado, para inventar el cine. No el cinematógrafo sino el cine, el ritual, la liturgia de ir al cine. El cine como concepto, el pacto silencioso entre cineasta y público, ese contrato implícito que une al creador con el destinatario de sus fantasías en cuyas cláusulas se acuerda que el autor construirá de la nada todo un universo ficticio de hermosas mentiras que jugará a hacer pasar por reales, que el espectador aceptará creer mientras dure la proyección sin preguntarse cómo o por qué, renunciando a resolver el misterio, a dejarse revelar el truco. A partir de una inagotable imaginación y de un inmenso bagaje de conocimientos técnicos y artísticos sobre el mundo del teatro, las variedades, la magia y el ilusionismo, con espíritu pionero, pleno del candor y de la ingenuidad que también le son propios, con el hambre del descubridor de nuevos horizontes, con la convicción absoluta de que el cine era precisamente la más importante de las artes al comprenderlas todas, Méliès dotó al nuevo medio de uno de sus ingredientes primordiales, de su componente definitivo, hoy más que nunca en cuestión: la ilusión. En su cine, la sorpresa agotada en sí misma y progresivamente diluida por efecto de la repetición se vio arrinconada por la magia, por el hechizo del juego, de la combinación de imágenes, por la ansiedad de saber qué vendría después, en cada plano, tras cada secuencia. La sorpresa cedió su sitio al asombro. Méliès dio a luz eso que Cabrera Infante denominó shock latente, y que de sus películas pasó a Buster Keaton y a Un perro andaluz (1929) o La edad de oro (1930) de Luis Buñuel, que moldeó la personalidad artística de Orson Welles, que impregnó la filmografía de Alfred Hitchcock, quien le raspó el elemento maravilloso para racionalizarlo, estructurarlo según cierta lógica (convenientemente eludida cuando le convenía) y hacerlo su estilo bautizándolo como suspense, que influyó en Ingmar Bergman y en Andrei Tarkovski, en el neorrealismo italiano, en Federico Fellini, en la nouvelle vague y, a través de todos ellos, en su producto natural, Woody Allen (aunque su fórmula se adereza con no pocas gotas de esencia de Billy Wilder, Bob Hope y Groucho Marx).

De niño, Georges Méliès ya mostraba innatas aptitudes para el dibujo, la pintura, la caricatura y la escultura, así como una acusada inclinación por el teatro, los decorados y la puesta en escena. Desde los siete años, cuando empezó a recibir una educación clásica y de base literaria en el parisino Liceo Michelet, alternó sus estudios con su pasión por los guiñoles y el diseño de escenas fantásticas (primigenios storyboards) que transcurrían en paisajes extraños, en palacios de ensueño o en atmósferas de pesadilla. Al regreso del servicio militar, durante el que persistió en el dibujo y se lanzó de lleno a la pintura, sus ansias artísticas se vieron momentáneamente frustradas: opuesto a que ingresara en la Academia de Bellas Artes, su padre le obligó a emplearse en el negocio familiar, una fábrica de zapatos de lujo. Con ello, papá Méliès proporcionó involuntariamente a su hijo la segunda vertiente de su poliédrica personalidad cinematográfica, el gusto, la atracción por la maquinaria. Interesado desde siempre por los engranajes y la utilería asociados al mundo del teatro, en la fábrica de zapatos Méliès, en el número 5 de la calle Taylor del distrito 10 de París, Georges se ejercitó en el mantenimiento y la reparación de las máquinas de la empresa, desarrollando una pericia que le permitió perfeccionar algunas de ellas, mejorar su rendimiento y alargar su vida útil, destreza que resultaría fundamental en su carrera como cineasta total.

El tercer pilar de su formación, el gusto por las fantasmagorías, por la pantomima, la comedia y el ilusionismo, lo adquirió por vía indirecta. Desplazado a Gran Bretaña en 1884 para aprender inglés, sus por entonces escasos conocimientos en la lengua de Shakespeare le llevaron a frecuentar el Egyptian Hall londinense, una suerte de teatro de variedades dirigido por el célebre ilusionista John Nevil Maskelyne (1839-1917) en cuyo escenario la acción era más importante que las palabras. Inventor de la máquina de escribir que lleva su apellido, Maskelyne fue además el padre de Jasper Maskelyne (1902-1973), uno de los magos más famosos del siglo XX, al que, entre otros méritos, se atribuye una importante contribución a las armas británicas en el frente egipcio de la Segunda Guerra Mundial, en el que utilizó sus habilidades profesionales para idear elaboradísimos e ingeniosos trucos de imaginería e ilusionismo con los que confundir y engañar al espionaje y los aviones de reconocimiento alemanes e italianos. Asiduo espectador de los espectáculos de sombras chinescas, linterna mágica, ilusiones ópticas y discos estraboscópicos del Egyptian, Méliès comenzó a adaptar y ensayar algunos números de ilusionismo vistos y aprendidos en las funciones de Maskelyne, y a su vuelta a Francia se convirtió en público habitual del teatro de ilusiones de París, fundado por el mítico Robert Houdin. Durante aquel corto periodo, Méliès alternó las visitas al teatro, los ensayos y su descubrimiento del humor gracias a los monólogos del cómico Galipaux y a los montajes de la Comédie Française (el mismo Méliés representó números humorísticos de su invención en el museo Grévin y en el teatro de la galería Vivienne de París) con el ejercicio del periodismo y su profesión de caricaturista. Su gran oportunidad llegó en 1888 con la compra del teatro de ilusiones de Robert Houdin, cuya dirección, además de actuar repetidamente en su escenario, ejerció hasta 1923.

