Diálogos de celuloide: El indomable Will Hunting (Good Will Hunting, Gus Van Sant, 1997)

-Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos de todos los libros que se han escrito. Miguel Ángel, lo sabes todo, vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el Papa, su orientación sexual. Lo que haga falta. Pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina, nunca has estado allí y has contemplado ese hermoso techo. No lo has visto. Si te pregunto por las mujeres, supongo que me darás una lista de tus favoritas. Puede que hayas echado unos cuantos polvos. Pero no puedes decirme qué se siente cuando te despiertas junto a una mujer y te invade la felicidad. Eres duro. Si te pregunto por la guerra, probablemente citarás algo de Shakespeare, «de nuevo en la brecha, amigos míos», pero no has estado en ninguna. Nunca has sostenido a tu mejor amigo entre tus brazos, esperando ayuda mientras exhala su último suspiro. Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable, ni te has visto reflejado en sus ojos, no has pensado que Dios ha puesto un ángel en la Tierra para ti, para que te rescate de los pozos del Infierno, ni qué se siente al ser su ángel, al darle tu amor, darlo para siempre, y pasar por todo, por el cáncer. No sabes lo que es dormir en un hospital durante dos meses cogiendo su mano porque los médicos vieron en tus ojos que el término «horario de visitas» no iba contigo. No sabes lo que significa perder a alguien, porque solo lo sabrás cuando ames a alguien más que a ti mismo. Dudo que te hayas atrevido a amar de ese modo. Te miro y no veo a un hombre inteligente y confiado, veo a un chaval creído y cagado de miedo. Eres un genio Will, eso nadie lo niega. Nadie puede comprender lo que pasa en tu interior. En cambio, presumes de saberlo todo de mí porque viste un cuadro que pinté y rajaste mi puta vida de arriba a abajo. Eres huérfano ¿verdad? ¿Crees que sé lo dura y penosa que ha sido tu vida, cómo te sientes, quién eres porque he leído Oliver Twist? ¿Un libro basta para definirte? Personalmente, eso me importa una mierda porque, ¿sabes qué?, no puedo aprender nada de ti, ni leer nada de ti en un maldito libro. Pero si quieres hablar de ti, de quién eres, estaré fascinado, a eso me apunto, pero no quieres hacerlo, tienes miedo. Te aterroriza decir lo que sientes. Tú mueves, chaval.

(guion de Matt Damon y Ben Affleck)

Cuentos de la caja tonta

MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

 

All That Heaven Allows (1955) : TrueFilm

En justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no ha de soportar la televisión española…; con todo, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa; cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”).

Desde su origen el cine vio en la televisión una seria competidora para su hegemonía. Cuando la tele comenzó a utilizar la ficción para dotarse de contenidos el cine reaccionó exprimiendo al máximo sus cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos para potenciar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas en exclusiva, pantallas gigantes, salas confortables… Los agoreros del final del cine se equivocaron. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series, pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, más asequible y popular. Con la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición. Televisión y cine, en cambio, se repartieron los espacios, los productos, los públicos. La televisión suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y aprecio por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Hoy, tras superar la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto, y especialmente con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, pero no en las salas. Las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad. Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que a menudo existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de captar la diferencia entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero muy poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como sucede con la informática o Internet, la televisión constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso es lo que puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si hablamos de la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

Dejando aparte películas que, como Television Spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit Parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up Close & Personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos. Continuar leyendo «Cuentos de la caja tonta»

La tienda de los horrores – Psicosis (Gus Van Sant, 1998)

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Las razones para enviar esta Psicosis (Pyscho, Gus Van Sant, 1998) y a casi todos los que intervinieron en ella a los infiernos del cine pertenecen a dos grandes grupos: como innecesario, gratuito y banal producto cinematográfico, todo un sacrilegio a una de las mejores películas de la historia del cine de terror, y del cine en general; y, en segundo lugar, como remake propiamente dicho, en el que todas las decisiones artísticas tomadas para «variar» ligeramente, «ampliar» o «corregir» el original, devienen en desastrosas, pésimas, lamentables, dignas de ser castigadas con prisión perpetua.

Vaya por delante una cosa: la Psicosis de Gus Van Sant, en contra de lo que dicen la mayoría de las reseñas y de los críticos, no es un remake plano a plano de la obra de Hitchcock, una fotocopia perfecta, pero en color, de los planos y secuencias elaborados por el mago del suspense y sus asistentes -reconocidos o no- en 1960 con su equipo de rodaje para televisión. Puede serlo en un 95%, pero existen pequeñas eliminaciones, suaves carencias camufladas que se le escaparían a un ojo no experto -o, vaya, que no haya visto la película treinta veces- y también sutiles -cáptese la ironía- añadidos que embarran, estropean o, simplemente, nada aportan, al sello original hitchcockiano. Tras lamentarnos de que el perpetrador de semejante bodrio haya sido Gus Van Sant, reputadísimo autor de ese cine mal llamado independiente en el que alterna estupendos trabajos con importantes bodrios, y después de reivindicar como el único acierto la fotografía del australiano Christopher Doyle, habitual del cine de Wong Kar Wai o Zhang Yimou, entre otros, además de director de sus propias películas, que hubiera merecido quizá emplearse en una película más seria y digna, enumeramos la larga lista de cuestiones que hacen de la Psicosis de Van Sant el peor engendro, con diferencia, que ha recalado por esta sección:

