
MARIANA (disfrazada de cura): ¿De qué te acusas?
MIGUEL: Puede decirse que soy un blasfemo, que la lujuria me posee y que la envidia no me deja dormir.
MARIANA: Vamos al tema de la lujuria. ¿Ocurrió algo anoche en esta casa relacionado con el sexto mandamiento?
MIGUEL: Tengo mala memoria, padre.
MARIANA: Procura recordar.
MIGUEL: Tal vez, llevado por mi curiosidad o por puro placer estético, asomé el ojo por el de la cerradura.
MARIANA: ¿Y qué viste?
MIGUEL: Vi una hermosa mujer que se estaba desnudando y que realizó para mí un espectáculo de eso que llaman strip-tease.
MARIANA: ¿Estás seguro de que era para ti?
MIGUEL: Ahora que me lo dice me hace pensar. Tal vez me apropiara de una pieza que alguien levantó.
MARIANA: ¿Y qué ocurrió después?
MIGUEL: Cuando me quedé solo, padre, con todos los respetos…
MARIANA: Ya… ¿De pensamiento o de obra?
MIGUEL: De obra.
MARIANA: ¿Sólo o acompañado?
MIGUEL: Yo siempre huyo de las malas compañías.
MARIANA: ¿Cuántas veces?
MIGUEL: A mi edad, padre, una es un lujo, dos un banquete, y tres propaganda.
MARIANA: Antes pierde el viejo el diente que la simiente.
MIGUEL: Cuentos de Calleja.
MARIANA: ¿Tuviste malos deseos, hijo?
MIGUEL: Malos no, que bien buenos fueron. El espectáculo no era nada del otro mundo, sobre todo para un hombre que vive del espectáculo. Pero aquella señorita tenía unas tetas, unos muslos, un culo, que elevaron a este pobre anciano hasta las alturas de San Juan de la Cruz tocando la guitarra en presencia de la Virgen Santísima… Y si es una blasfemia, que Dios me perdona.
MARIANA: Ni yo ni Dios te podemos perdonar.
Al otro lado del túnel. Jaime de Armiñán (1994).