El cine, el medio a través del que Georges Méliès encontraría el cauce definitivo para explorar sus inmensas capacidades creativas, llegó a su vida el mismo día de su nacimiento. Invitado por el propio Louis Lumière a la primera proyección pública del nuevo invento, el 28 de diciembre de 1895 en el número 14 del bulevar de las Capuchinas de París, y maravillado al observar las primeras animaciones, hizo de inmediato una oferta de compra o alquiler de uno de aquellos equipos para su teatro de ilusiones. La negativa de Lumière no le detuvo, y además de fabricar él mismo su primera cámara construyó en Montreuil el primer estudio cinematográfico, con paredes de cristal y escenario y maquinaria teatrales. Desde 1896, condicionado por la prohibición de las autoridades de filmar en la vía pública, empezó a producir, escribir, dirigir, a menudo protagonizar y montar las primeras películas con contenido puramente narrativo –sus primeras obras son La desaparición de una dama en el Robert Houdin (L’Escamotage d’une dame chez Robert-Houdin) y El castillo encantado (Le manoir du diable)–, cintas que se nutrían de la forma de contar de la literatura y de la historia con la intención de ofrecer grandes experiencias dentro de lo que se conocería como géneros cinematográficos, plenas de ritmo y velocidad, dotadas de un universo repleto de terrores y risas, de diablos, esqueletos y fantasmas y de personajes entre lo simpático, lo patético y lo grotesco.

Méliès convirtió el teatro Robert Houdin en la primera sala de cine entendida como tal, un local con pantalla y butacas situado en el interior de un inmueble, y estrenó allí sus películas con enorme éxito. A partir de entonces su fama se multiplicó. Empezó a ser conocido como “el Julio Verne del cine”, “el mago de la pantalla” o “el rey de la fantasmagoría”, y no paró de hacer películas hasta el estallido de la Gran Guerra en 1914, con especial predilección por las fantasías aventureras y, en general, por todas aquellas historias que le permitieran evitar el vacío en el escenario y la lentitud en el ritmo narrativo. Así, la más popular de sus películas, Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902), se compone de 13 minutos divididos en treinta escenas con abundancia de trucajes, como el empleo de maquetas y desplegables panorámicos horizontales y verticales, sobreimpresiones, planos estáticos, fundidos encadenados, cortes y alteraciones en el montaje y uso de la pirotecnia, o como la famosa imagen del cohete que se incrusta en el ojo del satélite. En la senda de este colosal triunfo de Méliès, Las aventuras de Robinson Crusoe (Les aventures de Robinson Crusoe, 1902), Viaje a través de lo imposible (Voyage à travers l’imposible, 1904) o A la conquista del Polo (À la conquête du Pôle, 1911) –una de sus últimas películas y uno de sus más sonoros fracasos– siguen el mismo esquema argumental de protagonistas recién llegados a un entorno hostil, transcurso de aventuras diversas, fuga y recibimiento clamoroso en el retorno al hogar. Tras la aceptación y la fama vendrían la ruina, el olvido y las penurias económicas y vitales hasta su rehabilitación pública en 1928 gracias a Léon Druhot, director de la revista Ciné Journal, y Jean Mauclaire, cineasta y director de Studio 28.