– la música de Bernard Herrmann: acertadamente, los pilotos del proyecto entendieron que Psicosis no puede entenderse sin ella, así que decidieron conservarla. Pero suena diluida, carente de personalidad y de protagonismo. Los fotogramas que la acompañan carecen de intensidad, de vigor, de vida. Limitándose a componer postales y planos bellos, el significado de las imágenes, de los diálogos y de su vinculación a la trama pierde fuerza, se vuelve alimenticia, automatizada, como hecha en serie.

– el reparto: la elección de intérpretes no puede ser más pésima. Anne Heche no atesora ninguno de los atractivos de carnalidad y sensualidad de los que hacía gala Janet Leigh, capaz además de incorporarlos a un personaje que no era sino una mujer más, cualquiera cogida al azar, ordinaria, una entre tantas mujeres modernas de la América urbana de los sesenta, una simple empleada de una inmobiliaria. Pésimamente dirigida, no sólo se limita a emular a Leigh en sus caras y ademanes, sino que es incapaz de ofrecer el lenguaje sutil y soterrado que la actriz imprimía a su personaje en la parte de metraje que le tocaba: no transmite ni las miradas de angustia, terror y remordimiento de Leigh al volante de su coche por las carreteras desoladas de Arizona y California ni, por otro lado, es capaz de esbozar la sonrisa entre divertida y lasciva que Leigh compone cuando rememora en off la voz de la víctima de su robo hablando de cobrarse la deuda en su «carne joven y fresca». Vince Vaughn carece de la ambigua fragilidad de Anthony Perkins, de su naturaleza dubitativa, insegura y dispersa, de su aparente pusilanimidad; si en Perkins adivinamos una mente perturbada escondida bajo la capa de un joven débil y sometido a los designios de su madre, en Vaughn sólo acertamos a ver a un pervertido bastante salido, un tipo vago y a la sopa boba que parece andar a la espera de mujeres solitarias a las que meter mano. William H. Macy es quizá el que menos desentona como detective, aunque su papel se limita a recomponer lo que Martin Balsam ya hiciera tan eficazmente, con una salvedad: la caída por la escalera de Macy es horripilante. Viggo Mortensen no da la talla: su físico es insuficiente en comparación con el de Vaughn; en particular, en su pelea final en el sótano, que Hitchcock liquidaba rápidamente dado el poderío físico con el que John Gavin, todo un mazas, era capaz de dominar al tirillas de Perkins, la comparación Vaughn-Mortensen es risible. En este caso, dada la imposibilidad de que el amante pueda con el asesino en una lucha cuerpo a cuerpo, Van Sant debe tomar una decisión «creativa» que la caga del todo, y es que sea la hermana de Marion, Julianne Moore, la que venza a Norman con una patada en la cara. Ésta, Julianne Moore, es otro horror: la fragilidad y la angustia que transmitía Vera Miles, la de una mujer que inesperadamente no tiene noticias de su hermana durante un anormal periodo de tiempo, se convierte aquí en una mujer del tipo camionero-ordinaria, que viste vaqueros apretados y camiseta, cuyos ademanes y gestos son contundentes y poco femeninos, y cuyo ordinario comportamiento dista mucho de los nervios y la tensión asociados al caso. En los secundarios, destacan Philip Baker Hall, como sheriff de Fairvale, emulando, sin más, a John McIntire, y Robert Forster, que protagoniza otra de las secuencias estropeadas encarnando al psiquiatra que da la clave final del asunto.

– las carencias narrativas: cierto es que son pocas, pero suficientes si entendemos que el proyecto consistía en una copia «perfecta» del original de Hitchcock. Casi todas se concentran en la huida de Marion por la carretera, y consisten básicamente en sus diálogos con el policía que la sorprende dormida dentro de su coche y en la recreación que hace en su mente mientras conduce de distintas conversaciones y diálogos escuchados previamente. El efecto es la pérdida de tensión en un punto fundamental: el miedo y el remordimiento que consumen a Marion y que, tras la conversación con Norman en la salita del motel, habrían de ser sustantivos para obligarla a tomar la decisión de volver a Phoenix y devolver el dinero.