Además de sus queridos autómatas, de la constante aparición en su filmes de diablos, hadas, gnomos, brujas, monstruos y espectros, del uso de maquinaria teatral convenientemente disimulada y de distintos procedimientos de prestidigitación, Méliès fue incorporando paulatinamente a su catálogo de artefactos de ilusionismo nuevos hallazgos producto de las posibilidades técnicas del nuevo invento, como la utilización de luz eléctrica en los rodajes, la doble impresión fotográfica, los fundidos y, sobre todo, la concepción creativa del montaje como medio para hacer más efectivos sus trucajes en la pantalla, cortando y uniendo distintos fotogramas para lograr la ilusión de continuidad de la acción en abierto desafío de las leyes de la materia y del tiempo. Se puede decir, por tanto, que si bien Georges Méliès no inventó el cinematógrafo, sí creó todo lo demás: el primer estudio, la primera sala de cine, los primeros rudimentos técnicos, los géneros cinematográficos, los guiones de raíz literaria, el montaje, la iluminación, la puesta en escena, la dirección de actores, el diseño de vestuario, el maquillaje y la peluquería, la tirada de copias, la distribución comercial (a través de su hermano logró introducir la marca Méliès en el mercado americano, en competencia con el trust Edison), el copyright… Incluso sufrió los primeros tijeretazos de la censura con motivo de su película El caso Dreyfus (L’affaire Dreyfus, 1899), filme de apenas 12 minutos que narra el célebre caso de corrupción judicial del que fue víctima un militar de origen judío, un turbio suceso en que se mezclaron asuntos de espionaje con el odio antisemita de buena parte de la sociedad francesa.

Dibujo, pintura, escultura, teatro, escenografía, maquinaria, magia, ilusionismo, prestidigitación, comedia y la imaginativa exploración de las aplicaciones creativas del cine conforman la rica personalidad artística de Georges Méliès. Una condición que, lejos de enclaustrarse en los confines de la era de los pioneros como iniciador de todo lo que ha venido después, ha latido permanentemente en la historia del cine para mantener vivo un legado cuya huella puede reconocerse a simple vista en la filmografía de algunos de los más reconocidos maestros del arte cinematográfico. Un callado pero constante tributo a su primer autor, al hombre que lo empezó todo.

 

José Luis Borau

A pocos profesionales, de entre los muchos y excelentes que han dejado huella en la historia del cine en España, les corresponde tan acertadamente el calificativo de “cineasta” como al director aragonés José Luis Borau Moradell. A diferencia de otros nombres del cine español más presentes en los medios y cuyos nuevos trabajos siempre son recibidos con grandes alharacas y enorme derroche comercial y publicitario, Borau, persona apasionada, vehemente, tímida y osada al mismo tiempo, impregnada por el carácter tópico de la nobleza y la terquedad aragonesas (él mismo ha declarado que: “basta que me digan que una película no se puede hacer para que a mí me interese e intente hacerla”), siempre ha destacado como ejemplo de profesional discreto, eficiente y de calidad innegable. Tras largos años dedicado a la profesión en múltiples de sus variantes, ha logrado desarrollar una trayectoria cinematográfica muy personal, alternando géneros y temáticas, con intereses a veces coincidentes con el gusto del público y a veces diametralmente opuestos, pero casi siempre con gran aceptación de la crítica especializada. Una trayectoria, eso sí, a menudo alejada de las apetencias de los circuitos comerciales, lo que quizá ha menoscabado algo el grado de su reconocimiento por el gran público. Pero el valor primero, la razón primordial por la que es merecedor del título de “cineasta”, muchas veces demasiado aplicado a la ligera, es porque Borau, una de las cuatro bes de nuestro cine (junto a Buñuel, Berlanga y Bardem), reúne en una sola carrera, además de una obra amplia y diversa como director, los oficios de crítico, investigador, editor, profesor, promotor y actor ocasional, llegando incluso a presidir durante cuatro años la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, órgano en el que se agrupan los profesionales españoles del medio. Resulta complicado encontrar en el panorama nacional otra figura de la misma categoría que, gracias a su profundo y experimentado conocimiento de todas y cada una de las facetas que rodean la creación cinematográfica, pueda formular análisis y establecer diagnósticos tan precisos y exhaustivos acerca de los crónicos problemas que vive el cine español, al mismo tiempo que su testimonio constituye una fuente única e imprescindible para la conservación de la memoria histórica de lo que ha sido el desarrollo de la cinematografía española durante los últimos cuarenta años. La gran virtud de Borau reside en haber sabido compaginar su extensa actividad dentro de la industria como un importante baluarte de la misma con una cierta actitud de rebeldía, un ansia de ir por libre, de no ceñirse únicamente a los criterios del público o a las modas entre los productores, de outsider, como califican en Hollywood a quienes intentan salirse de los habituales mecanismos de la producción y la creación cinematográficas.