– los «añadidos creativos»: el mayor de los horrores. Empezando por uno superficial: la forma de acercarse a la ventana del hotel de Phoenix en el que se solazan al principio los amantes. Técnicamente más efectiva, carece, no obstante, de otra nota importante: mientras que con Van Sant la cámara vuela directamente hacia esa ventana y esa habitación, en Hitchcock la misma operación parece ir revestida de azar, de capricho del destino: con Hitchcock da la impresión de que elige una ventana cualquiera de un edificio cualquiera y que, por tanto, es esa la historia que le corresponde contarnos, por encima de cualquier otra historia que esté transcurriendo en cualquier otra habitación a la que pueda accederse a través de cualquier otra ventana, y que quizá merecería también ser contada. Pero, más allá de estas apreciaciones, susceptibles de interpretación, hay añadidos que matan la película: el principal: la eyaculación de Norman en la pared mientras observa a Marion desvestirse para entrar en la ducha: precisamente, una de las razones de la psicopatía de Norman y de su fijación con su madre radica en su impotencia sexual, en el deseo frustrado por consumar con las mujeres por las que siente atracción, deseo. Si el personaje de Norman logra satisfacer sus impulsos sexuales mediante un orgasmo masturbatorio, ¿sería igual de profunda y de radical su psicopatía? ¿Le afectaría igualmente el peso de su frustración hasta el punto de utilizar el cuchillo como una prolongación de su miembro viril, clavándose en sus víctimas femeninas? Obviamente, no. Pero no es esta psicología de bar pseudofreudiana el único añadido lamentable, no: las muertes vienen acompañadas de pequeños flashes visuales, de instantáneas añadidas con intención subliminal con el fin de convertir esas tomas en algo más inquitante, casi espectral. Por ejemplo, en la pésima caída del detective por la escalera, momento en el que los fotogramas incluyen la pose sensual de una mujer rubia, por citar uno. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿A qué viene echar mano del impacto subliminal de unas imágenes innecesarias, que no aportan nada narrativamente, y que Hitchcock no precisó para aterrorizarnos? Por último, otro horror, quizá el mayor: la secuencia en la que el psiquiatra explica la perturbación de la mente de Norman, aclara su testimonio, esclarece el destino de otras mujeres desaparecidas y revela que el dinero está en el fondo de la laguna. Donde Simon Oakland desplegaba una intensa interpretación mediante la que parecía recrear y revivir en su interior el inmenso tamaño de los males de Norman, con uso de mímica, gestos y una pasión excepcional al explicar e intentar hacer comprender tanto a la policía como a los seres queridos de Marion la naturaleza psicopática del criminal, Robert Forster, muy mal dirigido, expone con frialdad burocrática y diálogos formulistas, lo sucedido a la joven, sin implicación ni pasión alguna, y con un detalle todavía más penoso: si Hitchcock utilizaba un plano a media distancia para enfocar a Oakland exponiendo su teoría, recogiendo sus gestos, el lenguaje de sus manos e incluso las operaciones para encenderse un pitillo mientras habla, Van Sant refleja a Forster en un plano americano, de hombros hacia arriba, por lo que nos omite su lenguaje no verbal, congelado en una máscara facial hierática, por no hablar de que nos esconde su acto de encender un cigarrillo, como si fuera más censurable mostrar a un psiquiatra fumando que a un asesino acuchillando a su víctima y manchando de sangre roja y fresca los blancos azulejos de un cuarto de baño.

Por todo esto, y mucho más, unido a la incomprensible estupidez que pudo llevar a los estudios Universal y a un reputado director de cine independiente (que fue convencido gracias a un cheque con muchos ceros) a concebir semejante proyecto, relegamos Psicosis, de Gus Van Sant, y a todos los participantes en ella a nuestra tienda de los horrores.

Sentencia: culpables

Condena: aparecer en un remake de Los zombis comedores de carne, parte III, haciendo de chuletas de ternasco.

Cortometraje: Faubourg – Saint Denis

Película de Tom Tykwer que forma parte del macroproyecto Paris, Je t’aime, homenaje a la ciudad de la luz por parte del cine que consiste en minipelículas encadenadas de apenas unos minutos, dirigidas por cineastas de todo el mundo: Olivier Assayas, Frédéric Auburtin, Gérard Depardieu, Gurinder Chadha, Sylvain Chomet, Joel Coen, Ethan Coen, Isabel Coixet, Wes Craven, Alfonso Cuarón, Christopher Doyle, Richard LaGravenese, Vincenzo Natali, Alexander Payne, Bruno Podalydès, Walter Salles, Daniela Thomas, Oliver Schmitz, Nobuhiro Suwa, Tom Tykwer y Gus Van Sant, y con una extensa y variopinta nómina de intérpretes: Natalie Portman, Fanny Ardant, Elijah Wood, Nick Nolte, Juliette Binoche, Willem Dafoe, Bob Hoskins, Gena Rowlands, Ben Gazzara, Gérard Depardieu, Steve Buscemi, Rufus Sewell, Emily Mortimer, Maggie Gyllenhaal, Leonor Watling, Miranda Richardson, Sergio Castellito Juliette Binoche, Sergio Castellitto, Olga Kurylenko, Li Xin, Javier Cámara, Margo Martindale, Yolande Moreau, Catalina Sandino Moreno, Ludivine Sagnier, Barbet Schroeder, Gaspard Ulliel… (duración: 7 minutos, aproximadamente).