Para el gran público, la imagen reciente más difundida de José Luis Borau probablemente sea su aparición en una gala de entrega de premios de la Academia, vestido de etiqueta, con rostro decidido e indignado, casi rojo de ira apenas contenida, mostrando a los asistentes y a las cámaras fotográficas y de televisión concentradas en el lugar sus manos teñidas de blanco, eco del clamor y la rabia de una sociedad que vivía en los noventa un recrudecimiento del terrorismo, un símbolo de la protesta de los artistas en general, y del estamento cinematográfico en particular, tantas veces injustamente acusado entonces como ahora de cierta tibieza frente a la tragedia terrorista por quienes buscaban intencionadamente su ceguera ante sus despropósitos políticos. Las blancas palmas de sus manos fueron durante bastantes segundos el único objetivo de las cámaras y los flashes de la prensa gráfica, y es una de las imágenes más repetidas en televisión cuando de compromiso intelectual con los problemas sociales se habla. Porque Borau, además de buen cineasta, es un profesional comprometido con la realidad como pocos, y así cabe deducirlo de toda su filmografía.

Pero si esta es la imagen más reciente de Borau que ha alcanzado cierta difusión, para acercarnos a la primera, anónima y casi perdida en el pasado, hemos de buscarla en una casa cercana al Canal Imperial de Aragón, en el zaragozano barrio de Torrero, un caluroso ocho de agosto de 1929. Aragón en general y Zaragoza en particular es una tierra profundamente ligada al cine, no sólo por haber servido de enorme plató en múltiples ocasiones a producciones tanto nacionales como extranjeras de todos los calibres y presupuestos, sino también por ser prolífica en el surgimiento de profesionales del cine, uno de cuyos mayores puntales vino al mundo en la turbulenta Zaragoza de finales de los años veinte, década marcada por las luchas sociales, las manifestaciones, las huelgas, los asesinatos políticos y las bandas de pistoleros anarquistas que hacían de la ciudad una réplica a pequeña escala de la violenta Chicago de los años dorados. España vive entonces inmersa en un lento giro hacia la caída de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y de un Alfonso XIII demasiado complaciente con las funestas políticas del general, y la primera infancia de Borau coincide con la llegada de una República que concitaba grandes esperanzas. La familia de Borau pertenece a una clase acomodada: su padre, Félix, de pensamiento republicano aunque sin militancia política formal conocida, trabaja en el Banco Hispanoamericano, y su abuelo paterno, que vive con la familia hasta su fallecimiento pocos meses después del nacimiento de José Luis, y que es el encargado general, dispone incluso de chófer. Durante los primeros años de vida de Borau la familia se muda varias veces de casa, estableciéndose finalmente en un edificio de cinco plantas de la calle Albareda de Zaragoza.

Los primeros recuerdos de infancia de Borau evocan sus tardes de juegos solitarios en habitaciones en penumbra de aquel piso, y también los grandes desfiles que acudía a ver de la mano de sus padres, en especial los actos del día de la República, cuando su padre lo llevaba sobre los hombros mientras la comitiva oficial discurría desde la Plaza de España hacia la Gran Vía y el Campo de la Victoria, e incluso se refieren al convulso y violento ambiente de la Zaragoza de los pistoleros (los pacos), que perturbaban con disparos y disturbios los paseos del pequeño José Luis con su madre, Antonia Moradell, por el Paseo Marina Moreno (ahora, de la Constitución). El hecho de que José Luis sea hijo único hace que se aglutinen en torno a él todos los mimos, cuidados y preocupaciones de toda la familia, incluida la tía Mercedes, persona que siembra en el joven el gusto por el dibujo, el cual le hará pensar en un primer momento en seguir cuando sea más mayor los estudios de arquitectura. El dibujo será una temprana afición que tendrá que competir, sin embargo, con la atracción que el niño José Luis empieza a sentir por la literatura y el cine, del que Zaragoza es ya en aquella época uno de los lugares de España donde tiene mayor aceptación, con múltiples salas y cinematógrafos a los que acude en masa el público como habitual forma de diversión. La llegada de la guerra civil, que el pequeño José Luis recibe con la alegría inocente del niño que festeja el cierre de los colegios, le ofrece el espectáculo de una ciudad caótica y ajetreada, un conglomerado urbano situado en la retaguardia franquista en la que a cada momento se producen traslados de tropas, se establecen campamentos de soldados en marcha hacia los frentes, trasiegos constantes de trenes llenos de hombres y mercancías, llegadas continuas de heridos a los hospitales, colectas constantes de víveres, ropa de abrigo, medicamentos o donativos para destinar al esfuerzo guerrero, y por encima de todo, una ciudad en la que los cines eran refugio, no ya para mitigar los problemas cotidianos de penurias y escasez con unas horas de asueto, sino en sentido estrictamente literal, invadidos prontamente por la multitud en cuanto se escuchan las sirenas de alarma de bombardeo, un lugar oscuro en el que los haces de luz de las linternas y los sacos terreros son el único paisaje, y en el que hasta hacía pocos instantes la gente miraba absorta en la pantalla las tribulaciones de personajes ficticios de celuloide, la irrupción de la triste realidad en esa hermosa mentira que es el cine. Continuar leyendo «José Luis Borau»